Es un lugar común afirmar que el 2011 será recordado como el “año de la inflexión”; aquí se puso al descubierto un conjunto de contradicciones inexcusables heredadas de la refundación económico-social de los años 80 –en pleno viraje institucional de una “dictadura modernizante” (1981)–. La palabra ‘modernización’, más allá de un eufemismo editorial, alude globalmente a los procesos técnicos e instrumentales que apoyan la sustentabilidad del gasto público focalizado.
Aunque resulte curioso, en el campo de las ciencias sociales existe un consenso –más o menos compartido– respecto a la necesaria desestatización del tejido social luego de dos décadas de “hegemonía desarrollista” en América Latina (1950-1970).
La implementación de programas sociales, la sectorialización del conflicto social, y el paso a una matriz de bienes y servicios, representan un reconocimiento implícito de este tránsito (sin perjuicio de las distorsiones del sistema ‘vouchers’ en la educación escolar). En una referencia más concreta, esto ha dado lugar a una desresponsabilización del Estado del ámbito social y una privatización del conflicto (y de la propia acción política).
Las movilizaciones del último decenio (años 2003, 2006 y 2011) abrieron un “crudo” cuestionamiento a toda la vertebración neoliberal de la sociedad chilena. El problema educacional en ningún caso puede ser concebido de modo “compartimental”, como si los vacíos de la educación escolar estuvieran divorciados de la educación universitaria, por el contrario, la evidencia indica sus relaciones e innegables alcances sociales.
Buena parte de la biblioteca de las ciencias sociales se ha consagrado a estudiar –con diversas estrategias metodológicas– la necesidad de una modernización basada en programas focalizados, en superar –según los mentores del Capital Humano– las trabas de la ‘burocracia estatal’. Adicionalmente, todo ello se ha visto ‘entrampado’ por la ausencia de una cultura deliberativa que reconozca el valor de los “bienes públicos” y nos permita dimensionar los programas de ciudadanía más allá del uso formal de este término.
El movimiento estudiantil ha establecido un fuerte reclamo por redituar la educación en torno a un “horizonte normativo”, un espacio de inclusión, regido por un ‘principio de igualdad’ que pueda revertir la crisis de “cohesión social”. Se trata de un desafío mayor por cuanto la refundación “orquestada” por los ‘chicagos boys’ dio lugar a una concepción neohobessiana del orden social… hombre lobo del hombre.
Un reciente libro que lleva por título El otro modelo (2013) nos recuerda con cierto desenfado un “desprecio por lo público” como una de las causas que explicarían la crisis de la matriz vigente. Todo indica que el peso de la noche agravaría la constitución de un programa de ciudadanía que restituya nociones como “lo común”, “lo colectivo”, más allá de una representación de intereses particulares vehiculizados socialmente, que inclusive pueden llegar a la sensible exclamación ¡la educación es un derecho, no un privilegio!
El quid del problema parece estar asociado con la apabullante penetración de una ‘cultura crediticia’ o, bien, una ‘subjetividad suntuaria’ enraizada en la porosidad (por no decir en los “procesos cognitivos”) de los actores sociales, en los estilos de vida y en diversas reivindicaciones gestionales. Ello se expresa, especialmente, en el caso de los nuevos ‘grupos medios’ cuya socialización cultural tuvo lugar bajo las modificaciones estructurales implementadas en los años 70 y 80 (el celebrado “milagro chileno”).
Pero ciertamente ese “desprecio por lo público”, aquel incurable “vacío de secularización”, debe ser ubicado en la debilidad ancestral de los modos de sociabilidad, deliberación e integración social como males endémicos del Chile republicano, y que inclusive no pudieron ser superados pese al lenguaje de la reforma que se abrió con el célebre discurso de proclamación de Arturo Alessandri en la convención liberal de 1920.
Lo anterior nos obliga a interrogar el estatuto “real” de la demanda socio-educacional. De un lado, se enarbolan discursos sustantivos, extremadamente críticos, so pena de un autoritarismo ético, partidarios de una revisión global de la ‘liberalización’ gestada a fines de los años 80, más aún, si atendemos a los inauditos niveles de “segregación social” que el mercado educacional ha perpetrado.
