Con la aparición de Trump y el “trumpismo” en todo el mundo -desde Estados Unidos hasta Brasil e India, Italia y Hungría- la cuestión del neofascismo y antifascismo ha vuelto a ocupar un primer plano.
No solo por el avance – o victorias electorales – de las organizaciones de extrema derecha, sino también por las innegables derivas autoritarias, las aceleradas políticas de destrucción de los derechos de los trabajadores, el auge de los nacionalismos identitarios y los procesos de legitimación del racismo.
1 – Sobre el fascismo
El fascismo se puede definir clásicamente como una ideología, un movimiento y un régimen.
El término fascismo designa un proyecto político para la ‘regeneración’ de una comunidad imaginaria – generalmente llamada patria o nación(1) – que implica una vasta operación de «purificación». Es decir, de la destrucción de todo aquello que, desde el punto de vista fascista, obstaculiza una homogeneidad fantasmagórica que impide una unidad quimérica y despoja una esencia imaginaria, disolviendo una supuesta identidad profunda.
Como movimiento, el fascismo crece y gana simpatizantes al presentarse como una fuerza capaz de desafiar «el sistema» y restablecer la «ley y el orden». En esta dimensión profundamente contradictoria – de una revuelta reaccionaria- realiza una mezcla de falsa subversión y de ultra-conservadurismo, que le permite seducir a estratos sociales cuyas aspiraciones e intereses son fundamentalmente antagónicos.
Cuando el fascismo logra conquistar el poder y convertirse en un régimen (o más precisamente en un estado de excepción), siempre tiende a perpetuar el orden social, a pesar de sus pretensiones «antisistémicas» y, a veces, incluso «revolucionarias».
Esta definición nos permite establecer una continuidad entre el fascismo histórico – el de entreguerras – y lo que aquí llamaremos neofascismo, es decir, el fascismo de nuestro tiempo. Como veremos más adelante, afirmar esta continuidad no implica negar, con ceguera, las diferencias del contexto histórico.
2 – Crisis de hegemonía (1)
Si su ascenso requiere como trasfondo una crisis estructural del capitalismo, la inestabilidad económica, las frustraciones populares, la profundización de los antagonismos sociales (de clase, raza y género) y el pánico identitario.
El fascismo solo aparece en la agenda cuando la crisis política alcanza tal nivel de intensidad que se vuelve insuperable en el marco de las formas establecidas de dominación política, es decir, cuando ya no es posible para la clase dominante garantizar la estabilidad del orden social y político por los medios ordinarios asociados a la democracia liberal o a una simple renovación de las dirigencias políticas.
Esto es lo que Gramsci llamó crisis de hegemonía (o «crisis orgánica») cuyo componente central es la creciente incapacidad de la burguesía para imponer su dominación política mediante la fabricación del consentimiento de la mayoría al “orden de las cosas” y el aumento de la coacción física.
En la medida, que el elemento fundamental que caracteriza esta crisis no es el impulso impetuoso de las luchas populares, y mucho menos un levantamiento dentro del Estado capitalista, este tipo de crisis política no puede caracterizarse como una crisis revolucionaria, aunque sea una crisis de hegemonía, que en determinadas condiciones puede conducir a una situación de tipo revolucionario o pre-revolucionaria.
Esta incapacidad de la burguesía procede, en particular, de un debilitamiento de los vínculos entre representantes y representados, o más precisamente, de las mediaciones entre el poder político y los ciudadanos.
En el caso del neofascismo, este debilitamiento da como resultado el declive de las organizaciones de masas tradicionales (partidos políticos, sindicatos, asociaciones), sin las cuales la ‘sociedad civil’ es poco más que un eslogan electoral que fomenta la atomización de los individuos y los condena a la impotencia, haciéndolos disponibles para nuevos afectos políticos, nuevas formas de alistamiento y nuevos modos de acción.
Este debilitamiento de las organizaciones populares, hace que la formación de milicias fascistas tradicionales sea, en gran medida, superflua e innecesarias para los actuales formaciones neofascistas.
3 – Crisis de hegemonía (2)
En el caso del fascismo de nuestro tiempo (neofascismo), se trata claramente de los efectos acumulativos de las políticas llevadas a cabo desde la década de 1980 en el marco del neoliberalismo.
La respuesta neoliberal que las burguesías occidentales dieron al auge revolucionario del 1968 en adelante, condujo en todas partes – a tasas desiguales según el país – a formas más o menos agudas de crisis política (tasas crecientes de abstención, erosión gradual o colapso repentino de los partidos gobernantes, etc.)creando las condiciones para una posterior dinámica fascista.
Al lanzar una ofensiva contra el movimiento obrero organizado y romper metódicamente los cimientos del «compromiso social de la posguerra”, que dependía de una cierta relación de fuerza entre clases (una burguesía relativamente debilitada y una clase obrera organizada y movilizada), la clase dominante se volvió progresivamente incapaz de construir un bloque social hegemónico.
A esto hay que agregar una fuerte inestabilidad de la economía mundial y las dificultades que enfrentan las economías nacionales, que debilitan profunda y duraderamente el prestigio de las clases dominantes entre sus respectivas poblaciones, y la confianza de estas en el sistema económico.
