Pareciera existir un consenso en afirmar que la historiografía marxista clásica se caracterizó por operar bajo una lógica determinista o mecanicista. Se ha dicho entonces que esta corriente tendió a considerar el aspecto superestructural como mero epifenómeno de la base económica.
O bien, tendió a sostener que la evolución de la conciencia política podía ser explicada en relación a la sola consideración de la evolución de lo económico-social.
A mediados de la década del 80, se celebró el “Seminario sobre el estado actual de la Historia de Chile”, que fue una instancia de reflexión historiográfica en el que se problematizó el legado de la ‘Historia marxista clásica’[1].
En esta ocasión, Gabriel Salazar sostuvo que el grado de influencia que pudo haber tenido la historiografía marxista en el movimiento popular no habría sido relevante. Su impacto habría sido “escaso” dado que “no innovó respecto a lo planteado por los dirigentes de los partidos de la Izquierda Parlamentaria”[2].
Aunque “crítica”, “nacional” y base de la posterior llamada “educación popular”[3], el “tinte ideológico [que] tiñeron de modo notorio muchas de sus páginas”, produjo que la militancia política de los 60 le diera mayor aceptación a los “ensayos históricos” de “los cientistas sociales de filiación cepaliana (Aníbal Pinto, Jorge Ahumada, Osvaldo Sunkel, Enzo Faletto, entre otros)” que a los aportes de esta historiografía. La virtud de aquellos, a juicio de Salazar, radicó en que “sus bases metodológicas y teóricas parecían más formales, consistentes y reflejaban mejor, tanto la coyuntura del presente, como la disposición política de las nuevas generaciones”[4].
En cambio, la producción historiografía marxista clásica, que habría estado ceñida “a los postulados del marxismo internacional”[5], a su juicio, se caracterizó por la “insuficiencia general de [su] base empírica de apoyo” y “una débil asimilación del método dialéctico y de la propuesta teórica más fina del marxismo”, dominando, por tanto, “el economicismo simple y la lucha de clases en su forma más cruda”[6].
En su estudio de los periodos entre 1810 y 1891 (lucha de clases en ciernes) y entre 1870 y 1960 (fase imperialista), se descuidó otros aspectos como los del “Estado, del proceso de industrialización, del movimiento campesino, mapuche, de la mujer, de los grupos medios, entre otros”[7].
Esta historiografía –argumentó el autor– tenía y tiene remotas posibilidades de ser restaurada y restablecida. Para entonces la idea dominante era que tenían mayor relevancia metodológica “las prácticas dialécticas de investigación a fondo de los procesos reales” por sobre “las formas puramente teóricas y dogmáticas del marxismo”[8].
Esta lectura de la historia marxista clásica se convirtió en la opinión de consenso de la historiografía nacional desde la década de los 80. El rescate, por tanto, que pudo hacerse de esta, como antecedente de la llamada ‘Nueva Historia Social’, fue nulo. Se trataba de romper con esta corriente, pero negándola, evitando caer en su matriz categorial alimentada por la tradición marxista, buscando nuevas formas de configurar una matriz categorial que permitiera estudiar, por ejemplo, la cuestión del movimiento popular.
Sin embargo, la historiografía marxista clásica pese “a su disparidad generacional y gran cantidad de tensiones y disputas internas”, logró –sostiene Pablo Artaza– “articular un denominador común en torno al protagonismo histórico de un actor social hasta entonces ampliamente excluido de la historiografía: los trabajadores, y la construcción –a partir de este mismo actor– de un proyecto político nacional: la construcción del socialismo”[9].
Este proyecto político nacional en clave socialista, llevado a cabo a través del movimiento popular, fue la expresión de aquel elemento base que el marxismo ofrecía y que decía relación con una voluntad transformadora para la cual se necesitó una teoría y una praxis que esta historiografía buscó dar en el ámbito de sus posibilidades. Su fundamento radicó en la perspectiva marxista de concebir la relación inescapable entre lo político y lo social, y oponerse así a la lectura liberal que buscó aislar estos términos y, por sobre todo, neutralizar lo político.
