Este escrito no pretende establecer una nueva verdad histórica sobre los hechos de 1988. Más bien pretende desmontar el relato que da sentido al concepto “Transición”.
La herramienta relato, por su naturaleza, es construida a posteriori. Explica los hechos del pasado, no siendo necesario que sea verdadero, sino simplemente creíble. El relato de la Transición es una de las principales fortalezas de que sea creíble como proceso histórico. Por lo mismo debemos criticarlo, porque seguir leyendo la historia de Chile en la clave de una democracia que superó y derrotó a la Dictadura es seguir pensando este presente según las posibilidades de sus dominantes. Debemos criticar el concepto para elaborar una crítica radical al orden social del presente.
El plebiscito de octubre de 1988 se presenta como un evento espectacular en la memoria política de los chilenos. Su presencia es central. Es tan así, que hasta la otrora públicamente pinochetista derecha chilena elige un día como el 5 de octubre para lanzar su nueva “marca” (como se dice en estos tiempos de política reducida a la mercadotecnia electoral). Pero los chilenos, sobre todo aquellos más identificados con el “No”, rara vez se detienen en el origen y significado político del plebiscito.
En simple, el plebiscito de 1988 estaba definido en el itinerario de instauración de la Constitución de 1980. Desde la entrada en vigencia de dicha Constitución, el 11 de marzo de 1981, se estableció un período de transición dirigido por el, desde ese momento, Presidente Augusto Pinochet. Ese período debía durar lo mismo que una presidencia normal, es decir, ocho años según el texto original, y al finalizar debía realizarse un plebiscito respecto de la figura que propusiera la Junta Militar para dirigir el Gobierno.
El plebiscito debía hacerse noventa días antes de que finalizara el período presidencial, vale decir, antes del 11 de diciembre de 1988. Fue de tal manera el cumplimiento de una hoja de ruta definida en 1980, que la fecha fijada para cumplir el plazo, el 11 de marzo, y que es la fecha de inauguración de cada nuevo presidente hasta el día de hoy, desde Pinochet en adelante, es 6 meses después del 11 de septiembre.
El plebiscito constituyente fue el 11 de septiembre de 1980, y seis meses más tarde debía comenzar el primer período presidencial constitucionalmente fijado de Pinochet (y con él la vigencia misma de la Constitución de 1980). No hay ruptura alguna en el itinerario electoral, hasta su normalidad total actual, desde aquel entonces. Desde esta perspectiva, sería posible contar la historia de la democracia chilena contemporánea sin las jornadas de protesta, sin la crisis de los ochenta y sin la epopeya autofelicitatoria del cinco de octubre de 1988.
Podríamos simplemente narrar cómo el itinerario fijado por Jaime Guzmán y protegido por los sanguinarios matones de Pinochet se cumplió a la perfección. Que tal y como estaba dicho, ocho años después de 1980, los chilenos se comportaron acorde lo esperaba la Constitución: participando como votantes y masa encuestable en política, haciendo lo único que podían hacer en los estrechos marcos del Chile de después de la matanza.
La mayoría simplemente desconoce el hecho de que el Plebiscito no fue ninguna concesión arrebatada a punta de movilización / negociación a los militares, sino parte del itinerario mismo de consolidación del régimen de 1980. Estaba contenido en el escrito original de la Constitución de aquel año el que el plebiscito se realizase.
Los que son demasiado inteligentes o cultos como para obviar ese elemento, en su mayoría han callado. Con mucha claridad, deben intuir que resaltar aquello sería darle un argumento al pinochetismo y a la permanencia de la Constitución de 1980. También sería reconocer el carácter problemáticamente contradictorio del acontecimiento plebiscito: se derrotó a Pinochet, con una carga emocional inmensa para el bando que triunfó en dicho plebiscito, a la vez que se confirmaba el orden social cuya construcción el mismo General había dirigido. Pero sobre todo, la razón que más pesa para el mantenimiento del mito “antidictatorial” del plebiscito de 1988 es que es el momento cero, puro, de la clase política que administra este presente.
La negación u oscurecimiento del carácter sistémico del acontecimiento plebiscito, y la consiguiente valoración política del mismo, ha permitido mantener dos mitos y un relato de vulgata sobre el acontecimiento plebiscito.
El primer mito es que el plebiscito se habría impuesto a la Dictadura a través de la movilización social. La versión de derecha del mismo mito establece que sería el resultado de una negociación y movilización ciudadana. El sitio memoriachilena.cl, por ejemplo, sostiene en su minisitio dedicado al acontecimiento que “La gran movilización social protagonizada por la oposición, finalmente forzó al gobierno militar a llamar a un plebiscito para el 5 de octubre de 1988”.