4 – Crisis de hegemonía (3)
En la medida, que la ofensiva neoliberal ha dificultado la movilización en el lugar de trabajo, (particularmente en forma de la huelga) debilitando a los sindicatos y aumentando la precariedad, esta desafección tiende cada vez más a expresarse en otros lugares y en diferentes formas:
- una abstención electoral creciente en todas partes (aunque a veces menos, cuando una elección está polarizada), alcanzando niveles a menudo nunca antes vistos;
- el declive, gradual o brusco, de muchos de los partidos institucionales dominantes o el surgimiento de nuevos movimientos y figuras como el Tea Party y el Trumpismo, en el Partido Republicano en los Estados Unidos;
- la aparición de movimientos sociales que se desarrollan fuera de los marcos tradicionales, esencialmente fuera del movimiento obrero organizado (lo que no significa que no tengan ningún vínculo con la izquierda política y los sindicatos).
En este último escenario puede llegar a ocurrir qué en algunas naciones los neofascistas logren insertarse en movimientos sociales (Brasil) o generar movilizaciones masivas (India); logrando que sus ideas impregnar ciertos márgenes de influencia en los nuevos movimientos.
Sin embargo, esto generalmente no es suficiente para que las organizaciones neofascistas se conviertan en movimientos de masas, al menos en esta etapa, cuando las luchas extra-parlamentarias tienden más hacia ideas de emancipación social y política (anti-capitalismo, antirracismo, feminismo, etc.).
Pero, aunque estos nuevos movimientos carecen de cohesión estratégica y de un horizonte político común – a veces incluso de demandas unificadas- sus movilizaciones apuntan hacia el objetivo de ruptura con el orden social y la posibilidad de un avance emancipatorio.
En todo caso, el actual orden político está profundamente desestabilizado, sin embargo, en este tipo de situaciones los movimientos fascistas pueden aparecer – para diferentes grupos sociales y por razones contradictorias – como una respuesta básicamente electoral (al menos en esta etapa) al declive de la capacidad hegemónica de las clases dominantes y como una alternativa al juego político tradicional.
5 – Crisis de la alternativa
Contrariamente a la creencia popular (en parte de la izquierda), el fascismo no es solo una respuesta desesperada de la burguesía a una amenaza revolucionaria, sino la expresión de una crisis de alternativa al orden existente y una derrota de las fuerzas contra-hegemónicas.
Si bien es cierto que los fascistas movilizan el miedo a la izquierda y a los movimientos sociales, también colocan en evidencia la incapacidad de la clase explotada (proletariado) y de los grupos oprimidos para constituirse en sujetos políticos revolucionarios y emprender un experimento de socialización o transformación de la sociedad.
En la situación actual, como en el período de entreguerras, afrontar el peligro del fascismo implica no sólo luchas defensivas contra el endurecimiento autoritario, las políticas anti-migratorias, el desarrollo de ideas racistas, etc., sino también, que los sectores subalternos -explotados y oprimidos- logren unirse políticamente en torno a un proyecto de ruptura con el orden social y aprovechen la oportunidad que presenta la crisis de hegemonía.
6 – Los dos momentos de la dinámica fascista
En la primera etapa de su acumulación de fuerzas, el fascismo busca dar un giro subversivo a su propaganda y se presenta como una revuelta contra el orden existente. Actúa desafiando a los representantes políticos tradicionales – tanto de las clases dominantes (la derecha) como de las clases dominadas (la izquierda)- ; todos supuestamente culpables de contribuir a la desintegración demográfica y cultural de la «nación» (concebida de manera fantasmagórica como un esencia más o menos inmutable).
Alegan que la derecha favorece el «globalismo desde arriba» (para usar las palabras de Marine Le Pen) y el de las finanzas «cosmopolitas o apátridas» (con los matices antisemitas que inevitablemente llevan tales expresiones), mientras que la izquierda supuestamente alimenta el “globalismo desde abajo”.
Al hacer de la ‘nación’ la solución a todos los males (crisis económica, desempleo, ‘inseguridad’) el fascismo pretende ser un movimiento ‘antisistémico’ y una ‘tercera vía’: ni derecha ni izquierda, ni capitalismo ni socialismo.
El debilitamiento de la derecha tradicional y de la izquierda institucional dan fuerza al ideal fascista que propugna una disolución de las divisiones políticas y de los antagonismos sociales y da impulso a la idea de una “nación regenerada y políticamente unificada, ideológicamente unánime y étnico-racialmente «purificada» ( lo que se traduce en la práctica con la expulsión de los grupos «inasimilables», «inferiores pero peligrosos»).
En una segunda fase, cuando ha pasado lo que podría llamarse su momento ‘plebeyo’ o ‘antiburgués’ (carácter al que el fascismo nunca renuncia totalmente, al menos en el discurso), los líderes fascistas buscan formar una alianza con representantes de la burguesía, generalmente a través de la mediación de partidos políticos, para sellar su acceso al poder y usar el estado para su propio beneficio (con fines políticos y de enriquecimiento personal), mientras que promete al capital la destrucción de toda oposición.
Nada queda de las pretensiones iniciales de una ‘tercera vía’, ya que lo que propone el fascismo es precisamente hacer funcionar el capitalismo bajo un régimen de control dictatorial.
7 – El fascismo y la crisis de las relaciones de opresión
La crisis del orden social también se presenta como una crisis de las relaciones de opresión, una dimensión particularmente aguda en el caso del fascismo contemporáneo (neofascismo).
Con el crecimiento a nivel global de los movimientos feministas, antirraciales y LGBTQI la perpetuación de la dominación blanca y la opresión de las mujeres y de las minorías de género son vistas como un peligro vital para los sectores conservadores de la población.
Al organizarse colectivamente, al rebelarse contra el orden racista y hetero-patriarcal, al hablar con voz propia, los no blancos, las mujeres y las minorías de género se constituyen cada vez más como sujetos políticos autónomos (lo que de ninguna manera evita sus divisiones, especialmente si falta una fuerza política capaz de crear una alternativa).
