domingo, diciembre 22, 2024
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Revolución, Cultura y Marxismo (1)

Estoy muy impresionado por la presencia del marxismo en el tema que me piden ustedes. Las palabras “cultura” y “revolución” forman parte del lenguaje corriente, pero el marxismo ha estado casi ausente en Cuba durante mucho tiempo. Es una señal muy importante, a mi juicio, que ustedes lo incluyan en sus búsquedas. Hablaré poco de marxismo en esta intervención, pero en realidad en casi toda ella estaré apelando al marxismo, o en diálogo con él.

Es imprescindible conocer y manejar conceptualmente las nociones de revolución, cultura y marxismo, con dos fines básicos, por lo menos: que la conciencia pueda recuperar terrenos que hemos perdido y se vuelva más capaz ante los retos actuales; y trabajar concretamente con esos conceptos y con los valores a los que ellos pueden ser referidos, tanto en el campo específico que nos toca en cada sector como en las dimensiones más generales de la sociedad, las cuales es ineludible abordar y conocer.

Hoy es cuestión de vida o muerte para la Revolución que nosotros aprendamos a pensar, situarnos, valorar y asumir criterios propios; a comprender el movimiento en su conjunto, como pedía Carlos Marx en el Manifiesto Comunista. El compañero Raúl planteó la necesidad de articular y desarrollar un pensamiento propio en su discurso del día 1º en Santiago, reclamo que resulta providencial para nuestro tema.

Debo ser selectivo, aludir a cuestiones que debería exponer en detalle, e incluso ser parcial y omiso. Mi propósito es instigarlos a que sostengamos un diálogo a partir de esta intervención, y alentarlos a que estudien cada vez más. Por las características del asunto que nos reúne resulta imprescindible incluir la dimensión histórica en el análisis; por consiguiente, abordaré elementos que considero esenciales del proceso iniciado en 1959, aunque, como es natural, la actualidad tendrá un lugar principal en nuestro encuentro. Solo insisto en que debemos apoderarnos de la historia del proceso de este medio siglo –que, desgraciadamente, es muy poco conocida–, porque sin ella no se puede pensar bien el presente ni proyectar bien el futuro.

Después de 1945, el capitalismo mundial se vio precisado a realizar cambios y reajustes realmente importantes en su sistema, que se vieron facilitados por el predominio a escala mundial de Estados Unidos en el seno del capitalismo. Su naturaleza, historia, medios y modos de actuar eran más aptos para la nueva transformación que los de los poderes europeos, además de no cargar con el pesado fardo histórico del viejo colonialismo, ni el más reciente del fascismo. Es fundamental para nuestro tema tener en cuenta uno de esos cambios: el gran proceso de democratización de los consumos culturales que emprendió el capitalismo, un instrumento que ha tenido un valor grande y creciente en las reformulaciones de su hegemonía.

Por su parte, los demás países independientes que se modernizaban y los nuevos Estados que se constituían a partir de la terminación de los sistemas coloniales se encontraron ante dos necesidades muy difíciles de separar: asumir una cultura que tenía una tendencia cada vez más universalizante, a la vez que defenderse de los efectos desarmantes sobre las culturas propias y de dominio extranjero que aquella portaba. Sin olvidar la gama extraordinaria de especificidades e identidades que albergan estos países –que en numerosos casos u oportunidades se ha vuelto decisiva–, resolver bien ese desafío ha seguido siendo crucial hasta el día de hoy.

También después de 1945 sucedieron revoluciones de liberación nacional profundas y consecuentes en varios países del que comenzaban a llamar Tercer Mundo, las cuales animaron la formación de un nuevo campo ideológico revolucionario e influyeron en un arco afroasiático de posiciones políticas que aspiraban a ser independientes de la influencia de las grandes potencias.

El socialismo y el marxismo habían sufrido un estancamiento en su centro mundial, desde el trágico final del proceso revolucionario bolchevique en la Unión Soviética durante los años treinta. Pero aquel país emergió triunfante de la prueba mortal de la Segunda Guerra Mundial, y su peso decisivo en la victoria sobre el fascismo alemán le aportó un inmenso prestigio, potencialmente extensible al socialismo. Sucedió entonces un segundo desencuentro funesto para la universalización del socialismo revolucionario marxista en el siglo XX, entre lo que podía ser su motor e influencia principales y los movimientos y las ideas de liberación de los pueblos del mundo que el capitalismo había sojuzgado.[2]

Después de 1953, la URSS no logró ir más allá en cuanto a cambios que algunos reajustes en su sistema, en el del campo que había constituido con varios países europeos y en el conjunto de organizaciones políticas que lideraba a escala mundial. Pero se convirtió en el rival geopolítico mundial de Estados Unidos, y en ese carácter constituyó un factor favorable para el llamado Tercer Mundo, en formas y medidas diversas.

