Es cierto que después de leer a Marx, de estudiar el marxismo se puede echar en falta cierto estudio sobre el individuo, sobre su comportamiento. Probablemente, el carácter de totalidad abarcado por el marxismo explique esta pequeña falla. Posteriormente, y no exento de polémica, desde los estudiosos de la “elección racional” y del marxismo analítico se ha empezado a trabajar el nivel micro y centrándose en los comportamientos individuales.
Hoy queremos compartir un trabajo, que desde esa metodología, analiza el papel del comportamiento egoísta del individuo y la construcción del socialismo, la planificación y otros muchos aspectos cuanto menos polémicos. El autor, Félix Ovejero Lucas y se publicó originalmente en Papers: Revista de Sociologia. Interesante…
Saud.
Olivé
COMPORTAMIENTO EGOÍSTA Y SOCIEDAD SOCIALISTA
Félix Ovejero Lucas
Un fantasma recorre los países socialistas: el fantasma de la modernización. Pasados los optimistas años del «hombre nuevo» guevarista y del primitivismo ideológico de una revolución cultural china que quería exterminar incentivos, desigualdades y jerarquías, los dirigentes de los distintos partidos comunistas parecen haber aprendido una única tonadilla: el mayor problema de las economías socialistas es el absentismo, el desinterés, la falta de dinamismo, que encuentran su traducción económica en la baja productividad. No sólo eso, además de en el diagnóstico, están de acuerdo en la terapia: abrir las puertas a la competencia.
En este trabajo se intenta desvelar la gramática social de este proceso, recordar las distintas soluciones que la tradición socialista ha ofrecido a los problemas que subyacen en el mismo y exponer una crítica a la más ingenua de las versiones de la «dinamización» por el mercado, versión asumida por las diversas «nomenclaturas», según la cual, el mercado es el mejor garante del progreso técnico y de la asignación e?ciente en la medida que su- ministra información precisa y rápida acerca de las necesidades de las sociedades y estimula la búsqueda de respuestas.
La larga gestación del «homo economicus»
La historia del capitalismo está lejos de haber sido un camino de rosas para quienes la protagonizaron. Las ingratas condiciones de vida, los desarraigos, la realización de tareas desprovistas de sentido para sus ejecutores o la pavimentación de tradiciones culturales, son algunos de los rasgos que tiñen el reverso de la impoluta ruta de progreso y libertad con la que se identi?ca frecuentemente esa historia. Uno de los capítulos de esa historia oculta se ha de dedicar a la descripción de la violencia antropológica que ha querido cuajar en un sujeto que persigue su bene?cio por encima de todo. No está escrito en los genes que el hombre es egoísta. 1
Sin embargo, no es insensata la estimación de que en las gentes prima la persecución de sus propios intereses. De hecho, buena parte de la ciencia social, cuando asume el supuesto de comportamiento racional, sobre todo en sus formulaciones más primitivas —que son las más extendidas y las más poderosas desde el punto de vista de sus posibilidades heurísticas—, adopta la tesis de que los hombres persiguen maximizar su bene?cio (su utilidad) y que su conducta está orientada a tal ?n 2. Cuando Hobbes describía la conducta humana como la de átomos cuyo movimiento inercial es producido por el autointerés, estaba sentando las bases para una antología que encontrará su expresión resumida en la fórmula de Mandeville: «los vicios privados son las virtudes públicas», y su tratamiento maduro en la Teoría de los Sentimientos Morales de Adam Smith 3. La idea de que los individuos, al perseguir sus propios intereses, producen un orden emergente, servirá desde entonces al pensamiento social en un doble plano: epistemológico, en tanto que ese orden no perseguido intencionalmente (y por tanto no evidente) es susceptible de ser descrito teóricamente, y normativo, habida cuenta de que ese orden se convierte en ideal regulativo de la acción, que busca corregir las desviaciones de los átomos que impiden el perfecto funcionamiento del engranaje social.
El primer aspecto ha sido bastante tratado en la literatura sociológica y económica. 4 El segundo algo menos, aunque su presencia es mucho más notoria en nuestra cotidianidad. Pensemos, por ejemplo, en las políticas económicas orientadas a incentivar la competencia, en las campañas de formación de empresarios, o en las ?exibilizaciones del mercado laboral, acciones tras las que se esconde la convicción de que el orden socioeconómico perseguido sólo se puede obtener cuando todos los átomos sociales persiguen su propio bene?cio, actúan «racionalmente».
Esta segunda dimensión no es, contra lo que puede parecer a primera vista, cosa de nuestros días. Antes al contrario, lo que hoy es tarea «correctora» ha sido a lo largo de cuatro siglos consigna que se tradujo en violencia. A ese proceso nos referimos al hablar de «violencia antropológica», entendida, en una caracterización preliminar per?lada más abajo, como la con?guración de un sujeto que persigue antes que cualquier otro objetivo la obtención de su propio bene?cio y cuya conducta se rotula como racional. No era un incompetente ?lósofo, sino Max Weber, el que cali?caba de irracional la conducta de los campesinos de Silesia porque ante el aumento de los salarios no respondían trabajando más. 5
No interesa aquí expurgar la historia para mostrar cómo se conforma ese proceso de violentación de conductas, aunque si se puede inventariar algunas de las líneas de trabajo que habría que explorar para su estudio: la re?exión de los clásicos del pensamiento social, entre los que deberían ocupar un lugar destacado Adam Smith y David Hume, quienes dedicaron no pocas páginas a lamentarse de «la predisposición a la indolencia» de los hombres y sobre las maneras de combatirla; 6 la conformación de instituciones «cienti?co-educativas» que trataban de fomentar los nuevos valores, y entre ellas, muy señaladamente, «las escuelas de artes mecánicas» que tanta importancia tuvieron en el origen de la Royal Society; 7 la introducción de la disciplina de trabajo, de los nuevos regímenes horarios y la consiguiente violentación de las tradicionales formas de «economía moral»;8 las nuevas legislaciones que buscan conscientemente asentar gérmenes anti- solidarios como sucede con la «ley de pobres»; 9 y las jerarquizaciones de los procesos de trabajo que, a la vez que favorecen el control disciplinar por parte de los empresarios, establecen reglas de competencia entre los propios trabajadores, favoreciendo las estrategias egoístas. 10
Muchos de los procesos apuntados se imponen con violencia y represión. No es mala cosa recordar que para que acabara cuajando el «hombre nuevo» del capitalismo contemporáneo —y esto lo saben bien los actuales habitantes de Taiwan, Singapur o Corea del Sur— se necesitaron campañas de reeducación.