Este proceso suscita inevitablemente una reacción racista y machista, que toman diversas formas y direcciones pero que encuentran su plena coherencia política en el proyecto fascista. Este proyecto combina la representación delirante de las relaciones de dominación como el deseo de los opresores de mantener su dominio a cualquier precio (respaldadas por diversas mitologías; “el poder judío”, “el gran reemplazo”, “el racismo anti-blanco”, “la feminización de la sociedad’, etc.).
Si bien los extremistas de extrema derecha se oponen en todas partes a los movimientos feministas y nunca rompen con una concepción esencialista de los roles de género, ocasionalmente pueden adoptar, según sus necesidades políticas, una retórica de defensa de los derechos de las mujeres y de las minorías sexuales.
Incluso, pueden llegar a atenuar algunas de sus posiciones tradicionales (prohibición del aborto, criminalización de la homosexualidad, etc.), para enriquecer la gama de su discurso nacionalista con nuevos tonos: de esta manera, «extranjeros» y / o “musulmanes” son responsables de la violencia sufrida por mujeres y homosexuales. El llamado femonacionalismo y el homonacionalismo hacen posible dirigirse a nuevos segmentos del electorado, ganar respetabilidad política y, de paso, desviar cualquier crítica sistémica al patriarcado.
8 – Fascismo, naturaleza y crisis medioambiental
La crisis del orden existente no es simplemente económica, social y política, toma también la forma de una crisis ambiental, particularmente dado el colapso climático en curso.
Actualmente, el neofascismo aparece dividido por los fenómenos mórbidos asociados al capitaloceno. Una gran parte de los movimientos, ideólogos y líderes neofascistas minimizan notablemente el calentamiento global (o lo niegan por completo), abogando por una intensificación del extractivismo (“carbo-fascismo” o “fascismo fósil”).
Por otro lado, algunas corrientes que pueden calificarse de eco-fascistas pretenden ofrecer una respuesta a la crisis ambiental, pero lo que hacen, en realidad, es disfrazar de ‘ecología’ las viejas ideologías reaccionarias de un «orden natural», todavía asociado con ideas de roles y jerarquías tradicionales (como el género) y de comunidades orgánicas cerradas (en nombre de la ‘pureza de raza’ o bajo el pretexto de ‘incompatibilidad de culturas’).
Si bien estos últimos son una minoría en comparación con los primeros – y no constituyen corrientes políticas de masas- es innegable que sus ideas se están desarrollando hasta el punto de permear el sentido común neofascista, de modo que surge una ecología identitaria y las luchas ambientales se convierten en un terreno crucial de lucha por los antifascistas.
Esta división también se refiere a una tensión intrínseca en el fascismo ‘clásico’, entre un hipermodernismo que exalta la industria pesada y la tecnología como indicadores y palancas del poder nacional (económico y militar), y un antimodernismo que idealiza la tierra y la naturaleza como hogar de valores auténticos con los que la nación necesita reconectarse para encontrar su esencia.
9 – Fascismo y orden social
Especialmente cuando el fascismo está emergiendo, quiere aparecer como una alternativa al orden existente (y tiene éxito al menos parcialmente en esto), incluso a veces hablando de una “revolución” nacional y patriótica .
Con esta terminología, el fascismo, no aparece simplemente como una rueda de repuesto para el estado actual de las cosas, sino más bien como el medio para suprimir toda oposición al capitalismo; en otras palabras, una auténtica contrarrevolución racial, patriarcal y ecocida.
A menos que tomemos literalmente – y así validemos – sus afirmaciones de estar del lado de la “gente” o de los “no calificados” y de tener un “programa de transformación social”, o adoptemos una definición puramente formal del concepto «revolución» (reduciéndolo simplemente a un cambio de gobierno y régimen), el fascismo no puede ser descrito de ninguna manera como «revolucionario». Por el contrario, toda su ideología y práctica tiende a la consolidación – través de métodos criminales – de relaciones de explotación y opresión.
En un nivel más profundo, el proyecto fascista consiste en intensificar estas relaciones de tal manera que se produzca un cuerpo social extremadamente jerárquico (en términos de clase y género), normalizado (en término de sexualidad e identidad de género) y homogeneizado (en términos etno-raciales). El encarcelamiento y el crimen masivo no son, por lo tanto, consecuencias involuntarias del fascismo, sino potencialidades inherentes a él.
10 – Fascismo y movimientos sociales
El fascismo, sin embargo, tiene una relación ambivalente con los movimientos sociales. En la medida que su éxito depende de su capacidad para aparecer como una fuerza «antisistémica», no puede contentarse con una oposición frontal a los movimientos de protesta y a la izquierda. Los fascismos tanto «clásicos» como contemporáneos constantemente toman prestada parte de la retórica de estos movimientos para dar forma a una poderosa síntesis política y cultural.
En este sentido emplean tres tácticas básicas:
- La recaptura parcial de elementos de un discurso crítico y programático, pero privados de cualquier dimensión sistémica u objetivo revolucionario. Por ejemplo, el capitalismo no es criticado en sus fundamentos, es decir, un sistema basado en una relación de explotación (capital / trabajo), que presupone la propiedad privada de los medios de producción y la coordinación por parte del mercado, sino sólo en su carácter globalizado o financiarizado (que hace posible jugar con viejos tropos antisemitas del discurso fascista clásico).