La incapacidad de continuar desarrollando una nueva cultura, diferente y no solamente opuesta al capitalismo, tarea ciclópea iniciada por la Revolución bolchevique, y la apelación cada vez mayor a elementos de la cultura del capitalismo, fueron decisivas en el proceso histórico de la Unión Soviética. Todo el que pretenda situarse bien como socialista en la actualidad está obligado a estudiar aquel proceso.

Menciono al menos que desde los años veinte las experiencias de resistencias, rebeldías y organizaciones habían producido intentos prácticos y cuerpos de ideas dirigidos al desarrollo del socialismo y el marxismo desde las realidades, las necesidades y los proyectos del mundo colonizado y neocolonizado. Su conjunto configura un acervo cultural revolucionario tan valioso como poco difundido y apreciado.

El triunfo de la Revolución cubana fue un evento formidable. En medio del Occidente burgués, al pie mismo de Estados Unidos, un pequeño país inauguró los famosos años sesenta en enero de 1959. Sus noticias, sus fotos, sus imágenes, conmovieron a América Latina y se expandieron por el mundo. El dirigente máximo del movimiento insurreccional y de la guerra revolucionaria, Fidel Castro, se convirtió en el líder supremo de la Revolución, conductor y radicalizador del proceso, educador político principal, artífice y símbolo de la unidad de los revolucionarios y del pueblo, y uno de los líderes políticos protagonistas en la escena internacional.

Para ilustrar lo que significó la Revolución en cuanto a cambios culturales en una multitud de terrenos, transformaciones que habían sido inconcebibles hasta aquel momento, me detengo un momento en el año 1961.

Aquel año es tan famoso y recordado por la campaña de alfabetización como por la batalla de Girón. La primera fue la vía para la multiplicación de los actores capacitados en el proceso de la Revolución: una masa enorme se apoderó de la palabra escrita y la esgrimió como una conquista de la sociedad liberada, se transformaron los datos esenciales de una parte enorme de la actividad cultural y de comunicación, y una primera generación de jovencitos tuvo su gesta revolucionaria posterior a 1958. La segunda fue la puesta en práctica del armamento general del pueblo que había preconizado Marx como requisito de las revoluciones proletarias, en una apoteosis de sangre y victoria que confirmó la capacidad de defenderse de la Revolución, bautizó al socialismo cubano y legitimó a las Milicias como su principal organización de masas.

En 1961 se hicieron palpables los desgarramientos que implicaba aquel proceso descomunal. Cincuenta y siete mil personas se marcharon por el aeropuerto de La Habana hacia Estados Unidos entre junio y agosto, mientras la disyuntiva heroica se expresaba en formas personales y familiares de rechazos y abandonos, o de nuevas razones de uniones más íntimas y fuertes. Entre los momentos estelares y los avatares cotidianos se desarrollaba una familia nueva, hermosa y enorme: la de las compañeras y los compañeros. Al mismo tiempo, se plasmaba una nueva unidad nacional que llegó a excluir de la condición de cubano a quienes se marchaban del país, y se emprendía –quizás demasiado pronto– un intento de organización política de la Revolución, fallido porque pretendió parecerse demasiado a la que regía en el campo europeo de la URSS.

La cubana fue una revolución socialista de liberación nacional, un tipo de revolución que no aparecía en el alud de textos de marxismo que llegaba a Cuba en esos años. Ese carácter le fue dado por la praxis consciente y organizada, primero de una minoría combatiente que se ganó el apoyo popular, y a partir del triunfo, de cientos de miles de personas que se concientizaban y organizaban, y de un consenso popular muy activo y muy decidido.

De ese modo, la Revolución rompió una y otra vez los límites de lo posible, y creó nuevas realidades. Por consiguiente, el hecho mismo de la Revolución, su fuerza y su pervivencia, no se explicaban por un requisito fijado por aquellos textos tan normativos: la obligada correspondencia entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción; más bien lo contradecían. Unir la liberación nacional y el socialismo fue un gran logro revolucionario que Cuba le aportó a la cultura del siglo XX, después de tantas décadas de intentos usualmente frustrados, discusiones estériles y conflictos que más de una vez llegaron a ser trágicos. El concepto de pueblo sirvió para comprender las luchas de clases y patrióticas que se necesitaban, y la acción del pueblo demostró su exactitud sobre el terreno.

En una sociedad con realidades y conciencia social referidas a lo mercantil y al dinero desde su primera gran expansión económica hace más de doscientos años, la política práctica y la conciencia política habían sido sumamente desarrolladas desde las revoluciones por la independencia –que violentaron el curso esperable de la evolución económica– y durante toda la época de la república burguesa neocolonial.  En la etapa de los veinte años previos a la insurrección –la segunda república–, la sociedad civil y las dimensiones política e ideológica, con sus  soluciones cívico-electorales para los problemas esenciales del país, sus organizaciones y su libertad de expresión, tenían mucho más desarrollo y expectativas que la formación económica burguesa neocolonizada. El resultado era un callejón sin salida.

