Si se echa una mirada a todo el mundo es muy difícil no llegar a la conclusión de que Estados Unidos es una superpotencia declinante. Ya sea en Europa, Asia u Oriente Medio, unos cuantos aspirantes a potencia están haciendo ejercicios de calentamiento, ignorando los dictados de Washington o combatiéndolos activamente. Rusia se niega a reducir su apoyo a los separatistas armados en Ucrania; China se niega a abandonar su empeño de construcción de bases en el mar de la China meridional; Arabia Saudí se niega a aprobar el tratado nuclear de gestión estadounidense con Irán; el Estado Islámico se niega a rendirse ante el poder aéreo de EEUU. ¿Qué se supone que una superpotencia en decadencia debe hacer ante semejante desafío?
No se trata de un asunto menor. Desde hace unas cuantas décadas, el hecho de ser una superpotencia ha sido el rasgo definitorio de la identidad estadounidense. El hacerse con la supremacía mundial empezó después de la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos asumió la responsabilidad de resistir al expansionismo de la Unión Soviética en todo el mundo, cuando asumió la responsabilidad exclusiva de combatir el nuevo despliegue total de tratados internacionales. Tal como exclamó el general Colin Powell, haciéndose famoso, en los últimos días de la era soviética:
“Tuvimos que poner una placa en nuestra puerta que decía ‘La superpotencia vive aquí’, sin que nos importara qué hacían los rusos. Aunque evacuaran la Europa del Este”.
Washington ante el límite de los recursos del Imperio
Estratégicamente, en los años de la Guerra Fría, los gestores del poder en Washington asumieron que siempre habría dos superpotencias enfrentadas continuamente por la supremacía mundial. En la estela de la absolutamente inesperada caída de la Unión Soviética, los estrategas estadounidenses empezaron a imaginar un mundo de apenas una potencia, de una “superpotencia única” (alias “la Roma del Potomac”).
En línea con esto, la administración de George H.W. Bush muy pronto adoptó un plan de largo plazo destinado a proteger indefinidamente ese estatus. Conocido como el Plan de Guía de Defensa para los Años Fiscales 1994-1999, declaraba:
“Nuestro primer objetivo es prevenir el resurgimiento de un nuevo rival, sea en el territorio de la antigua Unión Soviética o en cualquier otro sitio, que suponga una amenaza similar a la planteada antiguamente por la Unión Soviética”.
El hijo de H.W., a la sazón gobernador de Texas, en la campaña presidencial de 1999 articuló una visión parecida de una globalidad que abarcaba la Pax Americana. Si era elegido, les dijo a los cadetes en la Ciudadela de Charleston, su principal objetivo sería “aprovechar la tremenda oportunidad –concedida a pocas naciones en la historia– de prolongar la paz actual hacia el lejano futuro. Una posibilidad de proyectar la influencia de un Estados Unidos pacífico no solo en el mundo sino también hacia el futuro”.
Para Bush, por supuesto, “extender la paz” significaría la invasión de Iraq y el inicio de una devastadora conflagración regional que no hizo otra cosa que crecer y propagarse hasta nuestros días. Incluso después de iniciada [la guerra de Iraq], Bush no dudó –tampoco lo hace hoy, a pesar de su reputada sabiduría retrospectiva– que este era el precio que EEUU debía pagar para retener su cacareado estatus de única superpotencia mundial.
El problema, tal como reconocen los observadores más aceptados, es que una estrategia como esta, que apunta a perpetuar la supremacía de Estados Unidos en el mundo a cualquier costo, siempre ha acabado encontrando lo que Paul Kennedy, historiador de Yale, escribió en su libro Auge y caída de las grandes potencias: “el límite de los recursos imperiales”.
Kennedy, con total clarividencia, lo escribió en su estudio de 1987: se llegaría a esa situación cuando “la suma total de los intereses y obligaciones globales de Estados Unidos sea mucho mayor que la capacidad del país de defenderlos todos a la vez”.
Ciertamente, hoy Washington se encuentra exactamente encerrado en ese dilema. Sin embargo, lo extraño de todo esto es la rapidez con que este país alcanzó ese límite, un país que hace escasamente 10 años era saludado como la primera “hiperpotencia” del planeta, un estatus todavía más exaltado que el de superpotencia.
