domingo, diciembre 22, 2024
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Explotación, Ideología y Filosofía en el Trabajo Teórico de L. Althusser: ¿Por Qué Insistir en la Ideología?

El planteamiento de Althusser sobre la ideología se puede resumir del siguiente modo: después de El capital, hablar de explotación (o mejor, de relaciones de producción) supone hablar de ideología (entendida en un sentido diferente a error, falsa conciencia, engaño, manipulación o mistificación) y el rechazo a tematizar la ideología conlleva el rechazo a tematizar la explotación. Esto es, después de El capital, las teorías sobre la explotación y sobre la ideología se implican mutuamente, no caben la una sin la otra, mantienen una “articulación necesaria”.

 

Consideramos que este es el descubrimiento (1) de Althusser, aquel por el que merece la pena tratar acerca de su trabajo teórico (o por el que no lo merece si se niega el descubrimiento); y no porque no ofrezca otras aportaciones interesantes, sino porque todas ellas se articulan en torno a él.

Si esto es así, quizás podríamos ya, nada más empezar, responder a la pregunta que nos sirve de título: ¿por qué insistir en la ideología?; diciendo que por la misma razón por la que hay que insistir en la explotación. El problema es que, para muchos (para muchos dentro de lo que podemos llamar “pensamiento radical”, se entiende) no hay ninguna razón para insistir en la explotación, así como tampoco la hay para insistir en la ideología. Habrá entonces que exponer con más detalle la respuesta que desde Althusser puede darse a la pregunta que nos ocupa (2).

De los muchos que niegan la explotación y la ideología, vamos a interesarnos, aunque sólo sea de manera limitada, por aquellos que insisten en el poder y la dominación, de modo que podamos exponer el descubrimiento althusseriano en contraposición a algunas de las teorías que pretenden rechazarlo. Partimos de un pasaje de Fredric Jameson, muy rico en su síntesis.

“Algo se pierde –dice Jameson (1999: 72)– cuando la insistencia en el poder y la dominación tiende a borrar el desplazamiento, que constituyó la originalidad del marxismo, hacia el sistema económico, la estructura del modo de producción y la explotación. Una vez más, las cuestiones del poder y la dominación se articulan a un nivel diferente de las sistémicas, y nada se adelanta si se presentan los análisis complementarios como una oposición irreconciliable, a menos que el motivo sea producir una nueva ideología (en la tradición lleva el venerable nombre de ‘anarquismo’), en cuyo caso se trazan otro tipo de líneas y la cuestión se argumenta de manera diferente.”

Sin entrar en la teoría de los niveles (3) de Jameson, quisiera señalar lo acertado de las tres tesis que articulan este texto.

1) La insistencia en el poder y la dominación tiende a borrar el desplazamiento marxista hacia la explotación.

2) Las cuestiones del poder y la dominación podrían ser análisis complementarios a los de la explotación, sin embargo se presentan como una oposición irreconciliable.

3) Presentarlos de esta manera sólo tiene sentido si se pretende producir una nueva ideología. No es que Jameson pretenda abrir un diálogo con las teorías de poder. Marca, por el contrario, los límites de su desencuentro.

Si las cuestiones del poder y la dominación se presentan como una oposición irreconciliable es porque han rechazado el desplazamiento marxista hacia la explotación y la ideología. Desde este desplazamiento (por otro nombre, “corte epistemológico”), semejante rechazo sólo se puede concebir como inmerso en el terreno de lo ideológico.

Estamos de acuerdo, entonces, con Jameson en que las teorías post-estructuralistas del poder y la dominación rechazan completamente el desplazamiento marxista hacia la explotación y la ideología, oponiendo su planteamiento como irreconciliable.

Unas veces es el concepto de fuerza de trabajo-mercancía (Castoriadis, 1979: 69; Laclau y Mouffe, 2001:78) el que se rechaza; otras se apunta más directamente al de ideología:

“Nunca he dejado de seguir a Michel [Foucault] en un punto que me parece fundamental: ni ideología ni represión” (Deleuze, 1994: E); otras más, lo económico tiende a ser “absorbido totalmente” por lo político como dice Negri en la Tesis 3 (“La explotación es la producción del tiempo de dominación contra el tiempo de liberación”) de “Interpretación de la situación de clase hoy: aspectos metodológicos” (Negri y Guattari, 1999: 87-88); Foucault, por su parte, reduce El capital de Marx a una relación entre la manipulación de las cosas (tecnologías de producción) y la dominación (tecnologías de poder) (Foucault, 1990: 49). Muy a menudo, al menos cuando se trata de Althusser, la determinación en última instancia por lo económico, o mejor, por las relaciones de producción (4), es objeto preferido de crítica.

La explotación es compleja.

La idea de que la riqueza y el poder de los “de arriba” proviene del trabajo y la miseria de los “de abajo” era ya una vieja idea cuando Marx escribió El capital.

En El capital, sin embargo, Marx hace algo aparentemente sencillo, pero de extrañas consecuencias (al menos “teóricas”); construye el concepto por el que la explotación capitalista se puede conocer como completamente distinta de cualquier otra forma de explotación: el concepto de plusvalor.

Que las formas de explotación o los modos de producción que se derivan de ellas son “completamente distintos” significa, en principio, que su conocimiento tiene que construirse separadamente. O, lo que es lo mismo, significa que cada modo de producción es un modo concreto, un concreto de pensamiento con el que se conoce el concreto real.

Nada más empezar, por tanto, a profundizar en la vieja idea de la explotación nos encontramos con un problema. Podemos hablar de explotación en general, pero inmediatamente tenemos que “concretar”: la explotación capitalista (extorsión del plusproducto en forma de plusvalor) es totalmente distinta de la explotación feudal (extorsión del plusproducto en forma de obligaciones hacia el señor)… Todo hubiera sido más fácil, qué duda cabe, si hubiéramos hablado de “otros asuntos”.

Si hubiéramos hablado de que A tiene la propiedad y, mientras que B tiene la propiedad x, todo sería más sencillo: bastaría observar tales diferencias destacándolas sobre el fondo de alguna identidad; en última instancia, la del sujeto observador. Pero con la explotación, no; las formas de explotación son desde el comienzo completamente distintas, son complejas, concretas. Podemos hablar de la explotación en general, pero enseguida se dice todo. Para decir algo más tenemos que “desplazarnos” muy pronto a otro nivel.

La explotación es concreta. Lo concreto es, según Hegel (1999: §82), la “unidad de determinaciones distintas”. Según Marx, es la “síntesis de muchas determinaciones” o la “unidad de lo múltiple” (1978: 25). El problema es, ahora, saber si Hegel y Marx entienden lo mismo por estas palabras.

En Marx, según Althusser, lo concreto remite a la diferencia entre los modos de explotación y a lo específico de los diferentes modos de explotación, a su diferenciación interna. La diferencia se establece, por tanto, en dos planos. En el primero se sitúa entre las distintas unidades o modos de producción-explotación, cada una con sus diferencias con respecto a los demás. En el segundo, se sitúa en las “distintas determinaciones” que componen cada unidad. Esta diferencia redoblada no es, por tanto, la identidad con un signo menos, sino lo que Althusser llama “distinción real”.

Aparece ya aquí la razón por la que en seguida tenemos que abandonar la explotación en general y “desplazarnos”, sin mediación, a las explotaciones concretas. El paso de lo general a lo concreto es un salto en el vacío. No es un salto caprichoso, sino el salto que impone dotar a la vieja idea de explotación de rigor y potencia teórica. De la idea de explotación en general es imposible pasar conceptualmente a las explotaciones concretas. Hay que saltar. Los modos de explotación concretos se estudian de “otra” manera. Es más, cuando de los modos de explotación concretos tenemos que pasar a las coyunturas concretas, donde se combinan distintos modos de producción y distintas instancias, nos vemos en la necesidad de saltar de nuevo, porque estas se estudian aún de “otra” manera.

Ocurre entonces que nada más empezar a construir un poco de teoría (El capital) que dé consistencia a la vieja idea, nos encontramos con que nuestro propio pensamiento se quiebra, se resquebraja, se rompe en pedazos. Para salvar la distancia que hay entre un “pedazo” y otro no podemos hacer otra cosa que saltar.

Estipular la necesidad del salto de lo general a lo concreto equivale a afirmar que las relaciones de explotación no son universales. Las relaciones de explotación no han existido ni existirán siempre y en todo lugar. Y, sobre todo, cuando han existido (o existan) no lo han hecho (ni lo harán) siempre y en todo lugar de la misma manera, sino cada vez según un modo concreto, según una unidad distinta de distintas determinaciones, que hay, en cada caso, que determinar.

