sábado, abril 27, 2024
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Vivir en Dictadura: El 11 de Septiembre de Isabel Allende

En la siguiente entrevista,de la serie Vivir en Dictadura, de Amnistía internacional, la escritora chilena Isabel Allende recuerda el golpe de Estado militar del 11 de septiembre de 1973 y cómo cambió para siempre su vida y la de su país.También, relata las circunstancioas que la obligaron a huir apresuradamente del país.

¿Cuáles fueron para usted los primeros indicios de que Augusto Pinochet estaba dando un golpe de Estado militar contra Salvador Allende?

La gente llevaba un tiempo hablando de esa posibilidad, pero era un rumor vago que nadie se tomaba en serio. Sin embargo, Salvador Allende estaba convencido de que había una amenaza real y de que la CIA estadounidense estaba detrás. Chile tenía una tradición democrática tan larga y sólida que la idea de una intervención militar era casi impensable, por lo que los temores de Allende parecían exagerados. Sin duda, nadie pensó que Augusto Pinochet iba a convertirse en un traidor. Las primeras noticias de que Pinochet estaba implicado en el golpe llegaron el 11 de septiembre.

Pablo Neruda era un símbolo de la oposición y su funeral fue la primera protesta contra el golpe militar. ¿Qué recuerda de ese día?

La muerte de Pablo Neruda [el 23 de septiembre de 1973], que merecía un día de luto nacional, fue ignorada por la dictadura. Los militares habían registrado su casa en Isla Negra y las fuerzas de seguridad irrumpieron en la de Santiago durante el velatorio. La noticia de su funeral se difundió y la gente se congregó para acompañar sus restos al cementerio.

Sabíamos que era peligroso. El gobierno militar intentó asegurarse de que no hubiera manifestaciones políticas durante la ceremonia. Pero salvo si disparaban a todo el mundo, era imposible impedir que la gente recitara los poemas más revolucionarios de Neruda o coreara consignas y canciones de protesta, como la música de Víctor Jara, que había sido torturado y asesinado en el estadio nacional unos días antes.

Caminamos varios bloques de casas hasta la sepultura donde se iba a depositar provisionalmente el ataúd. El deseo de Neruda era ser enterrado en su casa de Isla Negra, mirando al océano Pacífico, el lugar que más amaba de este mundo. Al principio éramos pocos y teníamos miedo de los soldados, pero a medida que caminábamos, se fue uniendo cada vez más gente y empezamos a sentirnos más fuertes. El estado de ánimo de la multitud cambió. Alguien empezó a cantar, otro gritó el nombre de Neruda, luego los de Allende y Jara… Empezó a ser muy emotivo y también aterrador. Los soldados estaban ansiosos, nerviosos; no sabían qué hacer. Vi que tenían el dedo en el gatillo, las mandíbulas en tensión. Era un precioso día de primavera y a medida que nos acercábamos al cementerio, la gente empezó a llegar de las calles adyacentes, llorando, cantando, abrazándose.

Ese día no sólo enterramos al poeta; enterramos a Allende, a Jara y a cientos de víctimas más; enterramos nuestra democracia y enterramos la libertad.

¿Cómo era el ambiente en Santiago después del golpe?

Quienes apoyaban la dictadura celebraron la muerte de Allende con champán. Lo justificaban todo, incluso la tortura. Tardaron varios años en darse cuenta del alcance de la brutalidad y en cuestionar la dictadura, pero algunos apoyaron a Pinochet hasta su último día.

En 1973 y 1974 el ambiente entre la gente a la que yo conocía —estudiantes, periodistas, intelectuales, artistas, trabajadores, etc.— era muy sombrío. Estábamos asustados, casi paralizados de miedo. La mayoría de la gente no quería tener problemas, sino seguir con su vida en silencio, sin llamar la atención. Apenas había información, sólo rumores. Oíamos hablar de centros de tortura, campos de concentración, asesinatos, redadas en barrios pobres; que detenían a miles de personas y que muchas más habían huido del país, pero no había modo de confirmar estos rumores. Teníamos miedo de que los teléfonos estuvieran intervenidos y de que mucha gente se hubiera convertido en informadores, por lo que teníamos cuidado cuando hablábamos, incluso dentro de la familia ampliada. Algunos ayudamos a los fugitivos, era imposible negar la ayuda a quienes necesitaban un lugar donde ocultarse. Al principio no éramos conscientes de lo graves que podían ser las consecuencias.

Para un turista que visitara Chile en aquella época, este terror no era visible. El turista se encontraría en una ciudad limpia, en la que apenas había delincuencia urbana; conocería a personas educadas y sumisas, y llegaría a la conclusión de que Chile era un país muy organizado. ¡Hasta los niños desfilaban a la escuela en silencio con sus uniformes! El turista vería policías por todas partes y soldados con uniforme de combate, y se aburriría un poco por el toque de queda, pero por lo demás disfrutaría del país. Yo no podía vivir en un lugar así. No quería vivir con miedo y no quería que mis hijos crecieran en una dictadura.