Desde este punto de vista, es comprensible que las críticas al libre comercio, y más aún el llamado al ‘proteccionismo’, si no se vinculan coherentemente con el objetivo de una ruptura con el capitalismo, tengan todas las posibilidades de fortalecer ideológicamente a la extrema derecha. - El secuestro de la retórica de la izquierda y de los movimientos sociales para utilizarla como arma contra los «extranjeros e inmigrantes «, es decir, contra las minorías raciales. Ésta es la lógica del femonacionalismo y el homonacionalismo antes mencionados, pero también de la defensa «nacionalista» del secularismo.
Si bien la extrema derecha a lo largo de su historia se ha opuesto al principio del secularismo, así como a los derechos de las mujeres, algunas de sus corrientes (en particular, el liderazgo actual de Marine Le Pen) afirman ahora ser sus mejores defensores, lo que ha significado una redefinición completa del laicismo en un sentido agresivo hacia los musulmanes, incluidas las discriminaciones étnico-raciales y religiosas que se presentan como una defensa de los principios republicanos amenazados por un supuesto ‘separatismo’ o “comunitarismo” musulmán. - La reversión de la crítica feminista o antirracista, por una gran grupo de ideólogos reaccionarios que afirman no solo que el racismo y el sexismo han desaparecido, sino que son las mujeres, los no blancos y el movimiento LGBTQI los que hoy ejercen el dominio sobre hombres, blancos y heterosexuales contradiciendo “el orden natural de las cosas” . Este tipo de discurso es la mejor manera de llamar a una operación supremacista de «reconquista blanca o masculina” sin ser demasiado explícito.
11 – Fascismo y democracia liberal(1).
Los regímenes liberales y fascistas no se diferencian entre sí de la misma manera que actúa la democracia liberal y la dominación. En ambos casos se logra la sumisión de proletarios, mujeres y minorías; en ambos casos se despliegan y perpetúan relaciones entrelazadas de explotación y dominación, junto con toda una serie de formas de violencia estructuralmente asociadas a estas relaciones; en ambos casos se mantiene la dictadura del capital sobre el conjunto de la sociedad.
En realidad, se trata de dos formas distintas de dominación política burguesa, en otras palabras, dos métodos distintos mediante los cuales se somete a los grupos subordinados y se les impide emprender una acción de transformación revolucionaria.
La transición a los métodos fascistas siempre está precedida por el abandono sucesivo de ciertas dimensiones fundamentales de la democracia liberal por parte de la propia clase dominante. Los foros parlamentarios son cada vez más insustanciales y los métodos de gobierno se vuelven cada vez más autoritarios (decretos-leyes, ordenanzas, etc.).
Esta fase de transición de la democracia liberal al fascismo está marcada sobre todo por las restricciones a las libertades de organización, reunión y expresión, y al derecho de huelga, pero también por el desarrollo de la arbitrariedad estatal y la brutalidad policial.
Este endurecimiento autoritario puede producirse sin grandes proclamas, haciendo que el poder político descanse cada vez más en el apoyo y la lealtad de los aparatos represivos del Estado y arrastrando al gobierno a una espiral antidemocrática: patrullaje cada vez más estrecho de los barrios obreros y de inmigrantes; prohibición, prevención o represión dura de manifestaciones; detenciones preventivas y arbitrarias; juicios sumarios de manifestantes y creciente uso de penas de prisión; despidos cada vez más frecuentes de huelguistas; reducción del alcance y posibilidades de la acción sindical, etc.
Afirmar que la oposición entre democracia liberal y fascismo son diversas formas políticas de dominación de la burguesía no significa que el antifascismos y los movimientos sociales deban ser indiferentes al declive de las libertades públicas y los derechos democráticos. Defender estas libertades y derechos no es sembrar la ilusión de un estado o una república concebidos como árbitros neutrales de antagonismos sociales; es defender una de las conquistas de las clases populares en los siglos XIX y XX ; es decir, el derecho de los explotados y oprimidos a organizarse y movilizarse para defender sus condiciones básicas de trabajo y de vida como base indispensable para el desarrollo de una conciencia de clase, feminista y antirracista. Pero también significa afirmar una alternativa a la des-democratización, que es la esencia misma del proyecto neoliberal.
12 – Fascismo y democracia liberal (2)
El fascismo procede aplastando todas las formas de protesta, ya sean revolucionarias o reformistas, radicales o moderadas, globales o parciales. Dondequiera que el fascismo se convierta en la práctica del poder, es decir, en un régimen político, en unos pocos años, o en ocasiones sólo unos meses, queda poco o nada de la izquierda política, del movimiento sindical o de otras formas de organización y resistencia duraderas y cristalizadas.
Mientras que el régimen liberal tiende a engañar a los subordinados co-optando a algunos de sus representantes, incorporando a algunas de sus organizaciones en coaliciones (como socio menor) o mediante negociaciones (el llamado ‘diálogo social’ en el que sindicatos desempeñan el papel de títeres), o incluso integrando algunas de sus demandas, el fascismo aspira a destruir cualquier forma de organización que no sea asimilable al Estado fascista, impidiendo la aspiración de organizarse colectivamente fuera de los marco fascistas. En este sentido, el fascismo se presenta como la «forma política» que pretende una destrucción casi completa de la capacidad de autodefensa de los oprimidos, o su reducción a formas de resistencia molecular, pasiva o clandestina.
