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El Día que Allende Glosó a Stalin

La mañana estival del domingo 15 de marzo de 1953 miles de personas concurrieron al corazón de Santiago de Chile, a la Plaza Italia, para asistir en el Teatro Baquedano al “grandioso homenaje” que la izquierda iba a tributar al “gran constructor del socialismo y líder de la paz recientemente fallecido”: Iósif Stalin. La muerte del presidente del Consejo de Ministros de la Unión Soviética y secretario general del PCUS el 5 de marzo había conmocionado al movimiento comunista internacional, que lloraba al sucesor de Lenin, al arquitecto de “la patria de todos los trabajadores del mundo”, a quien había guiado a su pueblo a la heroica victoria sobre el nazismo, al “padre” de la inmensa nación que, en definitiva, “había abierto para la Humanidad la Era del Socialismo”.

En el proscenio del Teatro Baquedano, dos banderas chilenas flanqueaban un enorme retrato de Stalin. Junto a Salvador Allende en las primeras filas del patio de butacas tomaron asiento las personalidades políticas e intelectuales más ilustres de la izquierda local: Pablo Neruda y Delia del Carril, el científico Alejandro Lipschutz, el presidente de la recién creada Central Única de Trabajadores (el ex seminarista Clotario Blest), dirigentes legendarios como Elías Lafferte (presidente del PC) o destacados actores como Roberto Parada y María Maluenda.

El acto, presidido por la emoción, estuvo conducido por el joven periodista José Miguel Varas y la locutora radial Eliana Mayerholz y se inició a las once en punto con la interpretación, por la soprano Blanca Hauser, del himno soviético y de la Canción Nacional chilena. Intervino, en primer lugar, un viejo compañero de Allende, el sindicalista de Valparaíso Juan Vargas Puebla, después tomó la palabra el presidente del Partido Radical y a continuación Maluenda y Parada recitaron el emocionante poema de Maiakovsky sobre la muerte de Lenin.

Clausuraron el acto Salvador Allende y, en nombre del Partido Comunista, Pablo Neruda, regresado del exilio en agosto del año anterior, quien leyó una elegía dedicada a Stalin. Faltaban aún once años para que el Poeta escribiera en Memorial de Isla Negra: “… y ya se sabe que no nos desangramos / cuando la estrella fue tergiversada / por la luna sombría del eclipse”.

Allende habló como presidente del Frente del Pueblo, la coalición política que había encabezado el año anterior en la primera de sus cuatro candidaturas a la Presidencia de la República. Su larguísimo discurso en aquella mañana de marzo de 1953 fue una verdadera oración fúnebre, una extraordinaria loa a Stalin, en la que exaltó al “hombre que encarnó una doctrina” (el marxismo-leninismo), a un “símbolo de paz y construcción”, y elogió su obra (“la socialización de la agricultura”, la política frentepopulista, la industrialización y los planes quinquenales…) e incluso “su aporte cultural”.

Sus últimas palabras se dirigieron a los hombres, las mujeres, los jóvenes y los niños de la URSS. “Hombres de la Unión Soviética: nosotros, los socialistas, compartimos vuestro luto que tiene conmoción universal.

Mujeres de la Unión Soviética: nosotros, los socialistas, interpretamos vuestro luto porque para vosotras es el sufrimiento que impone la partida sin retorno del padre, del camarada, del amigo y protector. Jóvenes de la Unión Soviética: nosotros estiramos hacia vosotros los brazos para alcanzar vuestra desesperanza y daros nuevas fuerzas, porque el silencio del líder de la juventud es, también, el silencio de todas vuestras canciones. Niños de la Unión Soviética: vosotros, crecidos en las realidades, por amargas que ellas sean, seguramente creeréis que vuestro padre Stalin ha muerto y en el recuerdo de su ejemplo crecerán vuestros brazos que en la arcilla del trabajo afianzarán la grandeza del mañana”.

En realidad, aquel discurso (sin duda alguna el menos allendista de toda su vida) iba dirigido a su principal aliado político, como un consuelo destinado a mitigar su dolorida orfandad: “Camaradas del Partido Comunista, nosotros sabemos que hay sombra y dolor en vuestros corazones, que es ancha y profunda vuestra angustia. Vuestro consuelo, el saber que hay hombres que no mueren. Stalin es uno de ellos”.

El descubrimiento de este discurso en las páginas microfilmadas del diario comunista El Siglo en su edición del 16 de marzo de 1953 en la sección de Periódicos de la Biblioteca Nacional de Chile fue una desconcertante sorpresa, puesto que contrasta llamativamente con la posición que siempre expresó sobre el sistema político y social edificado por Stalin en la Unión Soviética.

Por ejemplo, el 18 de junio de 1948 alzó su voz en el Senado para rechazar la iniciativa legal que decretaría la proscripción del Partido Comunista durante diez años. Al mismo tiempo, mencionó también los principios fundamentales que le distanciaban de la URSS:

“Los socialistas chilenos, que reconocemos ampliamente muchas de las realizaciones alcanzadas en la Rusia soviética, rechazamos su tipo de organización política, que ha llevado a la existencia de un solo partido, el Partido Comunista. No aceptamos tampoco una multitud de leyes que en ese país entraban y coartan la libertad individual y proscriben derechos que nosotros estimamos inalienables a la personalidad humana…”.