¿Sufrió usted acoso debido a sus lazos familiares?

Yo era periodista y mi nombre me hacía muy visible. Era feminista, izquierdista y pariente de Salvador Allende, tres razones para que la dictadura militar me sometiera a vigilancia. Me despidieron de todos mis empleos, pero no pensé que estuviera en peligro hasta principios de 1975. Pero era muy infeliz en Chile, y mi esposo y yo hicimos planes para marcharnos. Era muy duro porque no teníamos dinero ni conexiones ni a dónde ir. Esperamos, confiando en que los militares regresaran pronto a sus cuarteles y tuviéramos democracia otra vez.

¿Pasó algo concreto que la convenció de que debía huir?

Ocurrieron varias cosas en una misma semana que me llenaron de pánico. Descubrí que un nuevo amigo era en realidad un agente encubierto de la temida policía secreta. Un pariente que trabajaba para el gobierno nos dijo que yo estaba en una lista negra y que podía ser detenida en cualquier momento. Alguien a quien había escondido en nuestra casa fue detenido y supe que si hablaba, estaba perdida. Tenía que irme. Mi esposo y yo tomamos la decisión juntos: yo me iría inmediatamente.

Tenía un pasaporte válido. Salí del país abiertamente, sola. No era nada raro: en aquella época salían miles de personas. Me fui a Venezuela y, un mes después, cuando fue evidente que sería peligroso volver a Chile, salió mi esposo con nuestros dos hijos. Nos reunimos en Caracas, donde vivimos 13 años.

Más de 3.000 personas fueron asesinadas en Chile y muchas otras desaparecieron sin más. ¿Era la gente consciente del horror en aquel momento?

Estoy segura de que la mayoría de la gente era consciente. Yo lo era, sin duda, y también todos mis amigos. Sin embargo, mucha gente logró o fingió ignorar la violencia y la corrupción de la dictadura.

Yo estaba en Chile en 2003, durante el 30 aniversario del golpe militar. Para entonces, toda la información sobre las masacres, la tortura, las fosas comunes ocultas, etc. se había publicado ampliamente, había muchas ceremonias públicas para honrar a las víctimas. Y aun así algunas personas negaban los hechos.

Es muy difícil vivir con miedo. Uno se adapta rápidamente por necesidad. La negación es una forma de protegerse. Hay un sentimiento de impotencia y de soledad. El terror funciona aislando a las personas.

Lo ideal era que cada pequeña familia estuviera en casa, viendo la versión oficial en los noticieros de la televisión, sin interacción, sin discurso público, sin diálogo o debate, sin un intercambio de ideas que pueda fomentar la rebelión.

¿Cómo se mantuvo Pinochet 17 años en el poder?

El miedo es una herramienta poderosa y Pinochet lo usó con éxito. Controlaba al ejército, al poder judicial, y no había Congreso; no había libertad de prensa, ni hábeas corpus, ni derecho a disentir. Impuso un sistema económico que pareció tener éxito al principio, aunque beneficiaba a los capitalistas mientras mantenía a los trabajadores bajo un puño de hierro. La diferencia entre los muy ricos y los pobres en Chile es aún vergonzosa.

Con el paso del tiempo, el apoyo a Pinochet disminuyó y finalmente la oposición pudo derrotarlo en las urnas. Pero siempre recordaré que miles de personas lloraron por él en su funeral.

Las causas penales contra Pinochet nunca concluyeron. ¿Cuál es, según usted, la explicación?

Pinochet estaba protegido por la amnistía que él mismo creó, por su condición de senador vitalicio, por sus conexiones y, especialmente, por el ejército. Creo que en realidad no querían que Pinochet fuera juzgado; retrasaron todo para darle tiempo para morir en paz, en la cama.

¿Cuál era su relación con Salvador Allende y cómo ve retrospectivamente su labor política y sus ideas?

Salvador Allende era primo de mi padre. En Chile, eso significaba que yo era sobrina suya. Mi padre dejó a mi madre cuando yo era tan joven que no tengo recuerdos de él, pero Salvador Allende siguió manteniendo una relación cercana con mi madre. A veces pasábamos el día en el campo o hacíamos viajes cortos a la playa, nos veíamos en los cumpleaños y las fiestas.

Salvador Allende tenía el sueño de transformar Chile en un país donde prevalecieran la justicia y la igualdad. Quería reformas profundas, una revolución pacífica y democrática. Estaba muy adelantado a su época. En la década de 1970, el mundo estaba dividido por la Guerra Fría y Estados Unidos estaba decidido a no permitir que ningún país de Latinoamérica siguiera los pasos de Cuba. La CIA intervino desde el mismo principio para derribar al gobierno de Allende. Los partidos políticos de la derecha chilena estaban dispuestos a destruir el país si ese era el precio que tenían que pagar para librarse del sueño socialista de Allende.

¿Se curarán algún día las heridas en Chile?

Sí, todas las heridas se curan con el tiempo. Han pasado 40 años desde el golpe militar y pronto Pinochet no será más que un nombre para asustar a los niños a la hora de dormir.

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