En algunos de los exponentes más lúcidos de la derecha, y así como también en ciertos sectores del oportunismo, cunde la aceptación de una derrota estratégica, en los planos ideológico, simbólico y cultural, si bien, y en todo caso, ésta todavía no se manifiesta en el plano político. La metáfora que mejor refleja esa sensación de derrota se encuentra en la mendacidad infame, arrogante y pueril, del general del terror, Manuel Contreras Sepúlveda y del Comandante en Jefe de los generales civiles del golpe, Agustín Edwards Eastman. En el caso del primero, de manera torpe, pero sobretodo, innecesaria, en entrevistas casi simultáneas, concedidas a tres cadenas de televisión. En el del segundo, en interrogatorio judicial. Contreras negó los desaparecidos. Edwards, los recursos de la CIA.
La insensata versión de estos puntales de la dictadura desafía los hechos, la profusa evidencia histórica y documental, la epistemología y el sentido común.
En el caso de Contreras, el chiste le costó, como a sus compinches, la degradación desde un penal de cinco estrellas, a uno de cuatro, lo que dio por resultado la más asombrosa promiscuidad de maleantes que se pueda concebir.
Edwards mintió en un tribunal. Por más que haya sido interrogado en calidad de testigo, incurrió en delito de perjurio, si el juez decide contrastar sus declaraciones con el peso de la prueba.
El patético espectáculo de estos otrora temibles, y hoy ridículos, operarios del recontra espionaje, antiguos exponentes caracterizados del poder en las sombras, representa la encarnación de la derrota de uno de los dos grandes relatos o visiones, más propiamente mitos, que coexisten en contradicción irresuelta desde hace cuarenta años, en este lejano país esquina, con vista al mar.
Otro ejemplo que alimenta la metáfora de la derrota reside en la patética soledad y desconcierto de la familia militar frente a la sorpresiva decisión presidencial de cerrar el penal Cordillera, desencadenada paradójicamente por la, a esta altura, torpe e insostenible negación de la verdad histórica perpetrada por Contreras.
El primero de esos discursos, fue construido con tecnología de inteligencia, suministrada por varias agencias del gobierno norteamericanos, principalmente la CIA. En términos muy básicos, consiste en que las Fuerzas Armadas salvaron a Chile del comunismo, y que el Régimen Militar, después de pacificar y reconstruir el país, entregó el poder a los civiles, en un sólido y nuevo pacto democrático caracterizado por el equilibrio institucional, la democracia representativa y la más irrestricta libertad en la economía.
El segundo, después de una dura derrota, y de cuarenta años de travesía por el desierto, está de regreso. Es el proyecto político de transformaciones estructurales, apoyado por mayorías democráticamente movilizadas.
En el plano simbólico, detrás de la conflagración de ambos discursos, subyace el conflicto político secular entre una oligarquía poderosa, arrogante y cerril, y un movimiento popular, que en distintos momentos, y con diversos grados de desarrollo, organización, énfasis y sentido de la oportunidad, ha planteado una democratización profunda de la sociedad, con la finalidad de instalar un nuevo proyecto político; en esencia, un nuevo contrato social.
Para un sector del elenco del drama histórico, los últimos cuarenta años de ese conflicto han sido brutales, arbitrarios, humillantes, solitarios y sufridos. Pero nunca dejó de luchar, en las más variadas y adversas de las condiciones, tenacidad que hoy encuentra recompensa en el hecho de que el discurso que enarbola, por la mera decantación de los acontecimientos, ha adquirido renovada centralidad.
En la vereda del frente, los constructores y beneficiarios del primer discurso, observan estupefactos el crujido y las grietas del hasta hace poco impenetrable andamiaje de la democracia de baja intensidad y la libertad de mercado.
Hagan lo que hagan, los sostenedores de ese discurso permanecen atrapados en el mito fundacional: si me lo dejan, me mata; si me lo quitan, me muero.
Personajes como Edwards y Contreras, no pueden propalar otra cosa que la negación sistemática de lo evidente, aún a riesgo de incurrir en lo irracional, porque lo contrario implicaría asumir la sevicia, la barbaridad y la vesania; lo cual los obliga a aferrarse a una versión insostenible que, recursiva y progresivamente, los sume más profundo en el estiércol del descrédito.