Cabe señalar, sin embargo, que en esta obra de destrucción el fascismo no puede asegurar la pasividad de una gran parte del cuerpo social únicamente por medios represivos o discursos dirigidos a tal o cual chivo expiatorio. Solo logra estabilizar su dominio satisfaciendo realmente los intereses materiales inmediatos de ciertos grupos (trabajadores desempleados, autónomos empobrecidos, funcionarios públicos, etc.), o al menos de aquellos que dentro de estos grupos son reconocidos por los fascistas como ‘patriotas o nacionales”
Todo esto ocurre en un contexto de abandono de las clases trabajadoras por parte de la izquierda, hecho que aumenta el poder de atracción del discurso neofascista que promete mantener empleos y beneficios sociales para los «verdaderamente nacionales»
13 – Fascismo, ‘pueblo’ y acción de masas
Si el fascismo a veces se describe falsamente como «revolucionario» o pone en acción a “las masas» (en una analogía superficial con el movimiento obrero), es porque ha corrompido los términos «gente» y «acción».
El “pueblo” – tal como entienden los fascistas el término – no designa ni a un grupo que comparte ciertas condiciones de existencia, ni a una comunidad política que incluya a todos por una voluntad común de pertenencia, sino una comunidad etno-racial fijada de una vez por todas, que agrupa “a los que son realmente de aquí” (pertenencia a un pueblo imaginario pseudobiológico o pseudocultural).
Esto equivale básicamente a un cuerpo social que debe enfrentar supuestos enemigos (los extranjeros e inmigrantes) y lo traidores ( la izquierda) que ha se ha pasado del lado del «partido de los antipatriotas».
En cuanto a la propia acción fascista, esta oscila entre expediciones punitivas lideradas por escuadrones armados (bandas extra-estatales o sectores del aparato represivo estatal que se han autónomonizados o están en proceso de hacerlo), marchas de estilo militar y plebiscitos electorales.
El primero de ellos, como en Grecia con Amanecer Dorado, ataca las luchas sociales y más generalmente a los oprimidos (trabajadores en huelga, minorías étnico-raciales, mujeres en lucha, etc.), con el fin de desmoralizar a sus adversarios y despejar el terreno para la implantación fascista.
El segundo apunta a producir un efecto masivo simbólico y psicológico, para movilizar afectos a favor del líder, del movimiento o del régimen y,
el tercero apunta a hacer que un grupo de individuos atomizados acepten pasivamente la voluntad del líder o del movimiento.
Si el fascismo tiene atractivo masivo, no es de ninguna manera favoreciendo, por ejemplo, formas de democracia directa donde la gente discute y actúa colectivamente, sino consiguiendo el apoyo a los líderes fascistas y dando un argumento de peso en las negociaciones que realiza con la burguesía para acceder al poder.
La participación popular en los movimientos fascistas, y más aún bajo un régimen fascista, está ordenada en su mayor parte desde arriba, tanto en sus objetivos como en sus formas, y presupone la obediencia hacia aquellos elegidos por la naturaleza para mandar.
Sin embargo, se pueden encontrar formas de movilización desde abajo en el momento inicial del fascismo por parte de las ramas plebeyas del fascismo que aportan sus tropas de choque y se toman en serio sus promesas antiburguesas y pseudoanticapitalistas.
Sin embargo, cuando la crisis política se profundiza y se sella la alianza de los fascistas con la burguesía, surgen inevitablemente tensiones entre estas ramas y la dirección del movimiento fascista. Estos últimos entonces inevitablemente buscan deshacerse del liderazgo de las milicias,(4) o las integran en el estado fascista en construcción.
En realidad, el fascismo nunca ha ofrecido a las masas nada en términos de acción, sino la alternativa entre la aquiescencia, ruidosa o pasiva, a los deseos de los líderes fascistas, o del “manganello” (5). Es decir, represión que, en los regímenes fascistas, a menudo llega hasta la tortura y el asesinato, incluso contra algunos de sus más fervientes partidarios.
14 – Una contrarrevolución póstuma y preventiva
El fascismo constituye una contrarrevolución «póstuma y preventiva».(6) Póstuma en el sentido que se nutre del fracaso de la izquierda política y de los movimientos sociales que han sido incapaces de elevarse al nivel de la situación histórica y establecerse como una solución a la crisis política emprendiendo una experiencia de transformación revolucionaria.
Preventiva porque apunta a destruir de antemano todo lo que pueda alimentar y preparar una futura experiencia transformadora: no solo de organizaciones explícitamente revolucionarias sino también de la resistencia sindical, los movimientos antirracistas, feministas, LGBTQI, espacios autogestionados, periodismo independiente, etc. ., en otras palabras, las más mínimas formas de impugnación del orden de las cosas.
15 – Fascismo, neofascismo y violencia
Es innegable que la violencia extra-estatal, en forma de organizaciones paramilitares, ha jugado un papel importante (aunque probablemente sobreestimado) en el surgimiento de los fascistas, elemento que los distingue de otros movimientos reaccionarios que no buscan organizar a las masas de manera militar.
Sin embargo, al menos en esta etapa, la gran mayoría de los movimientos neofascistas no se construyen sobre la base de milicias de masas y no tienen milicias (con la excepción del BJP indio y, en menor grado, el Jobbik húngaro y la Golden Dawn en Grecia).