Que no sean universales significa, a su vez, que el pensamiento no las abarca en una idea o, expresado de forma positiva, que hay que producir su conocimiento en distintas estructuras (unidades) concretas.

Si hablamos de la silla en general se supone que nos referimos a todas las sillas pasadas, presentes y futuras, a la múltiple variedad de sillas habidas y por haber. De todas ellas nos quedamos con aquello que tienen en común y rechazamos el resto, y así formamos la idea de silla. Las diferencias surgirán de todo aquello que en cada silla no es común con las restantes sillas.

Si hablamos de relaciones de poder en general ocurre otro tanto, en todas ellas “uno intenta dirigir la conducta de otro” (Foucault, 1994: 125), aunque el intento se realice de diferentes maneras. Con la explotación no sucede así. Por supuesto, en toda relación de explotación un grupo social extorsiona un plusproducto que es resultado del trabajo de otro grupo social. Pero nada más. Cada una de las palabras de la definición general tiene que ser especificada para cada modo concreto.

La crítica althusseriana al empirismo, al conocimiento como separación de lo esencial y lo inesencial, se sustenta en la distinción entre objeto de conocimiento y objeto real (LC: 32-39). Para el empirismo, el objeto de conocimiento (lo esencial) es parte del objeto real (lo esencial + lo inesencial).

El empirismo delimita su objeto de conocimiento por esta separación. Pero es una separación que se realiza siempre sobre un campo sin límites. Los límites los introduce la separación en lo ilimitado del objeto real. Con el análisis de la explotación esto ya no puede pensarse. Las relaciones de explotación no son universales. Las relaciones de explotación son concretas, pero su concreción es el concreto de pensamiento por medio del cual conocemos el concreto real.

Esta producción de concretos de pensamiento que rompe, a la vez, con la simplicidad de la idea y del pensamiento y con la homogeneización de lo real (lo uno no es sin lo otro) para dar paso a la complejidad de las estructuras, al que nos ha abocado el dotar de rigor y potencia teórica a la vieja idea, se puede llamar como se quiera, Althusser lo llamó, con razón, ciencia de la historia.

La explotación sólo se puede conocer de esta manera: produciendo la estructura de su complejidad, porque la explotación es compleja o no es. Y una vez admitida la complejidad estructurada de la explotación es posible determinarla en las restantes relaciones sociales.

Ahora bien, lo difícil de este planteamiento es pensar cómo las distintas determinaciones pueden estar unidas si son realmente distintas, si no tienen nada en común, y si la unidad no es otra cosa que la articulación de las distintas determinaciones. La respuesta de Althusser es que lo que las une es precisamente su diferencia, o mejor su desigualdad, su asimetría. La unidad proviene de su distinto índice de eficacia: “el carácter de determinación más o menos dominante o subordinado… de un elemento o de una estructura dada en el mecanismo actual del todo” (Althusser y otros, LC: 293)

Las distintas determinaciones se unen por medio de una relación de dominación-subordinación, de una relación desigual o asimétrica. Lo que une, lo que articula en las relaciones de explotación al obrero y al capitalista es precisamente sus posiciones completamente distintas en la producción, su relación desigual: uno como portador de una fuerza de trabajo en venta, el otro como propietario y poseedor real de los medios de producción, del producto y del uso de la fuerza de trabajo, en fin, del plusvalor.

Pero, la relación asimétrica no es una mera relación diferencial. “La clase obrera no es el negativo de la clase capitalista, la clase capitalista afectada con un signo menos, privada de sus capitales y de sus poderes; y la clase capitalista no es la clase obrera afectada con un signo más, el de la riqueza y el poder. No tienen la misma historia, no tienen el mismo mundo, no tienen los mismos recursos, no realizan la misma lucha de clases; y sin embargo se enfrentan…” (Althusser, PSN :149)

Lo que une es, por tanto, lo que separa a las distintas determinaciones, lo que las distingue es lo que las une. Pero no porque unas determinaciones no puedan ser “unas” sin ser las otras de las otras, que sería la respuesta hegeliana. Lo que las distingue no es su ser otras sino el estar siempre ya articuladas por la desigualdad, unidas “por la complejidad misma” (Althusser, RTM: 167): écartelees (distanciadas). La desigualdad, asimetría o décalage (desajuste) es lo que las hace otras entre sí y lo que las articula. Que la desigualdad sea una relación, que haya “cosas” completamente distintas articuladas, “todos complejos”, ese es el “escándalo” de la distinción real, del antagonismo social, del materialismo marxista (althuseriano).

Pensar la unidad compleja es la posibilidad/necesidad de pensar lo que el pensamiento (el lenguaje: sistema de diferencias) no es. La posibilidad/necesidad de pensar el conocimiento de lo real sin tener que hacer de la distinción entre pensamiento y realidad una distinción ontológica.

Esto es importante: el pensamiento, que ya no puede ser algo simple, es el aparato de pensamiento: un “sistema de producción teórica, sistema tanto material como ‘espiritual’, cuya práctica se basa y articula sobre las prácticas económicas, políticas e ideológicas existentes, [un sistema que] posee una realidad objetiva determinada” (Althusser y otros, LC: 45).

Con la unidad compleja althusseriana no estamos muy lejos de la symploké de Demócrito, de la ligazón de los átomos por su diferencia de figura, tamaño, posición u orden, en la que los átomos tienen que ser realmente distintos para poder enlazarse. (Kirk, Raven y Schofield, 1987: 591-593). Tampoco estamos lejos de los cuerpos compuestos de Spinoza cuya naturaleza la constituye la relación de comunicación de movimiento de los cuerpos simples, movimiento (o reposo) que distingue a estos entre sí (Ética, II, 13).

Lo que el “todo complejo” althusseriano comparte con la symploké de Demócrito y con los cuerpos compuestos de Spinoza es la idea de que el entrelazamiento de “cosas” distintas pueda formar “otra cosa” sin que esta “nueva cosa” estuviera de ningún modo anticipada en las primeras. La insistencia de Althusser en que lo complejo está “siempre-ya-dado”, en que el origen no es lo simple sino lo complejo (Althusser, RTM: 160-164), negando, por tanto, cualquier concepción idealista del origen, responde a esta problemática, que no le abandonará hasta el final de su trabajo: en el materialismo aleatorio (Althusser, FM y ME) no hay en juego otra cuestión que ésta.

Por lo demás, que no haya origen en este sentido implica, tanto en Demócrito y Spinoza como en Althusser, que la entidad de una “cosa”, lo que le hacer ser lo que es, no tiene una “realidad” o una consistencia ontológica diferenciable o separable de sus componentes. Lo que hace a una “cosa” ser lo que es, su unidad, es el modo de composición o combinación de sus elementos. En esto consiste, sin ir más lejos, la famosa causalidad estructural, “que la estructura que no es otra cosa que la combinación específica de sus propios elementos, no sea nada aparte de sus efectos.” (Althusser y otros, LC: 405). Razón por la que, en lugar de hablar de “unidad”, quizás fuera mejor hablar de “unión”, siempre que por esto último no se entienda una mezcla indeterminada, sino una estructura, incardinación, trabazón o articulación de elementos.

Podemos ver así la diferencia con respecto al concreto hegeliano. Hegel tiene una peculiar manera de entender las distinciones y la unidad. Para este filósofo, las distintas determinaciones sólo son realmente distintas si cada una es la unidad y la unidad sólo está realmente unida si incluye, como unidad, distintas determinaciones. La inconsistencia interna de ambos extremos hace que, en último término, sólo haya un concreto, lo absoluto. Y que lo absoluto sea a su vez sólo la conceptualización de un presente. Para Althusser, sin embargo, las distintas determinaciones serán realmente distintas sólo si cada una no es, en ningún sentido, la unidad y la unidad sólo será unidad si lo es de las distintas determinaciones.

Ahora bien, el problema de Althusser no es exactamente el mismo que el de Demócrito o Spinoza. La unidad compleja althusseriana supone “el mínimo de generalidad” requerido para entender la distinción real de los modos de producción y la determinación en última instancia por las relaciones de producción.

El problema de Althusser es pensar la unidad (sin la cual no hay conocimiento) de modo que no sea ni algo distinto de los elementos que se unen ni la co-presencia de la esencia total en cada uno de los elementos, sino la combinación de estos últimos. Eso sólo puede ocurrir si un elemento es, además de elemento del todo, aquel que, sin portar en sí la unidad, produce el efecto de unificación: si hay, por tanto, relación desigual, asimétrica, desajustada; si hay, en fin, determinación en última instancia.

