Año tras año, científicos de diversas ramas abren nuevos horizontes de investigación. No sólo ciencias como la física cuántica y la arqueología han estado produciendo descubrimientos que comienzan a cambiar muchas ideas sobre nuestro universo y nuestra historia.
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También las disciplinas humanísticas han ido revelando realidades que hasta hace poco se hallaban en el terreno de la magia y la superstición, pero que ahora están cambiando los conceptos que tenemos sobre nuestras propias capacidades psíquicas.
Uno de los libros más interesantes al respecto es The Cosmic Serpent: DNA and the Origins of Knowledge (La serpiente cósmica: el ADN y los orígenes del conocimiento) del historiador y etnólogo Jeremy Narby. Como parte de su investigación de campo para obtener su doctorado de antropología, Narby viajó al Amazonas y entró en contacto con una tribu con la cual convivió durante dos años. Su relación y experiencia personal con los chamanes lo condujo a una de las hipótesis antropológicas más extraordinarias de los últimos tiempos.
Desde el principio, el libro ya resulta prometedor:
“La primera vez que un hombre de la tribu Ashaninka me dijo que había aprendido las propiedades medicinales de las plantas gracias a un brebaje alucinógeno, pensé que estaba bromeando. Estábamos en la selva, agachados junto a una planta cuyas hojas, aseguraba él, podían curar la mordida de una serpiente venenosa.
“Uno aprende estas cosas bebiendo ayahuasca”, dijo. Pero no estaba sonriendo.
Este es el comienzo de una aventura que, pese a las apariencias, está muy alejada de los conocidos libros de Castaneda. Narby nos conduce por el universo de los alucinógenos naturales, armado con sus credenciales científicas y conocimientos de historia, etnología, antropología, bioquímica y genética, para narrar sus peripecias e hipótesis relacionadas con un mundo muy ajeno a nuestra cultura.
A diferencia de las experiencias empíricas de Castaneda, que nunca se sostuvieron con argumentos científicos, el doble doctorado de Narby le otorga las herramientas necesarias para que sus hipótesis contengan una validez muy sólida.
La primera pista que lo llevaría a sus conclusiones provienen de las visiones de un antropólogo que había descrito sus estremecedoras experiencias con la ayahuasca. En ellas había visto lo que parecía ser el comienzo de la vida en la Tierra, según le mostraron unas “gigantescas criaturas reptilianas” que se agazapaban en las profundidades de su cerebro.
Vio cómo había sido nuestro planeta, eones atrás, cuando no había vida. Unas partículas o esporas cayeron del cielo. Cuando las partículas aterrizaron ante él, vio que en realidad eran enormes criaturas negras y brillantes con alas semejantes a las de un pterodáctilo, es decir, una especie de dragones o culebras aladas.
Las criaturas le explicaron que venían huyendo de algo y que habían creado la vida en la Tierra para esconderse dentro de cada planta y animal. Comprendió que aquellas criaturas semejantes a culebras o dragones se hallaban dentro de todos los seres vivos, incluyendo el hombre.
Un tiempo después de esa experiencia, el propio científico anotaría al margen de su diario:
“Mirándolo en restrospectiva, podría decir que esas criaturas tenían forma de ADN, aunque en aquella época no sabía nada del ADN”.
Eso llamó la atención de Narby, que comprendió que los antropólogos siempre habían intentado interpretar las visiones chamánicas por su contenido, y no por la forma. Se escribió a sí mismo una nota que decía: “Busca en la FORMA”.
Mientras estudiaba decenas de dibujos realizados por individuos que describían lo que habían visto durante sus trances de ayahuasca, se dio cuenta de que coincidían con los relatos de los chamanes, quienes aseguraban que sus conocimientos les llegaban a través de serpientes entrelazadas, escaleras, lianas enrolladas y otras figuras similares.
No se trataba, pues, de una cuestión cultural, puesto que estos individuos eran “occidentales” y no podían estar condicionados por mitos amazónicos. Tenía que existir alguna otra razón que justificara la persistencia de ese tipo de alucinaciones en individuos de culturas diferentes.
El conocido historiador Mircea Eliade ya había notado que los chamanes de todas las culturas hablaban un lenguaje secreto, “el lenguaje de la naturaleza”, que les permitía comunicarse con los espíritus. Los propios chamanes reconocen que su lenguaje es simbólico. Uno de ellos le explicó a Narby que él llamaba “cesta” a un jaguar porque las fibras de un wonati (cesta tejida con fibras con un entrelazado suelto) formaban un dibujo similar a las marcas de un jaguar.
