sábado, noviembre 23, 2024
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Balduino IV: El Rey Leproso que Humilló al Ejército de Saladino con 500 Cruzados

Fue educado desde su infancia para ser rey y suceder a su padre como soberano de Jerusalén -la ciudad de mayor importancia para los cruzados en Tierra Santa en el siglo XII-.

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Sin embargo, Balduino IV no pudo poner en práctica durante mucho tiempo las lecciones que sus maestros tan sabiamente le habían impartido. Y es que, murió con apenas 24 años aquejado de lepra, una enfermedad que -por aquel entonces- era considerada una maldición divina que caía sobre los pecadores que habían ofendido a los cielos.

Con todo, y a pesar de que solo pudo sentar sus reales posaderas en el trono durante 10 años, tuvo la oportunidad de librar grandes batallas en las que su mano llena de llagas empuñó la espada contra los musulmanes. La más famosa fue la de Montgisard, en la que -con apenas medio millar de jinetes y unos pocos miles de infantes- hizo huir al gigantesco ejército del sultán Saladino, formado por unos 30.000 hombres.

Esta victoria no le sirvió para librarse de la lepra ni de su apodo más conocido: el de «rey cerdo». Un mote que había sido extendido después de que su enfermedad le hiciese perder los dedos de los pies y las manos, le deformase la cara y se «comiese» su nariz. Para entonces, además, su cuerpo era incapaz de sentir el dolor provocado por un corte o el contacto con el fuego, un síntoma clásico de su particular maldición.

Con todo, fue un soberano sumamente querido por sus súbditos e, incluso, por el enemigo. Así queda claro cuando se leen los escritos árabes de la época: «A pesar de la enfermedad, los francos [los musulmanes llamaban a todos los cruzados francos] le eran fieles, le daban ánimos y contentos como estaban de tenerle como soberano trataban por todos los medios de mantenerle en el trono, sin prestar atención a su lepra». Estos primeros días de abril, durante el 735 aniversario de la toma de Acre (la última gran ciudad cruzada en caer en Tierra Santa) queremos recordarle como el gran líder que era.

Una maldición divina

En la Edad Media la enfermedad que padecía Balduino IV era considerada una maldición enviada por Dios para castigar a los pecadores. Así queda claro en la misma Biblia, donde son múltiples los ejemplos en los que el Señor escarmienta a algún ser humano enviándole lepra. Uno de ellos fue Uzias, a quien se define en el libro sagrado como descendiente de Salomón. «Tuvo ira contra los Sacerdotes y le brotó la lepra en su frente, y al mirarlo el sumo Sacerdote vio la lepra en su frente, y así el rey Uzias fue leproso hasta su muerte. Lo sepultaron con sus padres en el campo de los sepulcros reales pero fuera de ellos porque dijeron: ‘leproso es’», señala el libro sagrado.

No obstante, estas venganzas divinas suelen aparecer en el Antiguo Testamento. En el caso del Nuevo Testamento, por el contrario, esta dolencia sirve como excusa para justificar los milagros de Jesús, a quien se le atribuye la capacidad de «limpiar» (literalmente) a varios afectados.

Pero… ¿Hasta qué punto la lepra era considerada una aberrante maldición? La respuesta la ofrece la historiadora experta en la rama de salud Diana Obregón Torres, quien explica pormenorizadamente en su obra «Batallas contra la lepra: estado, medicina y ciencia en Colombia» el estigma que suponía para todo aquel que la padecía. «La lepra era una enfermedad tanto del alma como del cuerpo. Algunos padres de la Iglesia relacionaban pecados específicos con enfermedades específicas. La lepra se asociaba con la envidia, hipocresía, lujuria, malicia, orgullo, simonía y calumnia, entre otros vicios», explica la experta. A su vez, la lepra era sinónimo de inmoralidad, decadencia ética general y símbolo genuino de la maldad.

La lepra, una muerte en vida

Al considerar que habían sido malditos (además de porque se creía que era una enfermedad sumamente contagiosa) aquellos que padecían lepra durante la Edad Media eran expulsados de sus hogares y obligados a vivir lejos de los núcleos urbanos. Con todo, hasta llegar a ese punto había que pasar por varias fases. La primera, como bien señala el doctor Enrique Soto Pérez de Celis en su dossier «La lepra en la Europa Medieval», era estar seguro que de que el paciente padecía esta dolencia.