La revolución liberó al país del poder de la burguesía y del imperialismo norteamericano, de hecho y en la dimensión de la hegemonía, mediante el recurso a desatar y multiplicar una y otra vez las fuerzas del pueblo y del poder revolucionario. Implantó la justicia social a fondo, sin temor y sin fronteras, y sometió a sucesivas destrucciones la división de la sociedad entre élites y masas.

A una escala y profundidad que no se habían soñado, se fueron creando una nueva conciencia y una nueva educación política. El cambio de la actitud ante el consumo  –que era inducida y reforzada por extraordinarios aparatos de publicidad y marketing– fue realmente ejemplar. Cambió inclusive el sentido de los tiempos, cuando el presente se pobló de una multitud de acontecimientos, el pasado fue requerido para que apoyara a la lucha revolucionaria y revisado, y el futuro dejó de tener plazos cortos y efímeros para las mayorías, y se convirtió en un proyecto liberador muy trascendente que exigía, estimulaba y justificaba, digno de la entrega de los que no les alcanzaría la vida para verlo realizado.

La Revolución tuvo que emprender y llevar a cabo modernizaciones colosales en innumerables aspectos de la vida de las personas, las relaciones sociales y las instituciones, primero por perentorios actos de justicia, pero pronto, como consecuencia de las mismas expectativas que iba creando en una población que crecía sin cesar en capacidades y necesidades.

Pero para ser realmente socialista debía emprender al mismo tiempo la crítica del carácter burgués de la modernidad y de las relaciones y contradicciones que existen entre civilización y liberación. Fidel y el Che supieron comprender, actuar y divulgar en ese terreno complejo pero vital, y le abrieron un cauce formidable al radicalismo revolucionario que había planteado tan tempranamente José Martí. La primera revolución socialista autóctona de Occidente supo enfrentarse a todos los colonialismos.

La gigantesca transformación creó la necesidad de un pensamiento trascendente, razón mucho más válida que la asunción del socialismo para comprender el súbito predicamento que alcanzó la filosofía marxista en Cuba. Lo que vengo planteando –y otras cuestiones que no menciono– levantaba desafíos nunca vistos antes al pensamiento y exigía la construcción de una filosofía de la Revolución cubana.

Agrego solamente dos requisitos tremendos que confrontó desde el inicio el proceso de transición socialista: actuar, en lo fundamental, yendo más allá de la supuesta “etapa del desarrollo” en que se encontraba el país; y revolucionar una y otra vez las condiciones generales de la sociedad, las relaciones e instituciones principales, la actuación revolucionaria y la propia organización social. Estas dos necesidades siguen siendo condicionantes de la transición socialista hasta la actualidad.

La plena conciencia de ellas, y su expresión pública, caracterizó a la dirección revolucionaria. Por ejemplo, el Che dijo: “hemos sustituido la lucha viva de las clases por el poder del Estado en nombre del pueblo”. Concibió a la Revolución como un puesto de mando sobre una economía con apellido, puesta al servicio de los trabajadores y el pueblo al mismo tiempo que dirigida al desarrollo del país y a su defensa.

En la Cuba de los años sesenta existía la conciencia de que aquellas profundas transformaciones serían al mismo tiempo la premisa para desplegar procesos de liberaciones cada vez más profundas y abarcadoras, capaces de subvertir hasta sus propias creaciones previas, en busca de nuevas personas, una nueva sociedad y una nueva cultura.

La Revolución franqueó el acceso a un formidable avance de la conciencia que sería suicida olvidar: la certeza de que todas las sociedades que llaman modernas funcionan garantizando la reproducción general de las condiciones de existencia de la dominación de clase y la dominación nacional, y que ellas han sido y son suficientemente competentes y hábiles para reabsorber y reapropiarse procesos que durante una época fueron  revolucionarios.

Después de las nacionalizaciones masivas y la batalla de Girón quedó claro y expreso que Cuba era socialista, pero al mismo tiempo se desplegaron serias diferencias y algunos conflictos dentro del campo de la Revolución, acerca de cuestiones fundamentales de la comprensión del socialismo. Todo el pensamiento existente en 1959, cuya riqueza, amplitud y diversidad es conveniente no olvidar, resultaba, sin embargo, insuficiente desde sus propios principios para enfrentar los nuevos retos. Por cierto, en condiciones muy diferentes, estamos hoy ante una insuficiencia análoga.

Había que poner el pensamiento a la altura de los hechos, de los problemas y de los proyectos, porque él debía ser un auxiliar imprescindible, un adelantado y un prefigurador.      Sucedió entonces una colosal batalla de las ideas, que después fue sometida en su mayor parte al olvido y que está regresando, en buen momento, para ayudarnos a comprender bien de dónde venimos, qué somos y adónde podemos ir. El democratismo de los años cuarenta y cincuenta, que había contribuido mucho a formar ciudadanos más capaces y exigentes, no pudo encontrar su lugar en medio de la tormenta revolucionaria.

