Ante las numerosas protestas denunciando la violencias policial contra manifestantes desarmados, Emmanuel Macron respondió con una frase histórica: “No hablen de represión y de violencia policial. Estas palabras son inaceptables en un Estado de derecho” (2 de marzo de 2019).
por Michael Löwy, Eleni Varikas, Sonia Herzbrun-Dayan.
Una fórmula magnífica, casi un ejemplo ideal-típico (por hablar como Max Weber), de lo que podría denominarse una fake political science.
En realidad, la frase es absolutamente ridícula: no existe en el mundo ningún Estado de derecho que no haya recurrido a formas ilegales e ilegítimas de violencia policial en uno u otro momento de su historia.
Por ejemplo: la República Francesa. No citaremos aquí todas las violencias de este tipo desde que Francia volvió a ser un Estado de derecho en 1944.
Basta con un solo ejemplo: 17 de Octubre de 1961. Francia era por completo un Estado de derecho, estaba en vigor la Constitución, se reunía el Parlamento. Una manifestación pacífica de argelinos fue ahogada en sangre por la policía: centenares de muertos, algunos arrojados al Sena.
El responsable de esta masacre fue el prefecto de policía de París, el señor Maurice Papon (juzgado y condenado, mucho más tarde, por otras razones: crimen contra la humanidad, colaboración con el ocupante nazi en el genocidio contra los judíos).
Desde luego, las violencias policiales en la Macronia de los dos últimos años, desde el movimiento de los chalecos amarillos, no son equivalentes. Pero no es menos cierto que han sido las agresiones más brutales de las fuerzas del orden contra manifestantes desarmados desde el final de la guerra colonial en Argelia.
Esta violencia se ha ejercido con la ayuda de métodos –llaves de estrangulamiento, placaje en el suelo, etc.- y una panoplia represiva prohibida en la mayor parte de los países europeos:
LBD -Lanzador de Balas de Defensa (¡bonito eufemismo!)-, granadas de disolución, granadas lacrimógenas tóxicas, Taser, etc. Pero también la vieja porra ha servido para herir gravemente a un gran número de personas.
Recordemos el caso de Geneviève Legay, militante altermundialista de 73 años, aporreada y tirada al suelo durante una violenta carga policial totalmente desproporcionada contra unos centenares de manifestantes pacíficos.
“El ambiente era muy tranquilo” y el grupo estaba “compuesto sobre todo de mujeres y personas mayores, sin bronca, sin proyectiles”, según dieron testimonio los fotógrafos (Le Monde, 25 de junio de 2019).
En las imágenes de videovigilancia, se puede ver a un funcionario salir del cordón al comienzo de la carga y empujar voluntariamente a la septuagenaria chaleco amarillo, vestida con una camiseta negra y llevando una inmensa bandera arco iris con la palabra paz. Transportada al hospital con costillas rotas y numerosas fracturas en el cráneo, todavía sufre secuelas de este ataque.
El responsable de la carga, el comisario Souchi, recibió meses más tarde, de manos de Christophe Castaner, ministro del Interior, la medalla de bronce de la seguridad interior, que recompensa “servicios particularmente honorables y un compromiso excepcional”.
Por su parte, Emmanuel Macron declaró pocos días después de la manifestación de Niza: “Esta señora no ha estado en contacto con las fuerzas del orden”.
Antes de precisar que “cuando se es frágil […] no se acude a lugares que están señalados como prohibidos y no se pone en situaciones como ésa”. Las víctimas son por tanto las culpables. Dieciocho meses más tarde, sin embargo, la propia IGPN, conocida por su indulgencia hacia los policías infractores, se ha visto obligada a reconocer la responsabilidad de la policía en esta agresión.
Según el balance realizado por el periodista David Dufresne, bajo el actual gobierno la intervención de la policía ha causado tres muertos, cinco manos arrancadas, 28 pérdidas de ojo y 341 personas gravemente heridas en la cabeza. Desde hace sesenta años -desde 1962-, bajo diferentes gobiernos de derecha, de centro o de izquierda, no se había visto nada parecido.