Intuyendo que ese lenguaje secreto se valía de metáforas, Narby se dedicó a buscar vínculos entre ese lenguaje espiritual y algún tipo de estructura que permitiera la transmisión de mensajes en código.
Una de esas tribus amazónicas llaman al lenguaje chamánico yoshtoyoshto, que significa literalmente “lengua retuerce-retuerce”. ¿Por qué hablan con ese “lenguaje retorcido”? Según uno de ellos: “Con mi koshuiti [canturreo con el que los chamanes imitan a los espíritus que ven en sus visiones] quiero ver… cantando. Examino con cuidado las cosas. El lenguaje retorcido me acerca a ellas, pero no demasiado. Si usara palabras normales, chocaría contra las cosas. Usando las palabras retorcidas, puedo ir girando a su alrededor y eso me deja verlas con mayor claridad”. (La traducción es mía).
Después de observar decenas de dibujos y pinturas que describían las visiones provocadas por la ayahuasca, y tras estudiar leyendas y mitos de muchas culturas que hablan de dioses asociados con serpientes, que viajan sobre serpientes o en barcos hechos con ellas, que bajaron del cielo usando escaleras u otros medios semejantes, para entregar sus conocimientos a los hombres, Narby tuvo que reconocer el parecido de tales imágenes con la forma del código universal del ADN, responsable de transmitir la información existente sobre la vida.
Durante su investigación, el autor hizo un análisis detallado sobre el contenido y acción de estos brebajes. Y al estudiar su composición y efecto sobre la bioquímica del cerebro humano, llega a una conclusión sorprendente: en sus trances, los chamanes son capaces de llevar su conciencia hasta los niveles moleculares de sus células y tener acceso a información almacenada en el ADN.
Como todos sabemos, el ADN que lleva la información biológica de cada ser vivo (ya sea humano, vegetal o bacteria) está formado por una doble cadena de nucleótidos que contienen una de estas cuatro bases nitrogenadas: A (adenina), T (timina), C (citosina) y G (guanina). Lo único que cambia de una especie viva a otra es el orden de esas letras.
La información genética de un ser humano, llamada “genoma”, se encuentra contenida en 3 mil millones de letras alineadas a lo largo de un filamento de ADN, que a su vez se enrolla aún más para formar 23 segmentos más compactos o “cromosomas”.
Cada cromosoma está compuesto por un largo filamento de ADN que contiene a su vez un doble mensaje: el texto principal y una copia del mismo (backup). De este modo, nuestras células contienen dos genomas completos. Por tanto, nuestro código genético es doblemente doble. Contiene 6 mil millones de pares ó 12 mil millones de letras, distribuidas a lo largo de dos filamentos enrollados.
En pocas palabras, el ADN está formado por moléculas que contienen la información codificada por duplicado.
Pero la mayor parte de esta información está fuera de nuestro alcance. Los científicos no saben para qué sirve la mayor parte del genoma humano, al que llaman despectivamente “ADN basura” (junk DNA), no porque no sirva para nada, sino porque ellos no tienen la menor idea de la información que contiene.
Y ya sabemos que es costumbre de la ciencia occidental ortodoxa menospreciar y burlarse de lo que ignora. Para Narby, y para otros científicos que comparten su tesis, esa enorme porción desconocida del ADN podría contener la clave de muchos secretos insospechados.
Uno de estos secretos, según Narby, podría ser que ciertas porciones del ADN pudieran ser transmisores y receptores de comunicación (a nivel subconsciente) entre todos los seres vivos; una idea que, dicho sea de paso, me recuerda el antiguo concepto de Gaia, considerado durante mucho tiempo como parte de las creencias metafísicas, pero que los últimos descubrimientos de la bioquímica y la física cuántica parecen estar validando.
Según la teoría de Gaia, todos los organismos vivos del planeta mantienen una conexión a nivel mental y espiritual. Dañar a unos implica dañar al resto, incluyéndonos a nosotros mismos, aunque sea a nivel subconsciente.
