A la luz del terror violentista desatado por la ultraderecha fascista venezolana tras los resultados de la elección presidencial del 28 de julio, que dieron como ganador a Nicolás Maduro con casi el 52% de los votos, son ineludibles algunos comentarios desde nuestra experiencia histórica.
Los chilenos, que sufrimos el sangriento golpe de estado y la dictadura terrorista de Pinochet, sabemos de las sistemáticas violaciones a los derechos humanos, de los miles de detenidos desaparecidos, ejecutados, torturados, exonerados, exiliados y tantas otras atrocidades.
También sabemos del clima previo de conspiración y desestabilización impulsado, financiado y llevado a cabo por la derecha fascista y por el gobierno de Estados Unidos, cuya veracidad está avalada por los informes de la ONU y otros organismos internacionales, y del propio gobierno de Estados Unidos, como el Informe Church y los documentos desclasificados de la CIA.
Mismo esquema aplicado hoy en Venezuela donde, una vez más, se ha intentado un golpe de estado, planificado y coordinado por la ultraderecha venezolana, con apoyo norteamericano. La injerencia estadounidense no es nueva, se ha expresado en sanciones económicas, intentonas golpistas contra Chavez y Maduro, e intensa propaganda mediática contra la Revolución Bolivariana.
Tratan de poner nuevamente en práctica la “operación Guaidó”, incitando a acciones violentas para desestabilizar y tomar el poder, recurriendo al hackeo cibernético que enlenteció la entrega de resultados desde el Consejo Nacional Electoral, al anuncio de fraude electoral, a la acción concertada de grupos violentistas saqueando, incendiando locales electorales, agrediendo y asesinando a efectivos militares y policiales y a civiles, a la publicación de más de 9.000 supuestas actas electorales llenas de irregularidades.
Se suma el desconocimiento de los resultados de parte de Estados Unidos y algunos gobiernos derechistas latinoamericanos, y como no, de la OEA, permanentes opositores y promotores de sanciones a Venezuela. Pero como dice el español Juan Carlos Monedero, no exijamos a Venezuela lo que no le exigimos a ningún otro país. Son los mismos que reconocieron al gobierno de facto de Perú y a otros semejantes, y en el caso de Estados Unidos las prolongadas demoras para conocer resultados electorales presidenciales, y el intento de golpe y la asonada al Capitolio para anular la derrota electoral de Trump.
Ellos convierten el concepto de democracia en una categoría moral absoluta. La celebración periódica de elecciones no es el único indicador de democracia ni mucho menos el principal, más aún cuando esos procesos electorales se basan enteramente en el ‘marketing’ y la manipulación mediática, que solo pueden dar la ventaja a quienes controlan el poder económico y político.
La democracia verdadera es participativa, existe cuando hay participación activa y cotidiana de los ciudadanos comunes y corrientes en la política y su organización para eso. Otros modelos de participación democrática han existido y existen. Desde los consejos en la Revolución rusa, los Comités de Defensa de la Revolución cubanos, las JAP en Chile, es decir, formas de poder popular menospreciadas por los países que se autodenominan democráticos.
La intentona golpista fracasa debido a la movilización y apoyo popular a la revolución bolivariana. Pero también producto del accionar del conjunto de la institucionalidad estatal venezolana consagrada en su Constitución. Allí el gobierno tiene un correlato con los demás componentes del poder del Estado, con un poder electoral autónomo, una Asamblea Nacional cuya mayoría está alineada con la Revolución Bolivariana, un Poder Judicial comprometido con la defensa de la Constitución, y la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, sintonizada con el pueblo y con su soberanía, independiente de la tutela imperialista.
En las derrotas del intervencionismo golpista estadounidense también pesa el fin del mundo unipolar y los avances del multipolarismo en el mundo, y el decisivo rol que juegan en la lucha por la paz y un orden económico más justo los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), los avances económicos y tecnológicos de China que la colocan a la par con Estados Unidos, la cooperación estratégica con Venezuela de Rusia y China contrarrestando el hegemonismo norteamericano.
La historia muestra que los golpes de estado no son infalibles. En Venezuela se derrotó el intento de golpe de estado en abril de 2002, que duró cuatro días y secuestró al presidente Hugo Chavez, gracias a la movilización popular, que liberó al presidente y lo repuso en el gobierno. También han sido derrotados en ese país los intentos posteriores. En Brasil y Bolivia, poco después de los golpes de estado se restablecieron gobiernos de izquierda. Y hace poco se derrotó la intentona golpista en Bolivia.