El perverso efecto de la racionalidad egoísta
Sea como fuere, el caso es que acabó por asentarse con la categoría —en una acepción notablemente estrecha— de «racional» un sujeto particularmente antisolidario. Ese sujeto prima su interés por encima del interés social. Con más precisión: sean «E» estrategia egoísta y «S» estrategia solidaria. A partir de ahí “se abren cuatro posibilidades: A) todos eligen «S»; B) todos eligen «E»; C) un individuo elige «E», los demás eligen «S»; D) el individuo elige «S», los demás «E». Así las cosas, el sujeto egoísta ordena sus preferencias según el orden CABD. Nuestro hombre vendría a pensar: «Mientras los demás cooperan, yo, que me bene?cio de su esfuerzo, no participo del mismo.»
La estrategia citada, generalizada al conjunto de los miembros de la sociedad, tiene efectos perversos. Se trata del conocido «dilema del prisionero». El resultado de que todos opten por abstenerse de cooperar es que el empeño perseguido no se realiza. Esto reviste especial interés cuando se trata de bene?cios colectivos: los individuos, que saben que se bene?ciarán de los bienes públicos, en tanto no es posible discriminar a la hora de satisfacer necesidades entre quienes participan en su ?nanciación y quienes no, pre?eren no pagar impuestos en la con?anza de que pagarán los demás; el obrero que no quiere ir a la huelga se bene?ciará de sus resultados y no participará de sus costes, en la con?anza de que los demás sí pelearán por la obtención del objetivo perseguido.
Es importante subrayar especialmente dos extremos cuya importancia se revelará más abajo: primero, en la estructura de interacción descrita ningún individuo tiene información sobre lo que harán los demás, y precisamente en ello se ampara el francotirador; segundo, es en casos como los descritos (bienes públicos, huelgas) donde aparecen «penalizaciones» (?scales, piquetes) que sancionan a los sujetos egoístas.
Las soluciones del pensamiento socialista
Las consideraciones anteriores han sido extraídas del estudio de los bienes públicos, bienes que si son proporcionados llegan a todos por igual, tanto a quienes participan en su ?nanciación como a los que no (piénsese, por ejemplo, en la lucha contra la contaminación). En estos casos, los individuos que se ven bene?ciados pueden pensar que no tienen incentivos para colaborar, habida cuenta de que los bene?cios los gozarán tanto si colaboran como si no. A fortiorí, todo esto vale para las economías socialistas. En una descripción sumaria, pero no falsa, en una sociedad socialista los individuos tienen garantizada una participación en el producto social con independencia de su participación —más o menos intensa— en la obtención de aquel producto. De este modo, un individuo (o una entidad, como una empresa que actúa como unidad de decisión) que mantenga la estructura de preferencias como la que desemboca en el «dilema del prisionero», preferirá abstenerse de participar en tanto los demás garanticen la producción con su trabajo.
Aunque sin ser formulado explícitamente, el problema no ha escapado a la tradición del pensamiento emancipador. Comunistas, anarquistas y socialistas han tratado de evitar el efecto perverso (la crisis social de una economía incapaz de garantizar su reproducción) mediante diversas estrategias que socavan las reglas de juego y la estructura de preferencia que desemboca en el «dilema del prisionero». Primando una o combinándolas, las soluciones apuntadas se han orientado en diversas líneas: estableciendo una estructura social transparente, imponiendo incentivos selectivos, rompiendo el orden de preferencias egoísta y ?jando reglas de juego que hagan racionalmente social al sujeto egoísta.
Estas estrategias, como se verá, nunca se dan en formas puras, sino combinadas, pero actúan como tipos ideales. Así, por ejemplo, se puede decir que en la economía soviética durante «el comunismo de guerra» primaba el mecanismo de los incentivos selectivos; 11 durante la NEP se optó por respetar al sujeto egoísta, pero procurando que de ello se bene?ciase la economía socialista, 12 y durante buena parte del período estalinista 13 —aparte de los incentivos selectivos negativos, o más sencillamente: la represión, siempre presentes- se primó la violentación de la estructura de preferencias (sábados socialistas, emulación, etc.) en un sentido no muy distinto —también en su crueldad— a la violencia antropológica del capitalismo antes aludida.
Describamos brevemente las cuatro estrategias:
a) Establecimiento de una estructura social transparente. La estrategia del «free rider» se mostraba sensata en un juego de información imperfecta, donde cada uno de los participantes desconoce la estrategia de los demás. De otra forma, el francotirador se ampara en el anonimato colectivo que impide que la abstención de participar sea conocida por los demás y que éstos actúen en consecuencia, por ejemplo, absteniéndose de participar. Si ello sucediera, se haría evidente la insensatez de un comportamiento que impide la reproducción de la sociedad.
La tradición del socialismo «utópíco», con su intención de construir una sociedad «dentro de la sociedad», con la creación de falansterios en los que se rompía la escisión entre la vida privada y la pública, muestra muy bien esta estrategia. Los intentos soviéticos de crear empresas o unidades de empresas con pocos miembros y fuerte interconexión y los kibbutzi israelíes, son otros ejemplos. Seguramente también sería éste el caso de las comunidades agrarias rusas que tanto impresionaron al viejo Marx, que veía en ellas un posible camino al socialismo que no pasaba por el capitalismo. 14
Precisamente, esa peculiar «transparencia» de las sociedades precapitalistas permite incorporar, entre estas estrategias, una de las más originales re?exiones de Marx. A diferencia de lo que sucede en las sociedades pre-capitalistas, donde el proceso de extracción del excedente por parte de la clase dominante es transparente (los trabajadores entregan una parte de lo que han producido o trabajan durante unos días en las tierras del señor), en el capitalismo la explotación es un proceso encubierto. No en el sentido de que los miembros de la sociedad de clases tengan una falsa percepción de la realidad, sino que la realidad en la que viven es una realidad distorsionada.