Se pueden plantear varias hipótesis para explicar por qué los neofascistas no pueden o no aspiran a construir tales milicias:
- la deslegitimación de la violencia política, especialmente en las sociedades occidentales, que condenaría a los partidos políticos con estructuras paramilitares a la marginalidad electoral;
- la ausencia de una experiencia equivalente a la de la Primera Guerra Mundial en términos de brutalización de poblaciones, es decir, habituación al ejercicio de la violencia, que proporcionaría a los fascistas masas de hombres dispuestos a alistarse y ejercer la violencia en el marco de las milicias fascistas armadas ;
- El debilitamiento de los movimientos obreros en su capacidad de estructurar y organizar las clases populares, en los sindicatos y políticamente, lo que significa que los fascistas de nuestro tiempo ya no tienen un adversario real frente a ellos, al que imperativamente tendrían que destruir por la fuerza para imponerse, y que requerirían equiparse con un aparato de violencia masiva;
- el hecho de que los Estados son hoy mucho más poderosos y tienen a su disposición instrumentos de vigilancia y represión de una sofisticación desproporcionada con la del período de entreguerras.Por tanto, los fascistas de nuestro tiempo sienten que esa violencia estatal es suficiente para aniquilar todas las formas de oposición, físicamente si es necesario;
- finalmente, la necesidad estratégica de los neofascistas de distinguirse de las formas más visibles de continuidad con el fascismo histórico, y especialmente de la violencia extraestatal. En este sentido, conviene recordar que partidos como el FN en Francia o el FPÖ austríaco fueron creados sobre la base de estrategias de «respetabilización» implementadas por notorios fascistas, que habían colaborado activamente con la dominación nazi durante la Segunda Guerra Mundial.
Estas hipótesis permiten concluir que la formación de milicias de masas se hizo necesaria y posible, para los movimientos fascistas, en el contexto muy particular del período de entreguerras. Pero ni la constitución de bandas armadas, ni siquiera el uso de la violencia política, es el sello distintivo del fascismo, ni como movimiento ni como régimen.
Si bien estos estaban presentes en el centro del fascismo histórico, otros movimientos y regímenes que no pertenecían a la constelación de los fascismos también recurrieron a la violencia para ganar o mantener el poder (Esta afirmación no incluye de ninguna manera al uso legítimo de la violencia política por parte de los movimientos de liberación).
Las milicias extraestatales del fascismo clásico, son de hecho, un elemento subordinado a la estrategia de las direcciones fascistas, que las utilizan tácticamente de acuerdo con las demandas impuestas por el desarrollo de sus organizaciones y la conquista legal de poder político en el período de entreguerras.
En realidad la fuerza de los movimientos fascistas o neofascistas se debe medir por su capacidad para manejar -dependiendo de la coyuntura histórica- de tácticas legales y violentas, o de «guerra de posición» como de «guerra de movimiento» (para usar las categorías de Gramsci).
16 – El fascismo y el proceso de implantación del fascismo.
La victoria del fascismo es el producto conjunto de una radicalización de sectores importantes de la clase dominante (por temor a que la situación política se les escape de control) y de un atrincheramiento social del movimiento, las ideas y los afectos fascistas.
Contrariamente a la idea común, que pretende absolver a las clases dominantes y a las democracias liberales de sus responsabilidades en el ascenso al poder de los fascistas, los movimientos fascistas no conquistan el poder político mediante una acción puramente externa, como una fuerza armada que se apodera de una ciudadela.
Si en general logran obtener el poder por medios legales (lo que no significa sin derramamiento de sangre) es porque esta conquista está preparada para un período histórico que se puede llamar fascistización de la sociedad.
Sólo a través de este proceso puede imponerse el fascismo de masas (hoy obviamente, sin decir su nombre, y disfrazando su proyecto, dado el oprobio universal que ha rodeado las palabras ‘fascismo’ y ‘fascista’ desde 1945). Es, entonces, cuando puede pasar de ser esencialmente un movimiento pequeño burgués a un verdadero movimiento de masas, interclasista, aunque su corazón sociológico sigue siendo la pequeña burguesía: autónomos, profesiones liberales, mandos medio.
17 – Las formas de imposición del fascismo
El fascismo se expresa de muchas maneras, a través de una amplia variedad de «síntomas mórbidos» (nuevamente usando la expresión de Gramsci), pero no obstante, se pueden destacar dos vectores principales: el endurecimiento autoritario del Estado y el aumento del racismo.
Si bien lo primero se expresa principalmente a través de los aparatos represivos del Estado (los sindicatos policiales son habitualmente un actor específico de este proceso), no debemos olvidar la responsabilidad primordial de los líderes políticos del “extremo centro”.
Y, si la violencia policial forma parte de la larga historia del Estado capitalista y de la policía (que acoge generalmente a los elementos más racistas y autoritarios), es la crisis de hegemonía, es decir, el debilitamiento político de la burguesía, lo que hace que su policía aumente su fuerza y su autonomía.(7) (En la práctica los Ministros del Interior ya no dirigen o controlan a la policía, sino se limitan a defenderla a toda costa aumentando sus recursos y miembros).
El auge del racismo es también una la larga historia del estado capitalista , particularmente en el caso de las antiguas potencias imperiales que siguen cultivando la opresión colonial y racial en sus concepciones políticas.
Ante una crisis de hegemonía, la extrema derecha y sectores de la derecha tradicionales (entendiendo que estas fuerzas representan fracciones de clase distintas) tienden a solidificar un “bloque blanco” bajo la hegemonía burguesa, capaz de establecer una forma de compromiso social sobre una base étnico-racial a través de una política de expulsión sistemática de las personas no blancas: en otras palabras, de preferencia racial.
Al señalar constantemente el peligro que representan los migrantes y los musulmanes tanto para el orden público como para la integridad cultural de la ‘nación’, estas fuerzas justifican la licencia otorgada a la policía en los distritos de inmigrantes, el aumento de la represión de los movimientos sociales, en una palabra, el autoritarismo estatal.
Podemos señalar aquí lo que Aimé Césaire denominó una «ensauvagement» de la clase dominante, visible sobre todo a través de prácticas y mecanismos de represión dirigidos primero a las minorías étnico-raciales y luego a las movilizaciones sociales ( chalecos amarillos , sindicalistas, antirracistas, antifascistas, ecologistas, etc.).