No obstante, fue después del error de cálculo en Iraq de George W. y de otros pasos en falso que dejaron a EEUU frente a un Oriente Medio arrasado por la guerra con un poder militar consumido y un tesoro agotado.
Al mismo tiempo, potencias mayores y regionales como China, India, Rusia, Arabia Saudí y Turquía han ido construyendo su propio poder económico y militar y, conscientes de la debilidad que acompaña a la limitación imperial de los recursos, están empezando a desafiar la preponderancia de Estados Unidos en muchas regiones del planeta. La administración Obama ha estado intentando, de una manera u otra, responder en todas esas regiones –entre ellas Ucrania, Siria, Iraq, Yemen y el mar de la China meridional– pero sin capacidad para prevalecer en ninguna de ellas.
Sin embargo, a pesar de unos cuantos reveses, nadie de la elite del poder en Washington –los senadores Rand Paul y Bernie Sanders son la excepción que prueba la regla– tiene la menor urgencia por abandonar el papel de única superpotencia, o al menos retrotraerse de él significativamente.
El presidente Obama, que claramente es del todo consciente de las limitaciones estratégicas de su país, se ha hecho típico por su escasa voluntad de retirarse de esa visión supremacista. “Estados Unidos es una nación indispensable y continuará siéndolo”, les dijo en mayo de 2014 a los cadetes de West Point en la ceremonia de su graduación. “Esto ha sido así en los últimos 100 años y lo será en los próximos 100 años.”
Entonces, ¿cómo conciliar la realidad de de una superpotencia demasiado exigida y en declive con un inflexible compromiso de supremacía global?
La primera aproximación de Washington a este acertijo podría ser visto como un número circense de equilibrismo en la cuerda floja. Esto implica realizar constantes juegos malabares con las capacidades y compromisos, y con los limitados recursos (sobre todo de índole militar) trasladados rápidamente –con resultados relativamente infructuosos– de un sitio a otro en respuesta a crisis diversas, mientras se intenta evitar más y mayores enredos. Esta ha sido en la práctica la estrategia seguida por la administración actual. Llamadla la Doctrina Obama.
Después de llegar a la conclusión, por ejemplo, de que China ha aprovechado el hecho de que Estados Unidos estuviese enredado en Iraq y Afganistán para avanzar en función de sus propios intereses estratégicos en el Sureste Asiático, Obama y sus principales asesores decidieron reducir la presencia estadounidense y liberar recursos para robustecer su posición en el Pacífico occidental. Cuando en 2011 el presidente anunció este giro –primero se llamaría “pivotar hacia Asia” y después “reequilibrar” en esa región– fue muy explícito sobre el malabarismo que estaba haciendo.
“Después de una década en la que combatimos dos guerras que nos han costado muy caras, tanto en vidas como en riqueza, Estados Unidos está girando su atención al enorme potencial de la región Asia-Pacífico”, les dijo a los parlamentarios australianos ese noviembre. “Mientras terminamos nuestras guerras de hoy, he encargado a mi equipo de seguridad nacional que haga de nuestra presencia y misión en la zona Asia-Pacífico la más alta prioridad. Como resultado de ello, los recortes en los gasto de defensa de EEUU no alcanzarán –repito, no alcanzarán– a la región Asia-Pacífico.”
Después, por supuesto, el EI lanzó su ofensiva iraquí en junio de 2014 y el ejército de Iraq entrenado por EEUU se derrumbó perdiendo cuatro ciudades norteñas. Luego llegaron los vídeos de decapitaciones de rehenes estadounidenses junto con la amenaza inminente al gobierno de Bagdad respaldado por Estados Unidos. Otra vez, el presidente Obama se encontró pivotando, ahora enviando de regreso a miles de asesores estadounidenses a ese país y poniendo el poder aéreo de EEUU en el aire para dejar el terreno preparado para otro importante conflicto en la zona.