Antes de Macron, la violencia de Estado se ejercía sobre todo en las barriadas populares, contra personas de origen colonial.
El caso de Adama Traoré, muerto en 2016 en una gendarmería del Val-d’Oise, es paradigmático de esta violencia de connotaciones racistas. Con el actual gobierno se asiste a una especie de democratización de la violencia: ¡sin discriminación de color, origen, nacionalidad, edad o sexo! Todos tienen derecho a ser apaleados, en perfecta igualdad.
¿Se trata de una legítima defensa de las fuerzas del orden contra manifestantes violentos, armados de adoquines y cocktails molotov? Esta no es precisamente la regla.
Tomemos el caso de tres muertos: Zineb Redouane, 80 años, fue golpeado en la cara por fragmentos de granada lacrimógena cuando intentaba cerrar la ventana de su apartamento en el 4º piso; Steve Maia Caniço, ahogado en el Loira tras una carga policial contra un grupo que cantaba muy alto durante la noche; y Cedric Chouviat, un repartidor que intentaba filmar con su móvil a la policía, víctima de una violenta detención (laringe fracturada).
Ninguno participaba en una manifestación prohibida.
Responsables de la violencia policial
¿Quién es responsable de esta violencia sin precedentes en la historia de la Francia post-colonial? En primer lugar, los policías, sin duda. Las tendencias racistas, violentas y represivas de muchos policías están bien documentadas por numerosos testimonios, incluso de otros agentes indignados por esta situación.
¿Pero por qué las exacciones no habían alcanzado semejante escala antes de 2018? La policía era la misma…
La única explicación posible es la siguiente: estas prácticas han sido estimuladas, autorizadas, legitimadas y tapadas por las autoridades. Entre otros: Didier Lallement, prefecto de policía de París, Christophe Castaner, ministro de Interior, Laurent Nunez, secretario de Estado del ministerio del Interior.
Una declaración de este último resume bien la actitud del poder:
“No tenemos nada que lamentar sobre la manera como hemos llevado el orden público” (2 de junio de 2019, en la emisora de radio RTL).
En cuanto al Ministro Castaner, ésta es su opinión sobre el tema:
“Me gusta el orden en este país y defiendo a la policía y a la gendarmería. Y en mis palabras no hay ningún pero. Los defiendo y eso es todo” (11 de febrero de 2020, ante la Asamblea Nacional).
Pero en último término el gran responsable es el propio Júpiter, o sea, Emmanuel Macron: en la V República, el Presidente es quien define la estrategia y el comportamiento de las fuerzas del orden.
Estamos en un Estado de derecho: la policía no hace sino obedecer las órdenes de las autoridades legales y constitucionales. Jérôme Rodrigues, uno de los animadores de los chalecos amarillos, que perdió un ojo por una bala LBD, declaraba en una entrevista aparecida el 7 de setiembre de 2020 en el periódico digital Le Monde moderne:
“Se habla de violencias policiales pero en su origen se debería hablar de violencias gubernamentales, son ellos quienes utilizan a la policía sencillamente como escudo”.
Cuando el movimiento de los chalecos amarillos, la posición gubernamental no era sin embargo fácil de defender. Los vídeos filmados por manifestantes o por gente que pasaba no permitían esconder esas violencias. La misma idea de que pudieran ser compatibles con un Estado de derecho era cuestionada a nivel nacional y a nivel internacional.
Desde enero de 2019, Jacques Toubon, el Defensor de derechos, pedía la suspensión del uso de lanzaderas de balas de defensa, a causa de la “peligrosidad”, decía, de estas armas utilizadas por las fuerzas del orden.
A comienzos del mes de marzo, Michelle Bachelet, Alta Comisaria de derechos humanos de la ONU, pidió a las autoridades francesas que investigasen las violencias policiales cometidas durante las manifestaciones de los chalecos amarillos desde noviembre de 2018. Añadía que éstos se manifestaban contra “lo que consideran como su exclusión de los derechos económicos y de su participación en los asuntos públicos”.
