viernes, marzo 29, 2024
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Política, Sociedad de Mercado y Dinero

Una de las consecuencias de la hegemonía del pensamiento neoliberal, ha sido la de alinear al proceso político en base a los conceptos de la economía de mercado. De esta manera, la política se ha constituido en una mercadería más que se ofrece al público y cuya finalidad es la de proveer poder de decisión al oferente, ya sea una persona o un partido. Este proceso se ha transformado exclusivamente en el juego del poder por el poder. El servicio público como tal pasó a ser un producto por añadidura, secundario, si es que existe.

 

Creemos que tal modo de entender tanto el proceso político, como la generación de políticas públicas y la institucionalidad [i], tiene sus raíces en un nuevo concepto de la democracia que se desarrolló en la post guerra a partir de la influencia del economista y politólogo austro-americano Joseph A. Schumpeter, entre otros autores.

La definición metodológica de democracia la conceptuó Schumpeter de la siguiente manera:

“El método democrático es aquel sistema institucional, para llegar a las decisiones políticas, en el que los individuos adquieren el poder de decidir por medio de una lucha de competencia por el voto del pueblo”.

Si bien esta definición nos provee de una forma práctica para distinguir, operacionalmente, entre un sistema que aparentemente funciona democráticamente de otro que aparentemente no lo hace, carece de la dimensión ética que está implícita en la definición clásica de democracia, entroncada con el pensamiento de J.J. Rousseau acerca de la volonté générale.

El mismo Schumpeter definía esta democracia clásica como “aquel sistema institucional de gestación de las decisiones políticas que realiza el bien común, dejando al pueblo decidir por sí mismo las cuestiones en litigio mediante la elección de los individuos que han de congregarse para llevar a cabo su voluntad”.

El autor niega la existencia del bien común, argumentando que son tantos y tan diversos los intereses de las sociedades complejas, que es prácticamente imposible deducir un bien común.

Desde luego, el pensamiento individualista y atomizado de la volición humana supuesto por el economista, conjuga muy bien con la teoría del individualismo metodológico adoptada por la ideología neoliberal.

Así mismo, en esta nueva definición metodológica se encuentran los elementos constitutivos del mercado: la competencia, la mercadería (la oferta política), los vouchers (votos) y los compradores (electores).

A nuestro juicio, la crítica de Schumpeter a la definición clásica relativo a la imposibilidad de definir un bien común, no es aplicable. Negar la existencia de un bien común a un colectivo humano es una perspectiva rayana en el nihilismo. Cuando Rousseau se refería a la voluntad general no estaba hablando del bien común a la totalidad de la sociedad, sino a la gran mayoría del pueblo. Obviamente, no incluía a la nobleza.

Desde luego, existen bases mínimas comunes por las que se puede definir un bien general. Por algo la democracia se trata del mandato de la mayoría, no de la unanimidad de la ciudadanía. En una democracia del tipo mayoritaria, el principio de respeto a las minorías no implica que todo el tiempo se deba transar con la minoría ni que esa minoría tenga derecho a veto permanentemente. Las reglas democráticas del sistema mayoritario establecen que es la voluntad de la mayoría expresada en las urnas la que debe prevalecer. Lo contrario significaría relativizar el valor del voto ciudadano. Para imponer su voluntad, la minoría debe esperar su turno hasta convertirse en mayoría.

Sin embargo, en el caso de nuestro país pareciera que las secuelas de la Dictadura y la transigencia que caracterizó al período de la consolidación democrática, bajo la tutela del ex Dictador primero y luego por la inercia del poder, inclinó a las élites políticas más hacia el acomodo entre ellas y con los poderes fácticos que hacia el mandato ciudadano mayoritario. Algunos autores consideran que esta transacción permanente con el poder minoritario se debe a la “memoria traumática”. Sin embargo, es atendible el argumento de que los altos quórum impuestos por la Constitución de 1980 obligaban continuamente  a transar con la minoría, a lo que se sumaba el efecto del sistema electoral binominal y la institución de los senadores designados y, por último, el Tribunal Constitucional. Instituciones que han actuado como verdaderos cerrojos, favorables al veto de minoría.

Por otra parte, el carácter mercantil de las campañas políticas, en las cuáles poco interesa el contenido de las ofertas programáticas en relación al estímulo majadero y subliminal de la propaganda, empapadas de slogans y de imágenes repetitivas hasta el cansancio ¿Qué otra finalidad tiene la seguidilla de las llamadas palomitas con la misma imagen de un candidato o candidata por cuadras y cuadras? ¿Hay acaso algún aporte?  Ello implica un rol relevante del dinero en la conquista del poder político, ya que las campañas se hacen cada vez más onerosas.

