domingo, diciembre 22, 2024
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Imaginarios Socialistas

Cuatro modalidades de actualización del socialismo en América Latina retoman la tradición de un proyecto que promueve la igualdad, la expansión de la propiedad pública y la auto-determinación popular. Los primeros éxitos de ese programa atemorizaron a los dominadores y generaron grandes conquistas sociales. El socorro de los bancos refuta las objeciones neoclásicas al estatismo socialista y la adaptación heterodoxa al neoliberalismo contradice la existencia de variados modelos capitalistas. La economía soviética logró enormes avances, pero nunca amenazó la supremacía estadounidense.

 

La URSS colapsó por las ambiciones de enriquecimiento de sus dirigentes, pero el intento socialista fue válido en la secuencia histórica de ensayos igualitaristas. Los tormentos del capitalismo inducen a recrear esas experiencias, que corresponde denominar socialistas sin ningún titubeo. Este proyecto implica en América Latina convergencias con el antiimperialismo y estrategias de unidad continental.

El socialismo reapareció en América Latina en la última década en cuatro proyectos de futuro.

En Venezuela adoptó un enunciado centenario (socialismo del siglo XXI), en Bolivia un perfil singular (socialismo comunitario), en Cuba una impronta actualizadora (renovación socialista) y en el ALBA una formulación continental (socialismo latinoamericano). En todos los casos el horizonte de largo plazo ha sido combinado con propuestas nacionales (o regionales) inmediatas.

¿Pero qué significa el socialismo? ¿Cuál es el balance de sus experiencias? ¿Cómo se replantea en estos momentos?

Sentido y propósitos

El socialismo se convirtió en un gran movimiento popular a fines del siglo XIX, cuando encarnó un viejo anhelo de emancipación social. Recogió la vieja aspiración de los oprimidos de construir una sociedad de igualdad y justicia.

Los partidarios consecuentes de ese ideal confrontaron abiertamente con el capitalismo y adoptaron un perfil revolucionario, al comprender que este sistema no puede ser reformado, ni humanizado. El socialismo se define por oposición al capitalismo. Es la antítesis de un régimen que funciona acrecentando los sufrimientos populares, las tensiones bélicas y la destrucción del medio ambiente.

El proyecto socialista apunta a gestar una sociedad sin opresores ni oprimidos. Esa meta es incompatible con la explotación actual que sufren los trabajadores. Aspira a revertir la desigualdad que recrea un sistema asentado en la competencia para incrementar el lucro. Postula erradicar progresivamente una rivalidad que socava la convivencia humana, desatando dramáticos choques entre distintos grupos de la sociedad.

El socialismo no se limita a pregonar un genérico ideal pos-capitalista, ni postula mayor atención a la dimensión social de las relaciones humanas. Propone una modalidad específica de sociedad alternativa, basada en regímenes económicos de mayor expansión de la propiedad pública y sistemas políticos de creciente auto-administración popular. Pero al cabo de un siglo perdura la discusión sobre las formas concretas que asumiría este esquema.

Marx percibió un anticipo de esa estructura en la Comuna de París, supuso que emergería en Europa y se expandiría posteriormente al resto del mundo. Pero la victoria bolchevique de 1917 inauguró otro rumbo. Una sucesión de revoluciones triunfantes en China, Cuba y Vietnam determinó el debut de la construcción socialista en los países periféricos. (1)

Este escenario aterrorizó a las clases dominantes de todo el mundo, que debieron otorgar concesiones sociales inéditas. El estado de bienestar, la gratuidad de ciertos servicios básicos, el objetivo del pleno empleo y el aumento del consumo popular fueron mejoras impensables en la época de Marx o Lenin, que fueron aceptadas por los opresores. En el contexto de recuperación económica de posguerra, esas conquistas aparecieron como consecuencia directa del temor al comunismo que invadió a los capitalistas.