Tanto es así que un sector no menor de la derecha, movido naturalmente por el cálculo, comprendió que su viabilidad política en el mediano plazo depende de la mayor distancia posible de los lastres de la dictadura y las rémoras del pinochetismo.
En el plano político, el proyecto de estas dos fuerzas, sectores o exponentes, volverá a medirse en el escenario electoral, el próximo 17 de noviembre, con la diferencia de que en esta oportunidad la derecha política concurre a la cita desanimada, disminuida y temerosa de una derrota de proporciones, que pueda desencadenar un nuevo ciclo político en el país.
En consecuencia, se equivoca su candidata presidencial cuando plantea que temas como el castigo a la violación de los derechos humanos, la neutralidad de las Fuerzas Armadas y la reforma institucional son parte de un pasado que divide, y que, en consecuencia, es necesario superar si se pretende alcanzar la reconciliación y el desarrollo.
Evidentemente son temas del pasado. Pero también del presente, y fundamentalmente, del futuro.
Los familiares de las víctimas y sus organizaciones, y más generalmente, las fuerzas políticas de izquierda, los partidos de centro progresista, y una red de organizaciones sociales de creciente densidad, tampoco pueden abandonar la exigencia de verdad, justicia y castigo a los responsables.
No por afán de venganza, como plantean los victimarios, y ni siquiera movidos por el elemental derecho a la justicia, sino porque el logro del nunca más constituye una cierta garantía de neutralidad de las Fuerzas Armadas, en el contexto de un conflicto político que adquiere progresiva intensidad y beligerancia.
Sucede que la conspiración que derrocó a Allende y liquidó el modelo desarrollista, no sólo no ocurrió en abstracto, sino, todo lo contrario, su fin último apuntó a establecer un nuevo modelo económico, el proyecto neoliberal; en rigor, el contraataque de la alianza entre la oligarquía, el empresariado, la derecha política, el centro despistado, la embajada de Washington, la Nunciatura Apostólica y el partido militar.
Pero después de cuarenta años, por razones que el espacio disponible para este comentario impide abordar, cambiaron las tornas, y tanto el modelo neoliberal como la institucionalidad de la dictadura han perdido consenso y sustentabilidad, al punto que hoy enfrentan el mayor cuestionamiento y desafío de este convulso período de nuestra historia reciente.
En el plano político, la derrota de la candidata de la derecha a estas alturas es una cuestión ya asumida incluso por ella misma, más aún con el desaliento que le produjo la segunda estrategia impulsada desde La Moneda, aquella que busca ganar el quién vive, con la finalidad de proyectar tempranamente la postulación de Piñera, para la elección presidencial de 2017, a caballo de una estrategia que pretende posicionarlo como el líder natural de una renovada derecha de perfil democrático y republicano.
En consecuencia, el centro de gravedad de la contienda se desplazó a la confrontación parlamentaria. La incógnita radica en la diferencia que pueda establecer Nueva Mayoría, y si la dimensión de esta alcanza para emprender el inicio del desmontaje del dispositivo neoliberal y binominal. En otras palabras, ese día estará en juego si el próximo gobierno se parece más al quinto de la Concertación, o se trasforma en el primero de un nuevo ciclo político.
Pero sin perjuicio del plano electoral, el conflicto político chileno se aproxima a uno de sus espasmódicos y recursivos ciclos de intensidad, que como toda confrontación social, ha alcanzado antes, y puede alcanzar mañana, progresivas cotas de violencia, coacción y anomia colectiva.
Se percibe en el ambiente la aproximación de tiempos revueltos, en el sentido que le atribuye Toynbee, donde por definición el movimiento determina el resultado, toda vez que ninguno de los contendores tiene fuerza suficiente para imponer su proyecto por el mero expediente de su voluntad y recursos disponibles.
Más aún en este caso, cuando se está prefigurando una nueva confluencia entre el centro político y la izquierda, que históricamente ha arrinconado a la oligarquía al papel de una resistencia minoritaria, y al menos rn una ocasión, la ha obligado a destruir el sistema democrático, el que por otra parte no tiene rubor de defender, cuando lo administra desde una posición hegemónica.
