por José Carlos Mariátegui (*).
A propósito de la novela de Mariano Azuela (1) escribí que no por azar se producía en México el más vigoroso movimiento artístico de América, y que la Revolución Mexicana -fenómeno político y económico- explica y decide este fenómeno estético y espiritual.
La biografía del genial pintor Diego Rivera ilustra y comprueba, con maravillosa precisión, tal tesis. Rivera no encontró su estilo, su expresión, mientras no encontró el asunto de su obra. Su vida en Europa fue una apasionada búsqueda, una vehemente indagación. Pero su obra sólo empieza a ser personal cuando la revolución comienza a inspirarla plenamente. Hasta entonces el arte de Diego Rivera no alcanzó su expresión definitiva y autónoma.
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El gran artista conoció todas las escuelas y estudió todas las corrientes de su época. Ninguna encendió sus potencias creadoras, ninguna sacudió su subconciencia artística como los rudos episodios de la insurrección agrarista. El grito de Emiliano Zapata y la palabra del maestro rural Otilio Montaño llegaron al fondo intacto y latente de su espíritu, que jamás habrían tocado los elegantes evangelios de la estética y la filosofía occidentales.
La autobiografía de Diego Rivera es, desde este punto de vista, el mejor documento sobre el artista y su vida. Por esto, en un número de Forma, Xavier Villaurrutia no ha hallado mejor modo de recorrer la historia de Diego Rivera que siguiendo su propio itinerario autobiográfico. Pero el itinerario mismo, en las exactas y cabales palabras de Rivera, es más expresivo que cualquier paráfrasis.
Y, omitiendo sólo las primeras estaciones de la iniciación del artista, quiero copiarlo textualmente en seguida:
«1902. —Empezó a trabajar en el campo, disgustado de la orientación de la Escuela, bajo el catalán Frabrés.
1907. —Marchó a España donde el choque entre la tradición mexicana, los ejemplos de pintura antigua y el ambiente y producción moderna española de entonces, obrando sobre su timidez, educada en el respeto a Europa, lo desorientaron, haciéndole producir cuadros detestables, muy inferiores a los hechos por él en México antes de marchar a Europa. En ese año trabajó en el taller de don Eduardo Chicharro.
1908-1910.—Viaja por Francia, Bélgica, Holanda e Inglaterra; trabaja poco. Telas anodinas, de este período y el anterior, son las que posee la Escuela Nacional de Bellas Artes.
Octubre de 1910. —Vuelve a México donde permanece hasta Julio de 1911. Asiste al principio de la Revolución Mexicana en los Estados de Morelos y de México, y al movimiento zapatista. No pinta nada pero en su espíritu se definen los valores que orientarán su vida de trabajo hasta hoy.
Julio de 1911.—Vuelve a París y empieza ordenadamente su trabajo.
1911.—Influencias neo-impresionistas. (Seurat). 1912—Influencias greco-cezannianas.
1913.—Influencias picassianas; amistad con Pisarro.
1914.—Aparecen dentro de sus cuadros cubistas (discípulo de Pisarro) los indicios de su personalidad de mexicano.
1915.—Sus compañeros cubistas condenan su exotismo.
1916.—Desarrollo de ese exotismo (coeficiente mexicano). París.
1917.—Empieza a anunciarse en su pintura el resultado de su trabajo sobre la estructura de la obra de arte y apártanse sus cuadros del tipo cubista.
1918.—Nuevas influencias de Cezanne y Renoir. Amistad con Elie Faure.
1920-21—Viaje por Italia. 350 dibujos según los bizantinos, primitivos cristianos, pre-renacentistas y del natural.
Setiembre de 1921.—Vuelve a México. Oleos en Yucatán y Puebla; dibujos al choque con la belleza de México. Aparece al fin la personalidad del pintor.
1922.—Decoración del Anfiteatro de la Escuela Nacional Preparatoria. No logra hacer obra autónoma y las influencias de Italia son extremadamente visibles.
1923-1926. —Murales en la Secretaría de Educación Pública y Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo. Esta obra comprende ciento sesenta y ocho frescos en donde, poco a poco, se desprende de las influencias y extiende su personalidad, la que según su intuición y su juicio, y de algunos críticos, siempre tendió a la pintura mural».
Ahora, por tercera vez, Diego Rivera se encuentra en Europa. Pero esta vez no le preocupan absolutamente ni las escuelas post-impresionistas o neo-clásicas ni los frescos ni lienzos del Renacimiento. Es desde hace varios años uno de los más grandes pintores contemporáneos.
Es, tal vez, el que con materiales más eternos y con elementos más históricos y tradicionales está creando una gran obra revolucionaria. La Rusia de los Soviets —que con ocasión de su décimo aniversario recibe, desde noviembre último, innumerables visitas de escritores y artistas— lo ha invitado a asistir a su primer jubileo. En él la Revolución rusa saluda al espíritu más representativo acaso de la Revolución Mexicana.
La obra de Diego Rivera no se dispersa en museos y exposiciones, como la de los demás pintores célebres de hoy. Lo mejor de ella —lo que la define y distingue en el arte actual— está en los muros del Ministerio de Educación Pública y en la Escuela Nacional de Agricultura de su país.
Diego Rivera no se ha enriquecido ni ha traficado con su pintura. Ha ganado, por sus frescos, un jornal, como un obrero. Pero esto —que era quizá absolutamente indispensable para diferenciar su obra, de todas las que se cotizan a alto precio en los mercados europeos o americanos— la dota de su sentido más característico. Sólo así Diego Rivera podía realizar una obra, engendrada por el espíritu y nutrida de la sangre de una gran revolución.
Si como quiere Bernard Shaw, un arte no es verdaderamente grande sino cuando crea la iconografía de una religión, el de Diego Rivera posee el mejor y más alto título de grandeza. En sus frescos Diego Rivera ha expresado, en admirable lenguaje plástico, los mitos y los símbolos de la revolución social, actuada y sentida por una América más agraria que obrera, más rural que urbana, más autóctona que española. Su pintura no es descripción sino creación.
Diego Rivera domina con igual maestría el episodio y el conjunto. En la literatura mexicana nadie ha hecho aún nada tan grande como lo que ha hecho Rivera en la pintura, al dar a la Revolución una grandiosa representación plástica de sus mitos.
A la versión realista del hombre y la mujer del pueblo, del peón y del soldado, se asocia la concepción casi metafísica, y totalmente religiosa, de los símbolos que contienen y compendian el sentido de la Revolución. Para expresar la tierra, el trabajo, etc., Diego Rivera construye figuras suprahumanas, como los profetas y las sibilas de Miguel Ángel
Y he aquí un pintor, tal vez el único de la época, que se puede admirar y apreciar de lejos, desde cualquier rincón de la tierra, sin tomar en préstamo ningún sentimiento a la crítica. Lo que ha pintado tiene una prodigiosa fuerza de propaganda, que estremece a todos los que reconocen su intención y entienden su espíritu.
En cualquier fotografía de un cuadro de Rivera, pobre reflejo de un fragmento de su obra, hay bastante vibración para que, al menos, se escuche una nota de gran sinfonía distante.
(*) Escritor, periodista y pensador político peruano. Murió a los 35 años. Publicado en Variedades; Lima, 18 de Febrero de 1928.
Nota:
(1) Los de abajo, novela sobre la cual publicó José Carlos Mariátegui el ensayo que aparece en Temas de Nuestra América.
Fuente: Sin Permiso