Los grandes avances de posguerra no contuvieron el ímpetu de la izquierda. En los años 70-80 los emblemas del socialismo eran tan populares, que resultaba imposible computar cuántos partidos y movimientos reivindicaban esa denominación. Un número significativo de esas corrientes se proclamaba también revolucionaria, para evitar cualquier confusión con los defensores socialdemócratas del status quo.

Objeciones y comparaciones

La masiva adhesión al proyecto de emancipación comenzó a trastabillar con el levantamiento en Hungría, las tensiones chino-soviéticas, la rebelión de Solidaridad en Polonia y el cuestionamiento de los regímenes antidemocráticos vigentes en el denominado bloque socialista.

Hubo intentos de renovación durante la Primavera Checoslovaca (1968) que fueron sofocados por las burocracias gobernantes. Las propuestas de rehabilitación del socialismo que afloraron en ese período se extinguieron en medio del desencanto.

El derrumbe de la URSS y el consiguiente afianzamiento del neoliberalismo marcaron un giro radical en todos intentos por forjar una sociedad pos-capitalista. Desde los años 90 las clases dominantes perdieron el miedo al socialismo y comenzaron a restaurar los mecanismos clásicos de su opresión, mediante la flexibilización laboral, la masificación del desempleo y el ensanchamiento de las brechas sociales.

Los viejos argumentos anti-socialistas de endiosamiento del mercado, glorificación de la competitividad y justificación de la precariedad laboral recobraron primacía. Volvió a imperar la impugnación del proyecto igualitario, a partir de supuestos antropológicos que presentan a la desigualdad como un dato inevitable, a la propiedad como una institución invulnerable y al mercado como un pilar intocable de cualquier sociedad humana.

Con esos fundamentos se justifica al capitalismo, ocultando que este sistema favorece a los acaudalados y afecta a todos los oprimidos. Con los inconsistentes mitos de la mano invisible y la soberanía del consumidor se ha propagado una ideología que naturaliza el desempleo, reivindica el egoísmo y legitima la explotación.

Ese pensamiento retoma la presentación del socialismo que planteó Hayek, como un sistema que anula el funcionamiento natural de la economía. Afirman que este descalabro irrumpe con la introducción de la planificación en desmedro del mercado, la expansión de empresas públicas afectando la competencia y la aparición de estímulos morales a costa del lucro (Pellicani, 1990).

Esta misma visión fue asimilada en las últimas décadas por todos los social-demócratas, que se adaptaron al neoliberalismo y difunden mensajes apologéticos de la globalización.

La severa crisis que estalló en el 2008 en las economías capitalistas centrales ha perturbado ese escenario ideológico. Los gigantescos desórdenes financieros, comerciales y productivos que generaron los gobiernos neoliberales superan con creces todo lo objetado al socialismo. El socorro concedido a los banqueros con fondos públicos ha implicado costosos gastos del estado, sin ninguno de los beneficios que introduciría el socialismo.

La convulsión bancaria internacional puso de relieve la inconsistencia de los argumentos derechistas contra el “socialismo estatista”. Los objetores del intervencionismo han recurrido a una gran injerencia en la economía, con propósitos opuestos al proyecto igualitario. Para rescatar a los banqueros aumentaron la injerencia económica discrecional del estado, olvidando todas sus críticas a la obstrucción mercantil. Los cuestionamientos neoclásicos al socialismo han perdido consistencia a la luz de ese auxilio a los financistas con recursos del tesoro.

La crisis en curso también socava las objeciones que formulan los economistas heterodoxos al socialismo. Contraponen las desventajas de este sistema con los méritos del capitalismo regulado y afirman que este modelo supera el descontrol neoliberal, sin padecer el estancamiento que generaría el igualitarismo (Bresser Pereira, 2012).

Pero este contraste choca en la actualidad con la creciente disolución de las diferencias que separan a los esquemas controlados y desregulados de capitalismo. Basta observar la enorme aproximación de la política económica alemana con su contraparte norteamericana para notar esas convergencias.