Peor aún para esos intereses, el nuevo ciclo político está determinado por el intento de articulación de los dos tercios, con el explícito objetivo de desalojar del poder al tercio minoritario, representado por la oligarquía, el gran empresariado y al conservadurismo recalcitrante, y en lo posible desmantelar, el dispositivo político e institucional que le ha permitido disfrutar de privilegios desproporcionados, inicuos e irritantes; en virtud del cual ha obtenido una acumulación y una participación en el producto, injusta, insostenible e irracional.
Dado que por definición, el objetivo de la nueva configuración de fuerzas es redistributivo en lo económico, y democratizador en lo político, el espacio de conflagración no admite el óptimo de Pareto, en el sentido de que no es posible mejorar la posición relativa de uno de los oponentes, sin deteriorar en términos equivalentes y proporcionales, la del rival.
En ese escenario, el comportamiento de los institutos armados es una de las variables decisivas.
En todo conflicto político, el estamento armado institucional tiene sólo dos opciones: o se mantiene neutral, o se alía con alguno de los partidos, sectores o coaliciones en liza. En rigor, tres, porque también puede suceder que una escisión o un mal cálculo político puedan contener la potencialidad de hacer escalar el conflicto hacia la confrontación armada, cuya manifestación más extrema es la guerra civil.
En el caso de Chile, el partido militar se ha expresado históricamente, salvo leves excepciones que confirman la regla, como el brazo armado de la oligarquía y del partido del orden, sin que jamás, o casi nunca, haya escatimado la violencia represiva.
Sin embargo, en esta oportunidad la eventualidad de intervención política de las FF.AA. encuentra un terreno particularmente ríspido y pantanoso. Primero, por la novedad de la derrota, que le quitó la virginidad y privó de sentido a la consigna de Ejército siempre vencedor, jamás vencido.
Segundo, porque es muy difícil, dar golpes de Estado a gobiernos apoyados por mayorías, más aún si éstas están cohesionadas por un proyecto político de cambio estructural, y una prolongada tradición de lucha.
Y tercero, porque la intentona ocurriría en el contexto de no más de dos opciones: o dan un golpe contra la institucionalidad pinochetista, lo cual resulta absurdo, o lo hacen para oponerse a la reforma institucional, condición necesaria para emprender el proyecto político que desemboque en un nuevo contrato social y en el cambio de paradigma de desarrollo; en cuyo caso apuntarían sus armas contra el interés de la mayoría movilizada; en caso, naturalmente, de que la nueva coalición política y social alcance ese grado de desarrollo.
Atendiendo la experiencia histórica, no es improbable que, llegado el caso, las rancias instituciones armadas chilenas se vuelvan a alinear con el partido del orden, en defensa de los intereses de la oligarquía. Pero en ese caso, y si tiene sentido la noción de experiencia histórica, eventualmente no podrán impetrar el monopolio de las armas.
Esto porque si las fuerzas que representan el progreso político y el cambio social aprendieron la lección, no pueden volver a permitir la masacre impune perpetrada por la desviación militarista del estamento armado, en función de la defensa de los privilegios de una minoría que no ha trepidado en dejarlo abandonado, una vez que se ha recuperado la estabilidad política, caso en el cual lo consideran más bien como un estorbo.
En una opinión estrictamente personal, que a lo más aspira a representar la experiencia de dos generaciones de luchadores, que conocieron la epifanía del gobierno popular y sufrieron el infierno de su desenlace, si eso volviera a suceder, mientras me quedase un halito de vida, no vacilaría un instante en exigir un puesto en el combate, en la función donde mi aporte pueda ser más útil y eficiente.
Si en verdad se aprendieron las lecciones de la historia, con mayor razón es necesario asumir que problemáticas como el castigo a la violación de los derechos humanos, la prescindencia política del estamento militar, la lucha ideológica por la verdad histórica y la confrontación de diferentes configuraciones de proyecto político, modelo económico y comportamiento social, no solo no son realidades que se debe esterilizar momificándolas en el compartimiento estanco de un pasado necesario de olvidar, sino que se perfilan como las variables decisivas de la próxima etapa de la ya secular contienda histórica entre la oligarquía conservadora y un movimiento popular con vocación democrática y transformadora. En suma, si la vida es hoy, la historia ocurrirá mañana.
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