En su libro La otra esclavitud, Andrés Reséndez argumenta audazmente que la esclavitud, no necesariamente la enfermedad y el infortunio, fue la parte de la matriz colonial que diezmó a la población indígena de América del Norte. Mientras que En el espejo Haitiano, Los indios del Bajío y el colapso del orden colonial en América Latina, Luis Fernando Granados desarrolla la historia de la rebelión de esclavos en Haití, precursora de las luchas por la independencia de América Latina.
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Reseña de The Other Slavery: The Uncovered Story of Indian Enslavement in America, de Andrés Reséndez
(Houghton Mifflin Harcourt, 2016), 448 págs.
David Treuer (*)
No suele suceder a menudo que un solo libro de historia pueda cambiar el rumbo de un campo en su totalidad y trastornar las nociones recibidas y el conocimiento aceptado por varias generaciones, pero eso es exactamente lo que hace The Other Slavery. Andrés Reséndez argumenta audazmente que la esclavitud, no necesariamente la enfermedad y el infortunio, fue la parte de la matriz colonial que diezmó a la población indígena de América del Norte y que la institución de esta “otra esclavitud” fue el modelo de todas las demás.
Cuando pensamos en la esclavitud en el Nuevo Mundo, pensamos en la captura y venta de esclavos africanos que fueron luego transportados a América del Norte. Pero, sostiene, hubo otro género de esclavitud en el Nuevo Mundo — “la otra esclavitud” — que precedió y sobrevivió al comercio de esclavos africanos que fue de muchas maneras más fundamental.
Si bien los registros arqueológicos sugieren que la esclavitud entre tribus existía antes de la llegada de los europeos, su llegada la transformó y la hizo tan extendida que no dejó ninguna parte de Norteamérica intacta. La “otra esclavitud” configuró la historia compartida de México y luego de los Estados Unidos, y estaba tan profundamente arraigada que quedó ignorada. Debido a que “no tenía base legal, nunca se abolió formalmente como la esclavitud africana”, la «otra esclavitud» continuó hasta bien entrado el siglo XX.
Reséndez lanza su tesis con un golpe que podría (y probablemente debería) descomponer la idea más ampliamente sostenida acerca de la colonización del Nuevo Mundo: que por malos que fueran los españoles, los portugueses y luego los ingleses, la mayoría de los indios murió de enfermedades para las cuales carecían de inmunidad, lo que no fue culpa de nadie. Es el enfoque del “sin daño no hay falta” de la colonización.
Pero si esto fuera cierto, si le enfermedad fuera la responsable, se pregunta Reséndez, ¿por qué no hay mención de ninguna enfermedad de envergadura, y mucho menos de pandemias, en el Nuevo Mundo hasta 1519, 25 años después, nada menos, de que Colón pisara por vez primera la Hispaniola?
De acuerdo con Reséndez, los españoles fueron perfectamente conscientes de la enfermedad en aquella época; sabían exactamente lo que era la viruela y a qué se asemejaba, pero no la mencionan. Explica él por qué resulta improbable que la viruela cruzase el Atlántico: la viruela era endémica en el Viejo Mundo y la mayoría de los europeos se había visto expuesta a ella de niños y los que sobrevivían gozaban de inmunidad de por vida. No era probable que los marineros y pasajeros europeos sufrieran una infección de viruela activa. Y si la tenía, hubiera sido difícil que cruzara el océano, un viaje de cinco o seis semanas, en cuyo transcurso un pasajero infectado habría muerto o se habría recuperado. La enfermedad probablemente se extendió más lentamente de lo que anteriormente se pensaba.
Mientras tanto, se asentó casi de inmediato una institución que tuvo graves consecuencias para los indios del Nuevo Mundo: la esclavitud.
Aunque los indios contrajeran enfermedades para las que no tenían inmunidad (como los europeos durante la peste) se habrían recuperado (como los europeos durante la peste) en unas pocas décadas. La diferencia principal entre las poblaciones indias y europeas fue el hecho de que los indios se vieron esclavizados en minas de oro y plata en número alarmante, desde el segundo viaje de Colón, cosa que no les sucedió a los europeos.
Hacia 1520 se habían despoblado ya islas enteras del Caribe: sus habitantes se marcharon a las minas de oro en lo que hoy es la República Dominicana. Decenas de miles de indios se vieron obligados a trabajar hasta la muerte, después incluso de que la monarquía española proscribiera la esclavitud.
