Gracias a un reportaje periodístico emitido por Canal 13 nos enteramos de que el Ejército de Chile publicó una licitación para la campaña publicitaria del proceso de admisión de postulantes a la Escuela Militar que resulta a lo menos irregular. En efecto –según lo constata el mismo reportaje–, la licitación exigía que las propuestas publicitarias estuvieran exclusivamente concentradas en persuadir a los sectores más acomodados del Gran Santiago.
Lo que resulta irregular es que un organismo amparado por el Estado promueva institucional y deliberadamente el interés de captar en sus filas de modo exclusivo a un grupo particular de la sociedad –mientras que la parte más representativa y amplia de la sociedad queda excluida al margen–, por motivos que resultan extra-profesionales, o dicho de otro modo: el interés en ciertos sujetos sobre otros no se deriva de la construcción de un perfil de competencias necesarias para ser oficial, sino que exclusivamente de un perfil personal basado en los intereses contingentes de privados.
Así, un organismo del Estado estaría dejando de regirse por los principios republicanos y abriría paso a conductas segregadoras y discriminadoras.
Seamos sensatos: si bien esto pude causar alarma a cualquiera que se precie de demócrata ni de cerca parece un hecho inesperado. Tan sólo basta recordar la bochornosa disculpa pública que se vio obligado a dar el General Fuentealba frente a un instructivo que si bien no redactó, sí firmó , y que sugería la marginación y exclusión de militares homosexuales, de estrato socioeconómico bajo o que profesaran la religión evangélica dentro de las filas de sub-oficiales. O bien, los resultados de la encuesta de cultura organizacional de hace algo más de dos años que reflejaron que más del 90% de los miembros de la “familia militar” rechazaba el ingreso de miembros homosexuales.
Por sí solos, este grupo de hechos recientes resulta un contraargumento suficiente frente al intento del Director de la Escuela Militar de buscar la responsabilidad de estos lamentables hechos a nivel individual. Y es que no caben dudas, hay responsabilidad individuales en la redacción de esa licitación, sin embargo, las condiciones que naturalizan a este tipo de prácticas de discriminación no están alojadas en la personalidad perturbada y anti-republicana de un sujeto concreto, sino que en todo el entramado de prácticas cotidianas que le dan pábulo a ese tipo de acciones reprochables. Ese entramado que condiciona y posibilita en este caso esas alarmantes prácticas es lo que podemos denominar como cultura de una institución.
Ahora bien, demos un paso atrás: no es que el Ejército como institución no esté haciendo reales esfuerzos para eliminar sus prácticas conservadoras y reaccionarias. Durante la Comandancia de Juan Emilio Cheyre –elegido en la presidencia de Ricardo Lagos– se desarrollaron dos documentos que resultaban fundamentales para una modernización y republicanización del Ejército de Chile. El primer documento es el Libro de Defensa (2002) y el segundo es la Ordenanza General del Ejército (2006). Ambos se enmarcan explícitamente en un Estado laico, democrático y republicano.
Ahora, el cambio no se limita meramente a un nivel doctrinario sino que a la vez se está desarrollando fácticamente. Con la promulgación de la LGE (2006) la Escuela Militar se reconoce como educación superior. Ello implicó, como efecto colateral, la posibilidad de ingreso, previo endeudamiento crediticio o becas, a personas excluidas y marginadas hasta entonces por razones económicas. Esto significa que la cultura elitizada y clasista de la oficialidad se pone en peligro.
Esto se ha reflejado rápidamente que en un rango de 10 años se haya triplicado la matrícula de hijos de sub-oficiales (antes exclusivamente hijos de oficiales), como también que haya llegado a más del 65% de la matrícula a estudiantes de colegios subvencionados y municipales. Ello, por motivos obvios, termina por diversificar las formas de actuar de la institución y con ello abrir al Ejército favorablemente hacia una pluralidad impensada. Es, en definitiva, el pueblo que ha sido por más de cien años relegado de la posibilidad de ser parte de los altos mandos los que hoy tienen la oportunidad objetiva de ser integrados y permitir un cambio de gran envergadura en el Ejército.