Mientras tanto, los republicanos críticos del presidente, quienes sostienen que él está haciendo demasiado poco en su acción perdedora en Iraq (y Siria), la han emprendido contra él por no hacer lo suficiente para implementar el giro hacia Asia. En realidad, mientras sus malabarismos siguen tanto en Iraq como en el Pacífico sin contentar a nadie, Obama se las ve muy difícil para encontrar los medios para confrontar eficazmente con Vladimir Putin en Ucrania, con Bashar al-Assad en Siria, con los houtíes en Yemen, con las diferentes milicias que se disputan el poder en una fragmentada Libia, etcétera, etcétera.
El partido de la negación absoluta
Está claro que frente a la multiplicación de las amenazas los juegos malabares nunca han sido una estrategia conducente. Más temprano que tarde, las bolas caerán y todo el sistema se hará pedazos. Pero con todo lo arriesgado que el malabarismo pueda llegar a ser, nunca será tan peligroso como la otra respuesta de una superpotencia declinante: la negación absoluta.
Para quienes acuerdan con esta visión de las cosas, no se trata de la erosión de la talla global de Estados Unidos, sino de su disposición, es decir, de su falta de disposición para dialogar y actuar con firmeza. En Washington era cuestión de, sencillamente, hablar con voz más alta, como si esto bastara, y de blandir garrotes más grandes: todos lo desafíos se derretirían como un terrón de azúcar en el café. Por supuesto, un enfoque como este solo puede funcionar si se está preparado para respaldar con una fuerza real las bravatas que se formules; es decir, con un “poder duro”, como a algunos les gusta llamarlo.
Entre los más explícitos de quienes venden esta línea de acción está el senador John McCain, presidente de la Comisión de las Fuerzas Armadas del Senado y tenaz crítico del presidente Obama. “Durante cinco años, a los estadounidenses se les ha dicho que ‘la marea de la guerra se está retirando’, que podemos dar un paso atrás del mundo a un bajo costo para nuestros intereses y valores”, escribió en marzo de 2014 en un artículo de opinión en el New York Times.
“Esto ha alimentado una percepción de debilidad de Estados Unidos, y para gente como el señor Putin, la debilidad es provocativa.” La única manera de prevenir comportamientos agresivos por parte de Rusia y otros adversarios, declaró McCain, es “restaurar la credibilidad de Estados Unidos como líder mundial”. Esto significa, entre otras cosas, armar a los ucranianos y a los sirios contarios a al-Ássad, reforzar la presencia de la OTAN en el este de Europa, combatir “el importante desafío estratégico que supone Irán y desempeñando un papel “más vigoroso” (vale decir, más “botas” en más sitios) en la guerra contra el Estado Islámico.
Por supuesto, esto significa la voluntad del uso del poder militar. “Cuando gobernantes agresivos o fanáticos violentos amenazan nuestros ideales, nuestros intereses, a nuestros aliados y a nosotros mismos”, declaró el senador McCain el pasado noviembre, “lo que en última instancia marca la diferencia… es la capacidad, la credibilidad y el alcance del poder duro de Estados Unidos.”
Una aproximación parecida –en algunos casos todavía más belicosa– ha sido articulada por el grupo de candidatos republicanos que ya están en carrera hacia la presidencia; una vez más, excepto Rand Paul. En una reciente “Cumbre por la Libertad” en la temprana elección primaria del estado de Carolina del Sur, los contendientes hicieron todo lo posible por rivalizar para ver quién era el más duro. El senador por Florida, Marc Rubio, fue vivado estentóreamente por haber prometido hacer de EEUU “el poder militar más fuerte del planeta”.
El gobernador de Wisconsin, Scott Walter, recibió una notable ovación por su pedido de escalar más aún en la guerra contra el terrorismo internacional: “Yo quiero un líder que esté dispuesto a combatir a los terroristas antes de que ellos se dispongan a luchar contra nosotros”.
Ciertamente, en este recalentado entorno, la campaña presidencial de 2016 está dominada por los llamamientos al incremento del gasto militar, una postura más firme frente a Moscú y Pekín y una presencia militar aún mayor en Oriente Medio. Sea cual sea el punto de vista personal de Hillary Clinton, presumiblemente la candidata demócrata, se verá obligada a demostrar su fibra bélica adhiriendo a posiciones similares.
