En una nota editorial, que lleva por título Enfermos de Poder, el periódico electrónico El Mostrador perpetra un galimatías conceptual difícil de descifrar y más aún de digerir, presupone intenciones a diestra y siniestra, instala irrelevantes escenarios de ejercicio comparado del periodismo, y por sobre todo, elude con pertinacia el fondo del asunto, en el empeño de justificar lo injustificable y defender severos atropellos a la ética periodística cometidos en la crónica denominada «El Estado Mayor del oficialismo o la estrategia para contrarrestar el vacío de poder», publicada el pasado 27 de agosto, con la firma de la periodista Marcela Jiménez.
Como podrán comprobar nuestros lectores, pues publicamos la nota editorial en forma textual a continuación de esta, el articulista inicia la oblicua aproximación al tema con la cita al título de un libro de un médico argentino, referido a la salud y el poder de los hombres públicos, para deducir con vagas referencias, de escasa conexión con el tema puntual, la supuesta habilidad de regimenes de izquierda o populistas, para manipular a la opinión pública cuando se trata de la salud de los mandatarios, sea ocultando los detalles o desviando la atención para confundirla.
Sin transición, el articulista pasa revista al objetivo del periodismo moderno, del cual, se subentiende, su medio sería un connotado exponente, no sólo capaz de investigar «de la mejor manera posible», sino también de «eludir la trampa de desinformación» de los poderes constituidos, según la cual «lo que no se reporta no existe».
Recién en el quinto párrafo viene la primera alusión al artículo de marras, que según el articulista, provocó no sólo legítimas críticas, sino «intentos abiertos de impedir la transparencia en un tema de alto interés público», para inmediatamente después, victimizarse respecto de supuestos «histerismos y amenazas».
Luego emprende un farragoso ejercicio de comparación con el periodismo británico, donde según el articulista, se puede interrogar libremente a las autoridades, sin que por ello se acuse al periodista o al medio de poner en peligro la institucionalidad de la nación, de escudarse en rumores o se le criticase el estilo. Sigue una andanada de ejemplos de muy rebuscada relación con las críticas formulados al artículo que motivó la polémica, en defensa de la «transparencia», un valor tanto más importante, cuanto que el periodismo tradicional ahora comparte «la construcción de la pauta con los medios digitales y las redes sociales, en un ejercicio de constante retroalimentación unos de otros».
Sólo después de tan laboriosos como redundantes circunloquios, entra por fin en materia, y lo hace con una astucia escasamente sutil, puesto que vincula el «vacío de poder» con el caso Caval.
Pero en lugar del reconocimiento de un error que pudiera haberse esperado, o al menos del discreto silencio, el comentario editorial abunda en las majaderías que se criticaron en la crónica de origen; esto es, «objetivar» la hipotesis del «vacío de poder» a partir de referencias tan vagas como «la intempestiva visita de líderes políticos de la Nueva Mayoría a La Moneda en ausencia de la Presidenta, el contexto de su ensimismamiento y su estado de salud».
Peor aún, agrega, es «parte del comentario cotidiano en los salones de la política y las sobremesas del conjunto de la elite».
En otras palabras, el articulista notifica que las sibilinas imputaciones a la Presidenta de la República deben entenderse como periodismo «moderno», en el ejercicio de su función de control del poder político, y que para ese efecto, el rumor constituye un recurso válido.
Finaliza la nota editorial con una defensa del periodismo independiente que, al igual que el resto del texto, viene escasamente a cuento.
Así, el periodismo independiente, «no solo debe revelar lo que gobiernos o grupos de interés privado están haciendo, sino también explicarlo»; debe «fiscalizar a los poderosos y exigir que estos se expliquen ante la ciudadanía», y debiera ser «un ingrediente imprescindible para una democracia con contenidos, que aspira a ser algo más que un proceso electoral cada cuatro años».
Luego de insistir que en los países desarrollados la «transparencia» está muy por encima de nuestras «opacas normas», concluye con la rotunda afirmación de que «los mandatarios no son monarcas a los cuales la ciudadanía y los medios deben pleitesía».
Cada cual debe responder por sus críticas, pero por lo que respecta a las nuestras, la nota editorial en comento no sólo no se hace cargo de ellas, sino que las evade de manera sistemática.
No estamos contra el periodismo independiente, ni contra el periodismo de investigación ni a favor de intento alguno de atentar contra la transparencia o restringir la libertad de expresión.