La magnitud de los movimientos sociales durante el año 2011 ha tenido (en términos gruesos) un cauce institucional en el conglomerado de la Nueva Mayoría –sin perjuicio de que la contingencia no nos deja de sorprender–. A tres décadas del inicio de la transición chilena a la democracia, aún hay destellos de nuevos híbridos entre el sector público y la gestión empresarial que son síntomas de la crisis estructural del actual modelo socioeducacional.
Es un dato de la causa que el “grito de la calle” contribuyó decisivamente en denunciar los alcances sociales del diseño de Jaime Guzmán y probablemente ello reforzara un reformismo de “baja intensidad” –que tampoco podemos desestimar apriorísticamente–.
Esto nos recuerda una lección de la teoría política contemporánea, a saber, la democracia no es atributo pasivo, no se trata de un “activo dado” en favor de un régimen político determinado, muy por el contrario, la democracia obra del lado de las conquistas sociales activadas por diversos movimientos y organizaciones de la sociedad civil, por diversas formas de acción colectiva que tuvieron su mayor expresión durante la politización del 2011. La compleja (y trabajosa) desbinominalización del Chile actual es una muestra genuina de esto último.
Sin perjuicio de todo lo anterior, y dada la apabullante ramificación del “neoliberalismo avanzado” en el caso chileno, no podemos desestimar que muchas veces el proceso deliberativo contra el modelo mercado-educación se juega en un plano instrumental. Si bien ello no nos autoriza a trivializar las raíces del problema, aquí se abren otro tipo de interrogantes cuyas conclusiones pueden ser “indeseables”.
Merced a la extensión del consumo en las relaciones sociales, y de una cierta validación del emprendimiento como experiencia cultural, podemos aventurar que la demanda social también se orienta a mejorar la gestión, la rentabilidad y el acceso al mercado socio-ocupacional, sin que estos indicadores de logro busquen –necesariamente– articular un nuevo diseño socioeducacional, a la usanza del horizonte público donde la educación sea ubicada en un pedestal programático sobre el conjunto de la sociedad chilena. Si esta hipótesis es viable, la cuestión de la segregación social trasciende un (indispensable) sistema de coberturas –se trata de un problema eminentemente cultural cuyo cambio se ubica en la ‘larga duración’–.
En el Chile actual, pese a la vitalidad de la movilización (2011), la extensión de la conflictividad aparece “entremezclada” con una subjetividad crediticia, con reivindicaciones suntuarias muy cercanas al ‘proceso de individuación’ que heredamos de la dictadura. Lejos de cerrar el problema apelando a la tesis del “mayo chileno”, nos encontramos ante una resignificación de la protesta en clave de gestión y unidad de servicios –especialmente en el caso de los nuevos grupos medios–.
Pese al inusitado ciclo de protesta social que ha tenido lugar, no sabemos con certeza si prima una genuina aspiración por modificar las bases globales del modelo mercado-educación y restituir un marco regulatorio general, o bien somos “testigos privilegiados” de una “reivindicación por eficacia” que busca optimizar la gestión, la rentabilidad y transparentar el modelo mercado-educación (intereses particulares vehiculizados colectivamente).
Cabe subrayar lo que aquí denominamos el dilema utilitario de la demanda social: de un lado, una crítica sustantiva a la institucionalidad socioeducacional tras un “horizonte normativo”; de otro, un conjunto de demandas instrumentales (aranceles, empleabilidad, subvenciones, obtención de puntajes en la prueba SIMCE).
Tal dilema debe ser considerado como una hipótesis de trabajo, pues adicionalmente existen actores de la institucionalidad educacional que –desde diversas tribunas de opinión– reivindican la producción de bienes públicos desde el ámbito privado, como, asimismo, nos encontramos con discursos que intentan salvaguardar con argumentos –no menos atendibles– el “derecho a la inversión” ajustado a un nuevo marco judicativo.