La lectura de la tradición liberal de pensamiento, asume que lo político, que no se distingue de la política, está representado en el Estado, configurado por la ideología, y expresado a través de los partidos políticos. Mientras que lo social, está representado en la Sociedad Civil en abstracto, configurado por la cultura, y se expresa a través de organizaciones y movimientos sociales.
Es decir, ambas instancias se aíslan y se establece como improcedente el hecho, por ejemplo, de que la organización “desde” la sociedad pueda estar marcada por la ideología, y por tanto, sea asumida como una expresión política. Se asume, en consecuencia, que lo político sólo se desenvuelve en el espacio estatal-institucional, y que son los partidos políticos los únicos actores susceptibles de ideologización. Fuera del espacio estatal, ya no hay ideología, sino cultura; no hay acción política, sino acción “social”[10].
La producción historiográfica de la Historia marxista clásica se basó en buscar una alternativa a esta matriz categorial de la tradición liberal. Para ello, historiadores como Julio César Jobet y Hernán Ramírez Necochea, se nutrieron de la tradición marxista, y buscaron disputar la interpretación historiográfica liberal que aislaba lo político de lo social. Su pretensión, por el contrario, consistió en establecer esta relación como fundamental.
Por eso, en general, compartieron la idea de que lo social correspondía al grado de desigualdad en las relaciones sociales entre los sujetos en cuanto a la producción de valor. En Chile, como en sociedades predominantemente capitalistas, este grado de desigualdad era radical, de modo que lo que existía eran relaciones de explotación y de dominación, sobre lo cual se constituían, entonces, dos clases en contradicción, una dominante y otra dominada.
Respecto a lo político, ambos compartieron la idea de que esta categoría correspondía al grado de asociación y disociación entre los sujetos en torno a la producción de poder. De modo que cuando el grado de asociación de las clases dominadas era mínimo, entonces su acción se encontraba fragmentada, y se constituían, por tanto, variados movimientos sociales no necesariamente articulados entre sí. Por el contrario, cuando el grado de asociación era alto, entonces se constituía un movimiento popular que ofrecía un proyecto alternativo de sociedad, y que buscaba disolver la contradicción de clases existente en sociedades capitalistas.
Sin embargo, entre estos autores existió una tensión al interior de esta matriz categorial compartida. Esta tensión se dio entre Julio César Jobet y Hernán Ramírez Necochea dado que este último en el desempeño de su producción historiográfica opero bajo la lógica, en el decir de Julio Pinto, de un “mecanicismo exacerbado”. Es decir, oponiéndose a la concepción de la tradición liberal que aislaba lo político de lo social, terminó por subordinar lo político a lo social al buscar relacionarlos.
Así, en el prefacio a la segunda edición de su Antecedentes económicos de la independencia de Chile, expresó que no era su propósito “reducir la génesis de la Independencia a términos o categorías puramente económicos ni, mucho menos, hacerla depender del anhelo de los criollos por obtener libertad de comercio”. Su perspectiva, sostenía Ramírez Necochea, no se identificaba con la del “elemental economismo histórico, expresión pobre y deformada o esquema caricaturesco e insuficiente de esa rica corriente interpretativa del acontecer humano que es el materialismo histórico”[11].
Su tesis consistió en que la crisis colonial de 1810 se produjo por “la existencia de fuertes e insuperables contradicciones de la estructura e intereses económicos de Chile con la estructura y los intereses económicos de la metrópoli y el imperio español en su conjunto”. La conservación de la sociedad colonial para fines del siglo XVIII comenzó a limitar el desarrollo y la potencialidad económica de Chile, de modo que “independiente del pensamiento o de la voluntad de la gente, estaban dadas ciertas condiciones objetivas fundamentales que favorecían la emancipación que trabajaban en sentido disolvente de los vínculos de subordinación en que la sociedad chilena se hallaba respecto de la madre patria y que daban a la independencia el rango de una imperativa e insoslayable necesidad histórica”[12].