Por el contrario, practicamos el periodismo independiente de manera cotidiana, lo que por cierto no es lo mismo que periodismo neutral, y el periodismo de investigación cada vez que tenemos oportunidad, o abrimos espacios a los que lo hacen, y como declaración de principios, ejercemos la función social del periodismo, en cuanto a su deber de controlar el poder mediante la fiscalización pública de sus actos y defender en todo momento la libertad de expresión.
En cambio, nos diferencia del artículo en cuestión, y su justificación editorial, el reconocimiento del límite del ejercicio del periodismo en la ética periodística, un cuerpo que además de estar normado en un código formal, supone una adhesión voluntaria y activa en tanto persona; es decir, de ciudadano consciente que no puede utilizar el poder conferido por el ejercicio de la profesión, en función de causar daño o descrédito, menos aún si se carece de prueba suficiente afirmar algo que pueda ocasionarlo.
Puesto que el articulista citado gusta de ejemplos casuísticos y ejercicios comparados, agregamos un par.
Para la ética del periodismo norteamericano, el periodista no puede afirmar ni publicar nada que no esté refrendado al menos por dos fuentes independientes entre sí.
Es, como puede evocar quien haya visto la película o leído el libro, la trama de Los Hombres del Presidente, la historia de dos periodistas que llevaron al extremo el estilo y/o método periodístico que se arroga El Mostrador, al punto que generaron efectos cataclísmicos en el nivel de la institucionalidad, pero precisamente porque su investigación resistió la prueba de los parámetros más exigentes de la ética periodística: lo que dijeron, fueron capaces de probarlo.
Y que se sepa, lo que cayó no fue el Washington Post, sino el Presidente Nixon.
El periodismo británico, por su parte, cultivaba respecto de la ética un aforismo, atribuido a Walter Williams: nadie puede escribir como periodista lo que no pueda decir como caballero; hasta que a mediados del siglo pasado esa deontología empezó a caer en el desuso por la competencia y el sensacionalismo. Hoy, buena parte del periodismo británico, otrora garantía de calidad informativa, chapotea en el fango de lo chabacano.
Como dice el gallo, y antes que él, el pollo, al grano.
Nuestra crítica no apunta a que El Mostrador se abstenga de criticar a la Presidenta Bachelet, o a cualquier personaje público que venga al caso, por su afición al alcohol, o cualquier otra inconducta más pronunciada, o que atente contra las sanas prácticas de la democracia, o la ley.
Por el contrario, el medio que tenga las pruebas no puede no publicarlo. Y ese es el nudo del problema; si no las tiene, no lo puede publicar.
En consecuencia, es inaceptable para cualquier estándar la forma elíptica y sibilina de la periodista Marcela Jiménez para sugerirlo, evadiendo con ello la más elemental noción de ética periodística:
«No hay parlamentario, dirigente y asesor gubernamental que en los últimos quince días no reconozca que ha escuchado la versión de que la Presidenta está tomando más alcohol de la cuenta y que, en paralelo, está bajo el efecto de varios medicamentos –como analgésicos para una dolencia que tiene en la rodilla por un problema a los meniscos–, antidepresivos y los recetados para su hipertensión».
Primero, es un atentado a la verdad, a la luz de los desmentidos; y luego, un abuso del recurso de la fuente no identificada:
«A tal punto se ha esparcido el rumor como reguero de pólvora en estas dos semanas, que varias figuras del oficialismo confiesan en privado que incluso han sondeado en La Moneda, han preguntado y han chequeado si la información que circula sin control tiene sustento».
Eso no se puede defender. Dicho para la gente que no tiene por qué conocer los usos de la profesión, eso no es ni un recurso válido en la profesión, ni un método permitido en el periodismo.
En buen chileno se llama conventilleo, chimuchina o habladuría, y en el periodismo también.
Pero, en lo esencial, nuestra crítica, y nuestra advertencia ya reiterada, apuntan a que en el periodismo chileno se ha difundido la peligrosa costumbre del abuso del recurso de desinformación importado por El Mercurio en su campaña contra el gobierno de la Unidad Popular, de utilizar la fuente no identificada para pasar de contrabando las opiniones propias del medio.
Nuestra crítica apunta que el rumor no puede ser utilizado como fuente para validar información.
Nuestra crítica apunta a que el adelgazamiento ético del periodismo chileno desemboca frecuentemente en comportamientos de manada o en campañas, fundadas en rumores, en fuentes no identificadas o en antecedentes no debidamente verificados y contrastados.
