lunes, mayo 6, 2024
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La Genealogía Atlántica de la Noción de Derechos Humanos: Hegemonía Burguesa y Colonialismo

La noción de derechos humanos es uno de los insumos más preciados del discurso público contemporáneo; al menos, en las naciones occidentales y occidentalizadas.

Quizás la mejor demostración de ello sea el hecho de que los herederos políticos e ideológicos de grupos alguna vez denunciados como opositores a los derechos humanos –piénsese en las agrupaciones que se oponen a la autonomía sexual y reproductiva de la mujer, o en quienes insisten en denegar un trato igualitario a las parejas del mismo sexo– han comenzado a recurrir insistentemente a dicha noción, y a aplicaciones de ella más específicas como la idea de no discriminación, para defender sus posiciones.

¿Es este desarrollo reciente una contradicción con el sentido político de la noción de derechos humanos? ¿O hay algo en la idea misma, o al menos en su genealogía, que presagie dichas utilizaciones hegemonizantes, opresivas? Quisiera aquí explorar esta última posibilidad.

El concepto de derechos humanos nos ofrece estándares de aplicabilidad universal para evaluar la corrección de la conducta no sólo de la autoridad política sino de todo sujeto con capacidad de agencia moral. La formulación contemporánea más relevante de esta noción es la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1945, suscrita por las Naciones Unidas como su documento fundante.

En su origen inmediato, este es un texto cuya estructura y contenidos reflejan no sólo el propósito elevado de proclamar ciertos estados de cosas como titularidades pertenecientes a todos los integrantes de la humanidad por el sólo hecho de ser tales, sino también el de ofrecer a todas las potencias que emergieron victoriosas de la II Guerra Mundial un documento que les resultase aceptable. Pero en sus orígenes mediatos, más remotos, se encuentra una praxis institucional de redacción de declaraciones de derechos propia del ámbito atlántico, para emplear una denominación geopolítica y geocultural consolidada por el historiador J.G.A. Pocock.

Una enumeración sin pretensiones de comprehensividad señalaría, entre los textos que integran esta praxis, las declaraciones de derechos de Francia (1789), Massachussets (1780) y Virginia (1776). Desde luego, es necesario distinguir estas declaraciones de la de 1945 en cuanto aquellas, a diferencia de ésta, no tienen literalmente pretensiones de aplicabilidad universal; al igual que cualquier constitución contemporánea, ellas presuponen como su contexto de aplicación la unidad política estatal.

Pero al igual que las constituciones contemporáneas, las declaraciones de derechos atlánticas emplean una textura discursiva de carácter universalista; por ejemplo, las ya mencionadas declaraciones de 1789, 1780 y 1776 declaran por igual, en similar lenguaje, cada una de ellas en su primer artículo o sección, que todos los hombres nacen libres.

Ahora, es importante distinguir estas declaraciones atlánticas de una praxis anterior, bajomedieval, expresada en documentos como la Magna Carta inglesa de 1215 o las cartas de población y fueros característicos de la península ibérica. Estos documentos bajomedievales, sin duda, constituyen un antecedente histórico de la praxis atlántica de declaraciones de derechos de pretensiones universalistas; pero también evidencian significativas diferencias.

Los documentos bajomedievales, como podría con razón decirse también de las declaraciones atlánticas, tienen un contexto histórico que explica su adopción; contexto expresado en correlaciones coyunturales de fuerza que llevaron a que determinados actores produjeran estos documentos. Mientras la Magna Carta, al igual que otros documentos como las Provisiones de Oxford (1258) y las Provisiones de Westminster (1259), es una conquista de los barones ingleses frente a una monarquía debilitada por las guerras en Francia, la praxis de las chartae populationis ibéricas se inserta en la necesidad de repoblar territorios arrancados al dominio musulmán.

Pero los documentos bajomedievales se distinguen de las declaraciones atlánticas en que la redacción de los primeros, y por ello la conceptualización misma de su objeto, revela las estructuras de poder que les sirven de contexto. Así, por ejemplo, en la Magna Carta de 1215 encontramos a “John, por la gracia de Dios, rey de Inglaterra” otorgándole “a todos los hombres libres de nuestro reino” las libertades y prerrogativas que allí se indican.

