En el prólogo a la primera edición de El Capital, Marx nos dice que en su análisis de las relaciones sociales capitalistas el lugar del microscopio y de los reactivos químicos lo ocupa la facultad de abstraer (Marx 1998: 6). Es esa la forma en que obtiene el trabajo abstracto. Una vez que ha sido dejado de lado el valor de uso, y con él el trabajo útil que lo produce, sólo resta como residuo una mera gelatina de trabajo humano. Pero esa abstracción mental no es otra cosa que la reproducción conceptual del proceso de abstracción real.
Los hombres, en el acto del intercambio, una y otra vez aíslan el carácter humano indiferenciado de su trabajo y lo objetivan, como cuota del trabajo social total, en la figura autonomizada de valor: el dinero. Bajo esta forma el valor adquiere una existencia independiente que se enfrenta al valor de uso. Una vez que esta escisión es fijada por la costumbre la propia actividad productora del hombre se divide en actividad laboral orientada a un fin determinado, trabajo concreto, y actividad creadora de valor, trabajo abstracto. Pero ello sólo sucede de modo general en las sociedades capitalistas.
La condición social e histórica para que los productos del trabajo tomen generalizadamente la forma de mercancías es la separación del productor directo de los medios de producción. Dicha separación es un acontecimiento histórico, pero, además, ella, por sí sola, no transforma mecánicamente al trabajo en trabajo asalariado y a los medios de producción en capital. Sin embargo, hasta aquí debemos considerar con Marx a este proceso histórico como dado.
Y en la medida que ello es así ese aspecto de la persona que es la capacidad de trabajar cobra la forma de cosa propiedad del obrero. Cosa que el trabajador debe vender al capitalista so pena de morir de hambre. Pero aquí el proceso de abstracción encuentra un límite. La fuerza de trabajo, en tanto cosa que el capitalista compra al obrero, no puede ser completamente separada de su poseedor.
La subsunción creciente del trabajo en el capital abstrae progresivamente las capacidades del obrero individual en la máquina. Pero una y otra vez el trabajo se yergue frente al capital como factor subjetivo del proceso de trabajo, como “fuerza de trabajo que se pone en movimiento a sí misma, obrero” (Marx 1998: 215). Por lo tanto, el uso de la fuerza de trabajo por parte del capitalista está mediado por la voluntad del obrero. La compulsión económica que obliga al obrero liberado de los medios de producción a vender su fuerza de trabajo no es suficiente para asegurarle al capitalista el control sobre la mercancía que ha comprado. La coerción extraeconómica resulta, entonces, un momento interno y necesario de la explotación capitalista.
Un aspecto de dicha coerción constituye a esta altura del “proceso de civilización” un fundamento histórico.3
La voluntad de obediencia a las autoridades instituidas y hacia las normas socialmente convenidas y legalmente estatuidas, la aptitud racional – instrumental para insertarse de modo útil en las instituciones sociales, son motivos internalizados de la acción individual para la mayoría de las personas en la mayoría de las sociedades capitalistas.
La actitud ante las exigencias de la producción capitalista como si fueran leyes naturales de la producción se sostiene en este sustrato. Que fue un doloroso producto histórico de la violencia material no sólo surge de documentos del pasado, sino que lo atestiguan aquellas sociedades actuales en las que los procesos de socialización capitalista de los individuos son sólo realizaciones parciales 4 o aquellos espacios sociales, aun en las naciones capitalistas centrales, donde ella fracasa. Pero en la mayor parte de las sociedades capitalistas su actualización requiere sólo de un mínimo de vigilancia y sanción.
Otro aspecto de la coerción necesaria sobre los trabajadores para la explotación de la fuerza de trabajo es ejercido por los mismos capitalistas o sus cuerpos administrativos. El capital productivo sólo existe como tal si es poder de mando sobre el trabajo. Los reglamentos internos de trabajo con sus sistemas de vigilancia y sanción reflejan un poder privado del capital sobre el trabajo que Marx describe como despótico. La organización del proceso laboral constituye un sistema de control patronal sobre la fuerza de trabajo (Braverman 1980, Aglieta 1986, Coriat 1994 y 1995). Este ejercicio del poder privado de los capitalistas individuales es, sin embargo, limitado en dos sentidos.
En primer lugar, el capitalista individual no puede ejercer violencia material sobre el obrero sin suprimir con ello el carácter libre del vendedor de la fuerza de trabajo y la naturaleza voluntaria del acto de su compra – venta. La constitución de trabajadores y capitalistas, en tanto sujetos de la relación de intercambio mercantil, como individuos propietarios libres e iguales supone una doble restricción para el ejercicio de la dominación sustentada en la violencia material.