Las relaciones de producción son determinantes en última instancia.

Conviene examinar, en principio, dos aspectos diferentes de la determinación en última instancia. El primero es si hay o no una determinación en última instancia, sea cual sea. El segundo, si lo determinante en última instancia es lo económico, o mejor, las relaciones de producción, u otra cosa.

Con respecto a lo primero, que algo sea determinante en última instancia significa que fija “la diferencia real de las otras instancias, su autonomía relativa y su modo propio de eficacia sobre la base misma” (Althusser, PSN: 140). La determinación en ultima instancia es la condición de posibilidad de que las distintas instancias se articulen según relaciones de desigualdad. Sin determinación en última instancia no puede haber todo complejo, proceso complejo.

Veamos por qué. Si la relación entre las instancias fuera una relación de igualdad todas las instancias mantendrían idéntico índice de eficacia, esto es, no habría entre las instancias relaciones de dominancia y subordinación, la independencia de cada una dependería en idéntico grado de todas las demás. En definitiva, todas las instancias serían esencialmente iguales y la diferencia entre ellas, fenomenal. No habría complejidad.

Si, por otro lado, las instancias mantuvieran relaciones de desigualdad, pero estas relaciones fueran azarosas, arbitrarias, indeterminadas, tampoco habría articulación o proceso, ni, en consecuencia, posibilidad de conocimiento.

Por tanto, al hablar de unidad compleja hay que hacer hincapié en los dos extremos del concepto, en la unidad y en la complejidad. Ambas se co-implican. La idea de una determinación en última instancia es la que hace posible comprender esta coimplicación. La relación esencia-fenómeno (que elimina la complejidad) y la indeterminación (que elimina la unidad) son, entonces, las dos ideas que una teoría de la unión compleja como la althusseriana tiene que rechazar.

Althusser apenas se extiende con respecto a las doctrinas de la indeterminación. Su planteamiento es básico en este punto. Para conocer es preciso construir estructuras, concretos de pensamiento. Negarse a construirlas es negarse a conocer. Y al que se niega a conocer hay que preguntarle qué se niega a conocer. Poco más. Ningún movimiento de liberación, ni el comunismo ni ningún otro, puede permitirse el lujo de la ignorancia activa.

Las indeterminaciones particulares, no obstante, son vacíos epistemológicos (noconocimientos) que tienen por envés un lleno ideológico y sobre ellas trabaja la lectura sintomática.

Las razones que expone, por su parte, para rechazar la relación esencia-fenómeno son de diverso tipo y giran siempre en torno a su crítica del empirismo y del marxismo hegeliano. Las hay de carácter “epistemológico” como la indistinción entre objeto real y objeto de conocimiento que conlleva tal relación (Althusser y otros, LC: 32-44) o como la imposibilidad de pensar desde la misma la autonomía relativa del conocimiento científico (Althusser, RTM: 174).

Otras son “ontológicas”: tal relación presupone necesariamente alguna teoría del origen, que Althusser no está dispuesto a aceptar (Althusser, PSN: 149) y, por tanto, una diferenciación ontológica entre la complejidad y la unidad. Otras más son razones políticas, la lucha de clases política sólo tiene sentido si la relación entre las instancias es desigual (Althusser, RTM: 179). Pero la razón de fondo es que, de otra manera, tanto si aceptamos la relación esencia-fenómeno, como si negamos la posibilidad de cualquier forma de unión o estructura, no cabe conocer la explotación.

Lo cierto, y así conectamos con el segundo aspecto, es que no puede haber determinación en última instancia por otra cosa que no sean las relaciones de producción, lo determinante en última instancia no puede ser, por ejemplo, “la producción de las relaciones sociales” como planteaba Baudrillard en El espejo de la producción (1996: 152-153). La explotación sólo puede ser conocida si es determinante en última instancia y sólo puede haber “algo” determinante en última instancia si ese “algo” son las relaciones de producción.

Esto es así por la única y “sencilla” razón de que existe el conocimiento de la explotación capitalista. Existe El capital y en él la explotación capitalista queda estructurada como forma de explotación radicalmente distinta de cualquier otra. O, como hemos dicho arriba, a partir de tal conocimiento, el modo de producción capitalista sólo cabe entenderlo como un modo concreto de producción distinto de otros modos concretos de producción.

Este conocimiento es un “punto de no retorno”, un “corte epistemológico”, una “idea verdadera”, todo ello viene a significar lo mismo (5).

Que El capital, o mejor, el análisis de la explotación capitalista, sea un “punto de no retorno” o una “idea verdadera” significa que, incluso si se demuestra que está repleto de falsedades, no es posible abordar el problema de la constitución de las sociedades excepto desde la determinación en última instancia por las relaciones de producción, y eso porque semejante demostración sólo podría hacerse con un análisis más riguroso, más completo, mejor articulado de la explotación capitalista y de los demás modos de producción.

La otra posibilidad es, por supuesto, rechazar la categoría de explotación. Y cualquiera es “libre” de hacerlo. La cuestión es que la factualidad del análisis nos pone a todos en la tesitura de tener que decidir. La decisión no es, sin embargo, entre la explotación, por un lado, y el poder, por otro. Ante esa decisión nos ponen las teorías del poder y la dominación, como bien apunta Jameson en el pasaje citado al comienzo. El análisis de la explotación nos pone en la situación de tener que decidir entre, por un lado, la explotación y el poder y, por otro, la explotación o el poder.

Es decir que mientras las teorías del poder no dejan sitio para la explotación, el análisis de la explotación se articula con el del poder. La explotación es compleja: no hay explotación sin relaciones de poder. Pero, la explotación no se reduce a las relaciones de poder, del mismo modo que las relaciones de poder no se reducen a las relaciones de explotación, aunque estas sean determinantes en última instancia. De cualquier manera, las relaciones de poder no serán “relaciones de fuerza múltiples” que, por no se sabe qué encantamiento, sostengan “efectos hegemónicos” (Foucault, 1995: 115). Del mismo modo que un montón de ladrillos no hacen una casa, un montón de micro-poderes no hacen una “gran dominación” (6).

En resumen, es porque ha sido efectivamente posible construir un concreto (unidad compleja) de pensamiento por medio del análisis de las relaciones de producción, y sólo por medio de este análisis, por lo que ésta y sólo ésta es determinante en última instancia, sólo a partir de las relaciones de producción es posible generar una unidad compleja.

Las relaciones de producción-explotación (de manera más precisa, el concepto de plusvalor) son el elemento dentro del todo complejo que, siendo un elemento del todo, fija, sin embargo, su unidad: son “la invariante estructural … condición de las variaciones concretas de las contradicciones que la constituyen…, variación (que) es la existencia de esta invariante”, porque “la determinación en última instancia por la economía se ejerce… a través de permutaciones, de desplazamientos, de condensaciones” (Althusser, RTM: 177); porque “ni en el primer instante ni en el último, suena jamás la hora solitaria de la ‘última instancia’” (Ibid.: 93) Sólo la construcción de un concreto de pensamiento distinto podría ponerse en disputa con la determinación en última instancia por las relaciones de explotación. Pero eso tiene que construirse y no son las teorías del poder y la dominación las que vayan a poder hacerlo, las que vayan a poder abrir un espacio, un continente, un todo complejo, un “círculo perpetuamente abierto gracias a sus propios cierres” (Althusser y otros, LC: 79)

Explotación e ideología.

Si aceptamos la determinación en última instancia por las relaciones de producción, la necesidad de tematizar la ideología va de suyo. La ideología es el nivel de las ideas en cuanto esta se halla en unión compleja (autonomía relativa) con respecto a los demás niveles sociales, unión que está determinada en última instancia por las relaciones de producción: “El marxismo –recuerda Althusser– considera que las ideas sólo tienen existencia histórica en la medida en que están inmersas e incorporadas en la materialidad de las relaciones sociales” (PSN: 133).

La terrenalidad de las ideas que así se plantea genera, sin embargo, un problema filosófico fundamental, el problema del lugar de su verdad. Una larga tradición filosófica y religiosa, el absolutismo, considera que las ideas sólo pueden ser verdaderas si logran independizarse, separarse por completo, de los avatares mundanos, sociales e históricos. Otra tradición, no menos larga quizás, el relativismo, considera que en sentido estricto no puede haber verdades porque todas dependen inexorablemente de tales avatares.