Los tradicionales exponentes del modelo social intervencionista se han convertido en fanáticos neoliberales, que implementan políticas deflacionarias de mayor ajuste. La crisis ha reforzado la confluencia entre esos dos esquemas, confirmando que están sujetos a las mismas contradicciones. Si se opta por uno de esos caminos se terminan aplicando las recetas propiciadas por el otro.

La crítica al socialismo inspirada en las virtudes del capitalismo regulado elude reconocer esas tendencias contemporáneas. Si fuera tan sencillo optar por ese curso (en contraposición a las variantes neoliberales), el esquema heterodoxo ganaría espacio. Pero en los hechos pierde posiciones, ante la dinámica competitiva que gobierna a todas las modalidades del capitalismo. Este sistema tiende a imponer la primacía de la vertiente más rentable y no el curso socialmente óptimo (Husson, 2008: cap 6-7-8).

Algunos cuestionamientos más benévolos del socialismo suelen destacar que este proyecto incluye principios morales atractivos pero inaplicables. Pondera sus intenciones pero cuestiona su viabilidad. Ejemplifica esta inoperancia con el fracaso de la competencia económica que intentó la Unión Soviética frente a Estados Unidos.

Esa comparación olvida que Rusia era una economía semiperiférica en acelerado desarrollo, que soportaba el sistemático hostigamiento de la principal potencia del planeta. Los dos países nunca estuvieron situados en el mismo plano.

La guerra fría provocó la distorsionada presentación de Estados Unidos y la URSS como competidores equivalentes. Esta contraposición fue iniciada por la diplomacia norteamericana (“no podrán alcanzarnos”) y aceptada por los gobernantes rusos (“en poco tiempo los alcanzaremos”). En esta pugna quedó diluida la diferencia cualitativa que separaba a dos economías ubicadas en lugares muy distintos del ranking global.

Los integrantes del denominado bloque socialista no lograron consumar el catch up con las economías centrales, pero superaron ampliamente a sus equivalentes. Si se toma este último contraste, la balanza se inclinaba en los años 50 o 60 a favor de los sistemas no capitalistas, tanto en las tasas de crecimiento como en los índices de desarrollo humano (Li, Piovani, 2011).

Rusia estaba mejor que Turquía, China avanzaba más que la India y Europa del Este no padecía las desgracias de América Latina. Los resultados de estas comparaciones eran contundentes no sólo en el PBI per cápita, sino especialmente en la calidad de vida. Las diferencias eran particularmente abrumadoras en el terreno de la salud (expectativa de vida) y la educación (niveles de alfabetización y escolaridad) (Navarro, 2014).

Significado y balance

El desplome de la URSS y sus socios de Europa del Este no obedeció sólo a problemas económicos. Fue consecuencia de procesos políticos. Los gobernantes de esos regímenes no apostaban a un desarrollo comunista de la sociedad, sino a su propia conversión en burgueses. Envidiaban el confort de los millonarios de Occidente e idealizaban el estilo de vida norteamericano. Cuando encontraron la oportunidad para reconvertirse en capitalistas, abandonaron el incómodo maquillaje socialista.

La mayoría de la población continuaba prefiriendo las mejoras sociales alcanzadas, pero se mantuvo inactiva y toleró el viraje hacia el capitalismo. Esta actitud coronó décadas de inmovilidad y despolitizaron ciudadana, impuesta por censuras y prohibiciones que generalizaron la apatía popular. Por esta razón, nadie defendió las conquistas sociales del viejo sistema cuando esos regímenes se auto-destruyeron.

El aplastamiento burocrático de la actividad popular fue la principal causa de la restauración capitalista. Los problemas económicos ocuparon un lugar secundario. Ciertamente el sistema cargaba con graves lastres de improductividad, desabastecimiento y escasa variedad de consumos. Pero no arrastraba ninguno de los dramas del desempleo, el endeudamiento personal o la explotación que agobian a los trabajadores de Occidente.