Sin embargo, este ensauvagement también es cada vez más común en forma de declaraciones públicas de ideólogos que piden el uso de armas letales contra las movilizaciones sociales y los distritos de inmigrantes, apoyados por una islamofobia mediática y editorial de una industria de las comunicaciones floreciente.
18 – Qué significa la fascistización del estado
La fascistización del Estado no debe, por tanto, en ningún caso reducirse (especialmente en la primera fase, antes de que los fascistas conquistan el poder político) a la integración o ascenso de elementos fascistas reconocibles en el aparato de la ley y el orden (policía, ejército, justicia, prisiones).
Funciona, más bien, como una dialéctica entre las transformaciones endógenas de estos aparatos, como resultado de las decisiones políticas tomadas por los partidos burgueses durante casi tres décadas (todas orientadas hacia la construcción de un ‘estado penal’ sobre las cenizas del ‘estado social’, para usar las categorías del sociólogo Loïc Wacquant), y el poder político – principalmente electoral e ideológico en esta etapa – de la extrema derecha organizada.
En pocas palabras, la fascistización de la policía no se expresa principalmente por la presencia de militantes fascistas entre ellos (o del hecho de que la policía vote masivamente por la extrema derecha en Francia y en otros lugares), sino por su refuerzo y empoderamiento en aquellos sectores asignados a las tareas más brutales del mantenimiento del orden. En otras palabras, la policía se está emancipando cada vez más del Estado y la ley (es decir, de cualquier forma de control externo, por no hablar de un inexistente control popular).
Así que la policía no es fascista en su funcionamiento porque gradualmente está siendo subvertida por organizaciones fascistas. Por el contrario, es porque todo el funcionamiento de la policía está siendo fascistizado (en grados desiguales) que es tan fácil para la extrema derecha difundir sus ideas y establecerse dentro de ellas.
Esto es particularmente visible en los últimos años en Francia donde se ha producido un crecimiento del sindicato de policías directamente vinculado a la extrema derecha organizada. Se trata más bien de un doble proceso: el surgimiento de movilizaciones provenientes de la base (pero blindadas desde arriba, en el sentido de que no han sido objeto de ninguna sanción) y de la radicalización de derecha de los principales sindicatos policiales (Alliance y Unité SGP Police-FO).
19 – Un proceso contradictorio e inestable
En la medida que se deriva a una crisis de hegemonía y al endurecimiento de los enfrentamientos sociales, el proceso de fascistización se muestra eminentemente contradictorio y, por tanto, muy inestable. De ninguna manera existe un camino real para el movimiento fascista.
En efecto, la clase dominante puede lograr, en determinadas circunstancias históricas, que surjan nuevos representantes políticos, que integren determinadas demandas provenientes de los oprimidos y así construir las condiciones de un nuevo compromiso social que le permita no tener que ceder el poder político a los fascistas para mantener su poder económico (8).
No obstante, es poco probable en el actual contexto que las clases dominantes se vean inducidas a aceptar nuevos compromisos sociales sin una secuencia de luchas de alta intensidad que impongan un nuevo equilibrio de poder.
El proceso fascista no conduce necesariamente al fascismo porque depende, en última instancia, de la capacidad (o de la impotencia) de las clases subalternas para ocupar con éxito todos los terrenos de la lucha política, para constituirse en sujetos políticos autónomos e imponer una alternativa revolucionaria.
20 – Tras una victoria electoral de los fascistas: tres escenarios
Si la conquista del poder político por parte de los fascistas – y repetimos, generalmente por medios legales – constituye una victoria crucial para ellos, este no es el final de la historia. A raíz de esta victoria se abre necesariamente un período de lucha que, depende del equilibrio político y social del poder, de las luchas libradas o no, de las victorias o derrotas.
Estos factores pueden desembocar en alguno de los siguientes desenlaces :
1) la construcción de una dictadura de tipo fascista o militar-policial (cuando los movimientos populares sufren una derrota histórica y la burguesía está políticamente demasiado debilitada o dividida);
2) la normalización burguesa (cuando el movimiento fascista es demasiado débil para construir un poder político alternativo y hay una respuesta popular que es fuerte pero no suficiente para ir más allá de una victoria defensiva);
3) de una secuencia revolucionaria (cuando el movimiento popular es lo suficientemente fuerte como para unir las principales fuerzas sociales y políticas a su alrededor y participar en un enfrentamiento con las fuerzas burguesas y el movimiento fascista).
21 – El antifascismo hoy (1)
Si el antifascismo aparece inicial y necesariamente como una reacción al desarrollo del fascismo, por tanto como acción defensiva o de autodefensa (obrera, antirracista, feminista), este movimiento no puede reducirse al combate cuerpo a cuerpo con grupos fascistas; tanto menos cuanto las tácticas de construir movimientos fascistas en nuestro tiempo dan menos espacio para la violencia masiva – excepto quizás en la India como se mencionó anteriormente – que en el caso del fascismo «clásico».
El antifascismo hace de la lucha política contra los movimientos de extrema derecha un eje central de su lucha, pero también debe fijarse la tarea de promover la acción común de los oprimidos y detener el proceso de fascistización, es decir, socavar lo político y las condiciones ideológicas en las que los movimientos fascistas pueden florecer, echar raíces y crecer, y romper todo lo que promueve la propagación del veneno fascista en el cuerpo social.