Parecería, entonces, que el descentramiento que el marxismo realiza del lugar de las ideas le abocaría al relativismo en forma de historicismo. El historicismo, no obstante, conduciría al marxismo a un callejón sin salida. Y es que la terrenalidad histórica de las ideas que supone afirmar tal descentramiento pondría en duda, relativizaría, la misma afirmación.

Es por ello que el marxismo precisa de una concepción del conocimiento que lo distancie tanto del absolutismo como del relativismo. En eso consiste buena parte del trabajo teórico de Althusser: en “salirse” de la problemática de la garantía o el fundamento de la verdad en la que están inscritos uno y otro. La concepción althusseriana del conocimiento se resumen en tres tesis básicas: 1) El conocimiento es resultado de un proceso de conocimiento. 2) El proceso de conocimiento es totalmente distinto del proceso real conocido. Y 3) los criterios de validación de los enunciados científicos, es decir, los criterios de verdad, son internos al propio proceso, a la propia práctica científica.

De este modo, la ciencia, el conocimiento, es una instancia más dentro del todo complejo. Posee, por ello, una autonomía relativa, una especificidad y una dependencia específica. La verdad no tiene nada que ver con la dependencia o independencia de las ideas con respecto a los avatares mundanos o históricos en general sino con la articulación específica y efectiva de una práctica realmente distinta de otras.

Ahora bien, la nueva concepción no hace que desaparezcan las anteriores. Cabe, por tanto, ahondar en ellas y analizar el modo en que se articulan. Lo que sí podemos entender ahora es que la primera definición que hemos dado de ideología es inadecuada. La ideología no es simplemente idea descentrada ya que el conocimiento también está descentrado. Cuando se habla de ideología, se dice sin duda algo más. Para ver qué más se dice, retomaremos la vieja idea de explotación.

El poder y la riqueza de los “de arriba”–dice esta vieja idea– proviene del trabajo y la miseria de los “de abajo”. ¿A qué idea, tan vieja como ella, se opone? A la idea de la armonía social (o mejor, de la identidad social originaria), es decir, que los diferentes “estratos” de la sociedad “trabajan”, cada uno en lo suyo, por el bien común. Ya se sabe: oratores, bellatores y laboratores o los famosos empresarios-creadores-de-empleo (nunca destructores –la destrucción de empleo es siempre responsabilidad de “la crisis”–, tanto menos, en consecuencia, explotadores).

La idea de la explotación y la idea de la armonía social son incompatibles. La primera dice que, dado que hay explotación, no hay sociedad, no hay “socios”, ni “amigos” reales. La segunda, sin embargo, dice todo lo contrario: hay unidad social, se busca el bien común, hay sociedad, todos somos “socios” y “amigos”.

Aunque una y otra vieja idea son incompatibles, parece que ambas coinciden en algo. Ambas parecen compartir la idea subyacente de que es deseable y posible que haya sociedad (en el sentido en que estamos usando esta palabra) y que la sociedad real se compone de “iguales”. Esto sería así también para la idea de armonía social cuando va acompañada de la necesidad de legitimar una división social entre superiores e inferiores. Cuando esto ocurre, el inferior es considerado como “amigo”, como “igual”, como “prójimo”, porque para el inferior es “bueno” estar subordinado al superior. El superior es superior por el bien común, por tanto, también por el bien del inferior. El inferior será “amigo” siempre y cuando, claro está, no ponga en peligro la posición del superior.

Sin embargo, esta coincidencia desaparece cuando la idea de explotación se transforma en conocimiento de la explotación. A decir verdad, la vieja idea ya apuntaba a la desconexión. El papel que realiza aquí el conocimiento es el de anudar la desconexión lógicamente, el de hacerla pensable en toda su extensión.

La desconexión es resultado de afirmar la determinación en última instancia por las relaciones de producción. Esta afirmación desbarata la posibilidad de hablar del bien común como verdad o centro de la sociedad. Dada la determinación en última instancia por las relaciones de producción, el objetivo de los que luchan contra la explotación no puede ser el bien común o el interés general, sino la apropiación común de los medios de producción.

La apropiación común no es un medio para alcanzar el bien común, ni es otro nombre de bien común, esta vez el verdadero. Si desde la lucha contra la explotación hay que hablar de bien común, este sería un hablar dependiente de la construcción históricamente determinada de las condiciones de existencia y reproducción de la apropiación común de los medios de producción.

Esto es, antes de hablar de bien común, el conocimiento de la explotación obliga a dirigir la mirada primero hacia otro lugar: no al mundo de las ideas, donde supuestamente se dirime su significado a salvo de cualquier peligro, sino al mundo de la intervención efectiva en la transformación social, donde va a encontrar, igualmente, funcionando esa discusión, pero en un espacio determinado, en el espacio ideológico.

Digamos, entonces, que el conocimiento de la explotación obliga a descentrar la discusión sobre el bien común. Pero al descentrarla, se desconecta de la idea de armonía social, para la cual el bien común es el centro de lo social, es la verdad absoluta de la sociedad o no es nada. De modo que la idea y el conocimiento de la explotación no son la simple negación de la idea de armonía social, unos y otra son dos planteamientos incompatibles.

Que sean incompatibles no quita para que sí se “miren”.

Desde la idea de la armonía social realmente existente, la posición de los que defienden que hay explotación (y están dispuesto a terminar con ella cuando se les presente la oportunidad) es una posición excéntrica, saca las cosas de quicio, es una sin-razón, una violencia que produce o crea desarmonía arbitrariamente y que sólo puede ser gobernada, centrada, puesta en su sitio, por otra violencia y, en último término, ser eliminada (7).

Desde la posición de los que afirman que hay explotación, cuando lo hacen únicamente desde la idea y no desde el conocimiento, la posición contraria es una posición de engaño, de mentira: dicen que hay “sociedad” cuando “en realidad” no la hay.

Ahora bien, ambas interpretaciones de la posición contraria no se realizan en la esfera transparente de la contemplación, donde todas las ideas son iguales excepto en su relación con la verdad. Las interpretaciones se realizan en una situación social, dejando aparte los momentos revolucionarios, en la que la posición de los que afirman que hay explotación es una posición subordinada.

Que esté subordinada significa, principalmente, que la posición de los que defienden que hay armonía la ocupan no sólo los explotadores y sus acólitos sino también buena parte de los explotados que admiten, por medio de su decir o de su hacer, que los “de arriba” están “arriba” por el bien común.

Si la situación es esta, entonces, el considerado engaño no puede ser un “mero engaño”.

Mejor, si el engaño es social y sistemático, no es un engaño.

Existe, no obstante, otra posibilidad que es la que desarrolla Marx en sus primeros trabajos siguiendo a Feuerbach. Existe la posibilidad de que la misma sociedad sea un engaño, que los explotados se engañen porque viven una vida falsa, una vida alienada. Efectivamente, los explotados están alienados, están separados de su actividad, del producto de su actividad, de su ser genérico y de los explotadores como de poderes que les son extraños. Esta alienación les haría representarse falsamente a los explotadores como dueños legítimos de su actividad, etc., esto es, les llevaría a aceptar la idea de la armonía social actualmente existente en forma de derecho a la propiedad privada.

El paso de la idea de explotación al conocimiento de la explotación, sin embargo, plantea un problema serio tanto a esta concepción como a la anterior. Es el problema de que la falsa representación represente falsamente la realidad. Sea por causa del engaño premeditado de los explotadores o sea por causa de la alienación material en la que viven los explotados, la relación se establece entre la representación y la realidad. Pero, he aquí el problema: el conocimiento de la explotación no consiste en representarse la realidad, sino en producir los conceptos que la captan.

Desde el conocimiento de la explotación, la ideología ha de localizarse en torno a la misma relación representación-realidad. “La relación sujeto=objeto –dice Althusser (EII :228)– es típica de la estructura de toda ideología, de toda formación ideológica”. Es la representación que el individuo se hace de esta relación, la representación de la relación imaginaria (representación-realidad) de los individuos con sus condiciones reales de existencia, lo que define a la ideología.

Si esto es así, la idea de armonía social no representa falsamente la realidad en el sentido de que pudiera haber otra idea (la idea de explotación, por ejemplo) que la representase verdaderamente, sino que representa una determinada manera de relacionarse imaginariamente los individuos con las relaciones de producción y las relaciones derivadas de ellas, esto es, en última instancia, reproduce las relaciones de producción.