La implosión de la URSS tuvo un enorme impacto sobre el escenario internacional y la conciencia política de los trabajadores. Constituyó el principal acontecimiento de las últimas décadas e indujo a algunos historiadores a caracterizar acertadamente la centuria pasada como un “siglo corto”, fechado por el surgimiento y desaparición de ese sistema (1917-1989) (Hobsbawm, 1998: 552-575).

Esa conceptualización del siglo XX es más adecuada que la mirada de una “centuria larga” propuesta por otros analistas. Esta visión adopta el auge y declinación de Estados Unidos como principal referencia para conceptualizar un proceso gestado a fines del siglo XIX y concluido en las primeras décadas del siglo XXI (Wallerstein, 1992; Aguirre Rojas, 2007).

Al asignarle mayor gravitación a la pujanza y declive de la potencia hegemónica que a la existencia de la URSS se pierde de vista la trascendencia histórica de la revolución rusa. El mismo problema se verifica cuando se atribuye mayor incidencia en la lucha popular al proceso de descolonización que a la batalla por metas socialistas.

La experiencia legada por el primer ensayo de gestión estatal no capitalista en gran escala ha sido enorme. Aporta un cimiento para las futuras batallas por objetivos anticapitalistas. Este proceso necesariamente incluirá fracasos, que deberán ser revisados sin sepultar lo realizado. No es muy fructífero suponer que en el futuro los proyectos de emancipación empezarán desde cero, sin retomar las enseñanzas del pasado.

Comprender por qué razón se desplomó la Unión Soviética es la condición para rehabilitar el proyecto socialista. Esa evaluación exige reconocer la naturaleza no capitalista que tuvo este ensayo durante un prolongado período. También requiere registrar cómo los ideales socialistas se disiparon con la estabilización de una burocracia, hostil al igualitarismo y a la democracia.

Existen variados enfoques para caracterizar qué fue exactamente la URSS. ¿Era “comunista”, “socialista”, “un capitalismo de estado”, “un estado obrero burocratizado”, “una formación burocrática”? Revisamos ese problema en nuestro libro sobre el tema, pero la principal discusión no gira en torno a cuál fue la naturaleza exacta de ese sistema. Existe un amplio campo de situaciones intermedias entre las distintas posiciones en debate (Katz, 2006a: 53-72).

El debate más importante está referido a la validez de ese intento de construcción socialista (frustrado por Stalin, Kruschev o Gorbachov). Esa legitimidad se plantea en polémica con quiénes interpretan que esa empresa nunca debió ensayarse o que fue irrelevante, ante la simple continuidad del capitalismo bajo un disfraz de socialismo.

Estos cuestionamientos no se limitan sólo a los autores neoliberales o keynesianos hostiles al objetivo del socialismo. También incluye a pensadores que en su etapa de izquierda objetaban la sensatez del intento anticapitalista, en un país económicamente retrasado como era Rusia. Partiendo del acertado precepto que el socialismo sólo podrá realizarse a escala global, suponían que esa construcción nunca debió comenzar en un país subdesarrollado (Sebreli, 1975: 215-242).

Esa visión retomaba la vieja idea social-demócrata de imaginar al socialismo como un proceso evolutivo, que comenzará en las economías más avanzadas y se propagará paulatinamente al resto del mundo. De hecho suponía un extraño debut socialista desde economías opulentas que irradiaría luego al conjunto del planeta.

En todas estas controversias es importante distinguir el debut de la conclusión del proceso transformador. Que la construcción socialista resulte imposible en un solo país o región, no invalida su inicio en donde ese cambio sea necesario. Una transformación pos-capitalista exigirá muchas generaciones y deberá experimentarse en distintos lugares (Amin, 1988).

Esta discusión remite a viejas controversias sobre la viabilidad del socialismo en la periferia. La respuesta negativa solía subrayar la ausencia de condiciones materiales para esa gestación, omitiendo que el problema se planteó en esas regiones por el carácter más acentuado de la crisis capitalista. Es un contrasentido afirmar que el socialismo no es factible en las zonas que más requieren su instrumentación.

