Marcelo Bielsa es un tipo que para ganar un clásico entregaría hasta los dedos de una mano, pero jamás un valor primordial. Su locura es su integridad. En eso parece marxista.
Qué gusto y qué compromiso tener que escribir sobre el Loco Bielsa! Más aún tener que hacerlo desde una perspectiva política. En mi caso, como narrador de ficciones y como marxista.
Como muchos saben, Bielsa no es marxista. Por manifestaciones propias sabemos que comulga con políticas cercanas al proyecto que encarna el kirchnerismo en la coyuntura argentina. También sabemos que sus hermanos, el ex-canciller Rafael y María Eugenia, quien fuera precandidata a gobernadora por la provincia de Santa Fe y perdiera en las PASO de 2019 con Perotti (actual gobernador de la provincia), son referentes políticos importantes del Partido Justicialista.
Si nos sumergimos en su novela familiar también encontraremos que, como en muchas familias de la clase media argentina que atravesaron la coyuntura de los años 70 siendo parte de la «juventud maravillosa», los hermanos Bielsa fueron marcados por esa ruptura generacional que fraccionó buena parte de la sociedad. Vale decir, de padres opositores al peronismo, hijos militantes o simpatizantes de la Juventud Peronista.
Pero no pienso decir mucho más sobre esto sino tangencialmente porque, por un lado, hablaremos de fútbol, de lo que lo rodea política y culturalmente, acaso de ideas de juego, pero sobre todo de pasión y moral. Marcelo Bielsa es un pensador, un sujeto que observa, reflexiona, evalúa sus conclusiones y las profesa. En mi caso, sacarme la camiseta del marxismo me cuesta mucho menos que sacarme de la mente y la piel la camiseta de «la lepra», de Newell’s.
Para un «leproso», el Loco es un paradigma de nuestra identidad rojinegra. Un ejemplo difícil de seguir de tan firme y disruptivo. Un tipo competitivo, con la perspectiva fija en la victoria, pero que jamás aceptaría ganar un campeonato (o un clásico) a cualquier precio. Un director técnico para el que los fines tienen mucho que ver con los medios.
Bielsa tiene una entereza en la derrota (y en la victoria mucho más) que pocas veces vi en un deportista, ni qué decir en un futbolista o en un director técnico. Pocas veces me sentí tan interpelado en mi pasión como el día que le cedió el gol al Villa por considerar que no era justo, deportivamente bien conquistado, el de su equipo. Primero sentí un orgullo inocente, después pensé: ¿y si en vez del Villa era el clásico rival de Newell’s, Rosario Central?
Yo a Central le festejaría un gol pagado con la chequera del club y eso me pone, aunque me cueste aceptarlo, del lado del lopizmo (el del nefasto Eduardo López, finado, que casi se llevó puesto a Newell’s).
El planteo me puso en más de un dilema. ¿Cuánto del rechazo al rival ha fomentado lo peor del fútbol, incluso a nivel del juego? La anécdota que contó el Diego en el programa de TV Mar de fondo, la del bidón con Rohipnol en el agua que tomó Branco, grafica parte del problema.
«Quienes ejecutamos esta profesión no podemos permitir que se gane de cualquier manera» dijo el Loco, y me pareció un hecho político superlativo en el ámbito de nuestra cultura.
Porque esta es una cuestión que, en el plano de la pasión, aún no puedo resolver. Y porque mi amor por el club del que soy hincha jamás alcanzará al que siente Bielsa, un tipo que en la previa de un clásico en 1991 le dijo al referente de su defensa, Fernando Gamboa, que por ganarle a Central se cortaría un dedo de la mano.
Cualquiera que lea esto podrá decir que es un panegírico romanticón que no se condice con la realidad pasional que nos envuelve, y tiene razón en pensar así. Como dije, yo le ganaría a Central hasta valiéndome de lo injusto y desleal. Y yo trato de no ser anticanalla porque eso denigra mi amor por mi club. Tengo una madre y un hermano Sina que adoro.
El éxito es deformante, relaja, engaña, nos ayuda a enamorarnos excesivamente de nosotros mismos; el fracaso es todo lo contrario, es formativo, nos vuelve sólidos, nos acerca a las convicciones, nos vuelve coherentes. Si bien competimos para ganar, y trabajo de lo que trabajo porque quiero ganar cuando compito, si no distinguiera qué es lo formativo y qué es secundario, me estaría equivocando. (Marca, 11 de mayo de 2012)
Hay un sinnúmero de anécdotas personales y políticas que así lo definen. En diciembre de 2014, en medio de una práctica del Olympique de Marsella, anécdota de las más recordadas, juntó a nueve jugadores para decirles:
«Ser el mejor les quita felicidad… Ustedes tienen un problema muy grande. Tienen dinero y no tienen tiempo para disfrutar del dinero que tienen y de lo que les puede dar en materia de felicidad».