La ideología es la autoconciencia o identidad con la que un tipo de aparatos de estado de la sociedad de clases transforman a los individuos (a los animales humanos) en sujetos (libremente sujetados). El resultado de tal transformación es la reproducción de la explotación. Los sujetos o identidades originarias (individuos autónomos, españoles, iguales en la diferencia…) obedecen libremente a un Sujeto o Identidad Originaria (la Razón, España, la Tolerancia…) gracias al reconocimiento mutuo entre sujetos y Sujeto, entre sujetos y del sujeto por sí mismo, y la garantía absoluta de que todo irá bien mientras reconozcan su identidad y actúen como lo que son; siendo el reconocimiento y la garantía generados por los múltiples rituales de interpelación de los aparatos ideológicos de estado (8).

El reconocimiento universal y la garantía absoluta así producidos por la interpelación masiva ocasionan que en su obediencia a la Identidad Originaria, el sujeto se represente “obedeciéndose a sí mismo”, “actuando voluntariamente” o “haciendo lo que quiere”, que es lo que Althusser llama “libre sujeción” y por lo que habla de “sujeto”. Es, por tanto, la obediencia justificada y el juego de identidades que arrastra consigo lo que es imaginario.

Pero no porque el sujeto se engañe al creer que está obedeciéndose a sí mismo cuando en realidad obedece a una Idea ajena. No, no es ese el desconocimiento. El desconocimiento consiste en que desde los parámetros necesarios para pensar identidades (y también diferencias, habría que añadir) es materialmente imposible conocer las relaciones de producción. Las identidades (y las diferencias) se piensan en el terreno de la relación representación-realidad, sujeto-objeto, esencia-fenómeno, en el terreno de la simplicidad y el origen. Las relaciones de producción se conocen en el “espacio” del todo complejo.

Mientras sobre la explotación sólo podamos tener una idea, la oposición entre explotación y armonía social tenderá a ser una oposición de ideas, es decir, de su adecuación o no adecuación con la realidad. Cuando sobre la explotación podemos tener conocimiento, esto es, cuando se construye un concreto de pensamiento que capta lo concreto real de la explotación, la oposición se establece entre la identidad social originaria de la idea de armonía social y el todo complejo de ese conocimiento.

En esta segunda oposición, la idea de armonía social es cognoscible como elemento del todo complejo determinado en última instancia por las relaciones de producción y pierde, por tanto, la centralidad que se otorga a sí misma. La oposición ahora no es entre verdad y falsedad sino entre centralidad y descentramiento o, mejor, entre identidad social originaria y todo complejo.

De este modo se entiende la caracterización althusseriana de la ideología como reconocimiento/desconocimiento. La ideología es desconocimiento porque es reconocimiento, porque es construcción de identidad originaria y porque la identidad originaria así construida, si no es criticada, impide necesariamente producir concretos de pensamiento. Parafraseando al mismo Althusser, el desconocimiento está definido por el reconocimiento como su desconocimiento, su prohibición de conocer (9).

Podemos, entonces, saber por qué el conocimiento de la explotación va necesariamente ligado con una teoría de la ideología: porque aquel se opone necesariamente a la idea de armonía social o identidad social originaria no como el sí al no sino como el sí del conocimiento al sí del reconocimiento/desconocimiento.

Podemos saber también que la ideología no es el engaño ni la mistificación ni la manipulación y no porque no los haya, la clase dominante no se priva de ninguna artimaña, sino porque sólo con el engaño o la mistificación no sería clase dominante. Un engaño se resuelve descubriendo su inadecuación con la realidad; la lucha ideológica se lleva a cabo transformando y revolucionando los aparatos ideológicos de estado.

Insistir en el desconocimiento/reconocimiento y no quedarse en el engaño, la mistificación o la manipulación, por muy importante que sea el desenmascarar estos, introduce un desplazamiento importante. Si la clase dominante engaña es porque ella sabe. Si no hay engaño únicamente, sino también, y en la base del engaño, reconocimiento/desconocimiento, no hay unos (la clase dominante) que sabe algo y lo oculta, y otros (la clase dominada) que ignora porque se le oculta la realidad (10). Es que nadie sabe. Hay un desconocimiento/reconocimiento generalizado que funciona, que produce efectos muy reales.

Cuando se opone, por tanto, ideología a ciencia, reconocimiento/desconocimiento a conocimiento, no hay que olvidar que la ideología no es la simple negación de la ciencia. No es la ciencia con un signo menos. La ideología es “otra” cosa. Es reconocimiento/desconocimiento.

Es “otra” cosa que se articula de un modo específico con la práctica científica. La ideología produce, ya lo hemos dicho, efectos de obstaculización, pero también es la materia prima del trabajo científico. Como filosofía espontánea de los científicos es un elemento del proceso de conocimiento. Y además, es posible, según afirma Althusser (LC: 326), “una nueva forma de ideología, una ideología que descanse sobre una ciencia”, la ciencia de la historia. Una vez más, la diferencia se resuelve en complejidad (11).

En resumen, insistir en el conocimiento de la ideología es una exigencia resultante de la confrontación entre la idea de armonía social y el conocimiento de la explotación. Semejante exigencia no es sino la consecuencia del descentramiento que este infringe sobre aquella.

Ahora bien, ¿por qué las teoría del poder tienen que rechazar necesariamente toda concepción de la ideología? ¿Acaso no se oponen de la misma manera a la idea de la armonía social?

La respuesta es que no. No se oponen de la misma manera.

Si desde el planteamiento de Althusser, la idea de la armonía social se entiende como desconocimiento/reconocimiento, para las teorías del poder, la idea de la armonía social es el poder mismo.

Althusser ha criticado desde siempre este planteamiento, que no es otro que lo que él llamó “causalidad expresiva” a la que opuso su concepto de causalidad estructural. Para las teorías del poder cada parte contiene el todo, la relación de poder es igual (isomorfismo) en cada una de las partes, segmentos, líneas que componen la sociedad (12): el poder es tanto la idea de armonía social como las distintas instituciones, organizaciones, dispositivos, etc.

La manera en que se oponen (y aquí no pretendo ser justo con cada una de las teoría del poder que difieren en muchos otros aspectos) a la idea de armonía social es introduciendo un elemento de diseminación con respecto a la unidad simple del poder que se ejercería con esta idea. Así las relaciones de poder son relaciones de estratificación/deseo (Deleuze), de poder/resistencia (Foucault), objetividad/antagonismo (Laclau y Mouffe), de heteronomía/autonomía (Castoriadis), de trabajo muerto/trabajo vivo (Negri). En todos ellos se trata de desarrollar una teoría en la que la identidad originaria estaría originariamente destinada a la diseminación. La identidad originaria es, entonces, “complementada” con una diseminación o diferencia originaria (13).

La oposición es por tanto diferencia originaria frente a identidad originaria. Y el problema principal con el que se encuentran las teorías del poder es explicar por qué, si lo originario es la diferencia, existe la identidad originaria y, con ella, el poder. Pero sea cual sea la forma en la que se explica, en lo cual difieren abiertamente las distintas teorías, lo importante es que la defensa de la idea de armonía social se “ve” desde las teorías del poder como un mandato y así misma cada una de ellas se “ve” como una resistencia al mandato, como una puesta en práctica de la diseminación.

De este modo, las teorías del poder establecen una peculiar relación con lo que he venido llamando la idea de la identidad social originaria.

La potencia del conocimiento de la explotación con respecto a la idea de la identidad originaria de lo social reside en el desplazamiento que realiza con respecto al tema del bien común. El bien común (da igual, por ahora, la manera en la que se defina) deja de ocupar el centro de la discusión. El problema principal ya no consiste en saber qué es el bien común o en exponer diferentes propuestas en torno a qué pudiera ser eso (que es lo que siguen haciendo las teorías del poder, quieran o no).

Dicho de otro modo, el problema central de lo social ya no se juega en el terreno de la idea. La idea misma tiene que ser explicada en su combinación con los restantes elementos del proceso complejo (sin Sujeto ni Fin(es)) de lo social. La idea es ideología y, como tal, está sobredeterminada y, en última instancia, determinada por las relaciones de producción.

Por el contrario, las teorías del poder, al proyectarse a sí mismas sobre el campo homogéneo de las relaciones de poder, indistinguibles de otras relaciones, al otorgar con ello a la idea de la identidad social originaria la capacidad de ser un mandato y al darse a sí mismas el estatus de desobediencia a ese mandato, se encierran en la trampa en la que cae toda mera desobediencia: en el reconocimiento del terreno de juego de la ley. Oponiendo una diferencia originaria a la identidad social originaria siguen en el terreno de la idea (14), siguen discutiendo sobre qué es el bien común, siguen manteniendo tal discusión como el problema central. Reflejan como oponentes la idea que la clase dominante tiene de sí y ofrece a los dominados.