En su momento, advertimos que, precisamente, el caso Caval presentaba características propias de lo que se entiende por campaña. Siete meses después, no hay un sólo formalizado, mientras que los antecedentes relativos a irregularidades, se concentran en el síndico de quiebras, Herman Chadwick, y en operadores vinculados a la UDI, etapa en la cual El Mostrador y otros medios que tomaron parte en la campaña -haya sido de manera consciente o por efecto del seguimiento a la manada- sacaron el tema de la pauta informativa.
En el corto plazo, los efectos de estos abusos del método periodístico son disolventes en cuanto a la cohesión social y políticamente favorables a los propietarios de un sistema mediático extraordinariamente concentrado. Pero de mediano a largo plazo, el costo va a recaer inevitablemente sobre la función social del periodismo, en la medida en que comprometa el capital de su crededbilidad.
Siempre y cuando, naturalmente -y estremece pensarlo- ese estado de anomia y entropía social, donde se pierden las referencias, los valores y lo tenido por verdadero, no responda a un objetivo deliberado de los propietarios del sistema mediático globalmente concentrado, en tanto medio de control social, en la medida en que impide u obstaculiza en grado extremo, la organización social para disputarle el poder a esas minorías que hoy controlan todo, incluyendo la consciencia de las personas.
Volveremos sobre el tema.
Enfermos de poder
Tal es el título de un libro del médico y periodista argentino Nelson Castro, publicado el año 2005. Su tema central es la relación entre la salud y el ejercicio del poder de los hombres públicos. Cómo puede afectarlos el querer controlar y saberlo todo acerca del Gobierno, y ocasionarles serias obsesiones sobre la permanencia en el poder y la trascendencia histórica de su mandato, hasta el punto de ocultar sus dolencias por temer que su conocimiento a nivel público los debilite políticamente. Se rodean entonces de círculos herméticos que solo funcionan con trascendidos y rumores.
El estrés del poder y la salud de los mandatarios tiene historia en América Latina. En Argentina, es posible que Perón jamás hubiese accedido al poder –sostiene Castro– de no ser por la mala salud del Presidente Ortiz. Ello permitió la llegada del vicepresidente Castillo y la maduración del golpe militar de 1943 que elevó a Perón a la jefatura del Estado. El caso de Kirchner, más reciente, deja en evidencia –según Castro– que el buen funcionamiento institucional en cualquier democracia requiere de la mayor transparencia respecto a la salud del Presidente. Porque si el poder los puede enfermar, su salud será siempre un asunto de interés público atingente al funcionamiento institucional del Gobierno y del Estado que los ciudadanos no deben desconocer.
El caso extremo de manipulación reciente fue el de Hugo Chávez, aparentemente diseñada por la Fundación CEPS de España, un think tank izquierdista vinculado a la Universidad de Valencia, fundado por el constitucionalista Roberto Viciano, muy conocido en nuestro medio en los debates de la nueva Constitución. La estrategia llegó a sostener que las medias verdades podrían inducir a la oposición venezolana a realizar “juicios equivocados”, que redundarían en la conservación del poder chavista.
El objetivo del periodismo moderno se aparta radicalmente de esta manipulación. Su compromiso es reportar lo que se investiga de la mejor manera posible, dejando plasmada la atmósfera reinante en la cual se ha reporteado un tema. Ello, para eludir la trampa de desinformación de los poderes constituidos, económico o político, según la cual lo que no se reporta no existe, prisma con el que presionan diariamente a los medios para manejar la pauta informativa.
La publicación por nuestro medio de un artículo sobre “el vacío de poder” en el actual mandato presidencial provocó, en torno a este tema, no solo legítimas opiniones críticas, sino intentos abiertos de impedir la transparencia en un tema de alto interés público.
Nuestra primera consideración es que una democracia segura de sí misma, moderna y pro transparencia, debería tener la capacidad de enfrentar sin histerismos ni amenazas estos asuntos. Más aún si están escritos con absoluto respeto.
El 27 de septiembre de 2009, Andrew Marr –el periodista político estrella de la BBC– le preguntó en vivo al entonces Primer Ministro británico Gordon Brown si era depresivo, si tomaba píldoras y cómo eso afectaba su salud y su capacidad de liderar. No pasó inadvertido, no le faltaron críticas, pero nadie lo acusó de poner en peligro la institucionalidad democrática de esa nación. Tampoco ninguna organización gremial reclamó por el estilo periodístico.
La noticia venía dando vueltas en la web y algunos diarios la habían tomado en forma oblicua. Fue Marr el que le preguntó directamente lo que todos querían saber. La respuesta de la BBC, uno de los modelos de comunicación pública, antes las críticas fue: “Andrew le estaba haciendo preguntas legítimas acerca de la salud a uno de los líderes del país”.