El argumento de que no había violencia policial, sino operaciones de mantenimiento del orden para hacer frente a las violencias que se culpabilizaba a los manifestantes, era insostenible.
La violencia policial fue entonces no sólo reconocida, sino reivindicada. Benjamin Griveaux, entonces portavoz del gobierno, llamó a la “firmeza”, cuando la puerta de su ministerio fue derribada por chalecos amarillos, sin causar ninguna víctima. Y Gérald Darmanin, entonces ministro de Finanzas, insistió:
“En un Estado republicano, el monopolio de la violencia legítima es de los policías y gendarmes”. Había encontrado la fórmula, vago recuerdo, sin duda, de los estudios que el ministro había seguido en el Instituto de Estudios Políticos de Lille.
La referencia a Max Weber todavía no estaba presente. Tal vez se la había insinuado el editorial, en todo caso más matizada, de Thomas Legrand en el matinal de France Inter unos días antes. Comentando la detención violenta, por no decir más, de Éric Drouet, al que reprochaba no haber respetado las reglas vigentes en las manifestaciones que eran “aceptadas por todos”, el periodista reconocía que el mantenimiento del orden en Francia no estaba tal vez “a la altura” de una gran democracia. Y concluía así:
“Para mantenerse como el Estado de derecho y la democracia liberal que pretende ser, hay que analizar también las derivas de la utilización de lo que Max Weber llamaba la violencia legítima”.
Desde entonces, políticos y periodistas no han dejado de citar a Max Weber, transformándolo en apóstol de una violencia legítima, y por tanto ineluctable, del Estado. En junio de 2020, el mismo Thomas Legrand insiste:
“El gobierno no puede aceptar la idea de que la policía sea intrínsecamente violenta, más allá desde luego de la famosa violencia legítima de la que el Estado sería depositario, según Max Weber. Equivaldría a validar la teoría de que la policía sólo sería el brazo armado de un sistema de dominación”.
Cuando Gérald Darmanin, ya como ministro de Interior, habla de “la acción de las fuerzas del orden” ante la comisión legislativa de la Asamblea Nacional, quiere sin duda dar muestra de su cultura:
“La policía ejerce una violencia, ciertamente legítima, pero violencia, y esto es tan viejo como Max Weber”.
Cuando se multiplican las manifestaciones contra el asesinato de George Floyd, muerto ahogado por la policía, y en general contra las violencias policiales, Gérald Darmanin cree mostrar sentido del humor añadiendo:
“Cuando oigo la palabra ‘violencias policiales’, yo personalmente me ahogo. La policía ejerce una violencia, desde luego, pero una violencia legítima”.
La fórmula estaba lanzada. Será repetida desde la izquierda a la extrema derecha. Así Hadrien Desuin, en Causeur, escribe desde enero de 2019:
“Ante los desbordes de algunos chalecos amarillos o la violencia creciente de los alborotadores, las fuerzas del orden ejercen el monopolio de la violencia física legítima protegiendo a civiles y comercios”.
En otro artículo precisará que las fuerzas del orden hacen su trabajo:
“El ejercicio del “monopolio de la violencia legítima”, por utilizar la expresión forjada por Max Weber”.
Por la izquierda, con un espíritu diferente, el propio David Dufresne –tanto en la película Un país que sigue siendo sabio, como en el relato novelado Última advertencia, que denuncian la represión contra los chalecos amarillos, dedica un lugar nada despreciable a discutir la formulación de Weber. Pero la fuerza crítica del pensamiento de Weber no ha sido restituida.
Reivindicación de Max Weber
¿Qué dice exactamente Weber y cuál es el significado de su argumento?
En Economía y Sociedad, el gran compendio publicado a título póstumo por su esposa Marianne Weber en 1921, el sociólogo propone su famosa definición del Estado:
Se puede definir como Estado a una institución política, escribe, cuando “reivindica con éxito… el monopolio de la coacción (Zwang) física legítima”. Añade más adelante que el Estado utiliza muchos otros medios para hacerse obedecer, pero “la amenaza y eventualmente la aplicación de la violencia” es, en todas partes, “en caso de que fallen los otros medios, la última ratio”.