Los trabajadores que entregan su trabajo reciben a cambio un salario, el capitalista recibe una retribución por su capital. El proceso explotador queda velado porque el carácter social de la producción sólo se expresa en el intercambio, donde los productores establecen conexiones no como tales, sino como participantes en el mercado. El mundo de la producción, en el que se realiza la creación del excedente y la explotación, queda oculto. De este modo, las relaciones humanas se tornan anónimas e impersonales. Frente a esta sociedad, Marx entendía el socialismo como un sistema «inteligibie» y «transparente».
Los sujetos que participan en la producción decidida colectivamente saben por qué lo hacen y ven cómo lo hacen. Ello supone, de una parte, el ?n de la ciencia social (ya se vio la función epistemológica del orden emergente producido por conductas que no lo persiguen intencionalmente, tantas veces recordado por Hayeck). Para decirlo con las palabras (precriticas) de Marx: «Si no hubiera diferencia entre la realidad y la apariencia, no habría necesidad de ciencias. 15
De otra parte, la autoconsciencia social y el ?n de la alienación, viejos motivos de inspiración hegeliana, en tanto tornan a la sociedad completamente transparente, hacen el juego colectivo de «información completa». Vale la pena recordar que Lukács se sirvió de aquellos motivos hegelíanos para postular la existencia de un sujeto (la ciase obrera) cuya autoconsciencia coincidía con el sentido de la historia. Una vez que los hombres adquirian la capacidad de regular sus destinos, dejaban de ser las piezas ciegas del mecanismo de la historia. De ese modo, sus proyectos (su ideario) podian convertirse en el nuevo reglamento de la historia, ahora ya proceso de autocontrol colectivo, no ciega legalidad. 16
Resulta pertinente reiterar que en los ejemplos mencionados predomina la estrategia de transparencia, pero que no es la única. Las comunidades poco numerosas no hacen únicamente patente la estrategia de los miembros, sino que introducen a la vez otras razones que minan la adopción de la conducta francotiradora. En la práctica resulta difícil discriminar cuánto hay de «transparencia» en los grupos pequeños y dónde empiezan a funcionar «incentivos selectivos negativos», esto es, penalizacíones que se aplican a los individuos según contribuyan o no a la empresa colectiva, o fórmulas de reeducación que intentan alterar la estructura de preferencias egoísta.
En los grupos pequeños funcionan procedimientos callados de sanción social (aisiamiento, marginación, etc. ), que penalizan a quien se aparta de los objetivos perseguidos, 17 objetivos que, desde otra perspectiva, pueden verse como formas de reeducación, de manifestar su desviación al individuo errado. En los grupos pequeños es más frecuente la homogeneidad de propósitos, y por tanto la sanción opera mediante mecanismos más interiorizados, reforzados por la intensa interacción social que un número limitado de miembros garantiza. El hecho mismo de que la propia «voz» tenga garantías de ser escuchada —por ser una parte relevante en grupos pequeños— refuerza los procesos integradores. 18
b) Imposición de incentivos selectivos. Una vez aceptado que las estructuras de preferencias (o de motivaciones) de los sujetos son las propias del «dilema del prisionero», y una vez se admite la falta de información entre los participantes, cabe la posibilidad de que un centro de mando, que dispone de información sobre las preferencias y sobre sus inquietantes efectos, establezca procedimientos coercitivos que penalicen a los que optan por comportamientos antisolidarios.
La tópica imagen del partido leninista encarnaría este proceder. Los trabajadores, aunque pudiesen estar interesados «objetivamente» en el triunfo de la revolución, de la que serían los principales bene?ciarios, optarían «subjetivamente» por abstenerse de participar en su consecución, habida cuenta de que en el caso de que triunfase gozarían de sus consecuencias por el hecho mismo de ser trabajadores, y se evitarían los costos (tiempo, represión, etc.) en los que incurrirían si participasen. 19
Como se ve en este caso, el «partido» sería el garante de la consciencia de clase. La vieja tesis leninista del partido como vanguardia revela su sensatez, mucho mayor que la lukacsiana imputación —a una entidad colectiva como la clase— de consciencia. Pero no sólo la tradición marxista cuenta con experiencia como creadora de incentivos selectivos. De hecho, donde ha encontrado su expresión más continuada este proceder ha sido en el sindicalismo (y a través suyo en el anarquismo), en tanto que ha constituido la forma más característica de acción colectiva, donde el cálculo entre ventajas obtenibles por la acción colectiva y costos era más viable empíricamente y más continuo históricamente. Los piquetes de huelga, la lucha contra los esquiroles y en ocasiones el racismo, 20 han sido formas conocidas y estudiadas de sancionar al posible «free rider».
c) Ruptura del orden de preferencias egoísta. Seguramente este procedimiento es el que cuenta con una genealogía más cumplida en el pensamiento ético. Pero no solo eso. También ha tenido su traducción en la reflexión política, en la experiencia histórica y aun en la teoría biológica. La idea es bien sencilla: se trata de sustituir el orden de preferencias CABD por el orden ACBD. El «hombre económico comunista» pre?ere la cooperación universal al egoísmo. 21
La revolución cultural china ha sido presentada como un intento de sustituir la ética del «homo economicus» por otro hombre más solidario. 22
Seguramente la experiencia fue el intento más radical —y bárbaro— de dar nacimiento al «hombre nuevo» del socialismo. Pero los antecedentes son más amplios que la tradición marxista y la intención voluntarista. Del mismo modo que se ha intentado fundamentar biológicamente la estrategia egoísta presentando el comportamiento del «homo economicus» como rasgo característico de la especie, 23 una tradición de estudiosos de la conducta animal, con fuerte presencia anarquista, intentó argüir que las leyes de la evolución biológica eran las de la solidaridad intraespecí?ca, que la cooperación era un valor de supervivencia y que solamente la brutalidad de la sociedad burguesa había violentado lo que era ley general de la naturaleza: el apoyo mutuo. 24
d) Fijación de reglas de fuego que baten interesante socialmente el comportamiento egoísta. La vieja máxima de Mandeville ha encontrado su aplicación más estrictamente literal en los países socialistas. Recordemos que la aserción exacta del autor de La fábula de las abeja: fue: «Los vicios privados, manejados por un hábil político, pueden trocarse en bene?cios públicos». 25 Mucho ha llovido desde entonces, y la invocación al papel del Estado, importante en el proceso de violencia antropológica, de introducción de la disciplina de trabajo y de creación de las condiciones y la infraestructura (enclosures, desamortizaciones, etc.) para el desarrollo del capitalismo, cobra hoy un sentido distinto.