El isomorfismo o la causalidad expresiva en la que se sitúa su problemática otorgaría a cada elemento social (a cada relación de poder concreta) una eficacia autónoma con respecto a las demás. Pero al mismo tiempo, 1) cada elemento sería expresión de la relación identidad totalizadora/diferencia originaria, presente en cada una de ellas, 2) el discurso estaría presente en todos los elementos, o bien todos ellos estarían constituidos simbólicamente, y 3) esta relación sería fruto de la discusión únicamente con la idea de identidad social originaria. Con todo ello resulta que todas las relaciones de poder terminarían estando determinadas por el conflicto de ideas. El conflicto de ideas, la lucha ideológica –lo simbólico y la experiencia de su límite (Laclau y Mouffe), la dialéctica y la ontología de la constitución (Negri), el saber-poder y el pensamiento del afuera (Foucault), la lógica conjuntista-identitaria y la lógica de magmas (Castoriadis), el sentido y el sin-sentido (Deleuze)–, sería determinante en toda instancia.

Una de las implicaciones de este planteamiento es que las teorías del poder no tienen en cuenta que una relación de poder (de mandato/obediencia, dirección/ejecución), como en la que se imaginan inscritas estas teorías, supone siempre la libertad del subordinado para no obedecer. La supone siempre por dos razones: porque la anticipa para neutralizarla y porque la obediencia es mucho más “económica” si se consigue que sea libre obediencia.

 En todas las teorías del poder, el señuelo de la libertad que el mismo poder incitaría es tomado sin crítica alguna. De algún modo, ellas se encargan de justificar la libertad que la clase dominante necesita como desconocimiento de su dominación. Insertos en la relación, tanto el gobernante como el gobernado están de acuerdo en que el gobernado es libre mientras el gobernante actúa forzado por la necesidad.

Al gobernado, sin embargo, que quiera abolir la relación gobernadogobernante le “interesa” (en cuanto aumenta su capacidad subversiva) saber por qué sigue siendo gobernado y actuar forzado por la necesidad de no seguir siéndolo. Digamos, entonces, que si en las teorías del poder no hay cabida para la ideología ni para la explotación, es porque estas teorías no permiten distinguir. No permiten pensar la distinción real, la diferencia redoblada: entre concretos y entre los elementos de cada concreto. Y lo que, en estas teorías, impide pensar la distinción real es la problemática empirista que las articula.

Es cierto que su empirismo es un empirismo “invertido”. Lo esencial, para ellas, no es la identidad sino la diferencia. Pero, como todo empirismo, piensan “el conocimiento mismo del objeto real como una parte real del objeto real a conocer” (Althusser, LC: 36), piensan la distinción de lo idéntico y lo diferente como una distinción propia del objeto real. Convierten así el objeto real en un campo homogéneo de identidades y diferencias en el que entran tanto sus propios discursos y los discursos a los que se oponen como cualquier otra práctica social. Todo el espacio social es una superficie (o mil) de relaciones de poder.

Y en él, por ende, no cabe distinguir entre instancias o niveles, esto es, entre estructuras o unidades complejas con diferente índice de eficacia. No cabe, en ellas, el conocimiento de la explotación específicamente capitalista ni de la dominación ideológica específicamente burguesa. No cabe la distinción, esto es, la determinación como realmente distinguibles, de la explotación y de la ideología. No es posible hablar desde ellas ni de la una ni de la otra.

Y he aquí la consecuencia para nosotros más nefasta de este modo de concebir las cosas. Las teorías del poder, rechazando la explotación, rechazan la posibilidad de explicar el mismo poder, o mejor dicho, de explicar lo que Foucault llama “estados de dominación”.

Según Foucault, en los estados de dominación “las relaciones de poder son fijas de tal forma que son perpetuamente disimétricas y que el margen de libertad es extremadamente limitado” (1979: 127). Y es que si las relaciones de poder se fijan y la disimetría se perpetúa hay que explicar por qué y cómo ocurre tal cosa. Y la única explicación que se ha encontrado hasta ahora es que esto ocurre porque los que dominan extraen los medios de su ejercicio del trabajo de los explotados. Sin la apropiación exclusiva de los medios de ejercicio del poder no serían posibles de ningún modo los estados de dominación. En el modo de producción capitalista esta extracción/apropiación sólo puede conocerse, mientras no se demuestre otra cosa, por medio del concepto de plusvalor.

A la clase dominante le “interesa” especialmente que la discusión se mantenga al nivel de su derecho o no derecho a mandar porque mientras centramos la discusión en ese derecho no hablamos ni podemos hablar del modo en que reproduce su dominación y del modo en que podemos impedir que se reproduzca; no hablamos ni podemos hablar, en definitiva, de explotación y de lucha contra la explotación. Las teorías del poder, por su parte, borran la explotación, obstaculizan su explicación y la lucha contra ella.

Una nueva práctica de la filosofía al servicio de la liberación.

En efecto, la problemática de las teorías del poder y la dominación es una problemática ideológica.

Dicho esto, sin embargo, hay que señalar dos cuestiones. La primera es que, para Althusser, lo ideológico (y lo mismo cabe decir de lo científico) reside principalmente en las problemáticas, en las matrices teóricas de los discursos, no en el discurso como totalidad empírica. Además, reside en ellas de una manera bastante sencilla. Reside en la confusión que las problemáticas ideológicas articulan entre proceso de conocimiento y proceso real. Esto significa, en lo que a nuestro asunto se refiere, que en las teorías del poder y la dominación puede haber muchos elementos de valor potencialmente cognoscitivo en absoluto desdeñables.

La segunda es que indicar el carácter ideológico de las problemáticas de una serie de teorías sólo puede ser una primera fase en un proceso que ha de incluir ineludiblemente el conocimiento de estas ideologías, es decir, “el conocimiento de las condiciones de su necesidad” (Althusser, RTM: 191).

Quede claro, por tanto, si no lo estaba ya, que la línea de demarcación entre lo científico y lo ideológico no separa lo blanco de lo negro, sino dos prácticas cada una con su propia especificidad, cada una en su autonomía relativa, ambas dentro de la unidad compleja de una formación social.

Ahora bien, habría que decir que a este respecto quedaría pendiente una tercera cuestión. Esta cuestión viene también apuntada en el texto de Jameson que citábamos al principio del artículo: “las cuestiones del poder y la dominación se articulan a un nivel diferente de las sistémicas, y nada se adelanta si se presentan los análisis complementarios como una oposición irreconciliable, a menos que el motivo sea producir una nueva ideología (en la tradición lleva el venerable nombre de ‘anarquismo’), en cuyo caso se trazan otro tipo de líneas y la cuestión se argumenta de manera diferente” (Subrayado nuestro: ASP)

En efecto, la tercera cuestión es la de la producción o no de ideologías, de ideologías teóricas, se entiende. Es la cuestión de la teorización o no de un bien común, de un proyecto común, etc. En términos leninistas esta cuestión se sitúa en lo que hay que llamar la teorización de la estrategia, de la lucha por el comunismo.

Para Althusser cualquier planteamiento teórico de la cuestión de la estrategia va ligado necesariamente al análisis de la ideología. La teoría de la estrategia esta vinculada al conocimiento, por un lado, y a la ideología, por otro. Esta sí vinculada a la libre sujeción resultado del reconocimiento universal y a su existencia material en unos aparatos y unas prácticas. Y no puede dejar de estarlo, ya que no hay modo de librarnos de la ideología a la hora de luchar contra la explotación: la ideología es eterna, esto es, no puede haber sociedad sin ideología, aunque sea una sociedad libre de explotación (15).

Sobre el extremo ideológico de la teoría de la estrategia, Althusser es tremendamente prudente. En Lire Le Capital (326), ya lo hemos citado, hablará de una ideología nunca vista que descanse sobre una ciencia. En la entrevista con Fernanda Navarro propondrá la tarea de “constituir el núcleo de una filosofía materialista auténtica y una estrategia filosófica justa para que pueda surgir una ideología progresista” (FM: 75).

La explicación más extensa de esta prudencia dada por Althusser se encuentra en La transformación de la filosofía. En esta conferencia, pronunciada en Granada, conceptualiza la filosofía producida como filosofía, esto es, las filosofías idealistas, las filosofías de la Verdad, el Logos, el Origen o el Sentido, como laboratorios de unificación y cemento teórico para la ideología dominante. Las filosofías de la Verdad realizarían así una tarea tan comprometida con la dominación de clase, aunque con su índice de eficacia específico, como la que realiza el Estado sobre la materialidad de sus aparatos.

