Si hay un espectro que recorre el país este septiembre, este es el del cambio constitucional. Ya sea por un nuevo aniversario de la victoria de la Unidad Popular y de su caída, por la celebración del ‘18’ o por el anuncio de la Presidenta, soplan aires constitucionales. A pesar del ‘realismo sin renuncia’ la cuestión constitucional persiste. ¿Por qué venimos discutiendo sobre su legitimidad, validez o eficacia hace más de 25 años?
¿Cuáles son los problemas constitucionales? Hace unas semanas y en este medio, Eduardo Chía y Flavio Quezada resumían las explicaciones desarrolladas por nuestro constitucionalismo crítico: su origen espurio y déficit de legitimidad, deficiencia democrática en los contenidos y el problema de los cerrojos o trampas.
Revisando el debate constitucional de los ochenta, se manifiesta –una y otra vez– la oposición contenida bajo el lema patrio entre “la razón o la fuerza”. La discusión político-constitucional recurrentemente se construyó bajo tal disyuntiva: o se sigue el camino normativo de la razón, o el camino es el de la violencia, del salto al vacío. No existía un término medio.
Conocemos el desenlace, no es necesario repetirlo, pero sí resumirlo: la razón por la fuerza. La relevancia que tiene la discusión de los ochenta para el debate actual, es que permite entender (en parte) nuestra persistente cuestión constitucional, comprendiendo lo que se ganó y perdió en tal oportunidad.
El marco fundamental de la discusión constitucional se dio en el seminario titulado “Una Salida Político Constitucional para Chile” realizado el 27 y 28 de julio de 1984. En dicho evento se sentaron las bases de lo que fue el histórico ‘Acuerdo Nacional para la Transición a la Democracia’, y constituye el momento histórico donde, a juicio de Otano, comienza la transición a la democracia.
En dicha ocasión, expusieron en torno a la llamada salida jurídico política para Chile, Patricio Aylwin, Carlos Briones, Francisco Bulnes, Pedro Correa, Francisco Cumplido, Sergio Diez, Manuel Sanhueza, Alejandro Silva y Enrique Silva Cimma. El diagnóstico fue casi unánime: de no prosperar la “vía institucional”, estábamos condenados a la violencia, a la anarquía y a la desintegración. Mejor constitución en mano que los militares volando.
Así, por ejemplo, se expresaba la posición del Partido Nacional bajo la voz de Pedro Correa:
“No pueden desconocer los nacionales que de no respetarse la juridicidad vigente estaríamos negando la existencia o vigencia del estado de derecho, y con ellos, implícitamente, estaríamos exponiendo al país a la anarquía”.
En otra intervención, Benjamín Prado señalaba “la proposición de diálogo dada por Cumplido abre un camino que los chilenos debiéramos intentar, porque el otro camino es un camino detrás del cual por desgracia uno ve demasiada incertidumbre, demasiado dolor y probablemente demasiada sangre”.
Por su parte, Sergio Diez, afirma a nombre de un pueblo de Chile, y quizás recordando los consejos de su general “los vencedores no son juzgados por los vencidos”:
“Es indispensable ver que la Constitución de 1980 existe; no se trata de pedirle a nadie de que diga yo estoy de acuerdo con sus disposiciones o con su legitimidad. Hay un hecho que es firme como una columna de concreto, ahí está la Constitución del 80…
El buscar el camino de asambleas constituyentes; el buscar el camino del alejamiento repentino de las Fuerzas Armadas de sus funciones públicas… creo que no es una solución que tranquilice al pueblo de Chile. El pueblo de Chile quiere la democracia, pero no quiere el salto al vacío”.