Tampoco nadie en el Reino Unido acusó a los medios de poner en peligro la institucionalidad cuando comenzaron a publicar los problemas con el alcohol de Charles Kennedy, el que por una década fuera el líder del Partido Liberal. Eventualmente tuvo que admitirlo y renunciar al cargo. Es más, hubo autocrítica de los medios por no haber publicado antes algo que por años todos sabían. Ya en 2002, Jeremy Paxman, también de la BBC, le preguntó en vivo: “¿Se toma usted cuando está solo, en privado, una botella de whisky, tarde por la noche?”.
Igual que a Marr, a Paxman algunos lo criticaron por la pregunta, pero nadie dijo que ponía en peligro la democracia o que solo eran rumores y por eso no se podía plantear el asunto.
En Estados Unidos, la prensa ha sido muy autocrítica por no haber reportado más en profundidad los rumores de que en los últimos dos años del segundo mandato de Ronald Reagan, el ex actor ya sufría de alzhéimer y efectivamente le habría afectado su capacidad de tomar decisiones y gobernar.
Más cerca de nuestras fronteras, el tema de la compleja relación de la Presidenta argentina Cristina Kirchner con los antidepresivos fue tema en La Nación, Clarín, Perfil, Revista Noticias y El Mundo en España.
Se les criticó a varios de esos medios el hacer un ataque político, pero nadie en serio los acusó de tocar la institucionalidad. Solo algunos medios afines al kirchnerismo sí los acusaron de ser parte de un complot.
La transparencia no solo incumbe a políticos. También a los empresarios, sobre todo si están a cargo de empresas que se cotizan en bolsa, y a instituciones importantes del Estado.
Apple fue obligada a revelar el cáncer de Steve Jobs; el gerente general de Hewlett Packard tuvo que renunciar luego que se revelara su coqueteo con una asesora comunicacional, que ni siquiera llegó a ser affaire.
Lo mismo en las Fuerzas Armadas. David Petreus, general héroe de guerra y director de la CIA, tuvo que renunciar ante la revelación de su affaire con Paula Bradwell, una periodista que estaba escribiendo su biografía.
Este estándar de transparencia se ve acentuado por un factor clave del escenario actual, cual es que los medios tradicionales comparten la construcción de la pauta con los medios digitales y las redes sociales, en un ejercicio de constante retroalimentación unos de otros.
El tema del vacío de poder se ha instalado desde el momento en que se inició la crisis del financiamiento ilegal de la política y en particular, en el caso de la Presidenta, desde el estallido del Caso Caval.
El tema ha estado rondando desde marzo de este año y El Mostrador lo reporteó por varias semanas. Lo que se intentó fue darle al “vacío de poder”, objetivado en las actuaciones del Gobierno y la intempestiva visita de líderes políticos de la Nueva Mayoría a La Moneda en ausencia de la Presidenta, el contexto de su ensimismamiento y su estado de salud. Algo que es parte del comentario cotidiano en los salones de la política y las sobremesas del conjunto de la elite. Decir lo contrario es hipocresía.
El reportar no es algo que se tiene que tomar por descontado. De acuerdo al Columbia Journalism Review, la biblia del periodismo anglosajón, hasta fines del siglo XIX Europa mostraba desdén y duras críticas al modelo inquisitivo y de investigación que ya caracterizaba a los diarios de prestigio norteamericanos. Algo similar a lo que todavía ocurre en nuestro medio, en el cual el periodismo se tutea con el poder pero –salvo contadas excepciones– jamás lo incomoda, escudado en una falsa idea de respeto que solo esconde deseos de no incomodar para codearse con él.
Nosotros no lo entendemos de esta manera. El periodismo independiente no solo debe revelar lo que gobiernos o grupos de interés privado están haciendo, sino también explicarlo. Debe fiscalizar a los poderosos y exigir que estos se expliquen ante la ciudadanía. Es un ingrediente imprescindible para una democracia con contenidos, que aspira a ser algo más que un proceso electoral cada cuatro años.
En el mundo desarrollado, con el que tanto le gusta al país compararse, y donde los niveles de transparencia están muy por encima de nuestras opacas normas, el tema de dónde están los límites entre lo público y lo privado en la política lleva años en la agenda. En la nuestra es un fenómeno reciente. Como también el convencimiento de que los mandatarios no son monarcas a los cuales la ciudadanía y los medios deben pleitesía.
Fuente: El Mostrador