Para decirlo con otras palabras: sea quien sea el próximo inquilino del Despacho Oval en enero de 2017, de esa persona se espera que empuñe un garrote bastante más grande en un mundo considerablemente menos estable. Como resultado de ello, a pesar de la última década y media de desastrosas injerencias militares, es probable que veamos una política exterior todavía más intervencionista con un impulso aún mayor por el empleo de la fuerza.
Más allá de lo gratificante que en principio pueda ser esta retórica para John McCain y su creciente séquito de halcones en el Congreso, sin duda en la práctica ha demostrado ser un desastre. Quienquiera que piense que hoy se puede hacer que el reloj gire al revés y el tiempo retroceda hasta 2002, cuando el poderío de Estados Unidos estaba en el cenit y la invasión de Iraq todavía no había agotado la riqueza y el vigor estadounidenses, no cabe la menor duda de que debe estar afectado de pensamiento delirante. China es mucho más poderosa de lo que era hace 13 años, Rusia se ha recuperado ampliamente de su caída tras la Guerra Fría, Irán ha reemplazado a Estados Unidos en su papel de actor extranjero dominante en Iraq, y otras potencias han conseguido una libertad de acción significativamente mayor en un mundo inseguro. En estas circunstancias, una política agresiva de Washington consistente en mostrar músculo es probable que acabe en calamidad o en humillación.
Es tiempo de dejar de aparentar
Regresemos entonces a la pregunta con la que empezamos: ¿Qué se supone que una superpotencia en decadencia debe hacer ante semejante desafío?
En cualquier lugar salvo en Washington, la respuesta obvia sería parar de fingir ser lo que no se es. El primer paso de cualquier programa para la recuperación del agotamiento imperial implicaría aceptar el hecho de que el poder de Estados Unidos es limitado y gobernar el mundo una fantasía imposible.
También debería aceptar esta evidente realidad: EEUU, le guste o no, comparte el planeta con un grupo exclusivo de otras importantes potencias, ninguna de ellas tan fuerte como lo somos nosotros pero tampoco tan débiles como para ser intimidadas por la amenaza de una intervención militar estadounidense.
Después de haber asimilado una evaluación más realista del poder estadounidense, Washington debería centrarse en la cuestión de cómo coexistir con esas potencias –Rusia, China e Irán, entre ellas– y gestionar con ellas sus propias peculiaridades sin desencadenar nuevos y desastrosos incendios regionales.
Si los malabarismos estratégicos y la negación a ultranza no estuvieran tan incrustados en la vida política de la “capital bélica” de este país esto no sería una infranqueable dificultad estratégica, como algunos han sugerido. Por ejemplo, en 2010, Christopher Layne, de la escuela George H.W. Bush de Texas, argumentó en American Conservative que Estados Unidos ya no podría sostener su estatus de superpotencia mundial y que “en lugar de verse forzado a hacer un súbito ajuste debido a una importante crisis… tendría que adelantarse a esa situación modificándola poco a poco y ordenadamente”.
Layne y otros explicaron en detalle qué podía implicar esta política: menos compromisos militares en el extranjero, contención en la aspiración de ser “la guarnición del mundo”, reducción del gasto militar, más confianza en los aliados, aumento de los fondos para la reconstrucción de una infraestructura decrépita de una sociedad dividida y disminución de la huella militar en Oriente Medio.
Sin embargo, para que todo esto ocurra, los responsables de formular las políticas deberían antes que nada abandonar la pretensión de que Estados Unidos sigue siendo la única superpotencia mundial, y esta puede ser una píldora muy difícil de tragar para el pensamiento estadounidense de hoy (y para las aspiraciones políticas de algunos candidatos republicanos). Está del todo claro que de este sector negacionista solo provendrán aventuras militares en el extranjero de dudosa concepción y, más temprano que tarde, pero en circunstancia aún más nefastas, el choque de los estadounidenses contra la realidad.
(*) Colaborador habitual de TomDispatch, profesor en las carreras de Paz y Seguridad Mundial en el Hampshire College; también es autor del muy reciente libro The Race for What’s Left. Una versión cinematográfica documental de su libro Blood and Oil está disponible en Media Education Foundation.