De hecho, el maravilloso mundo que nos fabula la teoría neoclásica del equilibrio general (un mundo en el que se vacían los mercados y se asignan e?cientemente los recursos), sólo es accesible -entre otras condiciones- si los sujetos se comportan según la estricta racionalidad del «homo economicus» y sin interferencias de ningún tipo. Dicha teoría es hoy la expresión más re?nada del aserto mandevilliano: cuando todos los individuos persiguen la maximización de su utilidad, se garantiza un equilibrio económico.
El problema aparece, como se dijo más arriba, cuando se trata de empresas colectivas en las que la participación en el producto social está garantizada, con independencia de la colaboración en su obtención. Los economistas socialistas lo vieron tempranamente. Algunos de ellos, como O. Lange, defendieron competentemente que la fábula del equilibrio general sólo podía encontrar su consumada realización en economías socializadas. Desde entonces, los intentos por resolver los problemas de la acción colectiva han sido diversos. Así, por ejemplo, durante el período Andropov, se realizaron diversas experiencias con «brigadas-piloto» que luego se intentaban extender en función de su e?cacia. En esas experiencias se ensayaban formas de retribución colectiva, realización de trabajos concretos, etc. En otros casos se probaron fórmulas de unidad territorial sobre procesos de producción completos.
Pero ahora interesa destacar otro problema de la plani?cación. A la hora de realizar los planes periódicos, una de las mayores di?cultades con las que se encuentran los plani?cadores es la de resolver la tensión entre las posibilidades de producción y la realización de la misma. Durante mucho tiempo las instancias coordinadoras se encontraban con que las unidades de producción suministraban una información distorsionada acerca de sus posibilidades productivas. Para evitar sanciones o para obtener premios, era frecuente, por ejemplo, que las empresas indicasen unas posibilidades de producción notablemente inferiores a sus posibilidades reales.
De ese modo, como la retribución se realizaba en función del exceso de producción sobre la cantidad previamente indicada, la empresa obtenía notables bene?cios, pero la plani?cación era imposible porque la información siempre estaba distorsionada. En otras ocasiones, la retribución se realizaba en función inversa de la desviación respecto a las previsiones. Lo que sucedía en este caso era exactamente lo contrario: las empresas «tiraban por lo bajo» para garantizarse el cumplimiento de lo proyectado. La información era correcta pero la producción escasa.
Como se ve, ésta es una situación en la que el «free rider» es una unidad de decisión que no es un individuo. La situación es semejante a la que desembocaba en el «dilema del prisionero». Las empresas individuales se bene?cian si las otras les suministran la producción y/o la información que les permite la realización de su producción, pero ante la incertidumbre acerca de si eso sucederá, optan por una estrategia egoísta (es conocida la broma de la empresa que, obligada a suministrar tornillos y al no venir especi?cado más que el volumen total en peso, fabricó unos pocos de tamaño descomunal).
En este contexto es donde aparecen los procedimientos que, aceptando el carácter de «free rider» de las empresas, establecen unas reglas de juego en donde esa estrategia no tenga consecuencias perversas. Los «sistemas de incitación» buscan tanto la maximización de la producción como prevenir la ocultación de la verdad, esto es, que las empresas se sientan interesadas en anunciar su situación real. No es éste el lugar para exponer los complicados sistemas de retribución ——programados en tres fases (control/información, elaboración y ejecución), cada una con su sistema de incitación—, pero si de subrayar que todos los intentos se orientan hacia el aumento de la producción, pero sin que ello invite a una distorsión de las previsiones.
Así, por ejemplo, un sistema de retribución —en una de sus fases y siempre que YR sea mayor o igual que YP— es el que se recoge en la fórmula: BR = B + b (YP — Yo) + a (YR — YP). En donde BR es la retribución; B el bene?cio provisional asignado en la primera fase por los plani?cadores; YP el objetivo escogido en la primera fase por la empresa; Yo el objetivo provisional asignado por los plani?cadores; YR el objetivo realizado; y a y b escalares tales que 0 < a < b. Como se ve en este ejemplo supersimpli?cado, las previsiones (YP) que en un caso están actuando positivamente, en el primer, sumando, en tanto superan las propuestas de los plani?cadores en la fase de tanteo y asignación de los inputs (Yo), en el otro, actúan negativamente, en tanto se alejan de la realización efectiva (YR). 26
Las soluciones descritas no agotan el abanico de salidas al «dilema del prisionero». Así, por ejemplo, el cambio de la estructura de preferencias podría producirse como consecuencia de una interacción prolongada entre los participantes en la acción colectiva que les incite a adoptar un «altruismo condicionado», en el que por medio de una coordinación tácita acaban por cambiar el orden de sus alternativas, siempre que los demás estén dispuestos a hacer lo propio. 27
También cabe fundamentar la necesidad de una moralidad que actúe como una constricción racional de la persecución: de los propios intereses, esto es, partiendo de la racionalidad maximizadora de la utilidad privada, fundamentar principios «imparciales de moralidad». 28 Aquí únicamente se han descrito «reconstrucciones racionales» en las que prima el afán aclaratorio más que el explicativo. 29
En torno a los polos descritos, es posible encontrar otros intentos de «solución». Los aquí presentados son los que han tenido relevancia teórica y traducción histórica en el movimiento emancipador. Como se vio, en los procesos reales se superponen los diversos procedimientos, aunque suele primar uno sobre otro.