Por un lado, el ejercicio de una voluntad libre, sólo determinada por la persecución del propio interés, de individuos formalmente iguales requiere que el ejercicio de la violencia material sea separado de las relaciones económicas libremente contraídas, es decir, las relaciones económicas deben ser relaciones desarmadas. De lo contrario, sería la fuerza material la que determinaría los resultados de los intercambios y no la decisión racional de los individuos.
Esto supone como contrapartida la constitución de un aparato separado de ejercicio de la violencia material. Por otro lado, para que las relaciones entre propietarios privados independientes se desarrollen libres de coerción y estos puedan perseguir libremente su interés individual los intercambios libremente contraídos deben ponerse a salvo del aparato centralizado de ejercicio de la violencia material. Ambas restricciones al ejercicio de la violencia material, como momento interno y necesario de la explotación capitalista, suponen la necesidad de separación de lo económico y lo político (Hirsch 1978, Gerstenberger 2007, Pashukanis 1976).
Su núcleo es la separación entre una coerción desarmada (compulsión económica para la venta de la fuerza de trabajo en el mercado) y una coerción armada (bajo la forma particularizada de estado), separación de dos momentos internos y necesarios de una misma relación de explotación. Ambas coerciones toman la apariencia objetiva de libertad e igualdad. Desarrollaremos este punto más abajo en esta misma sección.
Pero, en segundo lugar, el poder privado de mando de los capitales individuales en su función de dirección del proceso de trabajo, es limitado en cuanto al alcance de la subordinación del trabajo. En las relaciones feudales de producción el dominio o el señorío constituían unidades de reproducción social. Como señala Gerstenberger, la sociedad en sentido estricto no existía (Gerstenberger 2007). En el capitalismo la empresa no es la unidad de reproducción social, ya que la producción desarrollada de manera privada es socialmente mediada por el proceso de circulación, de modo tal que la reproducción del capital global constituye la unidad de ambos momentos.
Esto supone que el carácter social de la dominación del capital sobre el trabajo debe existir fuera y sobre los comandos privados de los muchos capitales (Hisch 1978, Pashukanis 1976). Como señala Bonnet: “El estado sigue siendo ese capitalista colectivo en idea respecto de un capital social total que existe como diversos capitales individuales en competencia, pero en antagonismo a su vez con el trabajo social total -que ciertamente existe por su parte como trabajadores individuales en competencia. En pocas palabras: no podemos conceptualizar el estado capitalista atendiendo exclusivamente a su relación con el capital, si no atendemos previamente a la relación de ese capital con el trabajo.” (Bonnet 2009: 9)
Podemos retornar ahora a la pregunta de Pashukanis.5
La coerción material como momento interno y necesario de la explotación capitalista es abstraída de la relación de producción stricto sensu y objetivada en la forma particularizada de estado debido al carácter de individuos libres formalmente iguales asumido por capitalistas y trabajadores en las relaciones generalizadas de intercambio. Esta tiene su fundamento en la separación de los productores directos respecto de los medios de producción, como señalara Joachim Hirsch (Hirsch 1978, Holloway 1978, Holloway 1994).
A su vez, la fragmentación de la dominación de los capitalistas sobre los trabajadores en diversos comandos privados supone que el carácter social de la dominación como dominación de clase deba tomar una forma autónoma, única en la que un interés de clase dominante puede existir. Pero, nuevamente, dada la constitución de capitalistas y obreros como individuos libres e iguales en el mercado, dicho interés de clase no puede expresarse como tal sino que debe objetivarse como interés social.
Por la misma razón, todo interés existe a priori como interés privado y debe validarse como interés social en la esfera estatal. Es decir, la separación entre lo económico y lo político instituye también la de estado, como condensación del interés general, y sociedad civil, como esfera de los intereses particulares. Al igual que los trabajos privados sólo se validan como partes del trabajo social en su relación con la figura autonomizada del valor, el dinero, los intereses privados solo se validan como intereses generales por su relación con la figura autonomizada de lo social, el estado:
“Cada interés común (gemeinsame) se desglosaba inmediatamente de la sociedad, se contraponía a ésta como interés superior, general (allgemeines), se sustraía a la propia iniciativa de los individuos de la sociedad y se convertía en objeto de la actividad del Gobierno” (Marx 1979b: 346).
Lo dicho significa que la contradicción entre el contenido de dominación de la relación de capital y su apariencia objetiva de igualdad y libertad en las relaciones de mercado se duplica en la separación entre lo económico y lo político.6
A nivel económico, donde capitalistas y obreros se relacionan como individuos, la compulsión a la venta de la fuerza de trabajo producto de la separación del productor directo respecto de los medios de producción se trasmuta en libertad económica individual del propietario de fuerza de trabajo. Esta ilusión es reforzada por la apariencia de que el salario paga el trabajo, que fundamenta la idea de que los ingresos de las diferentes clases poseen fuentes independientes.