Conforme su relato se desplaza a México, Nuevo México, y parte al norte, en cada lugar y fase de la “otra esclavitud”, muestra una comprensión maestra de la historia y un dominio asombroso del material de archivo en no pocas lenguas. También muestra con sorprendente claridad cómo después de que la esclavitud fuera ilegalizada por el gobierno español, y luego el mexicano, y luego el norteamericano, aquellos interesados en lucrarse de la empresa desplegaron un ramillete de términos y marcos legales para continuar con la práctica.
Entre quienes perpetraron este régimen estaban exploradores como Cortés (propietario del mayor número de esclavos en México), gobernadores de los territorios de Nuevo México y funcionarios norteamericanos. Durante muchos años, los colonos blancos del Sur (norteamericano) exportaron más indios del sudeste de lo que importaron esclavos negros. Conflictos tales como la revuelta de los indios pueblo de 1680 fueron en buena medida espoleados por la incesante captura y reclutamiento forzoso de indios de todo Nuevo México para exportarlos a las minas de plata de México.
Reséndez no le ahorra al lector la conmoción de ver todo un sistema de asentamientos, colonización y capitalismo que se construyó en torno a la institución del esclavizamiento de los indios. E incluye algunos estremecedores ejemplos de depravación y crueldad perpetradas en el Nuevo Mundo en nombre de la corona y de Cristo. Tampoco omite las variaciones de ese tema central, tal como las practicaron algunas tribus en contra de otras. En particular, Reséndez ilustra de qué manera los “imperios a caballo” de las llanuras meridionales de comanches y utes dominaron y extendieron su territorio y su control no sólo domando caballos sino convirtiéndose también en amos de indios menos afortunados de la zona, entre ellos los paiute, los pueblo, mexicanos y apaches.
Lo que tiene hondura en el argumento de Reséndez no es simplemente que hubiera un tipo de esclavitud más antigua, más extendida y más perniciosa que la esclavitud africana (o que continuara más tiempo) sino que existe una relación clara y directa entre ambas. “En 1865-1866,” escribe, “los estados del Sur promulgaron los infames Códigos Negros destinados a restringir la libertad de los antiguos esclavos. Adoptando tácticas comprobadas como leyes contra el vagabundeo, alquiler de presidiarios, y deudas, los blancos sureños trataron de anular las disposiciones de la Decimotercera Enmienda”. Las tácticas que enumera salieron del manual que había mantenido la servidumbre de los indios en el Oeste y en México mucho después de que la esclavitud hubiera sido ilegalizada.
Para que este libro de cuidadosa investigación y tan persuasivo no haga que los lectores se sientan mal acerca de todos los aspectos de la colonización del Nuevo Mundo, la conclusión debería hacer que nos sintiéramos mal y pensáramos con rigor también acerca de nuestro tiempo. La “vieja esclavitud” basada en la propiedad legal de ciertos grupos raciales se había visto substituida, durante algún tiempo, por un nuevo tipo de “nueva esclavitud” basada menos en la raza y sin estatus legal, y más en la vulnerabilidad económica: mecanismos de control destinados a privar de su libertad con el fin de extraer su trabajo.
Reséndez concluye que «la otra esclavitud que afectó a los indios a lo largo y ancho del hemisferio occidental nunca fue una sola institución, sino por el contrario un conjunto de prácticas caleidoscópicas adaptadas a diferentes mercados y regiones. La prohibición formal por parte de la corona española de la esclavitud de los indios en 1542 dio lugar a una serie de instituciones emparentadas, tales como las encomiendas, los repartimientos, la venta del trabajo de presidiarios y, en última instancia, la servidumbre por deudas….Dicho de otro modo, la esclavitud formal se vio reemplazada por múltiples formas de coacción y esclavizamiento laboral informal que fueron extremadamente difíciles de rastrear, y no digamos ya de erradicar”.