Por su parte, en uno de los primeros documentos forales ibéricos, la Carta Puebla de Brañosera de 824, vemos al conde Munio Núñez delimitando un territorio y obligándose a reconocerle a cinco jefes de familia –“a Valerio y Felix, a Zonio, Cristuevalo y Cervello”– beneficios que hoy en día caracterizaríamos como derechos de propiedad y beneficios tributarios. En ambos ejemplos tenemos a detentadores del poder reconociéndole titularidades a destinatarios claramente especificados; los documentos bajomedievales, entonces, se entienden a sí mismos como concesiones de beneficios o privilegios a destinatarios determinados o determinables. No hay en ellos, como sí ocurre en textos atlánticos como la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776, esfuerzos por proclamar “verdades autoevidentes” de alcance universal.

Lo que diferencia a la praxis bajomedieval de la praxis atlántica es que la matriz ideológica europea se ha desplazado desde un particularismo que reconoce que el contexto de producción de su derecho público es también su contexto de aplicación, hacia un universalismo que borra de su discurso iuspúblico las trazas y vestigios del contexto crático que le ha producido; de las relaciones de poder que le sirven de condición de posibilidad. Identificar a los intelectuales que dieron forma a esta transformación ideológica no es difícil; se trata tan sólo de establecer líneas de influencia en un diálogo intergeneracional cuyo momento más explícito es la Ilustración, pero que se inicia incluso antes del siglo XVIII.

El imperativo categórico kantiano de tratar a todos los seres racionales como miembros del reino de los fines, y la concepción unitaria del sujeto de derechos de Christian Wolff, fueron precedidos, y hechos posibles por, las reflexiones de John Locke y Thomas Hobbes sobre los derechos naturales del hombre, influenciadas por la apropiación que Hugo Grocio hizo de las ideas de Francisco de Vitoria sobre el ius gentium, es decir, sobre el trato debido entre integrantes de unidades políticas distintas, mutuamente ajenas.

La pregunta fundamental de Francisco de Vitoria, y que responde en su exposición De Indis (1532), es cómo justificar moralmente el trato que los españoles dan a los habitantes de los territorios recientemente descubiertos; particularmente, cómo justificar la conquista de dichos territorios y el sometimiento de sus habitantes.

La respuesta de Vitoria, precisamente, hace uso de este registro conceptual aparentemente tan moderno; la idea de titularidades que pertenecen a todo ser humano por el solo hecho de ser tal. No son las bulas papales, como pretendía la Corona española, ni mucho menos la superioridad de la cultura europea, como sostenía Juan Ginés de Sepúlveda, lo que justificaba la conquista de América.

La única justificación aceptable a la luz del derecho de gentes, “que es derecho natural o se deriva del derecho natural” dice Vitoria, es aquella que se sustenta en el deber de protección que la Corona española le debe al derecho de sus súbditos a transitar y comerciar libremente en suelo americano; libertades que se verían amenazadas en ausencia de –digamos con Hobbes– un “poder común que los atemorice a todos”, o, más específicamente, que atemorice a los pueblos originarios de América.

En palabras, esta vez, de Vitoria, “[l]os españoles tienen derecho a viajar y permanecer en aquellas provincias, mientras no causen daño, y esto no se lo pueden prohibir los bárbaros”; y “[e]s lícito a los españoles comerciar con ellos, pero sin perjuicio de su patria, importándoles los productos de que carecen y extrayendo de allí oro o plata u otras cosas en que ellos abundan; y ni sus príncipes pueden impedir a sus súbditos que comercien con los españoles, ni, por el contrario, los príncipes de los españoles pueden prohibirles el comerciar con ellos”. Y, concluye Vitoria:

    «Si los bárbaros quisieran privar a los españoles de las cosas manifestadas más arriba, que les corresponden por derecho de gentes, como el comercio. o las otras que hemos declarado, los españoles deben ante todo, con razones y consejos, evitar el escándalo, y mostrar por todos los medios que no vienen a hacerles daño, sino que quieren amigablemente residir allí y recorrer sus provincias sin daño alguno para ellos; y deben mostrarlo, no sólo con palabras, sino con razones, conforme a la sentencia “Es propio de los· sabios experimentar las cosas antes que decirlas.” Pero si, a pesar de ello, los bárbaros no quieren consentir, sino que apelan a la violencia, los españoles pueden defenderse y hacer lo que sea conveniente para su seguridad, ya que es lícito rechazar la fuerza con la fuerza. Y ·no sólo esto, sino también, si de otro modo no están seguros, pueden amunicionarse y construir fortificaciones; y si se les inflige injuria, pueden con la autoridad de su príncipe vengarla con la guerra, y usar de los demás derechos de la guerra».