Otra de esas anécdotas, quizás la más olvidada, es cuando le preguntó a Chilavert, en mitad de un vuelo internacional con Vélez, si era feliz. Me imagino a esos dos personajes, tan distinto el uno del otro.
El exitista superfluo, enamorado del sentido común burgués, al lado de —perdonen la operación extrapoladora— un austromarxista del fútbol: un tipo que cree que el sentido estratégico, el de alcanzar la felicidad, es un camino sembrado de derrotas. Un tipo que cree que siempre hay que decirle la verdad al hincha y a la gente. Un tipo comprometido y embanderado con sus pasiones.
Una vez le conté a Blas Britez, escritor y periodista amigo, hincha fanático de Olimpia, del partido amistoso que Newell’s perdió con su club y que significó el fin de la etapa Bielsa como entrenador del club.
Newell’s acababa de ganar el Clausura 1992, festejaba el torneo que solo cuatro días antes se había consumado y tres semanas después de haber perdido la final de la Copa Libertadores por penales contra el Sao Paulo de Telé Santana. Yo admiraba la dupla atacante de Olimpia, Amarilla y Samaniego. Olimpia tenía un equipazo. De ese equipo había salido Alfredo Mendoza. Era un gran equipo. Ese 9 de julio de 1992, en el año en que Olimpia no participó de la Libertadores luego de tres ediciones de llegar a la final, el equipo paraguayo nos entorpeció la fiesta.
Con el título bajo el brazo, la fiesta era la excusa perfecta para dar rienda suelta a la alegría y liberar todas las tensiones acumuladas. El 8 de julio debía ser una jornada inolvidable. Sin embargo, el título no venía solo. Los jugadores habían tenido largas conversaciones con los dirigentes para arreglar los premios por la participación en ambos campeonatos.
Para obtener recursos, la dirigencia organizó un partido amistoso ante Olimpia de Paraguay: lo recaudado iría a parar a los bolsillos del plantel. El encuentro, además, serviría como previa de esos choques ante River que darían un pasaje directo al torneo continental del año siguiente.
La fecha fijada para el amistoso: el 9 de julio. Con ese espíritu festivo, los jugadores creyeron que el partido no alteraría en nada los planes de la fiesta, pero en la cabeza de Bielsa la idea era otra: para el técnico, el juego debía ser tomado como uno más y, por lo tanto, debía respetarse la rutina.
Así fue que el miércoles a la noche, en una escena extraña, los jugadores vestidos de traje abandonaron en un micro la concentración de Funes y arrancaron para la fiesta. En el camino hicieron varias paradas en las que se fueron incorporando las esposas y novias de los integrantes del plantel. Así llegaron a Cruz Alta, el pueblo del que es oriundo Franco.
Festejaron como chicos. Comieron, bailaron y también bebieron. Era imposible abstraerse del clima de celebración.
Bielsa, por su parte, pensaba en el partido del día siguiente: lo que quería era que el plantel volviera a la concentración. Tras algunas deliberaciones pudieron convencerlo para estirar la fiesta un rato más, pero a las tres de la mañana y aunque la pista recién empezaba a tomar temperatura, el grupo se subía nuevamente al micro y emprendía el retorno.
El trayecto fue idéntico al de la ida; por lo tanto, las escalas para dejar a las mujeres retrasaron bastante la llegada a la concentración. El encuentro, como no podía ser de otra manera después de semejante introducción, fue un fracaso.
La gente acompañó, pero el equipo no respondió.
Bielsa puso en el inicio al elenco titular, que jugó cuarenta y cinco minutos para el olvido, siendo superado por dos a cero. Al llegar al vestuario, Bielsa fue muy duro con los jugadores y les reprochó su falta de entrega. Adujo que el compromiso con el público debía obligarlos a un esfuerzo más importante.
El carácter amistoso del partido le permitió cambiar a todo el equipo y así disimular su fastidio. Varios jugadores tomaron de mala manera los retos. Les quedó claro, una vez más, que para Bielsa todos los enfrentamientos revestían la misma exigencia, pero a algunos la reprimenda les sonó exagerada. El día siguiente trajo la noticia inesperada. Despedirse luego de haber ganado el Clausura era una buena idea.
Lograr el pico de rendimiento, el tema del casamiento, el partido fallido con Olimpia, todo fue abonando el terreno para la salida, aunque hubiera dicho que se quedaba a dirigir las finales con River. Era el momento para irse.
Se cerraba el ciclo más exitoso en la historia del club. El mismo hombre que dos años atrás comenzaba su aventura de dirigir a Newell’s en Primera, ahora elegía el camino de la salida. Como si su despedida fuera el anuncio de un cono de sombras, el futuro traería sólo malas noticias. Un par de años más tarde comenzaría para el club un tiempo oscuro y doloroso, que produjo el vaciamiento institucional y que se extendería por casi quince años.