La independencia sería, por tanto, “la culminación necesaria y natural del crecimiento experimentado por Chile a lo largo de un cuarto de milenio de coloniaje”[13]. Del mismo modo, en otro texto, en la introducción de su Historia del movimiento obrero en Chile de 1956, este autor estableció que el proletariado era, hacia mediados del siglo XX, “una clase en ascenso que crece y se fortalece en la misma medida en que la parte más progresiva de la economía crece y se fortalece”, por esto era en Chile y en el mundo “la clase a la que pertenece el porvenir”[14].
Pero, por otro lado, Jobet desarrolló una distancia no sólo hacia la concepción política liberal, sino también ahora hacia la concepción política estatista de impronta soviética. Por lo cual gran parte de su obra la dedicó a asumir una posición crítica hacia el Partido Comunista de Chile, y hacia lo que de comunista pudiese haber habido en el Partido Socialista. Consideró que aquel partido vivía “desligado de nuestra realidad objetiva, sirviendo fielmente las orientaciones de la III Internacional”.
Debido a lo cual se caracterizaba por su insistencia en “trasladar conceptos, juicios y fórmulas hechas para realidades y mentalidades distintas”. Así, en función de su “más absoluta subordinación a los dictados del gobierno soviético, […] sacrifica todos los intereses de las masas trabajadoras”[15]. En cambio, sostenía Jobet, el “socialismo democrático y revolucionario” –el que asumía debía practicar el Partido Socialista– adhería a un marxismo que evitaba caer en los dos peligros del movimiento revolucionario: “el sectarismo esterilizador y el oportunismo corruptor”. De modo que era necesario:
…estudiarlo a fondo, sin actitudes preconcebidas de adoración fanática o de aceptación estática, y, al mismo tiempo, reconoce[r] la urgencia de enriquecerlo y ensancharlo, infundiéndole constante vida acogiendo en su seño todas la nuevas realidades y avances y así impedir que se transforme en un credo momificado y dogmático; utilizarlo para escudriñar la existencia diaria, nacional e internacional, examinando y clasificando los nuevos hechos y confrontando la teoría con ellos.[16]
Lo que esta cita permite reconocer es que, al menos en su caso, existió una actitud bastante menos dogmática y menos “ceñida al marxismo internacional” de lo que se le ha criticado a la historiografía marxista clásica en general.
Así, en esta misma línea, Jobet afirmó que “por su carácter científico” el marxismo era “un pensamiento unificador y sintético, […] que presentándose como un conocimiento racional del mundo […] sin cesar, se profundiza y se supera”. Su valor esencial era el de “expresar las contradicciones y los problemas de la sociedad contemporánea y en dar las soluciones racionales a esos grandes problemas”[17].
La vertiente teórica y doctrinal del Partido Socialista era el marxismo “aceptado como un método de orientación social, de conocimiento real y de acción revolucionaria”, por lo cual “rechaza su interpretación reformista por negarle su sentido revolucionario y creador; y rebate su interpretación autoritaria y dictatorial, por desnaturalizar su contenido libertario y democrático”[18].
Por esta razón –argumentó– no era posible negar que desde 1917 “el movimiento popular se encuentra escindido en dos campos: el socialista y el comunista”, pues existían serias divergencias teóricas y políticas con “el movimiento político comunista, dueño del poder en la URSS y en varios otros países de Europa y Asia”[19], lo cual se ha constituido en un “sistema de despotismo burocrático, expresión y superestructura de las relaciones sociales propias del capitalismo de Estado”[20].
Según una auténtica «política marxista» la revolución socialista era aquella que:
…evita que la primera propiedad socialista, en forma estatal, se transforme en propiedad exclusivamente estatal, porque desde ese instante el Estado se convierte en potencia autónoma por encima de la nueva sociedad. Y provocado tal hecho desaparecen la democracia y la libertad proletarias. La revolución será socialista, entonces, en la medida en que haga efectiva la socialización de los medios de producción y su administración por los trabajadores mismos, a través de los sindicatos, consejos obreros, comités populares, y descentralice las funciones administrativas por medio de organismos de base, como son las comunas, los comités de ciudadanos, los municipios.[21]
Julio César Jobet, dado el entrampamiento entre la política liberal y la política comunista, creyó necesario establecer una política marxista que superara a las dos anteriores, cuestión que, según su postura militante, era naturalmente su partido quien mejor podía materializar. Este partido, el PS, había nacido “como un partido profundamente chileno, enraizado en su rica tradición popular revolucionaria, y como culminación de un largo proceso de luchas ardorosas de las clases laboriosas por forjar un instrumento de sus intereses y de sus necesidades”[22].