Se trata de un historiador demasiado cuidadoso para dar saltos no corroborados y el libro está maravillosamente desprovisto de ideología, pero hay una cuestión de mayor envergadura en estas páginas que tiene todo que ver con el mundo en el que hoy vivimos: la institución de “la otra esclavitud” — el pensamiento que hay tras ello, los modos cómo se aprobaron e interpretaron, de qué modo la práctica de la esclavitud tomó muchas apariencias diferentes — está hoy viva y en un mundo en el que la gente más rica ejerce tanta autoridad (en forma de influencia política, poder económico y capital cultural) sobre una ingente (y creciente) clase baja; donde cada vez más puestos de trabajo están el sector servicios, donde los pobres están sometidos a tantos impuestos y multas y tarifas desproporcionadamente onerosos. Pensar en el esclavizamiento de los indios en los últimos quinientos años puede ayudarnos a pensar en las formas en que hoy se esclaviza a la gente.
Se podría decir que este libro constituye una de las aportaciones más hondas a la historia norteamericana publicadas desde Legacy of Conquest, de Patricia Nelson Limerick, y The Middle Ground, de Richard White. Pero no es necesario ser especialista en Historia para entender su fuerza: nuestro mundo es todavía el mundo que disecciona Reséndez de modo tan elocuente.
Andrés Reséndez es profesor de la Universidad de California en Davis. Licenciado en Relaciones internacionales por el Colegio de México, se doctoró en Historia en la Universidad de Chicago. Especialista en historia mexicana y en la exploración y colonización de las Américas, entre sus libros se cuentan A Land So Strange: The Epic Journey of Cabeza de Vaca, (Basic Books, 2007), Changing National Identities at the Frontier: Texas and New Mexico, 1800–1850,Cambridge University Press. 2005.
Los Angeles Times, 13 de mayo de 2016
Los héroes oscuros que nos dieron patria
Adolfo Gilly
Bajo dos nombres protectores colocó Luis Fernando Granados su libro En el espejo haitiano – Los indios del Bajío y el colapso del orden colonial en América Latina (Era, México, 2016). Uno es Edmundo O’Gorman, dueño de los dones de la imaginación, el otro Tulio Halperin, dueño del arte de la comparación, virtudes paralelas en el oficio de la historia que Luis Fernando despliega a veces con mesura, a veces con audacia y otras hasta con osadía.
Este juego malabar se inicia en el título mismo. Para una mirada positiva, qué podrían tener que ver, cada uno con los otros, Toussaint L’Ouverture en Haití, Miguel Hidalgo en México y Tupaj Katari en Bolivia. “Tienen que ver sus malos modos”, me dice una voz interior susurrante. Miremos entonces por qué y cómo nos lo explica este autor ya desde la página primera de su libro, donde menciona el discurso de ingreso de Edmundo O’Gorman a la Academia Mexicana de la Historia, “Hidalgo en la historia”, leído hace medio siglo en un día de septiembre de 1964. Dijo O’Gorman entonces:
“Fue tan violenta, tan devastadora la revolución acaudillada por Hidalgo que siempre nos embarga la sorpresa al recordar que sólo cuatro meses estuvo al mando efectivo de la hueste. En el increíblemente corto espacio de ciento veinte días, aquel teólogo criollo, cura de almas pueblerinas, galante, jugador y dado a músicas y bailes; gran aficionado a la lectura y amante de las faenas del campo y de la artesanía, dio al traste con un gobierno de tres siglos de arraigo, porque si la vida no le alcanzó para saberlo, no hay duda de que fue él quien hirió de muerte al Virreinato”.
En ese misma página inicial Granados recuerda claves de Tulio Halperin sobre la insurrección de Haití: “esa revolución […] se constituyó en un fantasma que no dejó de errar por el subcontinente por casi medio siglo. De este modo la historia haitiana entrelaza desde muy pronto sus hilos con la de las tierras ibéricas del continente”.
Por qué los indios del Bajío precipitaron el colapso del orden colonial en la América Latina y cómo los esclavos haitianos fueron sus precursores: este es el empeño investigador, razonador y explicativo de En el espejo haitiano, dedicado a su maestro John Tutino: “por las grandes alamedas”.
Otro precursor y protector tiene este libro: C. L. R. James, Los jacobinos negros – Toussaint L’Ouverture y la Revolución de Haití, cuya lectura Luis Fernando Granados recuerda como una epifanía.1 Este escrito fue el portador de una mirada que ya fue la suya en Sueñan las piedras: ver y considerar qué hacen y qué sienten quienes en la historia canónica aparecen apenas como figurantes, según la expresión certera de E. P. Thompson, y traerlos al primer plano como hacedoras y hacedores del entramado y el enramado de la historia y de sus vidas. “Las clases sociales no preexisten a la historia, sino que se hacen en la historia, en el proceso histórico mismo”, recuerda Thompson.