Así, en las empresas socialistas, a pesar de la aceptación de la estructura de preferencias egoístas, la sanción moral sigue pesando: la alteración de la jerarquía funciona como ideal regulativo y la pretensión de transparencia se expresa en el apoyo a las pequeñas unidades de producción con estrecha interdependencia. (Quizá vale la pena indicar aquí que durante toda la discusión se está obviando también una importante ingenuidad de Marx en su idea del comunismo: la presunción de que en éste no se dan preferencias divergentes, supuesto que, aunque puede valer para un individuo, es insensato para la sociedad: «Aun si se parte de la hipótesis de personas movidas por el altruismo y preocupadas por el interés común, podrían no compartir su concepto de lo que es bueno. Pensar que todos los desacuerdos políticos son resultado de un conflicto de voluntades individuales, egoístas, es una concepción vacía de la política»). 30
La salida de la competencia
Los dirigentes de los países de socialismo «real» parecen haber descartado la ideologización —la «creación» de un hombre nuevo— como estrategia. Tanto en esto como en el abandono de los procedimientos más punitivos —como los empleados durante el comunismo de guerra—, se puede observar que su opción —quizá por ser menos ciega, menos de mano invisible— ha sido menos virulenta que la que acompañó la conformación del capitalismo moderno. El hecho de que en ese proceso haya lugar para la opción, cosa que no había sucedido —por la propia «esencia» capitalista: muchedumbre solitaria, sistema inevitablemente móvil sin motor consciente con la «violencia antropológica» del capitalismo, hace posible la estimación de los costos humanos (violencia, irracionalismo, burocratización) en los que era obligado incurrir al adoptar determinadas estrategias.
El camino adoptado parece haber sido la aceptación de los patrones de comportamiento del «homo economicus» y la búsqueda de un marco en el que esa conducta se traduzca en bene?cios colectivos. El único mundo posible —como nos lo recuerda la teoría de equilibrio general— en el que esa situación se da, es en el fantasmagórico capitalismo «de competencia perfecta», en el que multitud de compradores y vendedores se encuentran en un mercado donde los precios responden a los excesos de oferta y demanda sin que nadie pueda actuar sobre ellos. Las continuas invocaciones al «papel del mercado» por parte de los dirigentes de los partidos comunistas parece con?rmar la adopción de este mundo como proyecto.
Sin embargo, ahí empiezan a aparecer los problemas. Un interesante resultado de la teoría económica muestra que, de no cumplirse todas las condiciones para la aparición de una situación óptima (una e?ciente asignación de recursos, por ejemplo), nos podemos encontrar muy lejos de esta situación óptima. 31 Si la experiencia común de pacientes víctimas nos con?rma cotidianamente este aserto en el capitalismo «real», parece sensato pensar que mal le pueden ir las cosas por este camino al socialismo, contra lo que pensaba O. Lange. 32
Aún más y más básico. El capitalismo es esencialmente desintegrador. El hecho de que cada uno vaya a la suya no sólo no es malo, sino que puede producir resultados interesantes (e inquietantes: el desarrollo técnico es la mejor muestra).
La situación es exactamente inversa en el socialismo, en donde la intención cooperativa es fundamento del orden social. Precisamente es esta circunstancia, el hecho de que la participación en la comunidad se experimente como sentimiento integrador, la que sugiere un interesante mecanismo de solución a alguno de los problemas planteados. Mecanismo que, además, satisface el requisito básico que implícita- mente manejan quienes buscan la solución en el mercado, a saber, el automatismo de los procesos recuperativos que evita incurrir en los costos de las penalizaciones, la ideologización o el control férreo.
La salida de la voz
Ese otro mecanismo, automático, no desintegrador y que suple al mercado en el proceso de transmisión de información (sobre las necesidades sociales) es la voz. 33 Un individuo, enfrentado a una situación que le desagrada, tiene dos opciones: la salida y la voz. La primera es la que comúnmente se asocia a la competencia mercantil: el consumidor insatisfecho que escoge otra marca es el ejemplo más característico. En cambio, cuando el individuo hace uso de la voz, en lugar de abandonar pre?ere forzar una in?exión en «el producto» mediante la transmisión de su disgusto. Esta opción es más frecuente en el terreno político: el miembro de un partido que, antes de abandonado, cree que puede hacer oir su opinión de cara a reorientar su actuación.
No es casual que los ejemplos más paradigmáticos procedan, respectivamente, de la economía y de la política. En efecto, la economía, especialmente en el capitalismo, opera con relaciones impersonales. La Competencia perfecta es la manifestación más consumada de mecanismo de salida. Los individuos no se sienten participes respecto a la empresa que produce lo que consumen. Si no les gusta, cambian. De ese modo (indirecto) las empresas registran la información sobre cómo se reciben sus productos. Información que no es matizada ni precisa. Se sabe que la gente no se interesa por determinada oferta pero no por qué.
La voz es el mecanismo de funcionamiento propio de los organismos integradores. La gente expresa sus desacuerdos porque confía en que su opinión será atendida y porque tiene interés en mejorar aquello a lo que se siente vinculada. Es por eso por lo que la política es el terreno más común donde se manifiesta el funcionamiento de la voz. Aunque también hay lugar para la salida: cuando un partido o, más en general, un sistema político bloquea los mecanismos de participación o supera un umbral más allá del cual el individuo puede estimar que es incorregible, la salida (otro partido, por ejemplo) se ofrece como una acción racional. Del mismo modo, en economía opera la voz. Los lazos «horizontales» buscados por los plani?cadores soviéticos durante el período Andropov —entre proveedores- productores y clientes— serían un ejemplo. 34
Quizá conviene subrayar que el carácter integrador del mecanismo de la voz no se ampara en ninguna «comunión de santos», en el sentido de requerir hombres comunistas «racionales», solidarios más allá de la sensatez, Según cuáles sean las reglas del juego social, incluso para el «homo economicus» puede ser interesante hacer uso de la voz. Si éste estima que tiene capacidad para in?uir sobre un organismo (como consumidor, como elector) y la opción de la salida le resulta costosa —por requerir aprendizaje: nuevos contactos, por estar penalizada, etc.—, hacer oír su opinión puede parecerle la alternativa más sugestiva.
Sin embargo, el funcionamiento de la voz si requiere una población con cierta disposición participativa, disposición que se puede ver reforzada por la experiencia pasada. A diferencia de la salida, que es una simple decisión puntual (en favor o en contra), la voz es un proceso que se aprende con el ejercicio (lo que supone un costo). Pero no hay que pensar que esa disposición y ese ejercicio requieran individuos superaltruistas.