Por su carácter “chileno”, consideró la interpretación leninista “superada ya por el dinamismo de la sociedad contemporánea”, por lo cual la ideología del Partido Socialista no era “marxista-leninista” sino “marxista a secas”, pues enfatizaba “el ineludible proceso de rectificación y de enriquecimiento de su conjunto doctrinal”[23]. Independiente de cómo años después se desenvolviera la historia de este partido en relación al PC, esta posición se enfrentó directa e indirectamente a la posición de Hernán Ramírez Necochea, en tanto historiador y militante del Partido Comunista.
La prevención ideológica de Jobet de evitar deformaciones dogmáticas (como el internacionalismo) en el área de la práctica política implicó también una prevención teórica cuyo propósito sirvió igualmente a evitar limitaciones dogmáticas (como el mecanicismo) en el ámbito del quehacer historiográfico.
En definitiva, es especialmente en la producción de Hernán Ramírez Necochea, así como en la de Marcelo Segall, donde se suelen alojar la mayoría de las críticas que la historiografía posgolpe ha dirigido hacia la historiografía marxista clásica. En este autor existió efectivamente una producción intelectual marcada por una tendencia hacia el obrerismo exacerbado, hacia un mecanicismo categorial, y hacia un vanguardismo depositado en el Partido Comunista como conductor de la política obrera.
Esto permite dejar en evidencia la existencia de enfrentamientos y tensiones al interior de la tradición, lo cual da pie para poder evitar oscurecer con críticas generales, con las que se tiene amplio acuerdo, ciertos elementos que pueden ser rescatados en los autores y que, pudiendo constituir la base para una renovación historiográfica, sirvan para superar las limitaciones y deformaciones teóricas e ideológicas de esta tradición pero sin negarla mediante una crítica ahistórica.
Se trata, por tanto, de cuestionar y disputar el contenido de aquello ‘clásico’ que tiene esta corriente historiográfica. Lo ‘clásico’ no se reduce a las deformaciones mecanicistas por cierto presentes en esta corriente. Incluye también esos elementos rescatados acá del marxismo presente por ejemplo en Jobet y en Barría, que creemos son actualizables e integrables en los análisis sobre lo político y lo social disponibles hoy en la historiografía chilena.
Según lo planteado acá, la historia marxista clásica, en contra de la opinión consensuada desde los 80, se trató de una historiografía que buscó representar, en la medida de sus posibilidades, la realidad histórica del contexto nacional, para lo cual el análisis de clase marxista fue fundamental (y a veces único), con el objetivo final de poder ‘dar forma’ a esa realidad. Esta imagen más que una figura retórica, representa la magnitud política que para esta concepción tenía el hecho de comprender la realidad mediante una perspectiva marxista.
La manera de darle uso a ciertos conceptos siempre nos enfrenta a la posibilidad de que estos remuevan el velo que oculta la violencia sobre la cual descansan otros conceptos que la omiten. Tales omisiones estaban presentes en la concepción liberal de lo social y lo político, que los historiadores marxistas buscaron superar a través de una matriz conceptual alternativa, la marxista, y que comprendía que la relación dialéctica de lo político y lo social era inescapable.
Se evitaba así reducir lo político al espacio estatal, y lo social a una abstracta “sociedad” no atravesada por la lucha de clases. Para la historia marxista clásica, en cambio, se comprendió, por un lado, que lo social hacía referencia al grado de desigualdad bajo la forma de dominación estructural, lo cual configuraba la existencia de una relación conflictiva entre una clase dominada y otra dominante, y, por el otro, lo político refería al grado de asociación entre las clases populares y de disociación respecto a la clase dominante, todo lo cual se desenvuelve tanto dentro como fuera del Estado liberal burgués. Pues, precisamente lo que estaba en disputa era la forma histórica –socialista o capitalista, popular o liberal– que adquiría lo político y lo social en el país.[24]
Sobre esta base, entre finales de 1940 y comienzos de 1970 esta historiografía contó, pese a lo afirmado por Gabriel Salazar, no sólo con “una amplia difusión (académica y social)” sino también con un importante “protagonismo (estudiantil, social y político)”[25].
