Por Hugo Guzmán.
La explosión de la bomba en áreas de una estación del Metro de Santiago abrió las compuertas para re/posicionar una agenda de corte policíaco/judicial. Se posicionó el tema de la Seguridad Pública con aditivos como formalizar los “agentes encubiertos” y “los testigos sin rostro”, cuestiones que muchos sectores de la sociedad querían des/potenciar. En efecto, producido el ataque criminal, se re/instalaron temas y exigencias relacionadas con el reforzamiento de la Ley Antiterrorista y la Ley de Inteligencia, otorgamiento de mayores atribuciones a la Agencia Nacional de Inteligencia (ANI), fortalecimiento de las normativas sobre control de armas y explosivos, potenciamiento de Fiscalías, mayores recursos y mejores condiciones para Carabineros y la Policía de Investigaciones, apoyos y finanzas para el Ministerio Público y creación del Ministerio de Seguridad Pública.
Específicamente, la colocación de la bomba en un recinto del Metro re/oxigenó la Ley Antiterrorista precisamente cuando había amplias expresiones en la sociedad chilena que planteaban/exigían no aplicarla y derogarla, y una comisión estaba analizando la situación de esa normativa.
El dramático y criminal hecho del 8 de septiembre, permitió que la agenda se copara de demandas para la aplicación de medidas “punitivas”, represivas, precautorias, judiciales, legislativas, policiales, de Inteligencia, destinadas a fortalecer una política excepcional de Seguridad Pública.
Precisamente, medidas que sectores progresistas, democráticos, de derechos humanos y de la sociedad civil querían diluir y evitar para, entre otras cosas, dejar de lado instrumentos represivos y autoritarios que en las últimas cuatro décadas provocaron abusos, violaciones a derechos civiles y humanos, y acciones autoritarias/represivas con graves afectaciones a miles de chilenas y chilenos.
Además, como nunca en las últimas décadas, se posibilitó que Chile pasara a ser parte, con mayor énfasis, de la Doctrina Busch, establecida después de los ataques terroristas a las Torres Gemelas y el edificio del Pentágono (11 de septiembre del 2001), que se materializó en el texto oficial “The National Security Strategy of the United States of America”, y que en definitiva planteaba, entre otras cosas, internacionalizar “la guerra contra el terrorismo”, concretando las vinculaciones/alianzas entre fuerzas policiales y militares, incluidas “operaciones extraterritoriales”. Es así que a partir de la bomba en el Metro, agencias policiales, de Inteligencia y antiterroristas de Estados Unidos, España, Reino Unido y al parecer también de Francia, serán parte de las investigaciones en territorio chileno y de la capacitación y orientación a las policías nativas.
Junto con eso, en el discurso público quedaron mejor instaladas las referencias a “terroristas”, “extremistas”, “anarquistas”, “encapuchados”, con la intencionalidad de atribuir esas caracterizaciones no sólo a quienes, en efecto, recurren a prácticas terroristas (como quedó demostrado), sino también a segmentos de los mundos de izquierda, indígena, estudiantil, poblacional, entre otros.
En esa línea, medios de comunicación conservadores pudieron posicionar/instalar mucho mejor su línea editorial reivindicadora de “la lucha contra el terrorismo”, las analogías con movimientos disidentes (sobre todo indígenas y estudiantiles/juveniles) e incluso ir más allá y generar tonos discursivos destinados a generar ambientes de incertidumbre y temor.
Ejemplos de aquello fueron las portadas de La Segunda, “El retorno del miedo” y “Compromiso transversal para endurecer la mano”, y la nota de Canal 13, haciendo una analogía de los terroristas que colocaron el explosivo, con manifestantes (sobre todo “encapuchados”) del movimiento estudiantil. Así mismo, los críticos editoriales de los diarios El Mercurio y La Tercera hacia La Moneda, y la reivindicación de ambos periódicos de que habían advertido que el acto terrorista se produciría…es más, que el terrorismo estaba presente en el país.