Algo así nos dice también Luis Fernando en su libro: “La revolución no es. Se va haciendo, se hace a sí misma”. Encuentra entonces un arquetipo de las revoluciones populares latinoamericanas en la rebelión de masas de Haití a partir de 1789:
“Se trata de la única revuelta de esclavos victoriosa en la historia del Nuevo Mundo. […] La revolución de los jacobinos negros tuvo lugar más de veinte años antes que el resto de los movimientos ‘emancipadores’ y la condición social de sus protagonistas generó en el resto del continente sueños y pesadillas más agudos que ningún otro acontecimiento contemporáneo” –por ejemplo, las revoluciones francesa y norteamericana de fines del siglo XVIII.
Arquetipo es palabra mayor. El autor explica por qué la emplea: “Cuatro rasgos del proceso revolucionario de Saint-Domingue (Haití) son particularmente importantes para comprender lo mismo el carácter arquetípico que quieren atribuirle estas páginas que su naturaleza profundamente anticolonial y revolucionaria”. Veamos.
1. La revolución francesa no fue la causa del colapso del imperio francés. Fue apenas un detonador de una ruptura que había llegado a maduración en Haití y en otras colonias.
2. No fueron los principios de la revolución francesa la inspiración de la rebelión colonial en Haití. “Sólo hasta que se produjo el alzamiento en la provincia del Norte en agosto de 1791 comenzó a hablarse seriamente de la contradicción entre el documento fundacional de la nueva sociedad francesa: ‘Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos’ y la existencia de casi medio millón de esclavos africanos (o sus descendientes) en la isla. Y aún así la esclavitud no comenzó a ser abolida sino dos años más tarde”.
3. “Los esclavos insumisos lo fueron de una manera inestable –escribe Granados– ‘entrando’ y ‘saliendo’ de los colectivos insurgentes, pasando de la desobediencia al pequeño cimarronaje, a la acción violenta de corta duración, a la mudanza temporal, a la insurrección permanente, a la integración en cuerpos militares formales, a la rendición formal, al regreso al trabajo y de nuevo a la insurrección –para desconcierto e irritación tanto de sus dirigentes como de sus enemigos”. En otras palabras, entraron al hundimiento y desplome de un orden y un mundo sin que en su lugar hubiera otro o el germen de otros en el imaginario o en la realidad. “Por todas partes pululan bandas guerrilleras que parecen ser simples bandidos o versiones apenas modificadas de antiguos cimarrones”, escribe el autor.
4. “La movilización de los esclavos consiguió en última instancia acabar con el modo de producción que había hecho de Saint-Domingue la colonia europea más redituable, dinámica y moderna”. Un modo de producción es también una relación de dominación y obediencia. En aquellos días y en ese lugar del Caribe esta relación tronó, y lo hizo como una fractura social, desde el estrato más profundo, de modo tal que repercutió sorda y largamente en la estructura del universo colonial de la América Latina.
El creciente desorden que se apodera de la isla, anota Granados, “alcanza su punto culminante en vísperas del solsticio de verano de 1793, cuando se produce la destrucción de la principal ciudad de la isla: el cuadro Vue de l’incendie de la ville du Cap Français, arrivée le 21 juin 1793, de Jean-Baptiste Chapuy y Pierre Jean L. Boquet (1794) parece en efecto afirmar el carácter apocalíptico de la revolución”.
Apocalipsis sin embargo no es disolución, sino mutación honda y violentísima, anota Granados: “Para los ex-esclavos la abolición de la esclavitud significa ante todo cultivar alimentos sin la interferencia de antiguos patrones y nuevas autoridades, trabajando cinco días a la semana, expandiendo las huertas domésticas, colonizando los cerros, consumiendo ganado, víveres y forrajes que antes pertenecían a las plantaciones –en comunidades, además, donde las mujeres tienen un protagonismo negado por el discurso patriarcal de esclavistas y esclavos”.
“La esclavitud se inscribió dentro del derecho mercantil”, nos recuerda el autor. “Los esclavos en el Nuevo Mundo fueron tratados como insumos antes que como trabajadores”. Cuestión clave: en la violencia de su rebelión estaba la recuperación de su esencia humana, símbolo y prenda de su radicalidad extrema.
