No se puede soñar con un Estado de Bienestar de primer mundo con una estructura productiva de tercer mundo. Los peligros de aquella utopía son inmensos: tal como en el siglo XX se pensó que se podía lograr la industrialización sin tocar la hacienda, para no tener que lidiar con el conflicto político que aquello implicaría, la centro-izquierda hoy optó por pensar que se podría modificar la estructura distributiva y social sin intervenir en la esfera productiva (sin tocar el cobre, sin políticas industriales, sin coordinar inversiones desde el Estado, etc.).
A finales de los cincuenta, el economista chileno Aníbal Pinto publicaba su famosa obra Chile: un caso de desarrollo frustrado. En dicho libro Pinto planteó que Chile entraba en lo que él denominó la «gran contradicción» del desarrollo nacional: un orden político de rápido desarrollo bajo el aumento del poder sindical, el movimiento estudiantil, la consolidación de partidos políticos de izquierda con amplia presencia política y social y, por su parte, un lento desarrollo económico basado en la hacienda y una débil industrialización.
Esta brecha entre el desarrollo político y el desarrollo económico debía terminar, a su juicio, o en las elites tomando el control y reduciendo el desarrollo político al ritmo del (sub)desarrollo económico o, al revés, las fuerzas democráticas se imponían y lograban acelerar el desarrollo económico haciéndolo caminar conjuntamente con el desarrollo político.
Durante los gobiernos de la Concertación, tanto su intelectualidad orgánica como la derecha repitieron, casi al unísono, que la hipótesis Pinto se había «invertido»: Pinochet habría abierto las puertas al desarrollo económico (nuevo ciclo diversificación de las exportaciones, boom de importaciones, aumento del consumo, créditos, etc.), mientras era el orden político institucional el que se estancaba.
La economía se modernizaba, pero traficando con un creciente malestar cuyo origen se debía, en la versión concertacionista, a la incapacidad de adecuar la carcasa política (poder de veto de la derecha derivado del sistema electoral, Constitución, enclaves autoritarios, etc.) al dinamismo económico o, en la versión de derecha, en la politización arbitraria de la sociedad, minando el propio dinamismo productivo.
Aquella hipótesis reinante desde la transición hasta hoy es lo que con el sociólogo Alberto Mayol hemos denominado en nuestro libro «Economía Política del Fracaso», la hipótesis modernizadora: pilar ideológico de la acumulación capitalista en Chile.
Esa hipótesis (el tipo de crecimiento en Chile es la fuente de dinamismo que se ve asediada por problemas en la política) ha generado todo un lenguaje relativo al cómo entender la evolución económica y política nacional, al punto que ha teñido los propios términos del actual debate nacional respecto al enfriamiento de la economía.
La derecha y el empresariado levantan gozosos sus voces acusando a las llamadas reformas estructurales de dicho enfriamiento. Con tono amenazante (acaso paternal) Héctor Soto recuerda:
«No es posible ajusticiar así como así al capitalismo y pretender que siga generando mayor actividad, consumo y empleo».
La Tercera, con un tono más conciliador, pero aún más soberbiamente paternalista, le recomienda a la Presidenta:
«Mantener consistencia en un camino de realismo y moderación que, a estas alturas, es la única posibilidad de enfrentar la difícil situación política y económica que se avizora para el futuro cercano».
Mientras que Ramón Valente sentencia:
«Los que no estudian se sacan malas notas, los flojos no llegan a ser jefes y las malas políticas económicas abortan el delicado engranaje de incentivos que permiten el crecimiento y el progreso económico.» .
Se acusa a Peñaillo y a Arenas, se acusa al populismo de la Presidenta, se acusa a aquellos que pensaban que lo imposible era sólo una frase, se acusa de dejarse impresionar por «la calle» y no escuchar al consejo de ancianos. Se acusa, finalmente, a todo que lo que huela a desviacionismo de la disciplina económica férrea (en forma curiosamente similar argumentaba el stalinismo contra sus enemigos).
¿A qué nos recuerda ese discurso?
Dichas retóricas son de las típicas argucias del conservadurismo: la reforma soluciona X pero afecta negativamente Y y Z (aquello que el economista Albert Hirschman llamaba la tesis del riesgo). O peor, la reforma busca solucionar el tema, pero en tanto afecta el crecimiento económico termina minando su propio objetivo (tesis de la perversidad).
Frente a ello, la Nueva Mayoría ha recibido el golpe y ha aceptado la hipótesis triunfante. Se agacha su cabeza y se dice: «quizás sobrestimamos la capacidad del Estado y del sistema político de procesar reformas estructurales tan profundas [sic] como las que estamos planteando en un periodo tan breve de tiempo», como el ministro Díaz; «no hicimos el cálculo adecuado y ahora todos tenemos que apechugar» sentencia el senador Lagos Weber, mientras que Gútenberg Martínez, no sin antes expresar una leve sonrisa, termina sosteniendo, «todos sabíamos que no se iba a poder» .