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La base científica de esta posibilidad se encuentra en el hecho de que el ADN es también un cristal. Las cuatro bases del ADN son hexagonales y están estructuradas como cristales de cuarzo. El ADN emite fotones en una banda de onda que se corresponde exactamente con la luz que es visible para el ojo humano.
La regularidad de transmisión fotónica es tal que los científicos la comparan con un “láser ultra-débil”. ¿No sería posible –se pregunta Narby– que el ADN, estimulado por la nicotina o la dimetiltriptamina contenidas en esas mezclas alucinógenas, no sólo activen la emisión de fotones que inundan la conciencia en forma de visiones, sino también su capacidad para captar los fotones emitidos por toda la red global de la vida basada en el ADN?
Si esto fuera sí, toda la biosfera del planeta, como entidad conectada, sería la fuente de las imágenes que transmiten el conocimiento a los chamanes. Es durante las experiencias con la ayahuasca donde las alucinaciones repiten estos elementos metafóricos a base de hélices dobles, escaleras retorcidas, culebras, y otras formas que remiten al ADN.
Igualmente enigmático es el origen de la propia ayahuasca. El brebaje se hace con dos plantas que deben hervirse durante horas. La primera contiene dimetiltriptamina, un alucinógeno natural que también es producido por el cerebro humano y que ahora se conoce como “la molécula espiritual”.
Pero este alucinógeno no tiene ningún efecto cuando se ingiere, porque el estómago segrega una enzima llamada monoamino oxidasa que lo bloquea. Sin embargo, la segunda planta contiene varias sustancias que neutralizan la enzima estomacal bloqueadora, permitiendo que el alucinógeno llegue al cerebro.
La complejidad de esta receta, conocida por los chamanes desde hace miles de años, hizo que Richard Evans Schultes, uno de los etnobiólogos más importantes del siglo veinte, dijera:
“Uno se pregunta cómo personas de sociedades primitivas, sin ningún conocimiento de química o fisiología, llegaron a solucionar la manera de activar un alcaloide a través de un inhibidor de monoamino oxidasa. ¿Pura experimentación? No lo creo”.
Tampoco lo cree Narby, quien comenta:
“He aquí a gente sin acceso a microscopios electrónicos que son capaces de escoger, entre las 80.000 especies de plantas amazónicas, las hojas de una sola que contienen una hormona con efectos alucinógenos para el cerebro, y que luego combinan con una planta trepadora que contiene sustancias que neutralizan la enzima del tracto digestivo que bloquearía el efecto alucinógeno de la primera.”
Este es el tipo de conocimientos del que suelen burlarse las mentes “racionales”, incluso algunas científicas, cuando, a falta de una explicación acorde con la teoría de la evolución lineal de la humanidad, prefieren tachar a otros pueblos de ignorantes para ocultar su propia incapacidad de explicar fenómenos que niegan ciertas concepciones dogmáticas de la historia.
En su libro, Narby también hace un recorrido por la mitología de los más diversos pueblos, desde los sumerios hasta nuestros días, para explorar la relación que todas las culturas antiguas han establecido entre la serpiente y el conocimiento.
De igual modo, expone las razones por las cuales los gemelos o mellizos parecen ser tan importantes en el folklore de las culturas indoamericanas. Existe una relación entre el culto a la duplicidad y la persistencia en las visiones chamánicas de las dobles cadenas de serpientes, capaces de revelaciones médicas o factuales a las que el hombre contemporáneo solo ha podido acceder hace poco en sus laboratorios.
Narby lamenta que el abuso de alucinógenos químicos como el LSD haya creado una concepción errada acerca de los alucinógenos naturales, algo que ha dificultado la investigación y exploración de un posible camino de conocimiento diferente y más directo sobre la naturaleza, que la civilización occidental ha perdido.
De toda esta lectura se desprende una conclusión obvia. Nuestra civilización se ha desarrollado a partir de experimentar y teorizar con y sobre leyes externas a nuestros sentidos, pero eso no quiere decir que no puedan existir otras culturas que logren acceder al conocimiento acudiendo a recursos internos de su propia biología… como la memoria genética.
Para quienes se interesan por textos científicos capaces de revolucionar nuestro concepto de la realidad, La serpiente cósmica es un libro imprescindible. Después de su lectura, las posibilidades que nos descubre su autor nos harán percibir nuestra propia civilización con una visión diferente y mucho más crítica.
Fuente: Blog de la autora