En su conferencia sobre La política como vocación (1919), Weber propone una definición algo diferente:
“El Estado es esa comunidad humana que, dentro de un territorio determinado (…) reivindica para sí misma y consigue imponer el monopolio de la violencia física legítima”.
Pero la idea fundamental es, con toda evidencia, la misma.
Esta definición del Estado por Weber ha sido considerada pertinente, con toda razón, por diversas corrientes de las ciencias sociales. No está muy alejada de las tesis marxistas… Además, el propio Weber, en La política como vocación, cita en apoyo de su argumentación –con un punto de ironía– nada menos que a… Leon Trotsky:
“Todo Estado está fundado en la violencia’, decía Trotsky por su parte, en Brest Litovsk”.
Hay que insistir sin embargo en el hecho de que esta definición es completamente Wert-frei, libre de juicios de valor. La “legitimidad” de la que se habla aquí no tiene significado en sí. No es un principio moral, un imperativo categórico kantiano, ni tampoco una regla jurídica universal.
Como recordaba la eminente especialista en Weber Catherine Colliot-Thelène en una tribuna publicada en el periódico Le Monde el 19 de febrero de 2020:
“el término legítimo, en esta definición, no tiene un sentido normativo: no es equivalente a justo o racionalmente fundado. La monopolización por el Estado de la violencia legítima (…) es una constatación de hecho: un cierto tipo de poder, territorial, ha logrado imponer su hegemonía a otros tipos de poder que le hacían competencia en siglos anteriores”.
En efecto, el concepto de legitimidad designa para Weber únicamente la creencia en la legitimidad del poder, su aceptación como legítimo por los sujetos de la dominación. Como es sabido, Weber distingue tres tipos de legitimación de la dominación (y por tanto de monopolio de violencia del Estado):
– racional (o estatutaria, o racional-burocrática): la creencia en la legalidad de los reglamentos existentes;
– tradicional: la creencia en la santidad de las tradiciones y de las autoridades que se reclaman de ellas;
– carismática: la creencia en el carácter sagrado, heroico o excepcional de una persona.
La legitimidad de que habla Weber no tiene ningún lazo necesario con el Estado de derecho. No es más que una creencia, la aceptación de un discurso de legitimación, en todas las formas posibles de Estado, incluido el absolutismo –legitimidad tradicional– o una dictadura personal –legitimidad carismática.
Para dar un ejemplo extremo, que no tiene nada de un Estado de derecho: el Tercer Reich es, sin ninguna duda, un Estado en el sentido weberiano: durante su permanencia, “reivindicó con éxito el monopolio legítimo de la coacción física”. Tras la derrota del nazismo, sus militares y administradores (responsables de campos de concentración, etc.) intentaron legitimar sus crímenes con dos argumentos:
– la obediencia a las autoridades superiores (legitimidad racional-burocrática).
– el juramento de fidelidad al Führer (legitimidad carismática).
Estos argumentos fueron rechazados por el Tribunal de Nüremberg, y los culpables fueron castigados a prisión o ejecución…
En un Estado de derecho, la creencia en las leyes puede legitimar el monopolio de la coerción. Pero se tiene perfectamente el derecho a rechazar la creencia en la legitimidad de prácticas de violencia ejercidas por un Estado, bien porque sean contrarias a las leyes –lo que suele ser el caso– o porque se critiquen ciertas leyes.
Antes de que fuese abolida la pena de muerte, Robert Badinter y muchos otros cuestionaron la legitimidad de esta ley. Puede ocurrir también que la mayoría de la población considere que la manera como el Estado ejerce su monopolio de la violencia física ha dejado de ser legítima… Fue el caso en Francia bajo el reinado de Emmanuel Macron.