De paso, el explosivo colocado en un basurero en el SubCentro en la Estación del Metro Escuela Militar, impactó duramente en la agenda nacional, removiendo otros elementos que estaban/están en el itinerario político/legislativo/social/económico, como las reformas laborales, tributaria y educacional, el encaramiento de la desaceleración económica, la reconstrucción en varias Regiones, la investigación de los escándalos financiero/tributarios en los casos Cascadas y Penta, y la promoción de medidas decisivas para conocer la verdad respecto a los casos de detenidos/desaparecidos y avanzar más aun en materia de derechos humanos.
Por lo menos en lo coyuntural, la bomba colocada el 8 de septiembre logró, en un modo de decirlo, ni siquiera judicializar la agenda, sino que la policializó.
El explosivo provocó severas lesiones a 14 personas. La mayoría trabajadores. La víctima más grave fue una trabajadora de limpieza; seguramente afectada por la falta de derechos sociales y laborales como millones de mujeres y hombres en el país. Todas y todos eran ciudadanos inocentes e indefensos.
¿Ése era el objetivo de quienes colocaron la bomba? ¿Lastimar o matar a seres humanos? Sin duda. Quienes colocaron la bomba y la hicieron explosionar, buscaron herir y matar a ciudadanas y ciudadanos.
El lugar escogido, la hora elegida, ni siquiera apuntaban a dañar estructuras materiales. El punto de mira era sobre seres humanos. Trabajadoras y trabajadores, estudiantes y jóvenes.
Por ello tomó fuerza la categorización de “abominable” que hizo la Presidenta Michelle Bachelet sobre el trágico episodio. Y evidentemente la acción respondió a las características de un ataque terrorista.
No se trató de afectar a puntos materiales de representación del poder económico, político o policial, como reivindican ciertos grupos. Se trató de matar y/o herir a trabajadores, a ciudadanos indefensos. Ciertamente que no hay racionalidad ni doctrina ideológica que pueda sustentar una explicación o justificación de ese tipo de acción.
El terrorismo, no es ningún secreto y la evidencia es clara en el itinerario cotidiano en una gran cantidad de naciones del planeta, es parte de la realidad a nivel mundial. Es un asunto de gran envergadura no sólo por las criminales secuelas que produce en seres humanos desprotegidos, sino por su origen, desarrollo e instalación. En su origen y desarrollo confluyen elementos políticos, religiosos, territoriales, étnicos, nacionalistas, racistas, históricos, ideológicos, entre otros.
El crimen organizado y el narcotráfico efectúan prácticas terroristas. Y en no pocos países –de eso se sabe en Chile- se implementa/implementó el terrorismo de Estado.
De tal manera que, objetiva y subjetivamente, el llamado “fenómeno del terrorismo” no se debe ni se puede ubicar en un solo ámbito y en un solo segmento político/ideológico. Eso sería actuar con prejuicios y premeditadamente con una intencionalidad política que, como en el caso de Chile, puede llevar a parcializar y entorpecer una investigación.
En Santiago se puso una bomba en un recinto del Metro produciendo 14 heridos. En Cuba, grupos anticomunistas colocaron un explosivo en un hotel, matando a un turista italiano y dejando varios heridos. En Asia y África son constantes y brutales los hechos terroristas. Son innumerables las denuncias de aplicación de terrorismo de Estado por parte de Israel.
La evidencia indica que el terrorismo, en efecto, es un fenómeno presente, lo que no significa que no haya estado latente a lo largo de la historia de la Humanidad.
Paradójicamente en Chile, quienes asumen como parte esencial de su agenda el tema del combate al terrorismo, caen en categorizaciones, argumentos y polémicas mediáticas que desnaturalizan y desvirtúan con mucho el “fenómeno terrorista” llegando al punto de desviar la mirada central desde las células o grupos que se dedicarían a esa práctica funesta, hacia el ámbito de la manifestación social, de la protesta, de la violencia política y de acciones como colocar barricadas o lanzar piedras en un enfrentamiento con la policía.