A nivel político, la coerción material necesaria para explotar una fuerza de trabajo inseparable de sus poseedores y el carácter social – en oposición a las relaciones individuales y privadas del mercado – de la dominación de clase sobre el trabajo, se transmutan en poder social impersonal y objetivo, sujeto a leyes frente a las cuales todos los hombres son iguales, como veremos enseguida.
Una vez fijada dicha separación la propia actividad de los individuos se escinde en actividad económica y actividad política, entre actividad orientada al interés privado de obreros y capitalistas y actividad orientada al interés público de ciudadanos. Ambas se refuerzan mutuamente. En tanto ciudadanos se constituyen en individuos libres con derecho reconocido y protegido por el estado para firmar contratos. Al mismo tiempo, la ciudadanía encuentra su fundamento en una economía de mercado libre, compuesta de propietarios privados mutuamente independientes. La ideología liberal que asocia democracia y mercado tiene, por lo tanto, un cierto asidero real.7
La forma de relación mercantil entre obreros y capitalistas y las figuras del hombre y el ciudadano con sus derechos abstractos tienen efectos necesarios sobre la estructura del aparato de estado, es decir, sobre la institucionalización de la forma política del capital (Hirsch 2005, Hirsch y Kannankulam 2011). La estructura del estado debe reproducir el carácter abstracto e impersonal de estas relaciones.
Pashukanis señalaba que el control de una persona sobre otra confirmado a través de la fuerza contradice el carácter de las relaciones de intercambio mercantil. La subordinación de un productor mercantil a otro es la subordinación al capricho arbitrario. Esto supone la necesidad de que la coerción cobre una forma abstracta e impersonal (Pashukanis 1976).
Como plantea Hirsch de ello se sigue la necesidad de la separación del aparato burgués de estado de los intereses comunes e individuales reales (Hirsch 1978). Pero también debe significar que la propia estructura del estado debe reproducir dicha separación. La organización estatal debe cobrar una forma tal que los individuos que ejercen el poder de estado deben aparecer ellos mismos subordinados al poder abstracto e impersonal y el ejercicio de su poder debe aparecer (y hasta cierto punto ser) el imperio de reglas abstractas e impersonales y no caprichos arbitrarios.
Blanke, Jurgens y Kastendiek (1978) desarrollaron este aspecto del problema e hicieron de él la piedra de toque para la derivación del estado. Si bien nuestro punto de partida es otro, dicho enfoque debe estar necesariamente contenido en el nuestro en la medida que el problema de la derivación del estado encuentra su fundamento en la forma mercantil de la relación de capital.
Las relaciones mercantiles involucran simultáneamente relaciones entre cosas y relaciones entre personas. Las cosas se relacionan mutuamente en cuanto corporizaciones de trabajo abstractamente humano. Pero las cosas no pueden ir solas al mercado. Los hombres portadores de las cosas se relacionan entre sí como propietarios privados de mercancías, mutuamente independientes y que intercambian voluntariamente sus mercancías.
Estas relaciones entre los hombres suponen desde el mismo momento en que las entablan la forma jurídica del contrato. Los individuos asumen la forma de sujetos jurídicos que al mismo tiempo que establecen voluntariamente un contrato se obligan por ello a cumplirlo.
Este es el punto de partida para la derivación, por parte de los autores,- de la coerción extraeconómica, de la función legislativa (formación de la ley) y de la instancia ejecutiva (de aplicación y sanción) que constituye propiamente la función de coerción y la garantía de los derechos de los propietarios privados de mercancías. A nosotros nos interesa retener aquí la identidad estructural establecida por los autores entre el funcionamiento de la ley del valor y su sanción por el dinero y la forma de la ley (en cuanto norma abstracta a la que deben someterse los sujetos del intercambio) y la necesidad de una instancia de coerción que la sancione. Ella supone la necesidad de que la instancia coercitiva se estructure de tal modo que los mismos individuos que ejecutan la ley se sometan a su imperio abstracto.
Esta exigencia estructural delimita el campo problemático de lo que será el objeto del resto de este artículo: el análisis de la relación entre la estructura de la burocracia y la relación de capital en su forma más abstracta de existencia, la mercancía, y de sus consecuencias para el estudio del aparato de estado, ya que la burocracia ha sido el modo histórico en que aquella exigencia de la estructuración de la dominación como dominación impersonal y abstracta cobró forma.
Sin embargo, como señaláramos en la introducción, los aportes a una teoría marxista de la burocracia han sido muy escasos. Sentar sus bases conceptuales requiere de una crítica de otras corrientes teóricas que se han ocupado en profundidad del tema. En este sentido, la delimitación precedente del objeto constituye a la vez un criterio para valorar la relevancia de los aportes de un conjunto de autores a la teoría de la burocracia en la sociología y en las ciencias políticas cuya recuperación crítica ocupará un lugar central en las siguientes secciones.