Esta acción debe probarse en los países y circunstancias que exijan cambios revolucionarios. Si estos procesos no empiezan donde son requeridos, el ideal socialista nunca podrá ponerse en práctica.

La construcción de una sociedad igualitaria seguramente exigirá muchas generaciones y supondrá un funcionamiento mucho más complejo que la simple “administración de las cosas”, imaginada en los proyectos iniciales. Pero a través de distintas experiencias cobrará forma la construcción pos-capitalista. A pesar de sus limitados recursos, la mayor parte de las economías periféricas cuenta con importantes márgenes para instrumentar programas populares que comiencen a reducir la desigualdad.

Replanteos y denominaciones

Los críticos del proyecto socialista impugnan la introducción de medidas anticapitalistas en todas las circunstancias. En las coyunturas de intensa crisis suelen afirmar que la prioridad es resolver la catástrofe económico-social inmediata y no imaginar soluciones para el porvenir. En los períodos de alto crecimiento y estabilidad económica subrayan el carácter innecesario de cualquier transformación socialista.

Pero en ambas situaciones omiten las desventuras de pobreza, desempleo y explotación que impone el capitalismo. También desconocen que la alternativa socialista está concebida para toda una época y puede comenzar en cualquier fase del ciclo económico. Las experiencias del siglo pasado indican que los detonantes de la revolución socialista han estado más ligados a las convulsiones bélicas que al derrumbe productivo.

El desenvolvimiento soviético fue un ensayo frustrado de socialismo que será revalorizado con el tiempo. Como ha ocurrido tantas veces en la historia constituyó una anticipación frustrada, que servirá de fundamento a otros intentos de eliminar la desigualdad. Lo mismo sucedió con la revolución francesa, que introdujo ideales de igualdad política plasmados en períodos posteriores a su formulación inicial.

Lo ocurrido en la URSS permite notar que los obstáculos para forjar una sociedad de igualdad, justicia y libertad no son inherentes al género humano. No radican en el egoísmo o en un desinterés natural del individuo hacia sus semejantes. Son barreras políticas, sociales e ideológicas. Bajo el capitalismo esas obstrucciones provienen de la dominación ejercida por la minoría capitalista y en el modelo soviético derivaron de la regimentación y el papel coercitivo impuesto por la burocracia gobernante.

La frustración creada por la implosión de la URSS afectó duramente la expectativa socialista de varias generaciones de trabajadores. Pero no es la primera derrota que han sufrido los oprimidos en su larga batalla contra el capital. La historia de la humanidad se ha desenvuelto en una sucesión de inesperadas victorias y amargas decepciones. Desde una mirada de largo plazo, el debut revolucionario de 1917 perdurará como un precedente de la gesta para liberar al individuo de las cadenas del mercado.

La continuidad de esta batalla exige especificar el ideal buscado y renovar la utilización de la terminología socialista. Es un error renunciar a este concepto argumentando que arrastra una pesada carga de distorsiones, a partir de su asociación con el régimen represivo vigente en la URSS. Muchos conceptos sufrieron una deformación semejante y nunca fueron reemplazados.

La bandera de la democracia ha sido utilizada para todo tipo de tropelías. Es el estandarte predilecto del imperialismo para justificar sus “intervenciones humanitarias” en todos los rincones del planeta. Esta usurpación no ha erradicado el uso habitual del concepto democracia como síntesis de la soberanía popular. Lo mismo ocurre con el socialismo. Al igual que otros principios centrales de la acción política, no tiene sustituto para definir el ideario pos-capitalista. Hay términos irreemplazables para denotar ciertos fenómenos.

Transcurridas dos décadas del colapso de la URSS, el descrédito de los conceptos socialismo o comunismo ha perdido relevancia frente a su contraparte capitalista. Especialmente después de la crisis del 2008, esta última denominación es crecientemente identificada con el desempleo, la pobreza y la desigualdad. El ingenuo embellecimiento del capitalismo que intentó el neoliberalismo a principio de los años 90 ha quedado severamente golpeado.