En Chile el golpe de estado de 1973 dejó inconcluso el proceso de transformaciones antiimperialistas y antioligárquicas rumbo al socialismo que llevaba a cabo la Unidad Popular porque el gobierno de Salvador Allende no fue capaz de avanzar en la conquista de mayores posiciones de poder estatal en el marco de la vía institucional.
Precisaba conquistar mayoría en el Congreso, democratizar la justicia, los medios de comunicación de masas, desplegar la participación popular, elaborar una nueva Constitución, pero no se agotó la exploración de ese camino, ni siquiera se hizo uso de todas las posibilidades que ofrecía el marco institucional.
Se pudo haber utilizado mecanismos legales existentes para defender al gobierno popular de la embestida reaccionaria, como la Ley de Defensa Civil de 1945, que contemplaba la posibilidad del accionar conjunto de las FF.AA. y organismos civiles, organizaciones sociales y sindicales, para prevenir y actuar en situaciones de emergencia o que encerraran peligro para la nación.
Dado que existió un sector constitucionalista en el Alto Mando de las FF.AA., que tenía expresión en los demás escalafones de las instituciones armadas, se pudo haber desarrollado la movilización popular de manera más coordinada con el sector militar constitucionalista para enfrentar las acciones insurreccionales del imperialismo y la derecha.
Otro hubiera sido el desenlace si se hubiese construido un poder político y militar que, en los momentos decisivos, articulara pueblo, gobierno y militares constitucionalistas, para defender el proceso. Las emergencia de las Juntas de Abastecimiento y Precios (JAP) como embriones de poder popular y el fracaso del paro de los camioneros prueban que esa posibilidad existía.
En la concepción de poder de la izquierda incide la engañosa percepción de que la alternancia en el gobierno entre distintas fuerzas políticas constituye la panacea de la democracia, ignorando que un mero cambio en el gobierno no altera necesariamente los “poderes fácticos” del regimen, es decir, el poder económico y político del gran empresariado, el sistema comunicacional a su servicio, las instituciones de justicia y las propias FF.AA.
Ello ha conducido a que en algunos países en que la izquierda asumió el gobierno, no se logró acumular fuerzas para mantenerse en el gobierno, o se abandonó su programa, o fue derribada por golpes de estado impulsados por el gobierno de Estados Unidos.
Ocupar el gobierno no significa que la izquierda controle los aparatos estatales, y ni siquiera algunos de ellos. Como señala Nicos Poulantzas, el dominio de la organización institucional del Estado permite a la burguesía, en el caso que las masas populares lleguen al poder, permutar los lugares del poder real y del poder formal, y permutar el papel dominante de un aparato a otro si la izquierda llega a controlar el aparato que hasta ese momento desempeñaba el papel dominante.
Repentinamente aparatos-instituciones cuya función hasta ese momento había sido secundaria comienzan a jugar un papel principal, como los órganos de justicia que de pronto se transforman en cómplices de golpes blandos u otras formas de defensa del statu quo, como sucedió en la Unidad Popular, en Argentina, Brasil y otras experiencias.
Sin ningún pudor, los políticos neoliberales presentan como totalitario el legítimo objetivo de la izquierda de avanzar en la conquista del poder, mientras usualmente ellos detentan, de forma no democrática, el control del gobierno, del Parlamento, de los órganos de justicia, de las FF.AA. y de los medios de comunicación. Avanzar en la conquista de todo el poder del Estado significa en rigor la consecución de un objetivo absolutamente democrático: que el pueblo dirija el gobierno, sea mayoría en el Parlamento y esté presente en la generación, composición y funcionamiento de todos los organismos e instituciones del Estado, comprendidos los tribunales de justicia y las fuerzas armadas y policiales.
Al conmemorarse 50 años de la Unidad Popular en Chile, con toda justicia dijimos que un golpe de estado es hoy evitable si se asumen las lecciones del proceso de la Unidad Popular, primeramente la necesidad de defender las transformaciones y avanzar desde la conquista del gobierno -que es sólo una parte del Estado- a hegemonizar, con el sustento de mayorías democráticas, el conjunto de las instituciones estatales.
(*) Sociólogo