Eso no sucedió así. Como ya indicamos, el evento de 1988 no fue forzado, estaba previsto y explícitamente fechado con casi tres años de anterioridad a que comenzasen las protestas masivas contra la Dictadura (1983 – 1986). A lo más, las movilizaciones pudieron haber impedido que Pinochet se negara a cumplir su propia Constitución, pero no hay pruebas de ello antes de la noche del 5 de octubre de 1988.
El segundo mito que se perpetúa tras el oscurecimiento del carácter político del plebiscito de 1988, es que el plebiscito habría impedido una extensión de la Dictadura. En 2013, Andrés Zaldivar sostuvo: “nosotros con un lápiz y un papel derrotamos a la dictadura […] Esa fue la tarea de toda la gente, de muchos anónimos que incluso arriesgaron su integridad física por la persecución que había por parte de la dictadura”.
La derrota de la Dictadura era imposible en sus propios marcos. La Dictadura no fue derrotada en 1988, más bien fue derrotado uno de sus bandos, el militar, que trató de mantener el gobierno en la figura de Pinochet. La Dictadura, vale decir, la coerción organizada que posibilitó el orden social contenido en la Constitución de 1980 y su consecuente forma Estado, alcanzó su madurez política, retirándose a su propio ritmo, dejando el espacio que ocupaba hasta entonces al consenso en el centro de la política, o sea, a la pax neoliberal de los años noventa.
Estos dos mitos sostienen un relato, hegemónico aunque con grietas visibles, sobre el sentido histórico del plebiscito: El plebiscito fue una conquista de la lucha opositora, y que una vez impuesto y realizado, fue la forma civilizada de derrotar a la Dictadura.
El hecho de que desde 1988 en adelante se redujera notablemente el terrorismo de Estado confirmó este relato. No era algo menor: la restauración de ciertas garantías mínimas a la vida desde 1990 es algo que debe valorarse. Pero así y todo, ese relato no es cierto en sus dos contenidos fundamentales: el plebiscito no fue ni una conquista de la lucha social ni una derrota de la Dictadura.
A partir de dicho mito se ha sostenido toda una periodificación del Chile reciente. Se considera que desde 1973 existió una Dictadura cívico-militar, que se terminó en el bienio electoral de 1988-89, en que por la vía electoral se impusieron los gobiernos civiles. En algún momento entre 1988 y 1990, habría comenzado la Transición, proceso que, como su nombre lo indica, abrió un proceso normalización democrática. Esta transición se ha hecho permanente, generando un problema de situación histórica que no es fácil de resolver.
A la luz de la crítica histórica planteada en párrafos anteriores, esa periodificación no es sostenible. Sirve únicamente para resaltar las diferencias entre la Dictadura y los gobiernos civiles, diferencias que existen y son reales mas no fundamentales; mientras, se ensombrecen los elementos de continuidad entre uno y otro período. La más importante de estas continuidades es obvia: la Constitución, y por tanto el Estado, creada para los intereses de los vencedores de 1973.
El problema que se abre, entonces, es respecto a las consecuencias políticas que tiene la aceptación de esta periodificación. La primera y más importante es la aceptación de las permanencias que no se rompieron en 1988: la Constitución, el orden económico, el sistema de relaciones laborales, el autoritarismo político centralista, el rango especial de ciudadano de los militares, la sombra del terrorismo de Estado como amenaza a la desobediencia civil, etc.
La segunda es que permite un juego de organización dicotómica de la política —”el país del sí y el no”— en que todo aquel que por lo menos no defienda a los “vencedores” de 1988, al bando del No, está de inmediato de parte de los “del Sí”. La archimencionada equivalencia de políticas estructurales entre los partidos de derecha y los de la Concertación es la más patente demostración de este encierro de la pequeña política en la imperceptible continuidad de la gran política de la Dictadura: el orden social neoliberal.
Por tanto, a pesar de toda carga mítica y emocional de quienes de verdad lucharon contra la Dictadura y arriesgaron sus vidas en ello, del recuerdo rebelde de quienes perdieron un amigo o un familiar intentando echar abajo una tiranía desalmada, no se puede ubicar a 1988 como una jornada heroica que coronó una lucha de años sin faltar a la verdad de los hechos.
El lugar de 1988 puede ser ensayado como una liturgia cívica que confirmó el orden presidencial iniciado en 1980. A su vez, 1980 debe ser ubicado como el cierre del ciclo aniquilador del Chile popular que protagonizó el trienio revolucionario de 1970 – 1973.
Así, 1988 sería el doble opuesto de 1970. Mientras el segundo año rememora el ascenso de los intereses populares al gobierno, el primero es el hecho espectacular que marca su salida permanente de la política. Toda la épica que satura los relatos de la lucha contra la Dictadura no es sino una forma positiva de ver las penosas condiciones en que el bando popular y socialista debió resistir al intento de su exterminio. Incluso, la formación de grupos armados y sus ataques mortales a la Dictadura, que sin duda significaron una transformación importante en el antagonismo popular, no fueron un cénit de ningún proceso de politización ni el mejoramiento de la posición popular en las correlaciones de fuerza de aquellos años.