El socialismo del campo soviético no podía servirle al propósito liberador; el hecho de ser la URSS el principal aliado que tuvimos y el entusiasmo con que nos abalanzamos sobre el marxismo más bien fueron factores de confusión y perjuicio en los terrenos de la política y del pensamiento. La teoría de Marx, Engels y Lenin había sido reducida por el llamado comunismo a una ideología autoritaria destinada sobre todo a legitimar, obedecer, clasificar y juzgar.

Necesitábamos un marxismo creador y abierto, debatidor, que supiera asumir el anticolonialismo más radical, el internacionalismo en vez de la razón de Estado, un verdadero antimperialismo y la transformación sin fronteras de la persona y la sociedad socialista, como premisas militantes de un trabajo intelectual que fuera celoso de su autonomía y esencialmente crítico. Un marxismo que no se creyera el único pensamiento admisible, ni el juez de los demás.

“Pensar con cabeza propia”, entonces, no era una frase, sino una necesidad perentoria. Pero se trataba de un propósito muy difícil, porque el colonialismo mental resulta el más reacio a reconocerse, porta la enfermedad de la soberbia y la creencia en la civilización y la razón como entes superiores e inapelables. La educación sistemática convencional, y una gran parte de la que se adquiere por medios propios, es una formación para convertirse en un colonizado.

Asume formas groseras y formas sutiles. Hay modernizaciones que parecen aportar autonomía, cuando en realidad solamente “ponen al día” los sistemas de dominación. La colonización de las personas sobrevive a la terminación de la colonización territorial y logra perdurar después del cese de la dominación neocolonial. Es una oscura revancha, que un día se despoja de sus disfraces y pasa a reinar.

Sin embargo, la revolución verdadera todo lo puede, y en aquellos años se reunieron las grandes modernizaciones y el ansia de aprender con el cuestionamiento de las normas y las verdades establecidas, la entrega completa y la militancia abnegada con la actitud libertaria y la actuación rebelde, la polémica y el disenso dentro de la Revolución. En todo caso, estaba claro que el pensamiento determinante también tendría que ser nuevo. Por otra parte, para pensar con cabeza propia hay que tener instrumentos. Por eso, leer era una fiebre. Junto a las obras y las palabras de cubanos, una gran cantidad de textos y autores de otros países se consumían o se perseguían.

Es cierto que el dogma y el catecismo, el marxismo como un talismán o como una propiedad privada, seguían vivos y activos, y que cumplían funciones muy diversas, que iban desde darles confianza y seguridad en la victoria futura del socialismo y el comunismo a muchos revolucionarios hasta la de encadenar y empobrecer el pensamiento, imponer autoritarismos y neutralizar voluntades, bloquear iniciativas, crear sospechas, condenar los desacuerdos y, en el terreno intelectual, animar la erudición vacía, la intolerancia y las citas de autoridad. Pero esa doctrina había retrocedido mucho y había perdido legitimidad.

Quiero destacar que existía entonces un gran número de trabajos marxistas latinoamericanos muy valiosos, y seguían apareciendo sin cesar. Entre ellos hubo obras que aportaron mucho, y como marco de esa producción existía entre nosotros y en el continente un ambiente social, político y cultural en el que las nociones marxistas, o las que se le atribuían al marxismo, tenían un amplio espacio de aceptación o de manejo.

Los que tenían conocimientos de esa teoría o estaban adquiriéndolos buscaban, leían y discutían con entusiasmo a autores marxistas europeos, asiáticos y norteamericanos, pero con ánimo de volverse más capaces de utilizar el marxismo frente a sus propios problemas y de formular mejor sus propios proyectos y sus estrategias. La mayoría de los jóvenes no conoce la inmensa riqueza de la obra intelectual latinoamericana del tercer cuarto del siglo XX: se les ha privado de ella. Su rescate puede ayudar mucho a que sea posible enfrentar con éxito los desafíos actuales.

La que considero segunda etapa de la Revolución en el poder –de inicios de los años setenta al inicio de los noventa– fue sumamente contradictoria. Por una parte, registró grandes avances en la redistribución de la riqueza, el consumo personal y la calidad de la vida, con salarios reales superiores a los nominales, servicios de educación, salud y otros universales y gratuitos, y un gran desarrollo de la seguridad social.

El nivel educacional experimentó un salto gigantesco, quizás único en el mundo para un intervalo tan corto, y una gran parte de la población tuvo a su alcance grandes oportunidades de ascenso, aunque la movilidad social fue algo menor que en los años sesenta. Se lograron las mayores producciones azucareras de toda la historia del país, con un nivel alto de mecanización de la cosecha.

