La noticia tardó solo horas en captar la atención de los medios de comunicación chilenos. En Caracas, el presidente de la juventud de la UDI había sido detenido por fuerzas policiales venezolanas tras una serie de reuniones con grupos opositores al gobierno de Maduro. Mientras la propia UDI llamaba a actuar con fuerza, el gobierno chileno cumplía con las gestiones debidas en estos casos: ubicar al ciudadano chileno detenido e iniciar las gestiones para su liberación.
Por Marcelo Casals
Caracas alegaba que Cuevas había sido sorprendido fotografiando instalaciones de inteligencia, algo prohibido en Venezuela y en cualquier lugar del mundo. Más allá de los detalles de un episodio más bien bochornoso tanto para el gobierno chileno como para el propio implicado, interesa aquí detenerse en la propia narrativa construida por Cuevas, y naturalmente compartida por su partido, para explicar las condiciones en la que fue detenido y el significado último de su experiencia en aquel más que breve cautiverio.
Primero, un breve excurso. Corey Robin señala que uno de los rasgos recurrentes del pensamiento reaccionario moderno es la auto-victimización de quien ha perdido algo fundamental para su propia existencia social. Ello, por cierto, no es gratuito. En la sensibilidad conservadora y contrarrevolucionaria, el mundo naturalmente definido por jerarquías y diferencias ha sido desestructurado por fuerzas exógenas y “esencialmente perversas” que aspiran a un igualitarismo al menos contraproducente.
Los límites definidos de las diferencias sociales y las prácticas relacionadas con aquel pasado mítico se sienten como una pérdida real ante, en el siglo XIX, el liberalismo y, en la centuria posterior, el socialismo. El pensamiento reaccionario y los grupos políticos y sociales que lo encarnan, entonces, se posicionan a sí mismos como una fortaleza asediada ante fuerzas desintegradoras de todo orden, que no sólo amenazan sus propios privilegios sociales sino la existencia misma de una sociedad. De allí entonces la aparente paradoja de quienes concentran cuotas importantes de poder y, a la vez, se definen como una minoría resiliente que debe luchar contra fuerzas superiores.
Chile, bien lo sabemos, no ha sido ajeno a este tipo de constructos ideológicos. El conservadurismo decimonónico hizo del liberalismo, particularmente de sus ramificaciones más radicales, su principal enemigo histórico. Con la organización de un movimiento obrero visible y una izquierda política en ciernes en las primeras décadas del siglo XX, el socialismo ocupó ese lugar. Ello se reflejó no sólo en la utilización continua de los aparatos represivos del Estado contra los sectores medios y populares contestatarios, sino que también la afirmación política sobre la necesidad de la desigualdad, la jerarquía y el orden social por parte de la derecha política conservadora-liberal.
Durante la dictadura militar de Augusto Pinochet iniciada en 1973 estos rasgos llegaron al paroxismo. Chile fue definido entonces como la última defensa de Occidente ante los embates del marxismo, legitimando al mismo tiempo el régimen como una reacción desesperada ante la inminencia del golpe final del enemigo. El mundo, así, quedaba dividido en dos fuerzas definidas y antagónicas: aquellos quienes querían conservar las bases de la nacionalidad y aquellos quienes querían acabar con ella mediante la violencia revolucionaria, contando para ello el apoyo activo y la indiferencia pasiva de gran parte del mundo. La fortaleza asediada nunca adquirió rasgos tan concretos en Chile como durante la dictadura militar.
Volvamos ahora a Felipe Cuevas. Entrevistado por Radio Cooperativa la mañana del lunes 11 de agosto, el dirigente juvenil describió su arresto en Venezuela, calificándolo de arbitrario e ilegal. Su versión de los hechos destaca la animosidad de la policía venezolana contra él, dados sus contactos y actividades junto a grupos opositores. También fustigó a aquellos que lo criticaron, señalando que los Derechos Humanos no reconocen banderas políticas.
Hasta aquí, una defensa más bien predecible, más allá de sus inconsistencias. Sin embargo, ya avanzada la entrevista, y ante la pregunta sobre la violación a los Derechos Humanos en dictadura, Cuevas señaló que: “Mi abuelo lo perseguía el GAP en San Felipe. Estaba en la llamada lista negra del Plan Z. Mi abuelo tuvo que irse del país”.
Independiente de los eventos en Venezuela, resulta evidente aquí la existencia de un patrón discursivo en el cual Cuevas enmarca no sólo su experiencia reciente sino incluso los avatares de su familia durante el gobierno de la Unidad Popular (del cual, por cierto, señaló que violó los Derechos Humanos) y del país entero en el último medio siglo. El Plan Z, como bien es sabido, fue una operación de guerra sicológica fabricada en los primeros meses de la dictadura con el fin de convencer a la población de los planes asesinos del derrocado gobierno de Salvador Allende.
En él no sólo se denostó hasta la saciedad la figura del ex-mandatario sino que también se describió con lujo de detalles la existencia de arsenales, documentación, instrucciones y planes para iniciar una campaña masiva de asesinatos contra los opositores al gobierno. Todos ellos, afirmaban entonces, estaban identificados en listas encontradas en locales de partidos de izquierda. Como ha señalado Felipe Willoughby, primer vocero de la Junta Militar, los organismos de inteligencia militar fabricaron la supuesta evidencia del plan, así como también las listas con nombres de potenciales víctimas. De hecho, integrar una de esas listas se transformó en cierto motivo de orgullo entre círculos opositores a Allende, evidenciando con ello la importancia que habían alcanzado en la lucha contra el “marxismo”.
La referencia en un tono natural de Cuevas al Plan Z evidencia lo profundo que caló la auto-victimización reaccionaria en quienes se opusieron primero a la Unidad Popular y luego apoyaron y legitimaron las atrocidades cometidas por la dictadura militar. A pesar de que una vez los militares en el poder la balanza de fuerzas cambió radicalmente en favor de la clase alta y el gran capital, la retórica legitimadora continuó basándose en la lógica de la fortaleza asediada, tanto por el enemigo interno -quien había estado a punto de perpetrar su golpe final- como del “comunismo internacional”, que habría logrado apaciguar incluso a las “democracias occidentales” en su afán destructor de la nacionalidad chilena.
El enemigo, sin embargo, no parece haber sido derrotado completamente. De hecho, en el esquema ideológico de Cuevas, la relación entre el Plan Z y su breve cautiverio es directa. Se siente parte del mismo sector político-social que entonces “luchó” por la libertad en Chile y hoy lo replica con renovado ímpetu en Venezuela. La arbitrariedad de su detención no es más que la arbitrariedad inherente al enemigo, quien ya no reconoce tiempo ni espacio, dado que es esencialmente el mismo.
La bipolaridad ideológica del pensamiento contrarrevolucionario chileno, de ese modo, sigue estructurando la manera en que construyen sus propias narrativas y experiencias políticas. Cuevas y la UDI identifican la existencia de una supuesta amenaza transnacional y su rol de víctima inocente y desvalida en ese esquema, a pesar de que hoy por hoy siguen concentrando parte importante del capital económico, social y político de Chile. Con todo, dadas las relativas dificultades políticas e ideológicas actuales de la derecha chilena, es probable que esta no sea la última aparición pública de la auto-victimización reaccionaria.
Fuente: Red Seca