Pero, para el otro pueblo de Chile, la columna de concreto, esto es, el orden constitucional de Pinochet, solo podía simbolizar una usurpación, un robo. En efecto, el problema central que enfrentaba la disidencia de la época era neutralizar la amenaza del uso de la violencia, resumida elocuentemente en la siguiente intervención:
“Si yo soy asaltado en la calle, a mano armada, y me quitan la cartera y me golpean y me impiden moverme, y me amarran y estoy maniatado y amordazado, yo creo que mi primer interés no es discutir con el asaltante la legitimidad del acto que está ocurriendo, sino que ver de qué modo me deshago de ese riesgo y de ese peligro”, afirmaba Prado, uno de los asistentes.
Por supuesto, asumiendo la condición de víctima de un asalto (a la Moneda) y estando golpeado, maniatado y amordazado (después de años de terrorismo de Estado), no sorprende la conclusión práctica a la que llega Aylwin:
“Ni yo puedo pretender que el general Pinochet reconozca que su Constitución es ilegitima, ni él puede exigirme que yo la reconozca como legítima. La única ventaja que tiene él es que esa Constitución, me guste o no, está rigiendo. Este es un hecho que forma parte de la realidad y que yo acato. ¿Como superar este impasse sin que nadie sufra humillación? Solo hay una manera: eludir deliberadamente el tema de la legitimidad.”
En este punto, ganamos y perdimos. Ese fue el realismo –que pretendió ser sin renuncia- en su versión retro. Desarrollando una teoría legalista que separa la vigencia de la legitimidad constitucional, los demócratas de los ochenta acatan la validez de la Constitución impuesta. Mal que mal, y justificando su acción, nunca tanto como en los ochenta el poder brotaba del fusil.
En un giro probablemente inspirado por la lectura más positivista de sus estudios de Derecho, a Aylwin (y a Silva Cimma y Cumplido) le pareció posible aceptar la eficacia de dicho orden, el hecho de la legalidad. Se convencieron que para gozar de los beneficios del orden legal (estabilidad, orden, predictibilidad), no era necesario distinguir entre si éste era producto de una revolución democrática o de un golpe de estado reaccionario.
Lo fundamental era que el Estado estuviera organizado como estado de derecho, esto es, por la razón. La otra opción, claro, solo podía ser el salto al vacío.
Pero la antípoda construida entre norma y facticidad, entre el derecho y violencia, impide reconocer el carácter coactivo del propio orden jurídico. Este [la constitución de 1980] es un hecho que forma parte de la realidad y que yo acato, afirmaba el ex-presidente. Y junto con él, el derecho se convertía en un orden autónomo que podía ser separado de su origen.
Pero, tal como nos recordaba Cover:
“La interpretación legal tiene lugar en el campo del dolor y la muerte”. En efecto, el asociar irreflexivamente el derecho con la razón, mientras que la fuerza se desplaza a un orden externo, natural y primitivo de violencia y anarquía, si bien pudo ser una estrategia para salir del impasse sin que nadie sufra humillación, nos volvió ciegos al asalto y a la fuerza en que se fundaba el sistema jurídico que hacíamos propio, y que tan lúcidamente refleja un cuadro sobre los pilares del modelo económico y social chileno, y que Tomás Moulian identificara como la “jaula de hierro”, ya en los noventa.
Y ahora, parece que nuestra memoria colectiva (tan moderna) nos vuelve a traicionar, ya que pensamos -otra vez- que estamos frente a la misma disyuntiva de la razón o la fuerza, sin asumir que antes de elegir entre la razón o la fuerza, en los ochenta se impuso la razón por la fuerza.
El drama de todo esto, o la cuestión constitucional, es que bajo la amenaza constante de tener que elegir entre la razón o la fuerza, entre el derecho vigente o la violencia, nos condenamos como pueblo a un estado de persistente inmadurez, ya que si bien hemos acatado, no hemos deliberado acerca de la organización política de nuestra existencia.
La pregunta que debemos tratar de responder es qué (quiénes, cómo y cuándo) nos impide asumir tal desafío hoy. Cuando son otros los tiempos, parece que no tenemos excusa para seguir los dictados de un lema tergiversado: el derecho no siempre invoca a la razón para ejercer la coacción estatal.
Validez no es legitimidad.
Fuente: Red Seca