Ahora bien, si se toma en serio esta doble tarea del antifascismo, hay que concebirla no solo como una lucha contra la extrema derecha organizada, librada independientemente de otras luchas (sindical, anticapitalista, feminista, antirracista, ecológica, etc. ), sino como complemento defensivo de la lucha por la emancipación social y política.
22 – Sobre el antifascismo hoy (2)
Evidentemente, no se trata de condicionar la constitución de un frente antifascista a la adhesión a un programa político completo y preciso; esto en realidad significaría renunciar a cualquier perspectiva unitaria, ya que entonces se trataría de que cada fuerza imponga su propio proyecto político y estratégico a las demás.
Sin lugar a dudas es imprudente exigir a quienes aspiran a luchar contra el fascismo presenten pruebas de militancia revolucionaria. El antifascismo no puede tener como única brújula la oposición a las organizaciones de extrema derecha si realmente aspira a hacer retroceder a estas organizaciones y a las ideas y afectos fascistas que se extienden y arraigan mucho más allá de ellas.
Este es un asunto complejo, ya que no basta con que el antifascismo afirme su feminismo o antirracismo, critique el neoliberalismo o proclame la defensa del «secularismo», para hacer patente el carácter reaccionario del neofascismo.
Hoy hay que considerar el hecho la extrema derecha pretende apoderarse, al menos en parte, del discurso antineoliberal, adoptando una retórica de defensa de los derechos de las mujeres, utilizando un pseudo-antirracismo para defender a los “blancos” y pretendiendo erigirse como protectora del secularismo.
Entonces, ante este hipócrita discurso, el antifascismo no puede satisfacerse con fórmulas vagas. Es imperativo que especifique el contenido político de su feminismo y antirracismo, y explique lo que quiere decir con ‘laicismo’, de lo contrario dejará puntos ciegos que los neofascistas podrán ocupar indefectiblemente (‘femonacionalismo’ ‘racismo anti-blanco’ o falsificación del secularismo).
Si los antifascistas no dan esta lucha ideológica correrán el riesgo de seguir los pasos de los neoliberales, que tienen su propio ‘feminismo’ (el del 1 por ciento), y su ‘antirracismo moral ‘, generalmente en forma de llamado a la tolerancia mutua.
Asimismo, el antifascismo debe concretar el horizonte político de su oposición al neoliberalismo o de su crítica a la Unión Europea, que no puede ser la de un ‘buen’ capitalismo nacional debidamente regulado.
Además, en los últimos años se han puesto de manifiesto la necesidad que el antifascismo se involucre de lleno en la batalla política contra el empuje autoritario, que es necesariamente unitario.
Esta unidad se debe forjar contra la represión que el estado libra contra miles de musulmanes, arrastrados por el barro, registrados, vigilados, discriminados, desacreditados, encarcelados por ser enemigos de la «nación», y una represión que tambien se extiende contra los habitantes de los barrios obreros, contra los inmigrantes, contra las movilizaciones sociales que son cada vez más reprimidas por la policía y el poder judicial (movimiento contra la legislación laboral francesa, chalecos amarillos , etc.).
Hoy el desafío para el antifascismo no es simplemente forjar alianzas con activistas de otras causas, sino redefinir y enriquecer el antifascismo desde las perspectivas que emergen dentro del ámbito sindical, anticapitalista, antirracista, de las luchas feministas o ecológicas. Sólo si se actúa políticamente de esta manera el antifascismo podrá renovarse y progresar, no como una lucha sectorial, no como un método de lucha particular, no como una ideología abstracta, sino como un sentido común que impregna e involucra a todos los movimientos que luchan por la emancipación.
(*) Sociólogo, Universidad de Lille
Notas
- La civilización – ‘blanca’ o ‘europea’ – también puede desempeñar este papel, al igual que la raza (‘aria’ en la ideología nazi), incluso si esta última se ha vuelto políticamente insostenible a gran escala por el genocidio de los judíos de Europa.
2.Una categoría eminentemente ampliable ya que incluye a todos aquellos que, tengan o no la nacionalidad del país en cuestión, no se consideran auténticos nativos (en el caso de Francia los llamados ‘franceses indígenas’, ‘verdaderos franceses’, etc. .). Desde este punto de vista, un inmigrante europeo reciente – ya sea naturalizado o no – es visto por la extrema derecha como menos extranjero, al menos si es blanco y de cultura cristiana, que un individuo nacido francés en Francia de padres que eran ellos mismos nacieron en Francia pero cuyos abuelos vinieron, por ejemplo, de Argelia o Senegal. - Por ejemplo, en el caso francés contemporáneo, las ‘brigadas anti-criminalidad’.
- En este sentido, relea The Resistible Rise of Arturo Ui de Bertolt Brecht.
5.El nombre del club con el que los fascistas italianos golpean a los militantes de la clase trabajadora oa cualquier otra persona que se les oponga. El manganello y su uso fueron objeto de una especie de culto en la Italia fascista. - Aquí retomamos la fórmula de Angelo Tasca en su libro clásico The Rise of Italian Fascism, 1918-1922.
- Esto les permite, en el caso francés, atacar directamente a las fuerzas políticas (por ejemplo, una manifestación de los sindicatos policiales frente a la sede de la principal organización de izquierda La France Insoumise), y manifestarse sin autorización, a menudo encapuchados, con armas y autos de servicio, sin riesgo de sanción administrativa o judicial alguna.
- Por ejemplo, el caso de Roosevelt y el New Deal en los Estados Unidos en la década de 1930, que realmente no logró superar la crisis del capitalismo estadounidense (eso no fue hasta la guerra), pero suspendió la crisis política.