Su trabajo historiográfico desde el marxismo, y pese a todas sus deficiencias generales y diferencias internas, supuso un aporte en la generación de recursos y elementos de análisis para disputar tanto lo político, lo cual se dio de manera política-partidaria a través del espacio de militancia de los historiadores, como lo cultural-ideológico, en el espacio académico, universitario y pedagógico.
En estos espacios, se ocuparon eminentemente de la confección de la historia no sólo de las organizaciones y partidos populares, sino también de la evolución histórica de lo social, constatando los grados de dominación y explotación durante parte del siglo XIX y comienzos del XX. Este aporte fue el que acompañó y contribuyó a la construcción de aquel movimiento popular que, naciendo hacia fines de los cincuenta, halló su fin violento el 11 de septiembre de 1973.
Fuente: Red Seca
http://www.redseca.cl/?p=5906
Notas:
[1] Esta instancia se refiere al “Seminario sobre el estado actual de la historia de Chile” realizado en Santiago en 1985, cuyas actas de sesiones se compendian en SALAZAR, Gabriel, La historia desde abajo y desde adentro, Santiago, Departamento de Teoría de las Artes Universidad de Chile, Santiago, 2003.
[2] Ibíd., p. 52
[3] Ídem.
[4] Ibíd., pp. 51-52
[5] Ibíd., p. 50
[6] Ibíd., p. 51
[7] Ídem.
[8] Ibíd., p. 52
[9] ARTAZA, Pablo, “Del ‘marxismo clásico’ a la nueva historia social: debates y tensiones en una vertiente del revisionismo historiográfico chileno”, sin publicar, material de Seminario de grado: Movimientos sociales populares y construcción de representaciones políticas, Universidad de Chile, 2013, p. 1
[10] Sobre esta formulación de la concepción de la tradición liberal de lo político y lo social, véase, DÍAZ González, Francisco, op.cit., 2013.
[11] RAMÍREZ N., Hernán, Antecedentes económicos de la independencia de Chile, Santiago, Ed. Universitaria, 1967, p. 11.
[12] Ibíd., p.12.
[13] Ibíd., p.15.
[14] RAMÍREZ N., Hernán, Historia del movimiento obrero en Chile. Antecedentes, Siglo XIX, Concepción, Ed. LAR, 1986, p. 13.
[15] JOBET, Julio César, Ensayo crítico sobre el desarrollo económico-social de Chile, Ed. Universitaria, Santiago de Chile, 1951, p. 170.
[16] JOBET, Julio C., Los fundamentos del marxismo, Santiago, Ed. Prensa Latinoamericana, 1971, p. 17.
[17] Ibíd., p. 20.
[18] JOBET, Julio C., El socialismo chileno a través de sus congresos, Santiago, Ed. Prensa Latinoamericana, 1965, p. 6.
[19] JOBET, 1971, op.cit., pp. 28-29.
[20] Ibíd., p. 145-146.
[21] Ibíd., p. 145.
[22] JOBET, Julio C., “Notas sobre las concepciones marxistas del Partido Socialista”, Revista Arauco, N° 68, Santiago, septiembre de 1965, p. 53.
[23] Ibíd., p. 46.
[24] Sobre esta formulación de la concepción de la tradición marxista de lo político y lo social, véase, Díaz, 2013, op.cit.
[25] ARTAZA, 2013, op.cit., p.1.
Este artículo fue publicado originalmente en Historias que vienen: Revista de Estudiantes de Historia (6:2015). Ponencia preparada en base a la tesis de pregrado del autor. Véase, DÍAZ G. Francisco, El concepto de movimiento popular. Revisión de la historiografía chilena (1950-2013) y una proposición conceptual. Tesis de pregrado, Universidad de Chile, 2013.