Andrés Zaldívar celebra, el PC termina sosteniendo que defenderá las reformas que su propia coalición han dado por muertas, pero el resultado es el mismo:
una abdicación generalizada de las ya tímidas reformas de la Nueva Mayoría para ‘salvar’ al crecimiento, su dinamismo y modernización. El Qué Pasa respira, por fin, tranquilamente: «los economistas vuelven a tomar la batuta» sentencia.
¿Pero qué sucede si la historia es justamente al revés?
Mal que mal, lo directamente observable no tiene por qué reflejar la esencia de las cosas, nos recordaba una y otra vez Marx. La hipótesis reinante puede ser complaciente pero, sobre todo, es falsa.
El enfriamiento de la economía nacional desde fines del 2012 tiene menos que ver con la contingencia de reformas tibias e indoloras negociadas previamente con el empresariado (¡que dejaron, desde el comienzo, intacta la situación del cobre y las AFP!) como con factores exógenos (el FMI estima un crecimiento para este año será del 2.1% para América Latina, 0.1% para Argentina, -1.5% Brasil, y 2.5% para EEUU), entre las que destaca para nuestro país la disminución del crecimiento chino y su negativo impacto en el pilar de nuestro régimen (el precio del cobre) y en las exportaciones en general, y factores estructurales internos, como una mediocre productividad, exclusión permanente de la Pyme de las ventas totales, y creciente endeudamiento/precariedad de las fuerzas de trabajo.
Y es que, ante el fin de la respiración artificial del régimen (la bonanza del precio del cobre), podemos observar las reales fuentes de dinamismo de nuestro régimen de acumulación: el engranaje que articula el extractivismo en el circuito exportador (recursos naturales con bajo nivel de procesamiento, tal como hace cuarenta años), el endeudamiento a manos de la banca y del retail en el mercado interno (así podemos consumir como clase «media» sin salir de la precariedad, un perfecto keynesianismo financiero) y el oligopolio comercial (desplazando a la Pyme y presionando a la desindustrialización).
Weber denominaría lo anterior como un capitalismo político y especulativo, Prebisch como un capitalismo periférico. Mayol y yo, bebiendo de ambos maestros del la economía, lo denominamos acumulación rentista dependiente.
Aquél régimen ha vivido permanentemente en base a respiraciones artificiales: de 1975 a 1982 en base al endeudamiento internacional, entre 1990 y 1998 respiró en base a un flujo masivo de IED hacia sectores extractivos y comerciales, y desde el 2003, logró sobrevivir, como demuestra el profesor Gabriel Palma, en base al boom del precio del cobre.
Ninguno de esos ciclos duró lo que esperaban sus acólitos, ninguno construyó una matriz productiva que hiciera viable un crecimiento sostenible en el largo plazo, ninguno cumplió su propia promesa.
El actual debate ha invertido los términos: no es el fracaso de las reformas estructurales que, al trastocar los engranajes del mercado, afectan al motor dinámico de la economía, sino el fracaso de la excesiva timidez de las reformas y su incapacidad de afrontar el hecho básico: hoy por hoy, para construir el Estado de Bienestar que anhelan, se deben hacer reformas muchísimo más radicales que alteren no sólo la estructura distributiva, sino que intervengan en el plano más importante del poder social contemporáneo: la matriz productiva.
No se puede soñar con un Estado de Bienestar de primer mundo con una estructura productiva de tercer mundo. Los peligros de aquella utopía son inmensos: tal como en el siglo XX se pensó que se podía lograr la industrialización sin tocar la hacienda, para no tener que lidiar con el conflicto político que aquello implicaría, la centro-izquierda hoy optó por pensar que se podría modificar la estructura distributiva y social sin intervenir en la esfera productiva (sin tocar el cobre, sin políticas industriales, sin coordinar inversiones desde el Estado, etc.).
Ambos procesos fracasaron, no por su utopismo y radicalidad, como sostiene la derecha, sino por el contrario, por su falta de radicalidad política, por no asumir que si de bienestar social se trata, se requiere modificar radicalmente su piso productivo (interviniendo en el núcleo del poder del capital).
De esta forma, Pinto vuelve a la palestra: el frágil crecimiento frena las posibles reformas que demanda la población. La elite dirigente ha asumido su propia derrota, su falta de audacia ha implicado que reduzcan el avance de reformas para adecuarlo al ritmo del crecimiento rentista.
Ya Robespierre decía «El que pide con timidez se expone a que le nieguen lo que pide sin convicción». Hoy observamos no el fracaso de las reformas, sino el fracaso del reformismo.
(*) PhD (c), Estudios de Desarrollo, Universidad de Cambridge.
Fuente: El Mostrador