El pasado 20 de junio el presidente chileno, Sebastián Piñera, anunció los detalles de la primera sesión de la Convención Constitucional. La fecha elegida por las autoridades ha sido el próximo 4 de julio, coincidiendo con los 210 años de la instalación del Primer Congreso Nacional.
Pero cuando faltaba apenas una semana para la sesión inaugural, 20 convencionales pertenecientes a las primeras naciones publicaron una declaración en la que denuncian la negativa del gobierno a una serie de requerimientos relativos a su cosmovisión.
Por un lado, la machi Francisca Linconao solicitó consideraciones mínimas para su rol de autoridad ancestral del pueblo mapuche, de acuerdo al ejercicio de sus derechos culturales y lingüísticos, como asistir junto a su Zugu Machife y a su Yancan, personas encargadas de acompañar a la machi a ceremonias; mientras que Isabella Mamani, perteneciente al pueblo aymara, anunció que realizaría una ceremonia ancestral, por lo que ambas representantes necesitan que el gobierno entregue las facilidades para realizar sus ritos tradicionales y poner a su disposición intérpretes para sus respectivos idiomas.
Sin embargo, los 20 convencionales indígenas acusaron a Francisco Encina, secretario técnico y representante del gobierno ante la Convención, de falta de voluntad ante estos requerimientos, exigiendo su renuncia y aseguraron que “de no cumplir esto pone en riesgo la asistencia y participación de las primeras naciones en la ceremonia de instalación». Encina se excusó en el límite del aforo permitido para la ceremonia producto de la restricciones sanitarias por el COVID-19.
Parece una duda legítima preguntarse por qué el gobierno responde reacio a este requerimiento apelando a medidas impuestas por la pandemia, cuando ha sido el mismo gobierno quien se ha negado a aplicar planes más estrictos propuestos por especialistas, abriendo centros comerciales que no son de primera necesidad en defensa de la libertad económica.
La respuesta se pierde bajo el cinismo que disfraza un racismo transversal y estructural, en donde se le exige tolerancia y adaptación a una de las partes, pero se limita a una imposición de identidad homogénea que exige de manera urgente un cambio de paradigma para no quedar desfasado en los tiempos que vivimos.
Los resultados de las megaelecciones celebradas hace un poco más de un mes sorprendieron sobre todo a la clase política y a los medios de comunicación del establishment que pocas veces hicieron eco del ambiente que se vivía en las asambleas, cabildos y encuentros ciudadanos autoconvocados desde el estallido social de octubre de 2019.
Asegurar cupos para pueblos originarios dentro de la convención no fue solo una exigencia transversal a lo largo y ancho del país, sino también una deuda histórica, cuya factura se cobraría tarde o temprano al Estado de Chile. Pero se trató de una conquista, no de un favor.
Las y los representantes indígenas que han luchado por años para ser reconocidos han tenido que invertir tiempo y ganas en aprender lo que por más de dos siglos el Estado chileno definió como identidad cultural: costumbres, tradiciones —en su mayoría, totalmente ajenas a sus paradigmas ancestrales—, bailes, efemérides y, por supuesto, el idioma.
Desde la comodidad del poder, el representante del gobierno llama “esfuerzos” a aquello que está reconocido en tratados y convenciones internacionales que Chile ha suscrito, como el 169 de la Organización Internacional del Trabajo o la Declaración dela Organización de las Naciones Unidas sobre Derechos de Pueblos Indígenas.
En un año marcado por elecciones populares y con una primaria presidencial dentro de dos semanas, el país ha visto desfilar por la televisión a decenas de candidatos que a la hora de dirigirse a sus posibles votantes no solo repiten discursos de inclusión, sino que además ponen énfasis y en un gesto algo impostado se refieren a “nuestros pueblos originarios”.
Hace apenas unos días Joaquín Lavín, uno de los candidatos a la presidencia, militante del partido de derecha Unión Demócrata Independiente, participó en un debate televisivo donde se le preguntó sobre los pueblos originarios. Lavín respondió con un saludo en mapudungun, lengua mapuche, para terminar insistiendo en la idea de reforzar militarmente la zona de la Araucanía.
Tampoco han sido pocos los candidatos que han aparecido ataviados con vestimentas tradicionales posando para las fotos como si se tratara de un disfraz que por un acto de magia les entrega el don de la interculturalidad pero que, sin embargo, el resto del año sus coaliciones políticas votan en contra de leyes o iniciativas que reconocen más derechos para los mismos.
Lejos de la postal o el paternalismo, esta Convención Constitucional le entrega a Chile la posibilidad de cambiar el paradigma. El racismo normalizado debe dar paso al reconocimiento de un “otro” que ahora también tiene acceso a disputar el poder no sólo para cumplir con una cuota simbólica.
Las instituciones en su conjunto deben cambiar la narrativa folclórica que hasta ahora ha caracterizado el discurso oficial del Estado chileno, bajo la idea de que “son grupos sociales y culturales con vínculos ancestrales con la tierra. Poseen costumbres y tradiciones propias que enriquecen la cultura nacional”, como se lee en el glosario preparado para la convención.
Por estos días, el nombre de Elisa Loncón, académica, lingüista y profesora de inglés y mapudungun, suena fuerte como candidata a la presidencia de la Convención Constitucional. Que este proceso inédito en la historia de Chile sea liderado por una mujer indígena que además reivindica su lengua y su cultura, sería una señal potente lejos de las actitudes y políticas condescendientes que han marcado las últimas décadas.
Expertos constitucionalistas y cientistas políticos han explicado en reiteradas ocasiones la importancia de que la convención se desarrolle de forma transparente y participativa, pues su éxito dependerá de la legitimidad que logre ante la sociedad en su conjunto.
Incluir a los pueblos originarios en la redacción de una nueva Constitución es apenas un gesto de inclusión a medias y, al igual que una verdad a medias, puede terminar siendo una mentira.
(*) Corresponsal y reportera freelance en Chile, además de cofundadora de www.revistalate.net y www.mediambiente.cl . Actualmente es Bertha Fellow 2020-21.