Por Fander Falconí
Los activos de las empresas petroleras poseen un efecto tóxico. Efectivamente, el comportamiento irracional de los mercados se ha movido a la industria de las energías no renovables (petróleo, gas y carbón), dice con mucho acierto un artículo de Ambrose Evans-Pritchard[1] publicado en The Telegraph.
Recordemos que, en forma previa, a la gran crisis del capitalismo central del año 2008, los bancos crearon las llamadas burbujas financieras, cuando otorgaron grandes préstamos a personas con poca probabilidad de repago. Los bancos norteamericanos, para ampliar el mercado, crearon las hipotecas de alto riesgo, conocidas como opciones “subprime”, con el respaldo de la Community Reinvestment Act, que es una ley que obligaba a los bancos a prestar a personas que no tenían buen historial crediticio. El riesgo fue eludido en forma sistemática, lo cual amplió la demanda de bienes inmuebles e incrementó el precio de las casas. Fue ésta la causa para que la burbuja inmobiliaria, tanto en Estados Unidos como en Europa, se disparara.
Ahora, aparecen otros activos tóxicos. Estos se originan en las enormes inversiones de las empresas petroleras relacionados con los crecientes costos debido a que ya se habría alcanzado la tasa máxima de extracción de petróleo global y por lo tanto estaríamos en un declive de los yacimientos hidrocarburíferos.
A este pico petrolero (o cénit) se suma otro factor: la imposibilidad de extraer todas las reservas petroleras a futuro por los graves impactos ambientales que provocaría la quema de combustibles fósiles.
Ya en las tres últimas décadas se han encendido las alertas acerca de lo que sucede en el mundo, debido a las manifestaciones evidentes de los fenómenos naturales como expresiones del cambio climático. Las investigaciones científicas, en torno a las transformaciones ambientales y sus causas, cobraron importancia por cuanto éstas son los medios idóneos para comprender el proceso de evolución del comportamiento del planeta, y determinar el grado de injerencia y responsabilidad que tienen las sociedades humanas respecto al tema que tratamos.
La información que ahora disponemos es decisiva y nos permite partir de una constatación basada en la realidad y no en una mera especulación.
Por primera vez en la historia humana, la concentración de dióxido de carbono (CO2) ?uno de los principales gases que provocan el efecto invernadero? en la atmósfera superó ya para siempre o para muchísimos años, la frontera de las 400 partes por millón. Eso fue anunciado el 9 de mayo de 2013, desde Mauna Loa, en Hawái, la estación más antigua de medida de CO2, desde que comenzó a operar en 1958. Cuando se inició el estudio del fenómeno, hacia 1900, la concentración era de 300 partes por millón (ppm). De acuerdo con los registros de medición, ahora aumenta 2 ppm cada año. Los datos con los que contamos y el criterio de los científicos, han alertado ya sobre las impredecibles consecuencias climáticas que tendría en nuestro planeta, si se produjese una cantidad de CO2 superior a los 450 ppm.[2]
Sobre la base de la información de la Agencia Internacional de Energía, Evans-Pritchard dice que las inversiones globales en oferta de energía fósil se han duplicado, en términos reales, en el período 2000-2008, hasta alcanzar los 900 billones de dólares (un billón equivale a mil millones). En el 2013, las inversiones llegaron a los 950 billones de dólares. Las inversiones fuertes están en las fases de la exploración y extracción de petróleo y gas.
La revista The Economist publicó un artículo en el 2013, haciéndose eco de la investigación realizada por la organización Carbon Tracker y del Instituto Grantham de la London School of Economics, en el que asegura que la cantidad de dióxido de carbono que puede ponerse en la atmósfera (si no excedemos en dos grados de aumento a la temperatura del planeta en relación con los niveles pre industriales) es nueve veces menor que la que produciría al quemarse las reservas de carbón, gas y petróleo ya declaradas por empresas privadas o estatales. La implicación de esta investigación es que las empresas petroleras cargan de por sí unos activos tóxicos contables, y por ende los balances financieros están cuestionados.
En tal virtud, nos enfrentamos con varios problemas futuros: un pico petrolero que requiere altas inversiones por los costos crecientes de extracción, pero a su vez la imposibilidad de sacar todas las reservas, a menos que colapsemos como humanidad. Los intereses que están en juego son enormes. Si hay algún tope para micropartículas en la atmósfera, a fin de no pasar el fatídico umbral de los 2 grados centígrados, la industria de la energía fósil podría perder nada menos que 28 trillones (millones de millones) de dólares de ganancias brutas en las próximas dos décadas, según el artículo de The Telegraph.
“Sólo la dosis hace al veneno”, decía Paracelso. Parecería que acumulamos una dosis tóxica civilizatoria, cuyos resultados perniciosos podrían observarse en el mediano y largo plazos.