Retomar la identidad socialista no sólo es posible y conveniente frente a la pérdida de credibilidad de los cuestionamientos neoliberales. También es importante para lidiar con las concepciones fatalistas, que auguran una inexorable continuidad del capitalismo. Esa visión resalta la inexistencia de horizontes socialistas inmediatos, deduciendo de este dato la perdurabilidad del régimen vigente. (2)

Durante años el marxismo fue acusado de postular una ley de la historia determinante del destino socialista. Esta misma objeción debería ser extendida en la actualidad a los abogados de la eternidad capitalista. Si no existe un desemboque inevitable de la evolución humana en el devenir comunista, tampoco cabe imaginar la interminable recreación de un régimen de competencia por beneficios surgidos de la explotación.

Marxismo latinoamericano

Los balances de experiencias internacionales y regionales socialistas recobraron interés en América Latina en la última década. Las victorias de los años 60 (Cuba), las derrotas de los 70 (Chile) y las frustraciones de los 80 (Nicaragua) comenzaron a ser evaluadas en un nuevo escenario. El socialismo ha reaparecido como proyecto en Venezuela y Bolivia, recupera nuevas modalidades en Cuba y ha sido concebido a escala regional por el ALBA.

En todos los casos vuelve a reaparecer la necesidad de una confluencia de la izquierda regional con el nacionalismo revolucionario. Ese empalme es un resultado de la incidencia del antiimperialismo en todos los proyectos de transformación social. La batalla contra el intervencionismo estadounidense determina esas convergencias.

La lucha por el socialismo siempre fue concebida en América Latina en un plano regional. Pero esta dimensión se tornó más gravitante en los últimos años. Salta a la vista que en la actualidad cualquier proyecto estratégico debe ser planteado a ese nivel. Las clases dominantes formulan sus políticas en ese terreno y los sectores populares no pueden restringir sus iniciativas al campo meramente nacional.

En los últimos años el ALBA aportó una interesante propuesta regional con horizontes socialistas. Promueve formas de integración solidaria, contrapuestas a los Tratados neoliberales de Libre Comercio y diferenciadas del regionalismo capitalista del MERCOSUR. Postula medidas para avanzar en la soberanía financiera (moneda común), alimenticia (reformas agrarias y rechazos del agro-negocio) y energética (Petrocaribe, Petrosur).

El ALBA incentiva auditorías de la deuda externa, exige acelerar la concreción del Banco del Sur, alienta la creación de un fondo de estabilización cambiaria regional y sugiere coordinar el manejo regional de las reservas y los movimientos de capitales. Este tipo de medidas podrían aportar una base común para los procesos políticos radicales, que determinaría un sólido basamento para un futuro socialista (Katz, 2006b: 65-107).

La unidad popular de América Latina es una meta ordenadora del proyecto socialista en nuestra región. Se inscribe en una batalla de dos centurias para conquistar el objetivo pendiente de la Segunda Independencia.

Al igual que en Europa existe actualmente en América Latina una referencia estratégica de unidad continental. Pero en el Nuevo Continente esa meta constituye un objetivo irrealizado de larga data. No surgió como respuesta a guerras interiores por la supremacía imperial, ni apareció para forjar un bloque competitivo en la disputa global por los mercados.

El proyecto de unidad latinoamericana tampoco está corroído por la variedad de exigencias soberanistas que impera en Europa. Es ajeno a demandas separatistas por autonomías vulneradas o a rivalidades por la tajada de un presupuesto continental.

La aspiración unitaria regional en América Latina tiene otras raíces. Deriva de la existencia de estructuras nacionales históricamente incompletas y obstruidas por la dominación imperial.

El objetivo de la emancipación continental fue retomado por los teóricos del marxismo latinoamericano, que reivindicaron la gesta de la Independencia (San Martín y Bolívar), la fórmula de construir Nuestra América (Martí) y la necesidad de considerar las especificidades nacionales (Mella, Mariátegui).