De aquí en adelante, no es difícil imaginar la dependencia mutua que se crea entre los que luchan por acceder al poder político y los poderes económicos que los apoyan. Este quid pro quo: “yo te financio tu llegada y mantención en el poder, y tú legislas o gobiernas cautelando mis intereses”, sería la matriz del fraude, el cohecho y de la corrupción en general.

El elemento competitivo ha sido, con toda seguridad, el incentivo para que los involucrados en métodos ilícitos de financiamiento hayan actuado en consecuencia. “Cuando mi competidor utiliza esos métodos impunemente, si yo no hago lo mismo, pierdo”. Ello explica el carácter transversal de los delitos tributarios ligados a facturas ideológicamente falsas, por ejemplo.

Para cortar de raíz este problema, no es suficiente legislar regulando las actividades de campañas y adjudicando límites de aportes. Siempre habrá una forma de burlar la ley. Si se restringe el financiamiento privado de la política solamente a personas naturales, habría que poner un límite muy bajo, ya que de no ser así, dejaría abierta una ventana para que la intromisión del dinero interesado se ejerza a través de terceros. Nuestra experiencia nos está demostrando que dejar en manos de “una fiscalización rigurosa” el cumplimiento de disposiciones legales, no da los resultados esperados. Sea porque el ente controlador carece de los medios humanos y materiales para ejercer control, sea porque el poder del dinero es capaz de penetrar en todas las esferas.

Aparentemente, la maraña de intereses que se teje alrededor de las platas de campañas, entre ellos los ingresos que obtienen los medios de comunicación, escritos y electrónicos, haría difícil legislar en una dirección restrictiva que efectivamente deje al gran dinero fuera del juego político. Excepcionalmente, la inclusión de foros y debates en los medios electrónicos sería una medida acertada para la información ciudadana. Sin embargo, es necesario suprimir la propaganda pagada, tanto televisiva como radiofónica. Hay varios países que han tomado esta medida, entre ellos el Reino Unido, alejándose así del estilo norteamericano de hacer campañas políticas; modalidad que, de acuerdo a la propia directora de la Comisión Electoral Federal (FCE), es imposible de fiscalizar aplicando la ley.

Una situación ideal, junto con empoderar al Servicio Electoral, sería la de reemplazar las campañas políticas por foros ciudadanos organizados por los partidos políticos y sus candidatos, con el patrocinio del Servel. De manera que la ciudadanía tenga la oportunidad de conocer a sus candidatos y sus programas, hacer preguntas, emitir opiniones. Por lo menos, al prohibir la propaganda callejera y electrónica, la política se transformaría en una actividad de vanguardia en el combate a la contaminación visual y acústica.

La clásica argumentación es ¿Cómo es posible un proceso eleccionario sin que la ciudadanía sea informada a través de las campañas políticas? La contra pregunta sería ¿Acaso las campañas políticas como las conocemos informan al ciudadano?

Mediante la promoción de foros ciudadanos se intentaría reforzar el eje de una genuina representación (participación) de la ciudadanía en la configuración e implementación de las políticas públicas que les son de su interés. Un eje que hasta ahora ha sido soslayado, desarrollándose, en cambio, el otro eje de la poliarquía según Robert A. Dahl, esto es, el eje de liberalización (debate público), el cual ha sido un ámbito casi exclusivo de la élites políticas y los medios de comunicación que controlan. Esta asimetría del régimen poliárquico en Chile puede ser una de las causas de la desafección de la ciudadanía por la política, fenómeno anterior al destape de la corrupción ocurrido en estos meses.

Las propuestas del Consejo Anticorrupción, presidido por el economista Eduardo Engel, cubren con profundidad los temas de prevención de la corrupción, regulación de conflicto de intereses, fiscalización eficaz de los mercados, entre otros tópicos. Destacan entre ellos el financiamiento de los partidos políticos y fortalecimiento de la democracia interna como, así mismo, la regulación de las campañas electorales.

Sin embargo, habría de esperar que los organismos encargados de implementar medidas como las propuestas cuenten con el recurso humano y presupuestario para llevar a cabo sus tareas fiscalizadoras, habida cuenta de que tendrán que operar bajo un sistema jurídico constitucional que privilegia la subsidiaridad del Estado, la competencia política de mercado y la desregulación de la actividad económica privada.

Fuente: Red Seca

[i] En castellano usamos una sola palabra: política, para referirnos al arte y ciencia de gobernar. El idioma inglés matiza y recoge mejor los tres ámbitos que cubren la política, utilizando tres vocablos diferenciados: politics (proceso político), policy (políticas públicas) y polity (institucionalidad).

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