El internacionalismo, gran formador de altruismo y escuela superior de socialismo, se expandió y llegó a ser de masas. Pero, por otra parte, Cuba estableció una sujeción económica a la URSS como gran exportadora de azúcar crudo y níquel e importadora de alimentos, petróleo, vehículos y equipos, fórmula que aseguró el presente pero cerró puertas a la autosuficiencia alimentaria y a un desarrollo económico autónomo, a pesar del gran crecimiento de profesionales, técnicos y trabajadores calificados.

Se produjo una profunda burocratización de las instituciones y organizaciones de la Revolución, y la eliminación de los debates entre los revolucionarios. La ideología dominante en la URSS fue impuesta como el único y legítimo socialismo, y se copiaron parcialmente instituciones y políticas de aquel país. Como los rasgos esenciales del socialismo cubano se mantuvieron, el resultado fue híbrido y contradictorio. Un autoritarismo férreo se abatió sobre la dimensión ideológica y los medios de comunicación, sometidos a dura censura y a algo peor, la autocensura. El pensamiento social fue dogmatizado y empobrecido.

Predominaron las ideas civilizatorias sobre las de liberación socialistas. Aunque las características positivas de la etapa les restaban importancia, aparecieron privilegios e intereses de grupos, doble moral, oportunismo o indiferencia, y otros males diversos.

Desde mediados de los años ochenta, Fidel lanzó una campaña política e ideológica llamada de “rectificación de errores y tendencias negativas”, que trató cumplir esas tareas, recuperar el proyecto original de la Revolución en las nuevas condiciones, profundizar el socialismo y enfrentar a tiempo la fase final, que nuestro líder preveía, de la URSS y el llamado campo socialista. Pronto se desencadenaron aquellos eventos tan desastrosos e indecorosos, pero no pudieron arrastrar consigo a la Revolución cubana, que demostró así su especificidad y sus cualidades.

La maestría y la firmeza del líder y la abnegación y la sabiduría política del pueblo, unidos, impidieron la caída del socialismo cubano. Sin embargo, resultó inevitable la abrumadora crisis económica y de la calidad de la vida de los primeros años noventa, que precipitó el final de la segunda etapa de la Revolución en el poder y cambió los datos principales de la situación.

La gran acumulación cultural revolucionaria propia ha seguido siendo decisiva para el sistema cubano hasta hoy, aunque en buena parte lo es de otro modo. Pero en una medida muy grande y creciente, somos hijos de estos últimos veinte años.

Desde el inicio de la gran crisis la forma de gobierno tuvo que concentrar más el poder, y lo esencial de la política fue la cohesión firme entre ese poder y la mayoría del pueblo, que lo identificaba como el defensor del sistema de justicia social y transición socialista, y de la soberanía nacional. Así fue de hecho, pero no se desató una lucha ideológica que enfrentara el desprestigio mundial al que se estaba sometiendo al socialismo y reivindicara el socialismo cubano, y aunque pudieron expresarse públicamente criterios revolucionarios diferenciados, no se alentaron los debates que tanto necesitaba la nueva situación.

Porque desde esos primeros años noventa se pusieron en marcha importantes transformaciones de la vida, las relaciones sociales y las conciencias dentro de la sociedad cubana, que han erosionado una buena parte de la manera de vivir que conquistó el socialismo en Cuba, y de las representaciones y valores que le correspondían. Esos cambios han sido paulatinos durante más de veinte años, hasta hoy.

La ofensiva de Fidel al inicio del siglo XXI pretendió frenar desigualdades y reforzar al socialismo. Sin embargo, tuvo la insuficiencia grave de abandonar prácticamente la apelación a una divulgación política e ideológica que relacionara las medidas que se tomaban con las características socialistas que conservaba la mayor parte de la vida social y con la necesidad de defender y desarrollar el socialismo.

Dejó de existir un pensamiento estructurado que operara como fundamentación del socialismo en Cuba y, por consiguiente, se vieron perjudicadas las prácticas relacionadas con él en la política, la educación, los medios, la divulgación, la vida cotidiana. Esas dos ausencias se han ido instalando en la cultura cubana.

En la actualidad existe una gran franja cultural en el país que es ajena a la Revolución. Y dentro de la cultura cubana está instalado el rasgo constituido por una despolitización que al inicio –en los primeros noventa– contenía elementos de crítica política o de desilusión; después, ha buscado sus posturas y su legitimidad en la actividad individual, las profesiones, oficios y grupos de pertenencia, y también ha pretendido encontrar referentes en una supuesta tradición nacional, tornada aséptica y expurgado su enorme y tantas veces decisivo componente cívico y político.

En el período reciente, la despolitización es asumida por sectores de población con naturalidad y sin explicaciones.