Pero este regionalismo también confluye con una veta internacionalista, que el socialismo latinoamericano desarrolló con gran intensidad desde la revolución cubana. Esta inclinación impulsó la creación de organismos revolucionarios continentales como la OLAS, generó las conferencias Tricontinentales y se verificó en misiones de solidaridad militante en varias partes del mundo. En la última década este legado reapareció tangencialmente en las distintas iniciativas que concibió Chávez, para crear alguna organización socialista sucesora de la I, II, III y IV Internacional.

América Latina ha sido también desde el 2001 el principal escenario de los Foros Sociales Mundiales. Esos eventos impulsaron la protesta global contra el capitalismo mundializado y confrontaron directamente con las cumbres anuales que realizan en Davos las corporaciones más transnacionalizadas.

El marxismo latinoamericano actual remarca esta dimensión global del capitalismo contemporáneo y la consiguiente necesidad de acciones comunes de todos los explotados y subyugados del planeta. Pero también percibe que esa confluencia de los oprimidos no surgirá en forma espontánea o contraponiendo solamente los intereses comunes de los desposeídos con las conveniencias globales de los capitalistas.

Las tradiciones nacionales y regionales diferenciadas mantienen una influencia decisiva y el socialismo actual recupera la necesaria convergencia de procesos de emancipación nacional y social. Busca relanzar un proyecto con raigambres nacionales y respuestas mundiales al capitalismo globalizado. Encarna la mayor esperanza del siglo XXI y aporta una brújula para todos los pueblos que anhelan la igualdad y justicia.

(*) Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI.

Fuente: Argenpress

Notas:

1) Dos caracterizaciones de ese proceso en: Bensaid (2003) y Anderson (2002).
2) Un ejemplo en: Fiori, (2009).

Referencias:

-Aguirre Rojas, Carlos Antonio, (2007), “Immanuel Wallerstein y la perspectiva crítica del Análisis de los Sistemas-Mundo”, Textos de Economía, Florianópolis, v.10, n.2, jul/dez.
-Amin, Samir, (1988), La desconexión, Pensamiento Nacional, Buenos Aires.
-Anderson, Perry, (2002), “Internacionalismo: un breviario”, New Left Review, n 14, Madrid, mayo-junio.
-Bensaid, Daniel, (2003), Le nouvel Internationalisme, Paris, Textuel.
-Bresser Pereira, Luiz Carlos, (2012), “Five models of capitalism”, Revista de Economía Política, vol.32 no.1 São Paulo, Jan./Mar.
-Fiori, José Luis, (2009), “La crisis económica, la izquierda y la dinámica geopolítica”, www.sinpermiso.com, 19/4.
-Hobsbawm, Eric, (1998), Historia del siglo XX, Crítica, Buenos Aires.
-Husson Michel, Un Pur Capitalism, (2008), Editions Page Deux, Luasanne.
-Katz, Claudio, (2006a), El porvenir del socialismo, Monte Ávila, Caracas.
-Katz, Claudio, (2006b), El rediseño de América Latina, Alca, Mercosur y Alba, Ediciones Luxemburg, Buenos Aires, 2006.
-Li, Minqui; Piovani, Chiara, (2011), “One hundred millón jobs for the chinese workers”, Review of Radical Political Economics, vol 43, n 1.
-Navarro, Vicenç, (2014), “¿Ha fracasado el socialismo?”, www.attac.es, 13/9.
-Pellicani, Luciano, (1990), «La anti-economía colectivista», en Socialismo del futuro, vol 1, n 2, Madrid.
-Sebreli, Juan José, (1975), Tercer Mundo mito burgués, Ediciones Siglo Veinte, Buenos Aires.
-Wallerstein, Immanuel, (1992), “Revolution as strategy and tactics of transformation”, Amherst, Fernand Braudel Center, 12/11.

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