 A partir de aquí, Althusser explica su prudencia, que identifica con la de Marx, Lenin y Gramsci, como un medio para evitar imponer una “unidad ideológica coactiva” a la lucha de clases proletaria. El paradigma de tal unidad ideológica a evitar es la ontología materialista estaliniana.

Frente a ella o frente cualquier otra que comparta el mismo modo de hacer filosofía, esto es, frente a cualquier filosofía que tenga “como función esencial la constitución de la ideología dominante”, lo que propone son “nuevas formas de existencia filosóficas ligadas al porvenir” de la libre asociación de los trabajadores y la extinción del Estado. Propone “una nueva práctica de la filosofía” que contribuya “a la liberación y al libre ejercicio de las prácticas sociales y de las ideas humanas”; “nuevas formas de intervención filosófica” que inauguren “una nueva relación, ‘crítica y revolucionaria’…, entre la filosofía y las prácticas sociales que son tanto lo que está en juego en la lucha de clases como el lugar en el que esta se produce”; que creen, en definitiva, “las condiciones ideológicas de la liberación y del libre desarrollo de las prácticas sociales”. Y todo ello con el objetivo de que el nuevo modo de hacer filosofía sirva “para terminar con la explotación y la dominación de clase y a la liberación de los hombres” (TP: 177- 178).

La teoría de la estrategia en Althusser es en primer lugar teoría de la estrategia filosófica, teoría sobre la responsabilidad de la filosofía, teoría de la filosofía como práctica, como intervención en la sociedad. Entiéndase la diferencia con respecto a las teorías del poder y la dominación, por un lado, y con las filosofías idealistas, por otro. No se trata de que el conflicto de ideas determine todas las relaciones sociales. Pero la filosofía tampoco existe en la plenitud de la Verdad de todo lo que es.

No lo es todo de ninguna de las dos maneras, y tampoco es nada, la filosofía es práctica combinada con prácticas, produce o puede producir unos efectos determinados. Según Althusser, en última instancia, los efectos determinados que produce o puede producir la filosofía son de dos tipos. O bien, unifica teóricamente la ideología dominante o dominada, o bien ayuda a crear las condiciones ideológicas de la liberación.

Entre los dos tipos de efectos, hay una diferencia que es necesario señalar. La filosofía del primer tipo no puede conocer su vinculación con la ideología dominante. Para ello, tendría que aceptar la existencia de un afuera. Un afuera quiere decir una realidad en la que ella no pueda reconocerse, en la que no pueda encontrarse a sí misma, porque el afuera, digamos: el Estado y sus aparatos, la lucha de clases, etc., es un concreto, una articulación específica de elementos. En todo caso, ella no podría conocerse articulada en un todo complejo, como práctica combinada con otras prácticas, trabazón compleja ella misma. Porque, entonces, ¿dónde quedaría su unidad simple, la identidad consigo misma que le permite unificar teóricamente a la contradictoria y múltiple ideología, sea dominante o dominada?

La filosofía de segundo tipo, por el contrario, depende por entero de la posibilidad de conocer su articulación con el afuera de la lucha de clases, de la historia y de su conocimiento. Las condiciones ideológicas de la liberación sólo se pueden intentar crear si hay algo de qué liberarse y en ese algo la ideología produce algún efecto determinado. Para llevar a cabo esta ruptura, sin embargo, la filosofía necesita ser practicada de otra manera. La filosofía ha de hacer sitio en sí misma al afuera del conocimiento de los efectos determinados, al afuera de la ideología dominante y de la dominada, al afuera de la práctica política, etc. Y para ello, ella misma tiene que saberse como práctica concreta, como complejidad articulada y desajustada.

El ejemplo de teoría desajustada es el pensamiento de Maquiavelo: “De un lado las condiciones definidas con la máxima precisión, desde el estado general de la coyuntura italiana, hasta las formas del encuentro entre la Fortuna y la virtú y las exigencias del proceso de la práctica política; del otro, la indecisión total sobre el lugar y el sujeto de la práctica política. Lo que es impresionante es que Maquiavelo sujeta firmemente los dos extremos de la cadena; en pocas palabras, piensa y pone esta distancia (écart) teórica, esta especie de contradicción, sin querer ofrecerle en el pensamiento, bajo la forma de una noción o de un sueño, una reducción o una solución teórica cualquiera…

Así, se le hace sitio a la práctica política en esta teoría que piensa y mantiene la distancia (maintient l’écart), se le hace sitio por medio de esta concatenación (agencement) de nociones teóricas distanciadas (écartelées), por medio del desajuste (décalage) entre lo definido y lo indefinido, lo necesario y lo imprevisible. Este desajuste (décalage) pensado y no resuelto por el pensamiento es la presencia de la historia y de la práctica política en la teoría misma” (EII: 139).

La filosofía, para ser una práctica de la filosofía al servicio de la liberación, ha de generar en sí misma una distancia, un desajuste donde se haga presente su afuera. Esto sólo puede hacerlo defendiéndose continuamente de la amenaza de la identidad, conociendo, por tanto, su desajuste, su complejo ensamblaje, el hecho de que consiste en una práctica articulada con otras prácticas. Y sólo puede conocer eso si extrae las consecuencias teóricas pertinentes para ello del conocimiento de la explotación, de la determinación en última instancia por las relaciones de producción, y del conocimiento de la ideología como desconocimiento/reconocimiento.

¿Cuál es el desajuste principal, la distancia por excelencia que Althusser genera en su teoría (16)? El desajuste principal quizás, porque es un desajuste redoblado, sea el concepto de todo complejo. El modo en que se “unen” esos dos términos: “todo” y “complejo”; es en sí mismo una unión compleja, desajustada. Lo que se hace presente en la distancia (écart), en la separación que los une, es lo que podríamos llamar “la necesidad de distinguir”, la necesidad de no quedarse en lo general, la necesidad de “saltar” a lo concreto, a lo específico.

“Todo objeto –dice Althusser (EII: 298) es específico, materialmente especificado. No puede ser tratado en general como el objeto ‘cualquiera’ de una combinatoria o de un formalismo ‘puros’”. En pocas palabras, se trata de hacer sitio en la filosofía a la necesidad, el imperativo, de conocer. De este modo, no es posible hablar de una ontología althusseriana en la que todo y el Todo fueran unidades complejas. El mínimo de generalidad de la unidad compleja indica por el contrario la necesidad de no “ontologizar”, la necesidad de la teoría científica.

El segundo desajuste principal, o quizás este sea el primero y el anterior el segundo, es la definición de la filosofía como lucha de clases en la teoría. Aquí igualmente tenemos dos extremos “lucha de clases” y “teoría” en articulación desajustada. Si hemos entendido “La transformation de la philosophie”, la lucha de clases de la que habla esta definición no es otra que la lucha de clases ideológica, entre una ideología dominante y otra dominada, por la dominación y contra la dominación ideológica. La teoría, por su parte, es el sistema demostrativo conceptual que comparten la filosofía y la ciencia, definido por la ciencia o ciencias con las que se relaciona la filosofía en un momento dado (Althusser, AG: 15). La filosofía es, en conclusión, la unión desajustada, compleja de ideología (desconocimiento/reconocimiento) y ciencia (conocimiento) o, lo que es lo mismo, su distinción.

¿A qué se hace sitio en esta distancia entre ideología y conocimiento que constituye a la filosofía? Al conocimiento de la explotación y a la lucha contra la misma.

En efecto, la estrategia filosófica que Althusser propone consiste en hacer jugar, en la teoría, conocimiento y lucha, uno con otra y viceversa (17). El conocimiento sólo puede actuar sobre la lucha y la lucha sobre el conocimiento a través de la ideología que indefectiblemente acompaña a la lucha. Y para hacer posible ese “juego” se requiere el conocimiento de la ideología. La fusión entre materialismo histórico y movimiento obrero, la unidad de teoría y práctica, de conocimiento e ideología, se realiza, se puede realizar, en la distancia que la nueva práctica de la filosofía abre entre los dos.

La nueva práctica de la filosofía que propone Althusser consiste en un separar ideología y ciencia, lucha contra la explotación y conocimiento de la explotación, que las une. Esta es la razón de fondo por la que es necesario insistir en el conocimiento de la ideología. Conocer la ideología (en su distinción con respecto a la ciencia y en su articulación necesaria con las relaciones de producción-explotación) impide a una práctica filosófica para la liberación cerrarse sobre sí misma en una unidad simple. El concepto de ideología nombra la distancia de la filosofía con respecto a sí misma, nombra su afuera.