Esa posición privilegia los asuntos personales y las relaciones familiares y de pequeños grupos, y suele creerse ajena a las militancias y las contaminaciones políticas. En unos, expresa el cansancio o la falta de interés en lo político; en otros, los afanes de la vida del hombre económico, aunque también se combinan las motivaciones. No hace política, pero desempeña, sin duda, funciones políticas: en un campo aparentemente inocuo ayuda a socavar las bases espirituales y morales del socialismo en Cuba.

Convive en paralelo con las convicciones políticas y las costumbres arraigadas durante el proceso iniciado en 1959, como conviven en paralelo en nuestra sociedad un enorme número de relaciones sociales, representaciones y valores socialistas y capitalistas, pero disimula como ninguno sus consecuencias antisocialistas y antirrevolucionarias. Podría llegar a formar parte de la formación de una ideología conservadora de clase media.

Es necesario conocer este proceso de despolitización, sus rasgos y sus tendencias, para actuar con eficiencia respecto a él. Por el componente reactivo que ha tenido, en relación con la politización extremada que rigió durante un largo período la vida del país –que podía llegar a ser agobiadora–, prefiero distinguir el apoliticismo respecto a otro proceso que en las últimas dos décadas ha registrado una expansión y un afianzamiento crecientes: la conservatización social.

Esta última tiene análogas características y consecuencias respecto a lo político y al antisocialismo, pero parece ser aún más neutra que la despolitización, como la portadora de modas, comportamientos, satisfacciones y normas que tienen su referente en algo que porta el aura de lo intemporal. En suma, como una “vuelta a la normalidad” de la sociedad.

La conservatización compite por ser la rectora de los valores y del buen gusto, de la imagen social y de los criterios, del juicio que cada quien se forme acerca de sí y de los demás, de la concepción del mundo y de la vida en nuestra sociedad. Este cáncer es pariente cercano de otro mal que nos corroe, de apariencia más moderna: el enorme consumo de productos culturales norteamericanos.

En 2011 escribí un texto acerca del enfrentamiento crucial que vive el mundo, en el que incluía, como es imprescindible, la guerra cultural mundial, estrategia principal del imperialismo en ese conflicto. Permítanme hacer una larga cita de ese texto, en aras de nuestro objetivo:

Cuba no está fuera de esa guerra: somos un objetivo especial de ella, porque los expulsamos de aquí y hemos resistido con éxito al imperialismo durante más de medio siglo. Ellos quieren restaurar en Cuba el capitalismo neocolonizado, y para nosotros no hay opciones intermedias.

Una entre otras tareas sería trabajar contra las formas cotidianas en que se siembra, difunde y sedimenta ese control, sobre todo las que parecen ajenas a lo político o ideológico, e inofensivas. Por ejemplo, a través del consumo de un alud interminable de materiales se intenta norteamericanizar a cientos de millones en todo el planeta, en cuanto a las imágenes, las percepciones y los sentimientos.

A veces tratan cuestiones políticas, con enfoques variados –aunque prima el conservatismo–, pero la proporción es ínfima en relación con las cuestiones no políticas. Lo decisivo es familiarizar y acostumbrar a compartir con simpatía las situaciones, el sentido común, los valores, los trajines diarios, los modelos de conducta, la bandera, las aventuras de una multitud de héroes, las ideas, los artistas famosos, los policías, la vida entera y el espíritu de Estados Unidos. Sin vivir allá ni aspirar a una tarjeta verde. Es suicida quien cree que esto es solamente un entretenimiento inocente para pasar ratos amables.

¿Qué es noticia al servicio de la dominación, para qué, cómo se trabaja, cuánto dura? En este campo tan crucial para la ideología coexisten los análisis espléndidos o rigurosos de especialistas, que lo muestran o explican muy bien, con el tratamiento que suele darse en la práctica a la información y la consecuente formación de opinión pública.

Se ven y se oyen materiales que constituyen propaganda imperialista acerca de los hechos que realizan contra los pueblos, sin hacerles ninguna crítica, o se repiten sus términos, como el que le llama “servicio internacional” a su ejército de ocupación de un país. No basta con hacer divulgación o propaganda antimperialistas, si ellas conviven con mensajes imperialistas y fórmulas confusionistas. (…)

No es posible ser ciego: están tratando de convertir en hechos naturales hasta sus mayores crímenes, en asunto de noticias sesgadas y empleo de palabras más o menos comedidas. Su apuesta es lograr que los activistas sociales y los intelectuales y artistas que son conscientes y se oponen queden solos y aislados en sus nichos, y sus productos sean consumos de minorías, mientras las mayorías conforman una corriente principal totalmente controlada por ellos. El apoliticismo y la conservatización de la vida social son fundamentales para el capitalismo actual.[3]

Es impresionante cuánto material que responde a esa campaña imperialista ocupa espacio en medios de comunicación que pertenecen al Estado cubano. Es vital crear conciencia acerca de esto, y sobre todo actuar en contra de algún modo que sea efectivo.