No es desatinado pensar que resulta más plausible, empíricamente, una conducta de ese estilo que la propia de «homo economicus» puro. La experiencia cotidiana muestra cómo en nuestro comportamiento operan con criterios más generosos que los de éste y que sería exagerado cali?car de irracionales. Lo que podríamos bautizar como «el dilema de la conferencia» es una ejempli?cación de ello que, además —y por eso lo traemos a colación—, apunta a otros componentes que guían el comportamiento humano. Circunstancia esta última de importancia, habida cuenta de que, si no se quiere incurrir en «violencias antropológicas» de costos y consecuencias desmedidas, es obligado adoptar una antropología realista, tanto a la hora de explicar modelos sociales como a la de diseñarlos.
El interés del «dilema» radica en que muestra cómo se consigue un cierto equilibrio «social» cuando los sujetos se sienten partícipes en una situación que «normalmente» —con la estructura de preferencias absolutamente egoísta y sin información- produciría un efecto perverso, como en el caso del «dilema del prisionero». Imaginemos que asistimos a una conferencia porque nos interesa el asunto sobre el que versa, o el conferenciante, y que a los pocos minutos se empieza a hacer patente que uno y otro son decepcionantes.
En ese instante podríamos decidimos a marchar. Si lo hacemos inmediatamente, nuestra salida no tendrá consecuencias preocupantes para el grupo que permanece. Pero si las salidas siguen un goteo, llegará un momento en el que para los que permanecen se recompone el cuadro de alternativas (de recompensas). Ya no se trata de una elección entre el pobre discurso y mi tiempo, sino entre el colapso (la desesperación del conferenciante y los que lo invitaron, la ansiedad de los asistentes, etc.) de la microsociedad y mi tiempo. En este caso, la salida de los primeros refuerza la integración de los que permanecen. El «free rider» ya no se ampara en el anonimato —cada vez menos- y se le hacen patentes las consecuencias de su acción.
El componente que está interviniendo aquí es, —de nuevo en el léxico de Hirschman– la lealtad. Ésta aleja la salida y activa la voz (en este caso la presencia), y con ello evita que el deterioro sea acumulativo. Pero, y esto es importante, aunque la lealtad pospone la salida, se apoya en su posibilidad. Que un organismo responda a los requerimientos de la voz depende de que la penalización de la salida esté abierta. Si ésta no existe (si es inelástica la demanda, por ejemplo) la voz no será escuchada y la noción misma de lealtad carecerá de sentido. 33 Las organizaciones criminales (la ma?a, por ejemplo) que imponen un alto precio de salida (el asesinato para «el traidor») hacen imposible el mecanismo de la voz y la lealtad deriva en parodia.
El hecho de que la voz sea mas importante como mecanismo de recuperación y de dinamización en los organismos de los que forma parte, que en la relación (mercantil) de compra/venta (propia de todas las relaciones capitalistas) en donde prima la salida, no es baladí en el contexto de la presente discusión. Al examinar la función de la voz en sociedades socialistas, en las que la adscripción voluntaria es condición constitutiva básica y donde la lealtad es rasgo de?nitorio (a diferencia de la mano invisible de los egoismos de todos que caracterizan la ontología social capitalista), varias circunstancias refuerzan su pertinencia frente a la salida, solución por la que parecen optar los dirigentes del «socialismo real» (lo que es un buen indicador de la escasa con?anza que parecen tener en el consenso social, en la lealtad).
La salida en el contexto de la competencia puede tener costos sociales y psicológicos en los que una sociedad capitalista incurre sin dolor, pero no así una socialista. Por ejemplo, en un marco competitivo en el que se produce una mercancía que tiene en todos sus oferentes una característica negativa (inevitable), el mecanismo de la salida puede traducirse en una continua redistribución de consumidores que nunca se quejan. Por contra, en una situación de monopolio éstos aprenderán a vivir con la imperfección inevitable y dejarán de consumir sus energías en una búsqueda inútil. Del mismo modo, la salida, en tanto que evita la presencia de los clientes más enojados, más críticos, de una sensibilidad más re?nada, refuerza degradaciones irrecuperables.
Por otra parte, la voz parece mostrarse especialmente interesante (y barata) en uno de los dominios que más preocupan a los dirigentes de los países socialistas: el progreso técnico. En los contextos en donde existe ignorancia e incertidumbre por parte tanto de los productores como de los consumidores, la voz resulta más e?caz que la salida. 36 Esto es lo que sucede con el progreso técnico. La necesidad aparece antes de que se disponga de un conocimiento acerca de cómo satisfacerla. En tales condiciones, la salida apenas proporciona información, mientras que la voz lo hace y en detalle. La situación es análoga a la que se da en la relación entre un médico y un paciente.
Éste experimenta una sensación (difusa) de malestar que es incapaz de interpretar. Sólo la voz, la información suministrada con detalle a quien dispone de capacidad técnica, se muestra e?caz. Aún más, la salida resulta especialmente costosa cuando se trata de requerimientos técnicos. El proveedor ha incurrido en unos costos de aprendizaje de las caracteristicas sobre las que se sustentaba la demanda tradicional (anterior a la innovación), y ese aprendizaje —que es fundamental para hacer posible la variación sobre lo que deja ya de ser satisfactorio- se dilapida inmediatamente por medio de una salida que obliga a empezar desde el principio con el nuevo proveedor.
Por último, el mecanismo de la voz se revela de especial interés cuando se trata de organismos voluntariamente participativos en un extremo que ha sido descuidado en el tratamiento habitual de la acción colectiva. La conducta de «free rider» y la estimación más general de que la participación en las tareas colectivas es un costo, presuponen que la participación es únicamente un medio. Esta consideración seguramente no es falsa para una larga tradición que hacía de la militancia una penitencia.
No eran escasos los comunistas que suscribían aquello de «los comunistas somos cadáveres de permiso». Pero en esta coincidencia entre los ideólogos re?nados del neoliberalismo y el comunismo más rústico —y más heroico y menos venal, todo hay que decirlo: también el más intolerante- hay un supuesto que es cuando menos discutible, a saber: que la lucha por la felicidad pública es más un costo que «un sustituto de la felicidad misma».