Un problema que no pasa inadvertido por estos días es el desenfadado juego de intereses (corporativos) entre expertos que lideran importantes instituciones privadas de la educación superior y su capacidad fáctica para “pautear” las nuevas coordenadas de la reforma educacional; más allá de la experiencia curricular de las autoridades político-académicas, ello pone de manifiesto un entrecruzamiento demasiado evidente, extremadamente impúdico, entre campo político y campo académico.
Un caso aparte lo representa un reconocido especialista en políticas educacionales, nos referimos a José Joaquín Brunner. Su innegable trayectoria investigativa representa un síntoma de una peculiar imbricación entre política y academia. A la entrada de la década de los años 90 y en el ambiente de las políticas de “ajuste estructural” promovidas por el FMI para América Latina, se afirmaba que “(…) está llegando a su fin el ciclo (….) en que podía disponerse de recursos financieros con relativa abundancia y sin vincular su asignación a programas, a metas evaluables, y a criterios de desempeño y rendimiento” (Comisión de estudio de la educación superior, 1990, p. VIII).
A la sazón, y sin perjuicio del actual sentir ciudadano, el problema del lucro no está zanjado, existe una arraigada “razón privada” que tiene a su haber tres decenios y pasa por valorar la eficiencia de la gestión más allá de la “burocracia pública” de origen estatista. Al mismo tiempo, “circulan” juicios que reivindican la “motivación empresarial” y el sistema de incentivos como una condición necesaria de las organizaciones capitalistas.
Si bien hay consenso de que el modelo chileno financia instituciones privadas que persiguen el lucro mediante recursos estatales para competir con instituciones públicas, aún persisten “voces elitarias” que exaltan la “motivación lucrativa”, la “gestión empresarial”, como mecanismos que optimizarían la calidad y la eficiencia de la prestación educacional, por sobre las instituciones públicas (Bellei, 2013).
Y para muestra un botón: ya transcurrido el movimiento estudiantil del 2011, en Junio del 2012 se presentó un proyecto de ley que crea un Sistema de Financiamiento para la Educación Superior. Allí se establecían algunas modificaciones al actual “arancel de referencia”. Más allá de la conocida y problemática brecha entre arancel de referencia y arancel real que cobran las Universidades, ahora se trataría de cautelar la duración de la carrera, su empleabilidad (según un estudio del INJUV, el 57% de los egresados no trabajan en lo que estudió) y el sueldo promedio de los egresados.
Con esta modificación se les sugiere a las Universidades: si ustedes quieren un arancel de referencia más alto, deben cumplir con estos tres criterios. De otro modo, todos aquellos contenidos curriculares que no tengan que ver con las demandas del mercado laboral deben ser eliminados; esto representa un problema respecto de aquellas formaciones que aún apelan a una base más integral. De paso –dado el criterio de empleabilidad–, ello es un incentivo para que los egresados encuentren trabajo en el menor tiempo posible.
Por último, está la cuestión del sueldo promedio, a saber, que el futuro profesional aspire a la mayor remuneración posible. Esto, de una u otra manera, nos conduce hacia una fuerte mercantilización del ciclo de la educación superior, donde todo quedaría a merced del mercado ocupacional.
Como podemos ver, los incentivos son perversos y son síntomas de una concepción lucrativa de los procesos formativos –y todo ello a pesar del ciclo de protesta social del año 2011–.
Pese al “consenso global” por aligerar los niveles de desregulación, proseguir con la desbancarización, mejorar los sistemas de acreditación y reducir la brecha de la desigualdad, ello no agota el debate en términos de una propuesta consensuada. Dada la gravedad del problema en cuestión, todo indica que estamos frente a un fenómeno multiforme que, para bien o mal, no tolera antídotos.
Es por ello que el conflicto de interés que ha brotado desde los fallidos nombramientos de la Nueva Mayoría debe ser concebido como la funesta comprobación del mundo que este conglomerado edificó desenfadadamente durante dos decenios y que hoy en día revela sus más nefastas consecuencias.
(*) Doctor en Educación Universidad de Barcelona
(**) Investigador asociado Universidad Arcis.
Fuente: El Mostrador
http://www.elmostrador.cl/opinion/2014/02/28/la-cuestion-educacional-y-el-grado-cero-de-la-gratuidad/