Qué tiene que ver este panorama con aquel de la revolución de los indios del Bajío acaudillada por Hidalgo de la cual nos dijo Edmundo O’Gorman, es la tarea que emprende Luis Fernando Granados en su libro.
“En septiembre de 1810 comienza en Nueva España la segunda fase del ciclo revolucionario”, escribe, y aquí entran los indios del Bajío que, reproduciendo la imagen de Haití como en un espejo distante, gigante y deformante, precipitan “el colapso del orden colonial en América Latina”, a comenzar por su joya más preciada, la Nueva España: “Convocados por un pequeño grupo de conspiradores a punto de ser capturados, unos veinte mil indios, mestizos y castas, campesinos, mineros y artesanos pueblerinos, así como unos cuantos milicianos y suboficiales acuden a las afueras de la capital mundial de la plata antes de que se cumplan dos semanas del grito insurgente”.
Esa multitud avanzaba “camino de Guanajuato, que pasa por tanto pueblo”, escribe el autor recordando a José Alfredo, y en ese camino pueblo por pueblo iba creciendo: “Guanajuato debe tener por entonces apenas unos 40 mil habitantes y no más de 500 soldados para defenderla. Como los esclavos sublevados de la planicie del Norte en Saint-Domingue, los rebeldes del Bajío están armados casi exclusivamente con sus antiguas herramientas de trabajo: machetes, azadones, barretas, dinamita. Muy pronto queda claro que no se trata de un ejército: literalmente avanza como un aluvión”.
“El otro rasgo que hermana a los insurgentes novohispanos con los esclavos que devendrán haitianos a partir de 1804” es que “cuando por fin irrumpe en el reducto que protege a casi todos los españoles la multitud, ignorando las órdenes de sus dirigentes, simplemente los asesina”. Después viene el saqueo: “Millones de pesos en bienes públicos y privados son expropiados, consumidos, dilapidados por la multitud, que construye en un par de noches un paisaje de desolación simbólica y material nunca antes visto”. Esta irrupción se extiende pronto por el centro del Virreinato, hasta los 80 mil rebeldes que a fines de octubre cercan la ciudad de México.
El tributo indígena no es sólo dinero. Es el estatuto simbólico y material de la relación de dominación y subordinación. Es la frontera fundante entre dominadores y dominados. Es la humillación perpetua que tributar conlleva. Es “la piedra de toque de la indianidad colonial”, dice Granados. Y también es dinero. La abolición del tributo en la Nueva España remueve, resuena y truena como la abolición de la esclavitud en Haití y de la mita en el Alto Perú y en las tierras incaicas. 2)
“Por eso me parece”, anota Granados, “que la mejor forma –por precisa– de pensar la abolición es como una victoria política popular; en verdad, como un inmenso logro político de los tributarios en armas”.
En este espejo se miran y se hermanan las rebeliones. Y aquí Luis Fernando Granados nos propone un paradigma para abarcar desde sus raíces la fantástica realidad y el plurisecular imaginario de las revoluciones, rebeliones y revueltas latinoamericanas, vistas desde los oprimidos, los humillados, los despojados, mujeres y hombres, y desde las raíces y razones de sus ideas de justicia, libertad y disfrute en común de los bienes terrenales de la vida. Se llama En el espejo haitiano. Los indios del Bajío y el colapso del orden colonial en América Latina y nos dice quiénes fueron, en la vida real, los héroes oscuros que nos dieron patria.
(*) Escritor, es autor de una novela, Prudence, y de Rez Life: An Indian’s Journey Through Reservation Life.
(**) Historiador. Catedrático emérito de la UNAM.
Fuente: La Jornada, 16 de mayo 2016.
Notas:
1) Cyril Lionel Robert James, Los jacobinos negros – Toussaint L’Ouverture y la Revolución de Haití, México, Turner, 2003, 369 pp.
2) Sinclair Thomson, Cuando sólo reinasen los indios: la política aymara en la era de la insurgencia – Prólogo de Silvia Rivera Cusicanqui, La Paz-Bolivia, Muela del Diablo, 2007. Sergio Serulnikov, Conflictos sociales e insurrección en el mundo colonial andino, FCE, Buenos Aires, 2006.