En general, el mundo de lo político y el de lo apolítico están viviendo en paralelo, con escasos conflictos y aparentemente sin generar cambios en la situación. Como esto no genera confrontaciones, podría parecer innecesario que quien se sienta revolucionario vea con alarma lo que sucede y actúe en consecuencia. Ese sería un error muy grave. En realidad, esa calmada convivencia solo contribuye a reforzar un proceso sumamente peligroso de desarme ideológico que está en marcha en nuestro país.

A contrapelo de lo anterior, en estos últimos años se ha producido un positivo aumento de la politización en sectores amplios de población, que pone parcialmente en acción el nivel tan extraordinario de conciencia política que posee el pueblo cubano. Emergen sectores no pequeños de jóvenes politizados o con deseo de estarlo, que rechazan el capitalismo. Una parte de ellos podría ir integrando una nueva intelectualidad revolucionaria. Ha crecido bastante la expresión pública de criterios diferentes dentro del cauce del socialismo, pero la socialización de un pensamiento que trate las cuestiones esenciales sigue sin ponerse a la orden del día.

Mientras, se han emprendido transformaciones que pueden ser decisivas respecto a la existencia misma del socialismo cubano, al mismo tiempo que continúan tendencias que vienen del curso de las últimas dos décadas. Se han tomado y se toman medidas económicas muy importantes sin que haya discusión desde una u otra posición en economía política, porque no se invoca ninguna.

Un pragmatismo descarnado es la regla, salpicado por algunas palabras que reiteran que lo que se hace es para el socialismo o en nombre de él. Existe un divorcio total entre las reflexiones críticas y las preocupaciones que expresan revolucionarios socialistas –entre los cuales hay cierto número de dirigentes–, por un lado, y por otro numerosas informaciones y trabajos de opinión que aparecen en medios que pertenecen al Estado, ciegos ante lo que les parece negativo o inconveniente, y aferrados a tópicos que ya no son y a otros que nunca fueron.

Una parte de los aparatos encargados de lo político, del Estado y de otras organizaciones e instituciones sociales, alberga numerosas deficiencias. Entre ellas están la indiferencia ante el deber de apoyar tanto las críticas justas como las iniciativas positivas de las personas conscientes, una inercia descomunal y el ocultamiento o la pasividad ante lo mal hecho. A muchos efectos, es como si hubiera dos países.

Cuba vive una pugna cultural crucial entre el capitalismo y el socialismo. Ella se libra de un modo pacífico que es ejemplar, pero lo que está en juego es la naturaleza del sistema y de la manera de vivir que han regido en este país desde 1959. Hoy tenemos enfrente dos riesgos: a) que no triunfe el socialismo; b) que en algún momento se rompan los equilibrios que rigen esa pugna.

El discurso del compañero Raúl el 1º de enero constituye también, a mi juicio, un llamado a que se plasme la ofensiva política socialista que es tan necesaria. El pueblo cubano ha ejercido la justicia social, la libertad, la solidaridad, el pensar con su propia cabeza, y se ha acostumbrado a hacerlo. A pesar de los enemigos, las insuficiencias y los errores, nos hemos vuelto más capaces de satisfacer las exigencias provenientes de las capacidades y los valores adquiridos por la humanidad durante el siglo XX que los pueblos de la mayor parte del mundo.

Para enfrentar con éxito la contienda cultural que está en curso me parece imprescindible hacer expresa, fortalecer y desarrollar la alianza entre un poder político que mantenga sus fuerzas y esté dispuesto a someterse a un proyecto socialista participativo que lo vaya convirtiendo en un poder popular, y la cultura, que es una dimensión descollante de la vida nacional y al mismo tiempo constituye un potencial capaz de ponerse en acto, si se trabaja en el campo cultural con una combinación de plan y de voluntad revolucionaria, y se eliminan serios obstáculos que confronta.

Esa alianza sería una de las fuerzas principales en una batalla que tendrá dos objetivos: impedir que las personas y la sociedad sean sometidas a un modo de vida y de organización social de explotación, injusticias sociales y cesiones de soberanía; y volver capaces a las personas y la sociedad de desplegar sus cualidades y sus capacidades para defender y desarrollar una sociedad solidaria y socialista.

No será suficiente la crítica más atinada y profunda. Para ser viables y para triunfar estamos obligados a crear una nueva cultura diferente y superior a la del capitalismo. Que logremos ser “cultos y políticos” al mismo tiempo y en las mismas personas será un avance fundamental, porque mostrará que nos estamos dotando de facultades y potencialidades para triunfar en la más difícil de las pruebas que existen en el mundo actual. Será también indicio y anuncio de un tiempo que tendrá que venir, en el que la política no “atenderá” a la cultura, sino que será una de las formas de la cultura.

