por Armando B. Ginés.
Cuando hablamos de guerra pensamos en muertos, heridos, mutilados, huérfanos, prisioneros, fusilados, torturados y gentes desplazadas a la deriva, hambre y severas secuelas físicas y psicológicas.
Esto es, lo asociamos con el horror máximo, la destrucción de países, hogares, infraestructuras y vidas que jamás podrán desarrollar su potencial humano.
En efecto, los fríos datos históricos dan fe que, en la Segunda Guerra Mundial, incluida la disputa bélica entre China y Japón, murieron más de 70 millones de personas, por encima de 19 millones de la URSS y unos 13 millones de nacionalidad china. Primera Guerra Mundial, alrededor de 10 millones de seres humanos muertos violentamente.
En las contiendas de Iraq de este siglo, hasta 2011, 2,5 millones de personas: por cada soldado occidental caído en batalla, 24 ciudadanos iraquíes civiles fueron muertos por las balas del mundo rico.
Por otra parte, en 2016 se registraban más de 65 millones de personas desplazadas de diversos territorios en conflicto en busca de pan, agua y techo huyendo del terror y de las represalias de los vencedores de la guerra. Hemos recogido las estimaciones más bajas de diferentes fuentes.
El recuento de cadáveres también es un asunto político de primera magnitud que intenta esconder las verdaderas dimensiones de las guerras a campo abierto y tecnológicas de las sociedades posmodernas.
El pasado, pasado está. Las batallas pretéritas pueden ser incluso objeto estético de consumo masivo. Hay coleccionistas de casi todo. La memoria crítica y el olvido interesado suelen estar unidos por un vaso comunicante muy estrecho e invisible. Lo que es menos conocido es la enorme destrucción que causan los ejércitos durante los periodos de paz.
La actividad militar es un dinosaurio que consume energía a raudales y contamina el medio ambiente más que ningún otro agente nocivo. A pesar del misterio que rodea el asunto se pueden escarbar y rescatar datos y hechos que ofrecen un panorama desolador acerca de la responsabilidad militar en la degradación alarmante de nuestro planeta.
Dando la vuelta a la célebre frase del general prusiano Von Clausewitz, “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, hoy podríamos señalar que la paz es la segunda fase de la guerra por otros medios. Tal sentencia debe ser tomada en dos sentidos: se sigue devastando el territorio social y los hábitats naturales al tiempo que el caos que provocan sus catástrofes humanitarias sirven como motor productivo del capitalismo imperante. De las ruinas surgen plusvalías y negocios multimillonarios (teoría del caos de Naomi Klein).
Haciendo un poco de historia se calcula que el mítico Alejandro Magno desplegaba sus ingentes huestes guerreras de 100.000 soldados en un kilómetro cuadrado, un espacio similar a 10 campos de fútbol. Corriendo el tiempo, Napoleón necesitaba ya 250 km cuadrados para similar contingente militar. En la Primera Guerra Mundial la ocupación de terreno de los ejércitos alcanzaba un área de 250 km cuadrados.
El salto cualitativo se produce durante la Segunda Guerra Mundial: 100.000 soldados y sus pertrechos de diversa índole reclamaban 4.000 km cuadrados. Actualmente, ese mismo cuerpo militar acompañado de ingenios bélicos muy sofisticados, se extiende por 150.000 km cuadrados, media Italia, la isla de Jamaica entera o dos veces Costa Rica.
Como en el aforismo tradicional referido a la furia de Atila, por donde pasa el fuego militar nunca más vuelve a crecer la hierba. El ir y venir de los ejércitos crea desiertos, literalmente.
Sigamos con la huella antiecológica de la bota militar. Un automóvil corriente consume por término medio 10 litros a la hora. En ese mismo lapso temporal un tanque M1 Abrams precisa 1.100 litros de combustible; un bombardero B52, cerca de 14.000 litros, y un portaaviones, ¡21.000 litros cada hora!, lo que piden los depósitos de 200 coches de gama baja para realizar unos 90 km cada uno.
Un dato elocuente: todos los ejércitos del mundo son los causantes del 10 por ciento de las emisiones de dióxido de carbono (“efecto invernadero”) a la atmósfera. Se considera que del 10 al 30 por ciento de la degradación ecológica es responsabilidad directa de la actividad diaria de los militares (guerras, maniobras, ensayos, escaramuzas, mantenimiento de material, retirada de desechos y armas obsoletas, simulacros de batallas, etc.).
Otro daño colateral, solo imputable al ejército de EE.UU., son las 500.000 toneladas de residuos tóxicos “producidas” al año que se desconoce dónde se apilan, entierran o vigilan. Otra cifra mareante es que el Pentágono despilfarra anualmente en energía para mover sus soldados y material bélico a escala internacional lo que consumen en 15 anualidades todos los vehículos matriculados en su propio país.
Las secuelas no terminan ahí. Hasta 1977, estadísticas oficiales contabilizan que los residuos radioactivos procedentes de pruebas nucleares secretas provocaron 86.000 malformaciones congénitas en fetos de mujeres embarazadas próximas al lugar de las explosiones atómicas y 150.000 muertes prematuras. A veces, paz y guerra no se distinguen en nada.
El gasto militar declarado en 2019 alcanzó la cifra de 1,8 billones de dólares (1,6 billones aproximadamente en euros), el 2,1 por ciento del producto interior bruto mundial. Tocamos a unos 240 dólares por cabeza o 220 euros. El gasto estadounidense significa el 36 por ciento del total y la OTAN en su conjunto supone el 53 por ciento de los recursos invertidos en esfuerzo militar.
El país más exportador de material bélico es EE.UU. con un volumen de negocio internacional cercano al 60 por ciento de las ventas globales. Y el principal país importador es Arabia Saudí, la dictadura petrolífera más mimada por el Occidente opulento, que además tiene una dotación económica militar que hace acopio de casi el 10 por ciento de su presupuesto estatal al año.
Como ya se reflejó antes, EE.UU. es el rey supremo del gasto militar con casi 650.000 millones de dólares anuales. Le sigue China, 250.000 millones. Entre 50.000 y 70.000 millones se encuentran, por este orden, Arabia Saudí, India, Francia, Rusia, Reino Unido y Alemania. Japón y Corea del Sur cierran este “club selecto y siniestro de los diez grandes” con un gasto superior a los 40.000 millones de dólares anuales.
El lucrativo negocio de vestir y diseñar ejércitos mueve 400.000 millones de dólares cada año repartidos entre un centenar de empresas punteras del sector, correspondiendo un bocado sustancial de 150.000 millones a una élite de cuatro transnacionales estadounidenses, Lockheed Martin, Boeing, Raytheon y Nortthrop Grumman, y una británica, BAE Systems.
Otros países que también figuran en los primeros puestos del escalafón exportador son Rusia, Francia, Alemania, China y España. En este exclusivo bazar puede adquirirse una amplia gama de artículos y quincallería militar de última generación: bombarderos, aviones de combate, misiles, buques de guerra, armamento, munición…
Business is business: mantequilla o armas o coltan o películas, el beneficio reside en la plusvalía.
Corolario: el gasto militar es sinónimo de muerte, tanto en la guerra como en la paz.
Fuentes consultadas:
Instituto de Investigación para una Política de Paz, Alemania.Instituto Internacional de Estudios para la Paz, Suecia.La guerra contra el planeta, de Antonio Elio Brailovsky.A Medium Corporation (web).Daphnia (web).El País (web), España.eldiario.es (web), España.BBC en castellano.Sputnik News.ONU.
https://www.rebelion.org/noticia.php?id=263319