Pero esto no tiene por qué ser así. La participación en los movimientos en favor de bienes públicos disminuye la incertidumbre de su conquista, en la medida que la certidumbre de la intervención refuerza la posibilidad de su conquista. Cada individuo puede llegar a estimar que la diferencia entre la conquista y la pérdida del objetivo deseado está en su propia contribución. En ese contexto aparece «la felicidad de la búsqueda», y el interés en la actividad pública se experimenta como un bene?cio para la felicidad íntima. 37
Este patrón de comportamiento no es contradictorio con el homo economicus. También aquí se hacen cuentas antes de iniciar la acción. Lo que sucede es que las recompensas —los supuestos antropológicos- se valoran de manera dispar. A?rmar que la única alternativa al homo economicus es el altruismo beatí?co resulta una falacia que deja poco lugar para teorías sociales plausibles, que resulta ine?caz como guía para la intervención política (fuera de iluminados auto?ageladores) y que, si por un rebote de la historia se convierte en discurso de un poder, tiene terribles consecuencias.
Mientras que la persuasión y la violencia antropológica del capitalismo —en tanto su contenido es el de estimular el consumismo y alimentar ansiedades— pueden operar sobre los individuos con mecanismos relativamente poco cruentos (se limita a «desatar pulsiones»), aunque, por la misma perversidad incontrolada de la mano invisible, sus efectos macro-sociales sean monstruosos, en el socialismo —que no funciona ciegamente, sino mediante una voluntad de cerebro colectivo— la consecución de efectos sociales bené?cos, si no respeta —y fuerza— las manifestaciones de preferencias de los individuos, 38 si no deja lugar a la voz —que funciona mejor con el sentimiento de participación, con la lealtad—, puede tomar formas macabras de acción sobre los individuos, de las que los campos de reeducación camboyanos son un inquietante esbozo.
NOTAS
1. Aunque podría ser que los genes responsables de conductas egoístas tuviesen valor de supervivencia (cf. J. Dawkins, El gen egoísta, Barcelona, Labor, 1979), lo cierto es que la cooperación también se muestra como una «estrategia evolucionaria estable»; J. Maynard Smith, «Game Theory and the evolution of cooperation», D. S. Bendall (ed.), Evolution form molecules to men, Cambridge, Cambridge University Press, 1985, pp. 445-456.
2. Por supuesto que ideas más débiles de la racionalidad se han desarrollado e insertado en teorías sociales y económicas, por ejemplo, la conducta «satisfacedora» de H. Simon (cf. H. Simon, «From sustantive to procedural rationality», S. Latis (ed), Method and appaisal in economics, Cambridge, Cambridge University Press, 1976, pp. 129-148). Sin embargo, lo cierto es que la teoría económica más desarrollada maneja la noción más restrictiva de racionalidad.
3. Sobre este desarrollo, cf. F. Ovejero, La unidad del método y el nacimiento de las ciencias sociales, Barcelona, Península (en prensa).
4. Cf. F. A. Hayek, Tbe Counter-Revolution of Science, Londres, The Free Press of Glencoe, 1955.
5. Historia Económica General, México, FCE, 1942, pp. 366-367.
6. «Dimensiones olvidadas en el análisis del cambio económico», N. Rosenberg, Tecnología y Economía, Barcelona, Gustavo Gili, 1979, pp. 102 y ss.
7. Los nombres de Bacon y Petty acuden inmediatamente a la memoria. Ambos entronízaron dichas escuelas como terreno de aprendizaje técnico y cientí?co, cf. F. R. Johnson, «Il Gresham College precursore della Royal Society» y W. E. Houghton, Jr. «La storia dei mestieri in rapporto al pensiero seioentesco», ambos en P. P. Wiener, A. Noland (eds.), Le radici del pensiero Scientifíco, Feltrinelli, Milán, 1977, pp. 337-390.
8. E. P. Thompson, «Tiempo, disciplina de trabajo y capitalismo industrial», Tradición, revuelta y consciencia de clase, Barcelona, Crítica, 1979, pp. 239 y 55.; J. Le Goff, Tiempo, trabajo y cultura en el occidente medieval, Madrid, Taurus, 1983, pp. 19 y ss. Para una visión más general —de hecho la falta de referencias a los procesos de trabajo es su mayor carencia—, cf. D, S. Landes, Revolution in Time, Cambridge, The Harvard University Press, 1983.
9. Sobre el contexto ideológico en el que surge la ley, que tanta tinta ha hecho correr, cf. G. Himmelfard, The Idea of Poverty. England in the Early Indurtrial Age, Faber and Faber, Londres, 1984, especialmente la primera parte: «De la moral a la economía política», pp. 42 y ss. Asimismo, cf. D. A. Baugh, «Poverty, Protestantism, and Political Economy: English Attitudes toward the Poor, 1660-1880», S. B. Baxter (ed), England: Rise to Greatnes: 1600-1763, Berkeley, California University Press, 1983, pp. 63-108. Una descripción de la racionalidad de la resistencia y de la peculiar combinación de clases que la nutre (en el sur trabajadores agricolas y pequeños comerciantes, en el norte clase obrera radical, clases medias rentistas y torie: paternalistas) en I. Knott, Popular Opposition to the 1834 Poor Law, Londres, Croom Helm, 1986.
10. Para una visión general cf. H. B. Katz, M. J. Doucet y M. Stern, The Social Organization of Early Industrial Capitalism, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1982; sobre el «ethos» de las nuevas tecnologías del trabajo, cf. D. A. Hounshell, From the American System to Mars Production 1800-1932, Baltimore, The John Hopkins University Press, 1984, especialmente pp. 303-330. Un tratamiento más ceñido del aspecto subrayado puede encontrarse en H. Holbrook-Jones, Supremacy and Subordination of Labour. The Hierarchy of Work in the early Labour movement, Londres, Heinernarm Educational Books, 1982.