Tengamos conciencia política del momento histórico en que vivimos y lo que se juega en él. Cada día somos más y adquirimos más conciencia, en esta hora de Cuba, y podemos ir condensando nuestras ideas, sentimientos y prácticas en la formación de un bloque intergeneracional. Entre innumerables tanteos, puede ser que estemos participando en las primeras etapas de la puesta en marcha, desde muchos lugares diferentes, de lo que mañana llegará a ser un nuevo bloque histórico.

Unas palabras finales acerca del pensamiento y del marxismo, como les prometí al inicio.

Resulta obvio que en Cuba es necesario y urgente un pensamiento que sea idóneo para analizar en toda su complejidad la situación actual y las tendencias que pugnan en ella, los instrumentos, las estrategias y tácticas, el rumbo a seguir y el proyecto.

Ese pensamiento es uno de los elementos indispensables para que se mantenga la manera de vivir que construimos con tantas creaciones y tantos esfuerzos y sacrificios, y lo haga del único modo que en última instancia le es posible al socialismo: mediante el despliegue de sus fuerzas propias y sus potencialidades, y la capacidad dialéctica de revolucionarse a sí mismo una y otra vez. Sería suicida suponer que un pragmatismo afortunado nos salvará: la sociedad socialista está obligada a ser intencionada, organizada y, si es posible, planeada. En la acera de enfrente, hasta el sentido común es burgués. Nosotros tenemos que combinar bien el realismo terco con la imaginación.

Necesitamos ser capaces de elaborar una economía política al servicio del socialismo para la Cuba actual y la previsible, y desarrollar en todos sus aspectos un pensamiento social crítico y aportador, capaz de participar con eficacia en la decisiva batalla cultural que se está librando. Ese pensamiento tendrá que ser socialista, es decir, superior a la mera reproducción esperable de la vida social, y si sabe utilizar el marxismo tendrá a su favor el instrumento más avanzado con que puede pensarse la liberación humana y social.

Entre el final de los años ochenta y los primeros noventa, el tiempo del proceso de rectificación, la gran crisis económica y el desprestigio mundial del socialismo, no solo naufragó en Cuba el mal llamado marxismo-leninismo: se produjo un alejamiento bastante generalizado de todo el marxismo. La historia de las dos décadas siguientes ha registrado una gran diversidad en ese campo. Minorías sumamente valiosas y esforzadas han estudiado, hecho docencia, expuesto, utilizado y publicado marxismo, en una labor de rescate y desarrollo muy difícil, porque en la mayor parte del sistema de enseñanza y de la divulgación que hacen algunos medios tiene en su contra el conservatismo, la rutina o la inercia, esta última un mal nacional actual que ya es comparable al burocratismo en su alcance nefasto.

El marxismo ha recibido muy escasa atención en el trabajo, el lenguaje y los medios políticos e ideológicos, y seguramente le ha parecido de mal gusto mencionarlo a los que no se arriesgan a nada que no se les oriente o les parezca aprobado previamente, y a las víctimas o los seguidores de la avalancha de productos culturales que padecemos, propagadores del modo de vida, los sentimientos, los valores y los pensamientos, de la cultura, en suma, del capitalismo.

Nos ha favorecido mucho el soplo de aire fresco en el terreno teórico que acompañó a la rectificación y al desastre, y el ambiente de permisividad en ese campo que se implantó a continuación. Pero ahora que cada vez lo necesitaremos más, no podemos cometer el error de asumir cualquier cosa que se presente como marxismo.

Me extendí un poco al caracterizar aquel tiempo del pensamiento en que fue necesario y se logró asumir una filosofía para la Revolución cubana, porque hoy se vuelve necesario repetir aquel logro, y nada que sea menor nos servirá.

Como sucede siempre, tendrá que ser muy creativo y muy abierto y receptivo a las opiniones diversas, pero será de otro modo, enfrentará otros problemas, utilizará otros instrumentos, elaborará nuevas tesis y desempeñará papeles mayores que los de entonces en la elaboración cultural de un socialismo que considerará al del siglo XX como un socialismo primitivo. Si alcanzo a verlo, me sentiré muy feliz.

Notas

[1] El 10 de enero de 2014 hablé sobre el tema del título en el espacio Catalejo, de la Unión de Periodistas de Cuba, a un grupo numeroso de miembros, presididos por Antonio Moltó. Estoy muy agradecido por los criterios y las preguntas tan valiosos vertidos por los participantes, y las gentilezas y el espíritu fraternal de aquella tarde. Redacté y agregué algunos párrafos a mis palabras, en modesta retribución a los que trabajan tanto, conscientes de la importancia que tienen sus tareas para nuestra sociedad..

[2] El primero sucedió en los años veinte-treinta, en los tiempos de la Internacional Comunista.

[3] Fernando Martínez Heredia: “Contra el capitalismo”, 1º de septiembre de 2011. Fue publicado en medios digitales.

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