En situaciones de crisis de la dominación, dos poderes pueden disputarse el monopolio de la coerción física: lo que se llaman las situaciones de doble poder (como por ejemplo en Francia en 1944). Pero a lo que con más frecuencia se asiste -y ha sido el caso en Francia desde la Liberación hasta hoy día– es a movimientos sociales que arremetiendo eventualmente contra bienes o edificios apuntan a objetos símbolos de la violencia capitalista, de la violencia estatal, incluso de la violencia colonial.
No son milicias al servicio de otros grupos políticos. No ponen en peligro el monopolio estatal de la violencia física (sobre las personas), que ya se ha visto que tenía tendencia a ejercerse sin vergüenza.
¿Quién se atrevería a comparar la rotura de una vitrina con el asesinato policial, por ahogamiento, de un repartidor? ¿O con la mutilación, por las fuerzas del orden, de decenas de manifestantes no armados?
La invocación a Weber para legitimar la violencia de Estado tiene tanto de magia como de sofisma. Sofisma, puesto que si la violencia de Estado, toda violencia de Estado, es legítima, la noción misma de violencia pierde su sentido. Circulen, no hay nada que ver. Y esto, además, con la magia de invocar a una autoridad intelectual incontestada.
Pero también demuestra que los políticos y los periodistas que se han apropiado de esta fórmula no han leído a Weber.
Según Weber, el Estado, que no es más que una asociación de dominación (Herrschaftsverband) entre otras, no tiene en sí ninguna legitimidad. La coacción física que ejerce en forma de monopolio, mientras que las Iglesias tienen el monopolio de la coacción psicológica, precisa Weber, sólo es legítima en la medida en que es reconocida y aceptada.
La insistencia de Weber en la noción de monopolio permite comprender que el Estado se mantiene en este intervalo que separa el uso exclusivo de la violencia sin legitimación (o con una parodia de legitimación) por un grupo que ejerce así una dominación que pretende volverse total, y la pérdida o la ausencia del monopolio de la violencia que es la característica de esos estados que hoy se llaman fallidos.
El Estado no puede existir más que a condición de que aquellas y aquellos que domina se adhieran a la autoridad que reivindican los dominadores y se sometan a ellos. Max Weber destaca así una cuestión esencial tanto para la filosofía como para la antropología política: la de saber cómo y hasta qué punto se puede aceptar sufrir esa violencia que es el medio específico del Estado. Se encuentra por tanto en Weber, de manera sobreentendida, una lectura crítica del Estado.
Tras haber citado y marcado su acuerdo con la formulación de Trotsky, añade: «Si sólo existieran estructuras sociales en las que estuviera ausente toda violencia, entonces el concepto de Estado habría desaparecido, y sólo subsistiría lo que se denomina, en el sentido propio del término, ‘la anarquía”.
En sentido propio, y sin connotación peyorativa, la anarquía es la ausencia de dominación. A causa de su amistad con su antiguo alumno Robert Michels, y también de su historia de amor con Else von Richtofen, socióloga también, mujer brillante y libre, Weber pudo familiarizarse con las tesis libertarias.
Un pasaje de los ensayos sobre la teoría de la ciencia es un ejemplo llamativo del respeto que tenía por esta corriente de pensamiento:
“Un anarquista”, escribe, “que niega en general la validez del derecho como tal (…) puede ser un buen conocedor del derecho. Y si lo es, el punto arquimédico, por así decirlo, en que se encuentra colocado en virtud de su convicción objetiva –con tal de que sea auténtica– y situado fuera de las convenciones y presupuestos que nos parecen tan evidentes, puede darle la ocasión de descubrir en las intuiciones fundamentales de la teoría corriente del derecho una problemática que escapa a todos aquellos para quienes les son demasiado evidentes (…). En efecto, para nosotros, la duda más radical es la madre (sic) del conocimiento” (Max Weber, 1965, “Ensayo sobre el sentido de la ‘neutralidad axiológica’ en las ciencias sociológicas y económicas”, Ensayo sobre la teoría de la Ciencia, 1ª edición en alemán, 1917)
Al transformarlo en apóstol del Estado y de su violencia, con el fin de intentar justificar lo injustificable, los políticos y periodistas le han convertido en una víctima más de esa misma violencia.