Más bien, fue un signo de la debilidad de la lucha de masas y la imposibilidad de que los partidos de izquierda pudieran actuar desde la clase trabajadora, acompañados de la diversidad subalterna, intentando copar espacios del Estado, lo que sí fue posible en 1970. Si 1970 marcó el ascenso del protagonismo popular, 1988 marcó su salida voluntaria, su disolución en votantes contemporáneos, o lo que es lo mismo, consumidores individuales.
El 5 de octubre de 1988 fue un día en que las masas inauguraron los nuevos límites del Estado, reconciliándose con las urnas después del plebiscito fraudulento de 1980. Constituyó la graduación del pinochetismo para actuar en el mundo contemporáneo, en el siglo XXI, con elecciones y presidentes de corbata en lugar de uniforme.
El pinochetismo demostró en 1988 y 1989 (con una breve actualización democrática de las formas más notoriamente autoritarias de la Constitución, de por medio), que podía resistir la democracia electoral y parlamentaria sin estremecerse, pues los cimientos de la dominación que había creado no estaban en juego.
Probaron que aunque enviasen a todo el personal de la Dictadura a prisión por robo y terrorismo, el orden social construido con sus crímenes se mantendría intacto. 1988 no sólo no fue una derrota de la Dictadura, sino la confirmación de su perfecto funcionamiento en formas democráticas liberales, la prueba de fuego para su eternización en la aceptable paz parlamentaria occidental.
El problema no es sólo acerca de cómo contamos la historia, cómo definimos las fases e hitos de paso. Como cualquier problema histórico, es sobre todo un problema de crítica al presente. En este caso, es acerca de dónde situar el origen de la Transición, la forma de orden político que hoy se cuestiona: ¿en 1973 o en 1980 o en 1988?.
Pero la pregunta no considera que los tres años en realidad marcan una sucesión de hechos en el marco de un mismo proceso: la destrucción del orden social previo a 1973 que permitió los hechos revolucionarios de 1970 – 1973, la conformación e instauración de un nuevo orden social, y, por último, la consagración espectacular, en un evento cívico de masas, de ese orden social y su unción en naturaleza, en permanencia incuestionable; en fin, en consenso.
Por tanto, en la medida que no se cuestiona 1988, no puede cuestionarse 1980, pues considerar positivamente el primer evento significa aceptar que el orden social del pinochetismo es legítimo, que sus formas más terribles pueden mejorarse sin modificar sus bases fundamentales.
Y esto es porque 1988 es un epifenómeno en el proceso. El acontecimiento histórico es 1980. 1988 debe ser revalorizado subestimando su carácter político definitorio y sobreestimando su carácter espectacular. Vale decir: Se debe releer 1988 como un evento de escaso impacto político en la forma de Estado y de fuerte impacto en la construcción de consenso en torno a dicha forma.
No es fácil realizar esta crítica a 1988, puesto que su memoria mítica es fuerte, sobre todo en la izquierda (y es justo que así lo sea). La extendida convicción de que el origen de 1980 es ilegítimo no ha impedido que la Constitución opere y siga normando las vidas de todos por ya treintaicinco años, y que su evento consagratorio sea celebrado como un triunfo de la izquierda, y más allá, de la democracia. Su defensa, como ya dijimos, no es coherente, pero reside en una red de intereses corporativos y de clase que no son fáciles de descomponer y que, precisamente porque son intereses materiales, son inmunes a su propia incoherencia discursiva: más bien, terminan siendo más potentes que la verdad histórica.
Así, se hace evidente que el concepto de “Transición” no sirve. La transición no transita hacia ninguna democracia superior o post-neoliberal. La palabra ya no se corresponde con su significado, pues se ha historizado y ahora responde al período: se convirtió en un sustantivo. Por tanto, debemos partir por ahí y seguir con la crítica a la separación de períodos en 1988. Sea como sea que llamemos al período iniciado con la Constitución de 1980, es ahí donde debemos situar el inicio de este presente.
Esto se debe a que desde ese año, existe un nuevo tipo de marco jurídico para el funcionamiento del Estado que hasta ese entonces existía de hecho, en lógica de guerra civil, expresivo de un pacto social recién asentado en el poder. Más aún, marca también la confirmación de un sistema económico protegido y auspiciado por ese marco jurídico y esa forma de Estado. Y, por último, 1980 es el inicio de funciones de un sistema de sucesión y representación política en forma, que lleva ya treintaicinco años de funcionamiento.
Fuente: Red Seca
http://www.redseca.cl/?p=5895