La visión crítica de la URSS, unida a la incondicional adhesión a Moscú del Partido Comunista chileno (fundado por Luis Emilio Recabarren en junio de 1912), explicó el nacimiento del Partido Socialista de Chile el 19 de abril de 1933, durante décadas marginado voluntariamente de toda filiación internacional y con una identidad marcadamente latinoamericanista y antiimperialista. Y el joven médico Salvador Allende participó en su creación y expansión desde Viña del Mar, el fértil valle del río Aconcagua y los imponentes cerros de Valparaíso, donde entonces, con 25 años, iniciaba su carrera profesional.

No obstante, jamás sucumbió al anticomunismo que sí penetró a fines de los años 40 en un sector del socialismo chileno. Visitó la Unión Soviética por primera vez en agosto de 1954 junto a una comitiva de personalidades chilenas en un largo viaje promovido por Neruda. Fue entonces cuando publicó un artículo en el diario oficial del PCUS, Pravda, puramente descriptivo de la realidad nacional y del programa, composición y objetivos del Frente del Pueblo. No hizo ni una sola alusión a Stalin un año y medio después de su muerte.

En aquel mundo de la guerra fría, en el que su figura política fue creciendo –elección tras elección- hasta convertirse a partir de 1970 en uno de los líderes del Tercer Mundo, Allende se distinguió por su crítica persistente de la acción imperialista de Estados Unidos en América Latina, África y Asia y por su cálida solidaridad con los pueblos del Sur que luchaban por su emancipación nacional. Pero también se escuchó su voz en otras ocasiones muy importantes…

El 7 de diciembre de 1956 tomó la palabra en el Senado para condenar la invasión soviética de Hungría y resaltar el histórico XX Congreso del PCUS, celebrado en febrero de aquel año, en el que Nikita Kruschev presentó su demoledor informe sobre los crímenes de Stalin. Entonces, como a lo largo de su vida con su acción política y su cuidada oratoria, Allende defendió “los conceptos humanistas y libertarios” del socialismo y el derecho a la autodeterminación de los pueblos.

“No hay pueblo que acepte el colonialismo mental o espiritual y, tarde o temprano, su lucha emancipadora buscará sus legítimos y propios derroteros”.

Más proféticas aún fueron sus palabras del 22 de agosto de 1968, apenas horas después de que unos doscientos mil soldados y más de dos mil tanques de cinco naciones del Pacto de Varsovia invadieran Checoslovaquia para poner fin a las reformas democráticas promovidas por Alexander Dubcek. Allende, que había visitado este país y otros de la órbita soviética dos años antes, intervino en el Senado para condenar “enérgicamente” la agresión militar que puso fin a la Primavera de Praga.

Denunció, eso sí, la hipocresía de la derecha chilena, que se rasgaba las vestiduras por Checoslovaquia, pero callaba ante Vietnam. Y no se equivocó tampoco al predecir el enorme daño que las imágenes de los tanques soviéticos en la bella capital checa harían al “movimiento socialista mundial”. En Europa occidental, fue el principio del fin del “mito soviético”.

En los años 60 visitó la Unión Soviética en varias ocasiones, singularmente en noviembre de 1967 para asistir a la conmemoración del cincuenta aniversario de la Revolución de Octubre. También elogió de manera recurrente, por ejemplo el 6 de febrero de 1968, el apoyo militar y logístico de la URSS al pueblo vietnamita, que, guiado por Ho Chi Minh, ya había derrotado al colonialismo francés y entonces enfrentaba la increíble agresión de Estados Unidos.

Y el 6 de diciembre de 1972, en el marco de su gira exterior más importante como Presidente de Chile, llegó a Moscú por última vez. En su visita oficial de tres días se entrevistó con Breznev, depositó sendas ofrendas florales junto al mausoleo de Lenin y en la tumba del Soldado Desconocido, fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad M. V. Lomonosov y visitó Kiev. Aquella primera noche, en la cena oficial que le brindaron en el Kremlin, defendió las singulares características del proceso político chileno, la construcción del socialismo “en democracia, pluralismo y libertad”.

Más allá de algunas declaraciones públicas, por ejemplo las que realizó ante las cámaras de la televisión soviética la noche del 9 de diciembre, los resultados de su viaje a la URSS le decepcionaron. En 1971 y 1972, Chile había obtenido cerca de 80 millones de dólares en créditos a corto plazo de instituciones financieras controladas por la URSS y durante aquel viaje logró otros 20 millones de dólares de libre disponibilidad y 27 más para la compra de materias primas y alimentos. Era una ayuda muy inferior a sus expectativas y a las necesidades de Chile, que hacía apenas un mes había sufrido el paro sedicioso de los empresarios, las clases medias y los camioneros y estaba asfixiado por la guerra financiera y económica orquestada por Nixon y Kissinger. “Los compañeros soviéticos no nos entienden”, le expresó al doctor Óscar Soto en su habitación del hotel en Moscú.

Su última gran escala, antes de volver a Santiago de Chile para enfrentar el que sería el último año de su vida, le condujo a La Habana. Allí, en la Plaza de la Revolución, la noche del 13 de diciembre de 1972 Fidel Castro y él hablaron ante un millón de personas. Cenó en uno de sus restaurantes favoritos, La Bodeguita del Medio, y con un grupo de empleados del Hotel Habana Libre evocó sus viajes a Cuba desde febrero de 1959, cuando inició su amistad con otro médico, Ernesto Guevara de la Serna.

Pero este es ya otro capítulo de la vida de Salvador Allende, uno de los grandes mitos políticos del siglo XX.

(*) Periodista y doctor en Historia.

Fuente: El País

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