Fuente: Tomdispatch
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176003/tomgram%3A_michael_klare%2C_superpower_in_distress/#more
Una superpotencia angustiada
de Tom Engelhardt
Tomadlo como la actualización de una pequeña locura imperial… he aquí el trasfondo de la historia. En los años que siguieron a la invasión de Iraq y la disolución de las fuerzas armadas de Saddam Hussein, Estados Unidos invirtió alrededor de 25.000 millones de dólares en la “puesta en pie” de un nuevo ejército iraquí.
Sin embargo, para junio de 2014, ese ejercito, compuesto de por lo menos 50.000 “soldados fantasma” solo existía en la imaginación de sus generales y quizás en Washington. Cuando los relativamente pocos militantes del Estado Islámico (EI) asolaron el norte de Iraq, esa fuerza se derrumbó, abandonó cuatro ciudades –entre ellas, Mosul, la segunda ciudad del país– y dejó detrás de sí una enorme cantidad de armas y equipos –desde tanques y vehículos Humvee hasta artillería y rifles– estadounidenses.
Esencialmente, Estados Unidos estuvo entonces “poniendo en pie” a su futuro enemigo en una forma a la que no estaba acostumbrado; al contrario de la colapsada fuerza militar iraquí, las unidades del EI se mostraron muy capaces de utilizar ese armamento sin que mediara instructor ni asesor extranjero alguno.
La respuesta de la administración Obama fue enviar a miles de nuevos asesores e instructores y comenzar a despachar por vía marítima montañas de nuevo armamento para volver a equipar al ejército iraquí. También llenó el cielo iraquí de aviones estadounidenses con sus armas cargadas para destruir, entre otras cosas, el armamento de origen estadounidense capturado por el EI.
Después se dedicó a “poner en pie” una nueva versión –más reducida– de ejército iraquí. Ahora, démos un salto adelante de casi un año y veremos que –en una escala algo menor– el proceso se ha dado una vez más. Hace menos de dos semanas, los combatientes del Estado Islámico tomaron Ramadi, la capital de la provincia de Anbar.
Las unidades del ejército iraquí, entre ellas la División Dorada, entrenada por EEUU, fueron desarticuladas y huyeron, dejando detrás de sí –sin duda, la noticia impacta– otro importante alijo de armamento y equipo, entre los cuales, tanques, más de 100 vehículos Humvee y otros, artillería y demás.
La administración Obama reaccionó de una manera absolutamente novedosa: empezó inmediatamente a embarcar nuevos envíos de armas y equipos, comenzando por 1.000 proyectiles antitanque para que el reconstituido ejército iraquí pudiera hacer frente a “vehículos bomba suicidas” (algunos de los cuales, supuestamente, serán aquellos vehículos capturados en Ramadi).
Mientras tanto, los aviones estadounidenses vuelven a volar sobre esa ciudad iraquí tratando de destruir lo que puedan del equipo capturado por los militantes del EI.
¿Se nota algo repetitivo en todo esto, aparte de la bonanza de la industria armamentística de Estados Unidos? Lógicamente, para la administración Obama sería más barato armar directamente al Estado Islámico antes de atacarles por aire.
En cualquier caso, ¡qué microcosmos de desmedido orgullo imperial y locura ha demostrado ser toda esa política de entrenar y equipar un ejército iraquí del siglo XXI! Empezando con la decisión tomada por la administración Bush, tras su invasión, de licenciar totalmente el ejército de Saddam y dejar en la calle a cientos de miles de sunníes –tanto a soldados como a toda la oficialidad– en medio de la caótica realidad del “nuevo” Iraq; he aquí la mejor fórmula para la creación de un movimiento de resistencia sunní.
Y después está Camp Bucca, la prisión militar iraquí convertida por los militares estadounidenses en un pequeño “campo de adiestramiento” extra para desempleados oficiales clave…
Voilà, he aquí el caldo de cultivo más apropiado para el crecimiento del liderazgo del Estado Islámico.
Multiplicad esta sorprendente astucia táctica varias veces en todo el mundo y, tal como nos lo dice claramente hoy Michael Klare, colaborador regular de TomDispatch, y tendréis lo que podría llamarse la locura del gran mandato de la “superpotencia única”.