Las raíces intelectuales del propio Vitoria se remontan más atrás, a la síntesis que Tomás de Aquino hace entre aristotelismo y cristianismo, así como a la apropiación que los juristas de Boloña comienzan a realizar en el siglo XI de las categorías jurídicas románicas codificadas en el Corpus Iuris Civilis.

Pero el alumbramiento del universalismo atlántico ocurre con Vitoria. Y esto es significativo, pues nos sugiere interesantes cosas respecto al contexto histórico en que aquel universalismo se convierte en la ideología oficial de la modernidad, al tiempo que hace un sugerente anuncio respecto a la función que dicha ideología desempeñará respecto de las relaciones de poder históricamente existentes.

En primer lugar, el contexto histórico que demanda la atención de Vitoria consiste en el “descubrimiento” europeo de un mundo más allá de lo conocido por los antiguos romanos. Carl Schmitt caracterizó este evento como “la más honda y trascendental transformación de la imagen planetaria del mundo de que tenemos noticia en la historia universal” y afirmó que “[n]o es excesivo afirmar que todas las esferas vitales, todas las formas de existencia, toda clase de fuerzas creadoras humanas, arte, ciencia y técnica, han participado de aquel nuevo sentido espacial”; específicamente, en lo que aquí nos concierne, concluyó que “[t]odo lo que se ha caracterizado como supremacía racional del europeo y del racionalismo occidental, surge entonces con impulso irresistible”.

El momento en que se constituye el espacio atlántico, precisamente, es un momento eurocéntrico en tanto que colonial; la demostración de la vocación europea de imponer sus categorías, su concepción del deber ser –en este caso, del ius gentium vitoriano– al resto del globo terráqueo. El descubrimiento y conquista es un momento de construcción de pretensiones de prevalecer de manera universal a partir de la especificidad de un grupo humano o, lo que es lo mismo, de hegemonía.

En segundo lugar, y también en relación con el contexto histórico vitoriano, así como con el contenido mismo de su justificación de la conquista, es de notar cuál es el interés que legitima la intervención colonial de la autoridad estatal europea: la libertad de comerciar.

El descubrimiento y conquista de América, así como de la ruta que circunvala África y conecta con el sudeste asiático, fue en un primer momento una empresa financiada por particulares; tan sólo una vez que aquellos demostraron la rentabilidad de la misma, pasaron las coronas española, en América, e inglesa, en la India, a darle un carácter directamente estatal a dicho proyecto colonial. La hegemonía que anuncia Vitoria no es, entonces, una hegemonía de naciones, de proyectos colectivos dentro del ámbito europeo; es, más restringidamente, una hegemonía de la naciente clase constituida en torno al comercio, una hegemonía burguesa.

Finalmente, ¿qué es lo que sugiere el discurso vitoriano en cuanto a la función que la ideología universalista atlántica desempeñará en la modernidad? Simple: que tal universalismo servirá para esconder relaciones de dominación y sometimiento, relaciones asimétricas de poder. ¿Es igualmente legítimo, para Vitoria, que los príncipes de los “bárbaros” invadan y conquisten España para garantizar el derecho de sus súbditos a circular y comerciar?

Vitoria ni se formula, ni se responde tal pregunta; quizás, porque no es necesario. No es necesario recurrir a la contrahistoria del liberalismo de Domenico Losurdo para saber que dicha ideología ha servido históricamente para justificar la esclavitud y la opresión; basta con recordar que, como reza festivamente aquella canción popular, “el galeón español llegó, dejando una estela en el mar; al aire su bandera, su estampa señera, tu mundo ha de conquistar”.

La conclusión, evidentemente, no es, ni debe ser, un historicismo simplista que resuelva abandonar la noción de derechos humanos debido a sus orígenes. El potencial emancipador, o al menos crítico, de la noción de derechos humanos quedó claro a través de su invocación, por ejemplo, en la lucha contra las dictaduras promovidas por el colonialismo norteamericano en América Latina.

Pero lo que sí nos dicen los orígenes atlánticos –esto es, igualmente colonialistas– de la noción de derechos humanos, es que ellos no pueden ser aceptados sin más, de manera acrítica, por un discurso y una acción que se entiendan a sí mismos como contrahegemónicos o, más bien, como catalizadores de una nueva hegemonía en que los subalternos pasen a ser los constructores de nuevas universalidades.

Fuente: Red Seca
http://www.redseca.cl/?p=5879

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