Abre un vacío en la filosofía donde aparece el conocimiento de la explotación y la lucha contra ella. Es el conocimiento por medio del cual la filosofía se obliga (libre obediencia) a asumir la unidad compleja que produce todo conocimiento, por el que se obliga con él a distinguir, a no contarse cuentos. En fin, insistiendo en la ideología es como la filosofía puede hacerse responsable: no rehuir su afuera, exponerse al exterior y a sus efectos.

 

Fuente: Marx desde Cero

NOTAS:

(1). Hablamos de descubrimiento en el mismo sentido en que lo hace Althusser a partir del “Prólogo” de Engels al Segundo Libro de El capital. Althusser ha descubierto la articulación necesaria entre ideología y relaciones de producción al darle su concepto: “toda ideología representa… la relación (imaginaria) de los individuos con las relaciones de producción y con las relaciones derivadas de ellas” (SR, 298).

(2). No nos interesará, por tanto, la filosofía de Althusser en su totalidad empírica, sino, más bien, los conceptos que ella aporta para poder responder a esta pregunta.

(3). Ver Jameson, 1989: 61 y ss.

(4). Es importante tener siempre en mente que, para Althusser, en lo económico la primacía recae sobre las relaciones de producción, no sobre las fuerzas productivas o la distribución (el mercado). Se evitarán así muchos malentendidos.

(5). “¿Cómo procedía Spinoza? –escribe Althusser (ADL: 478)– Sin intentar nunca una génesis transcendental del sentido, de la verdad, o de las condiciones de posibilidad de toda verdad, sea el sentido y la verdad lo que sea, se instalaba en la factualidad de una simple constatación: ‘tenemos una idea verdadera’, ‘tenemos una norma de verdad’, no en función de una fundación originaria perdida en los comienzos, sino porque es un hecho que Euclides, gracias a dios, dios sabe por qué, ha existido como una singularidad universal factual, y [que no es] necesario, como pretende Husserl, ‘reactivar su sentido originario’, [que] basta con pensar en el resultado factual de su pensamiento, en su resultado bruto, para disponer de la potencia de pensar”.

(6). Sobre la diferencia en este aspecto entre Althusser y Foucault ver Zizek (1994: 13). Por lo demás, se puede decir que Althusser había rechazado la teoría del poder de Foucault “antes” de que este la elaborase en la crítica que hace a la “teoría” del “grupo infinito de paralelogramos de fuerza” de Engels en el “Anexo” a “Contradiccción y sobredeterminación” (RTM: 96-106). En carta a Bloch del 21 de septiembre de 1890, el foucaultiano Engels comentaba: “la historia se hace de tal manera que el resultado final siempre deriva de los conflictos entre muchas voluntades individuales, cada una de las cuales, a su vez, es lo que es por efecto de una multitud de condiciones especiales de vida; son, pues, innumerables fuerzas que se entrecruzan las unas con las otras, un grupo infinito de paralelogramos de fuerza, de los que surge una resultante –el acontecimiento histórico– que, a su vez, puede considerarse producto de una potencia única, que, como un todo, actúa sin conciencia y sin voluntad. Pues, lo que uno quiere tropieza con la resistencia que le opone otro, y lo que resulta de todo ello es algo que nadie ha querido”. (Citado por Althusser, Ibid.:99)

(7). En este sentido hay que leer el siguiente pasaje (§16) del Segundo tratado sobre el gobierno civil de Locke: “Por la ley fundamental de la Naturaleza, el hombre debe defenderse en todo lo posible; cuando le es imposible salvaguardarlo todo, debe darse la preferencia a la salvación del inocente, y se puede destruir a un hombre que nos hace la guerra o que ha manifestado odio contra nosotros, por la misma razón que podemos matar a un lobo o a un león. Esa clase de hombres no se someten a los lazos de la ley común de la razón ni tienen otra regla que la de la fuerza y la violencia; por ello pueden ser tratados como fieras, es decir, como criaturas peligrosas y dañinas que acabarán seguramente con nosotros, si caemos en su poder” (Las cursivas son nuestras: ASP).

(8). Sur la reproduction (SR)

(9). “Lo invisible está definido por lo visible como su invisible, su prohibición de ver”(LC:20)

(10). Este problema hay que entenderlo como suplementario de la apropiación del conocimiento que realiza la clase dominante o, como lo llamó Marx en La ideología alemana, la división entre trabajo manual y trabajo intelectual.

(11). Por insistir en este tema que tantos detractores del pensamiento de Althusser ha generado, permítaseme una cita esclarecedora: “Incluso la distinción teóricamente esencial y prácticamente decisiva entre la ciencia y la ideología necesita defenderse de las tentaciones dogmáticas o cientifistas que la amenazan directamente, puesto que debemos aprender, en este trabajo de investigación y conceptualización, a no hacer de esta distinción un uso que restaure la ideología de la filosofía de las Luces, sino que, por el contrario, debemos aprender a tratar la ideología, la que constituye por ejemplo la prehistoria de una ciencia, como una historia real que posee sus propias leyes y como la prehistoria real cuya confrontación real con otras prácticas técnicas y otras adquisiciones ideológicas o científicas ha podido producir, en una coyuntura teórica específica, el advenimiento de una ciencia no como su fin, sino como su sorpresa… Que con ocasión del estudio de este problema seamos invitados a pensar de una manera totalmente nueva la relación de la ciencia con la ideología de la cual nace y que continúa más o menos acompañándola sordamente en el curso de su historia; que tal investigación nos ponga frente a la constatación de que toda ciencia no puede ser pensada, en su relación con la ideología de donde sale, sino como ‘ciencia de la ideología’, he ahí algo que podría desconcertarnos si no estuviéramos prevenidos sobre la naturaleza del objeto del conocimiento, que no puede existir sino en forma de ideología cuando se constituye la ciencia que va a producir, con el modo específico que la define, el conocimiento”.(LC: 46-47)

(12). Una crítica que Althusser hace a Levi-Strauss en este sentido se encuentra en “Sur Feuerbach” (EII: 233-237)

(13). El problema estratégico que conlleva este planteamiento es claro. Si todas las relaciones de poder son isomórficas, todas las luchas son homogéneas y no hay forma de pensar su desajuste. El desajuste entre las luchas es inexplicable e incomprensible. Este es desde luego el punto ciego político de las teorías del poder. Todo es diferencia, multitud, pero no sabemos, ni podemos saber desde las teorías del poder, en qué se diferencian los diferentes. Y si el desajuste es inexplicable, es imposible plantear propuestas de unidad de acción que no sean meras llamadas sin destinatario a la lucha de la izquierda por la hegemonía.

Pero mi intención no es llevar la cuestión a ese punto que exige un trabajo pendiente para todos los movimientos de liberación.

(14). En este punto, las teorías del poder se encuentran en paralelo con las tesis posmodernas de la desfundamentación del conocimiento. Para una crítica pormenorizada de estas tesis desde la concepción materialista del conocimiento remito al libro de J. P. García del Campo, Opaco, demasiado opaco, de próxima publicación.

(15). “La ideología (como sistema de representaciones de masa) es indispensable a toda sociedad para formar a los hombres, transformarlos y ponerlos en estado de responder a las exigencias de sus condiciones de existencia. Si la historia en una sociedad socialista es, igualmente, como lo decía Marx, una perpetua transformación de las condiciones de existencia de los hombres, los hombres deben ser transformados para que puedan adaptarse a estas condiciones; si esta ‘adaptación’ no puede ser abandonada a la espontaneidad, sino que debe ser asumida, dominada, controlada, en la ideología se expresa esta exigencia, se mide esta distancia, se vive esta contradicción y se realiza su resolución. En la ideología, la sociedad sin clases vive la inadecuación-adecuación de su relación con el mundo, en ella y por ella transforma la conciencia de los hombres, es decir, su actitud y conducta, para situarlos al nivel de sus tareas y de sus condiciones de existencia.

En una sociedad de clases, la ideología es la tierra y el elemento en los que la relación de los hombres con sus condiciones de existencia se organiza en provecho de la clase dominante. En una sociedad sin clases, la ideología es la tierra y el elemento en los que la relación de los hombres con sus condiciones de existencia se vive en provecho de todos los hombres.” (RTM: 195-196)

(16). Ver en este mismo número: Balibar, E., “¡Sigue callado, Althusser!”.

(17). Ver Althusser, EJM.

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Nota: Cuando, habiéndose publicado traducción al castellano, la edición a la que se remite al lector es la edición en lengua original, la traducción realizada no siempre coincide con aquella.

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