Frente a esta deselitización de la oficialidad, el Ejército ya no puede hacer nada para frenar este proceso de modo que no sea directa y flagrantemente discriminatorio. Frente a eso, los militares tienen las manos atadas. Así, hay una estructura jurídica y una población postulante que están llevando al Ejército a otro plano más acorde con lo que la sociedad chilena quiere proyectar. Sin embargo, sigue en pie la cuestión de que a pesar de esos esfuerzos doctrinarios y factuales el Ejército continúa reproduciendo y llevando a cabo prácticas flagrantemente contradictorias a los principios que como organización central del Estado moderno debiese erigir.
Y una pregunta relevante que se deriva de esto es, ¿por qué siguen ocurriendo con tanta naturalidad este tipo de prácticas condenables?
A mi juicio es la concurrencia de dos conjuntos de fenómenos que producen intransigentemente los mandos más antiguos los que permiten la reproducción de estas prácticas al interior del Ejército. En primer término, la hegemonía de un elitismo conservador relativamente masificado y la valoración sobredimensionada de éstos sobre lo que le compete funcionalmente en esta sociedad (la conocida frase “el Ejército es la reserva moral del país” es ejemplar en ese sentido), derivadas de una cultura impuesta celosa y milimétricamente durante la dictadura militar.
En segundo término, la enorme distancia que existen entre el mundo civil y el militar. Sumado al consabido hecho de que el Ejército promueve el aislamiento de sus miembros en el desarrollo de una carrera que se desenvuelve en cuarteles y en el intercambio restringido casi exclusivamente con militares, es relevante considerar también la inexorable distancia entre el Estado y el Ejército: no deja de ser sintomático que los Ministros de Defensa sistemáticamente se hayan enterado de estas irregularidades de segundas fuentes, como la prensa, y que intervenga sobre meros hechos ya consumados.
Ambos aspectos impiden e inhiben en el Ejército el desarrollo de una cultura moderna y reflexiva, y sin quererlo posibilitan una organización que intenta desesperadamente la marginación de los marginados para eludir el inevitable cambio ya cifrado en las nuevas filas y en el aparato formal. Con ello se inhibe el cultivo de la tolerancia y el respeto hacia la sociedad a la que las Fuerzas Armadas se deben.
Estos dos conjuntos de fenómenos emergen y son posibilidatos como efecto de lo que Weber hubiera llamado ‘clausura o cierre social’, y que refiere a la separación y planteo de límites de un grupo con el resto a fin de establecer una identidad rígida y una diferencia positiva con respecto al resto de la sociedad. Esas barreras, lo podemos notar, que quieren ser impuesta son para frenar la sacralización del Ejército por medio de sujetos profanos sin cultura ni donaire.
Es debido a este estado de cierre social que el Ejército está en un estado de tensión entre las filas antiguas (con más poder) y las nuevas (sin poder), que a duras penas y en un nivel micro plantean sus diferencias. Esta tensión es la que permite que la hegemonía de los altos mandos intente tanto la exclusión de ciertos grupos populares como la creación de una desesperada departamentalización (el Área de Formación Valórica, 2014) con el objetivo implícito de reaccionar frente a las innovaciones de sus miembros.
Una cultura sintomatiza con desesperación y se desorganiza cuando ve amenazada su continuidad y su cierre. Resulta un hecho que estas prácticas del Ejército son insostenibles en la actualidad. Sin embargo, por motivos obvios lo que Cheyre denominó como transición militar a la democracia no puede depender del todo de una cultura que por décadas se consideró moralmente superior y distanciada de la sociedad que supuestamente debía resguardar.
Para lograr un cambio se requiere sobre todo que el mundo civil, en principio, por medio de la cartera de Defensa desarrolle y se mantenga continuamente al tanto de lo que ocurre en el Ejército, y al mismo tiempo contribuya con el desarrollo de intervenciones y planes que se ciñan a esta nueva institucionalidad que pugna un espacio hegemónico.
Ello porque es impajaritable entender que las Fuerzas Armadas se deben al Estado que los alberga y no a sus miembros como una familia lo haría. Y es de eso que pende y depende que los síntomas actuales que el Ejército vive sean tan sólo los últimos estertores de un luctuoso momento de nuestras Fuerzas Armadas, y no una reactivación y vigorización de un conservadurismo que se ha intentado reprimir a toda costa.
(*) Integrante del Centro de Estudios de la Argumentación y Razonamiento de la Universidad Diego Portales y Docente del Programa Académico de la Escuela Militar (2010-2013).
Fuente: El Desconcierto