Se asume una disposición mediática/política que, contradictoriamente, en vez de apuntar a lo esencial a la hora de encarar el terrorismo, produce alarmas innecesarias, confusiones, desvío de la atención, medidas apresuradas e inconsistentes a la larga. De repente queda claro que, como ha pasado con personeros de la derecha política en estas semanas, hay más interés en golpear al gobierno o a la Presidenta de la República, que propinar golpes certeros al terrorismo.
El tema del terrorismo es de tal magnitud, que introducirle distractores conceptuales/políticos/mediáticos, lejos de contribuir a enfrentarlo, puede llevar a desfigurar las acciones y medidas, implantando la criminalización del movimiento social y el prejuicio peligroso respecto a sectores políticos, indígenas, estudiantiles, poblacionales y sindicales.
En estos días, personeros de la derecha, analistas conversadores y medios de prensa de línea editorial conservadora, insistieron en instalar que el terrorismo está ubicado en un sector ideológico/político; en el espacio del anarquismo. Incluso algunos extendieron este argumento, señalando que se trata de lo mismo que los “extremistas” que enfrentaron a la dictadura o los “encapuchados” en las marchas estudiantiles.
Hay en eso, un error y una omisión de inicio, ya que la derecha política de este país, varias y varios de sus personeros, fueron parte de un régimen que promovió, desarrolló y defendió el terrorismo de Estado aplicado, sobre todo, a través de agentes y organismos del Estado. En tiempos del gobierno de la Unidad Popular, hubo acciones terroristas y de violencia política realizada por grupos como el Comando Rolando Matus y los Cascos Azules y la organización Patria y Libertad. Las investigaciones judiciales y procesos en Tribunales, determinaron que, por ejemplo, los autores de los asesinatos del Comandante en Jefe del Ejército, René Schneider y del Capitán de la Armada, Arturo Araya, fueron integrantes de grupos de la derecha o ultraderecha.
Es decir, en el caso de Chile, este tipo de situaciones no tiene/no tuvo un solo color.
Ahora, si ello se lleva al seno de las instituciones policiales, militares, judiciales, fiscalías y organismos de Inteligencia, sería desastroso que se anidaran prejuicios, porque toda averiguación partiría con un sesgo ideológico/político. Eso en Chile, por lo demás, ya ocurrió.
Son tiempos en que la magnitud del fenómeno, obliga a una magnitud conceptual. El tema, como lo saben muchos países y muchas experiencias, no es de batallas mediáticas y anti/gubernamentales. El trabajo es más serio, incumbe áreas más determinantes, requiere de más inteligencia que la frase abrupta y, como dijo la jefa de Estado, Michelle Bachelet, se trata finalmente de “un tema de Estado”.
El episodio de la bomba en la Estación Escuela Militar del Metro, re/activó también un lenguaje y una forma de “hacer política” con un claro propósito de endurecimiento policial y judicial en el país.
Asomó nítida la tentación de “la mano dura” y “ponerse los pantalones”, y el emplazamiento a tomar medidas que pueden llevar a repetir prácticas represivas, abusivas, autoritarias, excesivas y criminales que en este país se conocieron sobre todo entre mediados de 1973 y hasta finales de los ochenta con mayor consistencia.
El mejor ejemplo de aquello es la persistencia de personeros de la derecha, unos pocos del oficialismo, analistas y medios de prensa conservadores -producido el ataque con bomba-, de conectar, implícita o explícitamente, el hecho terrorista con la situación de confrontación en las comunidades indígenas en La Araucanía y los desmanes en las marchas estudiantiles.
Parece existir casi unanimidad en el país en cuanto a condenar los hechos terroristas y aspirar a “encontrar a los responsables” de esas acciones.
Pero hay notables diferencias en cuanto a establecer que ello debe conducir, tácita o abiertamente, a criminalizar al movimiento social, estigmatizar a indígenas y estudiantes, amedrentar a la sociedad civil y golpear a sectores políticos de la izquierda.
