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Investigación, Bibliotecas y Gratuidad.

En la sección de opinión del día 18 de enero de 2016 del diario El Mercurio apareció la columna Una biblioteca para la universidad chilena del doctor en Filosofía Miguel Saralegui. A diferencia de otras columnas sobre el debate de la educación en Chile, el profesor Saralegui pone el acento en un aspecto poco discutido en nuestro contexto, como lo es el diseño y financiamiento de una biblioteca de investigación.

¿Qué es una biblioteca de investigación?

En las palabras del autor: un lugar en el que está disponible una proporción significativa de las referencias necesarias para la elaboración de una contribución científica. El profesor Saralegui tiene razón. No defenderé una postura contraria, pues todo estudiante de doctorado – tanto en humanidades como en ciencias exactas – conoce bien la importancia de las bibliotecas.

Ellas son lo primero en lo que uno piensa cuando viaja a hacer pasantías al extranjero. ¡Nadie viajaría a realizar una estadía de investigación a una ciudad que no contara con bibliotecas infinitamente equipadas!

Ellas son también el lugar en el que más horas habitamos a diario, pues allí encontramos autores, temas, problemas y conexiones que no hubieran sido vistos, de no ser por la oportunidad de poner juntos dos o más libros disímiles. Y por último son ellas lo que más echamos en falta, cuando nos toca volver al país.

Sin embargo, me parece que es un error no menor poner la discusión sobre una biblioteca de investigación a la altura del problema que, con cierta sorna, Saralegui denuncia como mal planteado: el problema de la gratuidad de la educación en Chile.

Al hacer esto, la columna aparece out of focus, como diría Woody Allen. Con un breve comentario a algunos argumentos de la columna ilustraré mi punto.

En primer lugar, hay una imprecisión extraña. ¿Por qué una biblioteca de investigación? ¿No debieran demandarse varias bibliotecas, cada una de ellas especializada en áreas particulares del saber? Además, ¿quién debiera hacerse cargo del diseño y financiamiento de una biblioteca de investigación?

Aunque la columna no lo aclara, ante la ausencia de una mención particular se suele presuponer que el Estado debiera oficiar de sostenedor. Si tal fuera el caso, yo sostengo que el Estado no debe hacerse cargo de una biblioteca de investigación. Hay otras instituciones más adecuadas para la consumación y perpetuación de esta tarea.

Por ejemplo, las universidades mismas. Pues, ¿no son las universidades las instituciones que deben proporcionar los medios para la educación? Además, si el Estado tuviera que hacerse cargo de una biblioteca tal, ¿no estarían supeditadas las universidades a una discusión ad infinitum con los organismos públicos para justificar la más mínima compra de libros? Por otra parte, tenemos que reconocer que la autonomía de las universidades es uno de los puntos cruciales del debate actual sobre educación.

La figura legal de la “fundación”, que las universidades privadas han debido adoptar para ingresar a la gratuidad, ha sido la estrategia para hacer efectiva la posibilidad de una educación a la vez gratuita y autónoma en el país.

En segundo lugar, no me parece que una biblioteca de investigación sea un factor suficiente para asegurar la calidad de los profesores. El silogismo de la columna deja fuera deliberadamente otros factores que también son necesarios para la formación de investigadores.

Pienso, por ejemplo, en factores como planes de fomento y patrocinio de intercambio académico constante y formación continua de estudiantes y docentes, que no dependan tan solo de los fondos que cada estudiante o investigador pueda aportar.

Por otro lado, si el problema es la carencia de instituciones para el estudio, la falta de una biblioteca de investigación es tan alarmante como la falta de instituciones privadas, que fomenten y posibiliten el trabajo conjunto entre profesionales de diversas áreas. Instituciones autónomas especializadas en investigación, como aquellas que existen en Estados Unidos, Francia, Alemania, Argentina, por nombrar algunos casos, son hoy en día una realidad en la que Chile apenas ha comenzado a participar.

La figura del investigador solitario, resguardado tras murallas de documentos es sólo uno entre otros modelos de investigador que encontramos en el mundo académico actual. Las horas de reflexión y estudio también acontecen hoy en laboratorios, centros de investigación e incluso en salas de estudio equipadas con internet.

Lo anterior nos lleva a un tercer punto de discusión. Este parecerá barbárico, pero cuando menos es honesto: ¡la bibliografía empleada por los académicos actuales se obtiene en internet! Por este motivo, algunas bibliotecas universitarias locales han suplido sus deficiencias bibliográficas con el acceso a fuentes internacionales de publicación científica.