El retorno se haría desear, pero un día Marcelo Bielsa habría de volver al Parque Independencia. Primero para sentarse en el banco de suplentes visitante y recibir todo el cariño de la gente. Luego, en una jornada inolvidable, pero también increíble, para transformarse en estadio”. (Román Iucht, La vida por el fútbol. Marcelo Bielsa: El último romántico, Debate, 2011).
Hace muchos años, cuando lo designaron técnico de la Selección Argentina, mi viejo, fanático de Independiente, dijo que el Loco iba a romper con la rancia dicotomía Menotti/Bilardo, y me parece que así fue. Su idea de juego, diferente, no alimentó esa burda grieta. Anteponiendo siempre el buen trato de la pelota, un fútbol más agresivo y veloz, Marcelo es heredero del fútbol total, de Rinus Michels y Johan Cruyff.
Sus equipos están dispuestos en el campo para atacar y defender todos juntos como una unidad, siempre corriendo y mordiendo al rival en toda la cancha.
El pressing es una de las principales características de los equipos de Bielsa, desde sus inicios usando la formación 3-4-3 en Newell’s a un 4-2-3-1 en el Athlétic y Marsella, siendo siempre los delanteros la primera línea defensiva y adelantando líneas para dañar la salida del equipo contrario. Los desplazamientos defensa-ataque son muy dinámicos y cambiantes, en donde se percibe una idea de fútbol total pero sin perder el orden de posicionamiento en el cual la mayoría de las veces sus equipos atacan con 5 o más jugadores.
Salir jugando es otra de las grandes características del «bielsismo»: dos centrales con buen manejo son clave en el sistema. La transición de defensa a mediocampo es muy rápida y ya en el mediocampo, los dos mediocampistas posicionales le dan estabilidad al equipo cuando los laterales se suman al ataque; la línea de 4 se convierte en una línea de 3, donde un mediocampista funge como líbero dándole libertad a los laterales de irse al ataque.
Cuando el balón se pierde, se regresa a la idea del pressing; al recuperar la pelota, la velocidad de los toques es importante en el sistema: siempre anteponiendo un toque en corto antes que un juego más directo. Sin embargo, el Loco nunca hizo de los foules tácticos ni de jugar de manera desleal una prédica necesaria. Bielsa siempre intentó sacar lo mejor física y técnicamente de cada jugador.
¿Que es dogmático y testarudo? Quizás sí, pero es un técnico que siempre propuso soluciones sistemáticas, inventivas y no motivacionales al fútbol.
Sin embargo, los guerreros del bilardismo, recauchados en resultadistas de todo pelo y marca, se volvieron burócratas y empresarios y, como todos ellos, unos pillos redomados. Cuántas veces oímos en los estúpidos programas deportivos, que han gangrenado otros territorios de la labor periodística en la Patria Panelera, que el «bielsismo» es romanticismo, y el «resultadismo» (bilardismo reloaded) es realista.
El realismo capitalista al palo: el que ha precipitado al futbol a este pozo negro cada día más aburrido y predecible. «Usted es el enemigo que me enaltece» le dijo a Niembro, y yo no lo olvido.
Nunca he sido un nacionalista, no podría. Mi repudio a la burguesía me impide serlo: mi comunidad imaginada es con los pobres de la región y todo el mundo. Sin embargo, levanto la cultura de mis orígenes y siempre me he reconocido de nacionalidad paraguaya. Ergo, he alentado a la selección paraguaya desde mi niñez.
Es un problema y una provocación para mí hacerlo. Porque soy más rosarino que un «Carlito», y nací en el mismo barrio que los Bielsa, en el Abasto, Mitre y Cochabamba.
En los últimos años he soltado muchas taras y no padezco tanto las rabietas del hincha de fútbol. Salvo las derrotas de mi club en los clásicos. Eso es algo que me mortifica sobremanera. Un amigo que vive en Asunción, sociólogo y bostero, Seba Bruno, me dijo un día, chicaneándome: «La nacionalidad te la determina el club del que sos hincha. Y vos sos muy leproso, dejate de joder».
«Así es», le dije. «Soy un paraguayo nacido en Rosario. Y como la mayoría gravitante de mi colectividad, como lo es el Loco Villalba o Justo Villar, que encima son cerritanos: soy un paragua de Newell’s. Y para mayor emblema lo tenemos al Tata Martino de DT por allá».
Quién sabe, quizás en algún momento lo tengamos a Bielsa en la Albirroja, como se rumoreó tiempo antes de que terminara en el Leeds. Mi deseo mayor es tenerlo de presidente de mi club, haciéndole justicia a lo grande que es Newell’s y sacándole el lastre de empresarios mafiosos y patota narco que lo domina de puertas adentro y en sus tribunas.
Al fin y al cabo, debo decirlo, el fútbol de selecciones me importa bastante menos.