Todo esto tiene que ver, principalmente, en cómo vendrá la mano. En eso, las agendas son diferidas. El presidente de la UDI, Ernesto Silva, exigió “mano dura”, y el presidente del Partido Comunista, Guillermo Teillier, aconsejó “ponderación”. Ahí, sintéticamente, estriban las miradas distintas.
Por eso será rudo el debate legislativo/judicial respecto a cómo encarar el terrorismo, más allá de las operaciones policiales que, por lo demás, tienen como finalidad hallar a los culpables y desactivar a los terroristas.
Por ello, no parece menor las declaraciones de parlamentarios y representantes de instituciones de derechos humanos, planteando la necesidad, en este cuadro, del respeto al Estado de Derecho, a los derechos civiles, a las normas legales y constitucionales, y cumplimiento de protocolos de parte de los cuerpos policiales.
Por ejemplo, el jurista Javier Couso, advirtió que “existe peligro en un derecho sin garantías”; argumentó que “las garantías procesales son el único mecanismos civilizado para identificar a los verdaderos perpetradores del crimen”. Y ejemplificó: “Los testigos sin rostro son incompatibles con el Estado de Derecho”.
Hay otro punto que valdría la pena no despreciarlo. Se decidió recurrir al Buró Federal de Investigaciones (FBI por sus siglas en inglés) y a organismos policiales españoles.
En España, un gobierno democrático como el del socialista Felipe González, quedó con una marca al menos incómoda con la comprobación de que funcionarios gubernamentales y policiales, con la excusa de combatir el terrorismo de ETA, crearon los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), que cometieron varios crímenes y delitos. El combate al terrorismo realizado desde la era del Presidente George W. Bush en Estados Unidos, derivó en operaciones secretas en todo el mundo y el apresamiento ilegal de miles de ciudadanos de varias nacionalidades, partiendo sobre todo de prejuicios religiosos y políticos; muchos de ellos fueron encarcelados en sitios clandestinos o irregulares, como la Base Militar de Guantánamo, sin ser procesados ni quedar bajo la tutela de alguna ley local o internacional. Además, investigaciones de las propias autoridades militares, legislativas y judiciales de Estados Unidos, denunciaron y llevaron a procesamientos por el uso de torturas contra personas acusadas de terroristas.
Episodios que indican que ciertas entidades que asesoran o van a asesorar a policías y fiscales chilenos, no llegan con cartas de presentación sin manchas.
En definitiva, las luces de alerta se encienden en cuanto a evitar que el Estado, y particularmente el gobierno, adopten un perfil represivo/autoritario en el marco de la lucha contra el terrorismo, y no la establezcan dentro de marcos institucionales democráticos, con respeto a derechos ciudadanos, velando por el respeto al Estado de Derecho y resguardando el debido proceso.
Es peligroso y falaz el argumento de que el respeto a las garantías democráticas y judiciales significa que no puede ser efectiva la acción contra terroristas.
Menos, cuando en el caso de Chile, todo apunta a que rivalidades y celos entre las policías, ineficiencias en los procesos judiciales, falta de Inteligencia, insuficiencias en las técnicas investigativas, ausencia de equipos y fiscalías especializadas, generan problemas para investigar y poder encontrar a los actores terroristas y desarticular las acciones terroristas.
Lo cierto es que en el enfrentamiento al terrorismo parece que lo primordial es evitar la acción terrorista. Lo esencial son las medidas anteriores, no las posteriores.
En este contexto, es oportuno hacer referencia a lo señalado por legisladores, en cuanto a que toda esta situación debe ser conducida y coordinada para la autoridad política civil.
Como sea, esto será parte del debate abierto. En donde lo fundamental serán los resultados que presenten el gobierno, las policías, los organismos de Inteligencia y los entes judiciales.
Se viene un debate legislativo, comunicacional, político y conceptual nada simple.
Fuente: Reporte