Es cierto que la acumulación seguirá siendo la lógica principal de las bibliotecas, pero igualmente cierto es que esta lógica es subsanada con la tecnología, que nos propone en cambio lógicas de accesibilidad, conectividad y difusión más expeditas y en cierto sentido democráticas.

Insisto en que la crítica de la columna es correcta. La discusión actual sobre la educación deja varios aspectos relevantes fuera, como lo es el mencionado problema de las bibliotecas de investigación. Sin embargo, esto no significa que sea coherente equiparar esta cuestión con el problema de la gratuidad. A mi parecer, este es el punto verdaderamente débil de la columna. La gratuidad no representa sólo una manera de costear la universidad.

El concepto de gratuidad ha devenido el símbolo mismo de un cambio cultural. Por eso, la gratuidad no se reduce aquí, al interior de nuestras fronteras geopolíticas, al problema del financiamiento, ni tampoco a una mera discusión entre partidos políticos locales. La gratuidad no es consigna ni de izquierda ni de derecha, como muchos cientistas políticos suelen creer. Ella está más allá de estas fronteras, pues representa el horizonte mismo de un cambio político y cultural futuro.

Al respecto, ya el libro La excepción universitaria (Garrido, Herrera, Svenson; 2012) ofreció luces. En esta línea de pensamiento, diría incluso que “gratuidad” es entre nosotros una manifestación concreta de lo político en cuanto tal, porque simboliza la aspiración a una redefinición de la naturaleza, el lugar y la función de la educación en general al interior de nuestra fronteras. No se trata, entonces, de una mera promesa política, ni mucho menos de un ataque izquierdista al conservadurismo trasnochado de la derecha.

Se trata, mas bien, de una condición de posibilidad para el horizonte de re-definición de la educación misma. Esto, lamentablemente, no lo toma en consideración la columna.

Con todo, es verdad que hay cierta desorganización en el debate actual. Asegurar primero el acceso a la educación para luego definir qué es aquello que aseguramos no parece un procedimiento digno de la lógica. Incluso más, estoy de acuerdo en que carecemos de una definición clara y distinta del concepto de “educación”. Se equivoca empero la columna al definir esta desorganización como el resultado de un proceder irracional.

En el ámbito práctico, la desorganización aparente de un proceso no equivale necesariamente a la irracionalidad del mismo. No soy partidario de evocar llamados a las armas, pero los acontecimientos políticos recientes del país nos enseñan que, si esperamos a que las autoridades y los representantes políticos estén de acuerdo con respecto al sentido y función de la educación, el porcentaje de ciudadanos sin educación solo se acrecentará.

Y si me permiten una analogía, pienso que esperar una definición del sentido y la función de la educación por parte de las autoridades a cargo sería equivalente a esperar que los empresarios políticos dejen de usar las leyes a su favor. Lo verdaderamente irracional sería ignorar que esto ocurre y seguirá ocurriendo.

Por lo demás, cualquier definición posible de “educación” no sólo requerirá del conocimiento de los tecnócratas de la educación, sino también de los estudiantes que harán la experiencia de educarse. Sin esta experiencia, ningún cambio sería posible. Esto ya lo demostraron con creces los llamados pingüinos del año 2006.

Tenemos que reconocer, entonces, que es desproporcionado afirmar que los estudiantes y dirigentes políticos a favor de la gratuidad hayan actuado de modo inverso a lo que el guión racional prescribe. No se puede afirmar aquí, cuando menos en el contexto local, que la demanda por gratuidad sea sinónimo de aquel matrimonio joven e ingenuo que el profesor Saralegui señala.

Decir esto implica malversar la conciencia histórica, porque los estudiantes y actores políticos a favor de la gratuidad no están comprando los materiales de construcción antes de tener el plano de la casa.

Más bien, ellos realizan recién el trabajo ingrato de aplanar el terreno de un posible hogar futuro.

(*) Licenciado en historia y teoría del arte de la Universidad de Chile. Magister en filosofía por el Instituto de Humanidades de la Universidad Diego Portales. Becario Conicyt del programa conjunto de doctorado en filosofía de la Universidad Diego Portales (Chile) y la Universidad de Leiden (Holanda).

Fuente: Red Seca
http://www.redseca.cl/?p=6114

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