11. Sobre esa noción, la acuñó M. Olson, The Logic of Collective Action, Cambridge (Mass), Harvard University Press, 1965, p. 51. Sobre la economía soviética del período en el aspecto subrayado, cf. S. Mallo, The Economic Organization of War Communism 1918-1921, Cambridge University Press, Cambridge, 1985, pp. 89 y ss.
12. «Todo el problema —tanto teórica como prácticamente— consiste en encontrar los métodos acertados de cómo precisamente se debe llevar el inevitable (hasta cierto grado y por un plazo determinado) desarrollo del capitalismo de Estado», V. I. Lenin, Sobre el impuerto en especie, la libertad de comercio y las concesiones (1921), Obras escogidas, Editorial Progreso, Moscú, 1961, pp. 615-616.
13. Respecto al caso soviético, el proyecto ha alcanzado sus expresiones más maduras en los «complejos agroindustriales». Para el caso húngaro, cf, L. Kolmó, Industrialization of agriculture, «Acta Oeconomica», 29, 1982, pp. 140-142. Una visión de la evolución del «kibbutz» —realidad nada estática ni homogénea: Cohen distingue al menos tres tipos: el más homogéneo (Bund), la Comuna, que correspondería al Gemienschaft de Tönnies, y la Asociación, modi?cación del Gesellschaft- se puede encontrar en E. Cohen, «Persistence and chance in the Israeli kibbutz», E. Kamenka (ecL), Community at a Social Ideal, Edward Arnold, Londres, 1982, pp. 123-146.
14. K. Marx y F. Engels, Escritos sobre Rusia, II: El porvenir de la comuna rural rusa, Siglo XXI, México, 1980. Vale la pena comparar las opiniones de Marx con las de Lenin, quien, sobre otro trasfondo (la experiencia revolucionaria en el campo), sufre una evolución semejante desde el punto de vista valorativo, cf. E. Kingston-Mann, Lenin and the Problem of Marxist Peasant Revolution, Nueva York, Oxford University Press, 1983.
15. Sobre esta cuestión, cf. G. A. Cohen, «Karl Marx and the Withering Away of Social Science», Karl Marx: Theory of History, Princeton University Press, Princeton, 1978, pp. 326-344.
16. G. Lukács, Historia y consciencia de clase, México, Grijalbo, 1975 (e. o. 1923).
17. Cf. E. Aronson, El animal racial, Madrid, Alianza Universidad, 1981, pp. 20 y ss.
18. Cf, A. Hirschman, Salida, voz y lealtad, México, FCE, 1977, passim.
19. A. Buchanan, «Revolutionary Motivation and Rationality», Marx, Justice and
History, Princeton University Press, Princeton, 1980, pp. 264-287.
20. El negro llegado del Sur ignora la disciplina sindical. Es un esquirol. Cf‘. el tratamiento que hace R. Boudon de la vieja tesis de R. Merton, La lógica de lo social, Barcelona, Rialp, 1981, pp. 57 y ss.
21. Cf. W. H. Shaw, «Marxism, revolution and rationality», J. Farr, T. Ball (eds.), After Marx, Cambridge University Press, Cambridge, 1984, pp. 12-35.
22. A. Sen, Sobre la desigualdad económica, Crítica, Barcelona, 1979, p. 123.
23. L. von Mises, Human Action, Yale University Press, Nueva York, 1949.
24. P. Kropotkin, El apoyo mutuo. Un factor de evolución, ZYX, Madrid, 1978 (e. o. 1903); P. Kropotkin, Ensayo: sobre moral, Editora Moderna, Barcelona, 1922.
25. B. Mandevlle, La fábula de las abejas, FCE, México, 1982 (e. o. 1729), p. 248.
26. M. Loeb y W. Magat, Success Indicators in tbe Soviet Union: The Problem of Incentives and Efficient Allocations, «American Economic Review», vol. 68, 1978, 173-181. Una visión accesible pero pobre en Equipo de Estudios, Incentivos económicos y cuadros dirigentes en las países socialistas, E. Querejeta, Madrid, 1976.
27. R. Axelrod: La evolución de la cooperación, Alianza Universidad, Madrid, 1976.
28. Cf. el sugestivo desarrollo de esta tesis por D. Gauthier, Morals by agreement, Clarendon Press, Oxford, 1986.
29. En el sentido utilizado por Ullmann-Margalit en su clásico sobre estos asuntos: «descripción de los rasgos esenciales de situaciones en las que los acontecimientos podrían ocurrir: una historia de cómo podría suceder —y, cuando se trata de acciones humanas, de qué es racional esperar que suceda—, no de lo que ha sucedido efectivamente», The Emergence of Norms, Clarendon Press, Oxford, 1977, p. 1.
30. Cf. J. Elster, Making sense of Marx, Cambridge University Press, Cambridge, 1985, pp. 457 y ss.
31. R. G. Lipset y K. Lankaster, Tbe economic theory of second best, «Review of Economic Studies», XXIV, 1957-1958, pp. 133-162.
32. Para quien, como se dijo, sólo el socialismo —precisamente por sus posibilidades de control- podía hacer real el maravilloso mundo del equilibrio general.
33. A. Hirschman, op. cit.
34. Cf. A. Nove, «Les problemes économiques du gouvernement Andropov», X. Richet (coord), Críses a l’Est?, Presses Universitaires de Lyon, Lyon, p. 69.
35. Aunque una salida fácil debilita el uso de la voz. Para un minucioso tratamiento cf. el trabajo citado de Hirschman que aquí utilizamos desde sus posibilidades normativas para el socialismo.
36. Hirschman, op. cit, apéndice F.
37. K. Boulding, La economía del amor y del temor, Alianza Universidad, Madrid, 1976, p. 44.
38. Que no es lo mismo que respetar los procesos (casi siempre manipuladores) de formación de esas preferencias. En este punto, además, la tradición marxista tiene mucho que decir, frente a la economía neoclásica, que siempre ha tomado como dadas las preferencias, a la vez que se despreocupaba de lo que los psicólogos pudiesen decir al respecto. Lo primero limitaba las posibilidades normativas, lo segundo las positivas. Sobre estos aspectos, cf. J. Roemer, «“Rational Choice” Marxism: some issues of method and substance», J. Roemer (ed), Analytical Marxism, Cambridge University Press, Cambridge, 1986, pp. 191-201.