Esta decisión podía ser tomada por el médico de la región, por el sacerdote y hasta por el barbero. Usualmente, todos se basaban en un síntoma tan claro como era «la destrucción masiva de la cara del paciente», en palabras del experto. Al menos al principio pues, con el paso de los años, una denuncia absurda podía llegar a costar el ingreso en una leprosería o el destierro a una persona inocente. Una vez que el experto confirmaba que el paciente sufría lepra, el sacerdote del pueblo hacía participar al afectado en un oficio similar a los que se celebraban durante un funeral. Algo que no era de extrañar, pues se consideraba que el leproso era ya un muerto en vida al que solo le quedaba esperar pacientemente a que llegase su verdadero paso al otro mundo.

«El sacerdote iba a su casa y lo llevaba a la iglesia entonando cánticos religiosos. Una vez en el templo, el sujeto se confesaba por última vez y se recostaba, como si estuviera muerto, sobre una sábana negra a escuchar misa. Terminada la homilía, se le llevaba a la puerta de la iglesia, donde el sacerdote hacía una pausa para señalar “Ahora mueres para el mundo, pero renaces para Dios”», explica el experto. Luego se llevaba al leproso a las afueras de la ciudad, donde se le daba una capucha negra, unas castañuelas para que avisara de su presencia al resto de los habitantes de la región, y se le obligaba a vivir alejado de la civilización.

Además de todo ello, los leprosos tenían una larga lista de prohibiciones para, según las autoridades, evitar la propagación de la enfermedad. «Se le prohibía la entrada a iglesias, mercados, molinos o cualquier reunión de personas; lavar sus manos o su ropa en cualquier arroyo; salir de su casa sin usar su traje de leproso; tocar con las manos las cosas que quisiera comprar; entrar en tabernas en busca de vino; tener relaciones sexuales excepto con su propia esposa; conversar con personas en los caminos a menos que se encontrara alejado de ellas; tocar las cuerdas y postes de los puentes a menos que se colocara unos guantes; acercarse a los niños y jóvenes; beber en cualquier compañía que no fuera aquella de los leprosos y caminar en la misma dirección que el viento por los caminos», añade el experto. Posteriormente, con el nacimiento de las leproserías, se obligaba también a los enfermos a permanecer en uno de estos edificios hasta la muerte.

La infancia del rey maldito

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El futuro rey leproso, o rey maldito, nació allá por 1161. Su padre fue Amalarico I de Jerusalén, más conocido por enfrentarse a sangre y fuego contra Nur al-Din -uno de los líderes musulmanes más destacados del siglo XII en Tierra Santa- por el control de Egipto. Su madre fue Inés de Courtenay, esposa y, a la vez, pariente lejana de Amalarico (un hecho que hizo que tuvieran que separarse, pues la ley de la época no permitía a un hombre ascender al trono si estaba casado con un pariente).

A pesar de que la separación de sus padres podría haberle dejado fuera de la carrera por el trono, a Balduino se le reconoció rápidamente su derecho a gobernar. Por ello, desde pequeño fue educado por Guillermo de Tiro para ser rey. Este, en sus memorias, afirmó que el pequeño sentía gran interés por la historia y por las letras. A su vez (y tal y como afirma el historiador M. Michaud en su obra «Historia de las cruzadas») «amaba la gloria, la verdad y la justicia». Por su parte, el investigador germano experto en las cruzadas Hans Eberhard Mayer dijo de él que poseía una gran perseverancia, paciencia y sentía gran amor hacia sus caballos.

Todo era felicidad en la vida de Balduino hasta que, con 9 años, su tutor se percató de que el futuro rey no sentía dolor, un síntoma de que podía padecer lepra. Así lo de dejó explicado en su diario, recogido por Ángel Luis Guerrero Peral en su obra «Manifestaciones neurológicas de la lepra del rey Balduino IV de Jerusalén»: «Mientras jugaba con otros niños nobles, y mientras entre ellos se pellizcaban en manos y brazos como suelen hacer a menudo cuando juegan, los otros gritaban cuando eran heridos, mientras que Balduino lo soportaba con gran paciencia y sin muestras de dolor, como alguien acostumbrado a este, pese a que sus amigos no respetaban especialmente su condición principesca en juegos». En ese momento Guillermo de Tiro supo que, aunque no fuera totalmente seguro, era muy probable que el pequeño acabase siendo un leproso.

Algo que, por cierto, extraña a día de hoy mucho a Guerrero Peral (especializado en neurología). Y es que, este experto afirma que -tras examinar las biografías de Amalarico y su esposa- no hay constancia de que ninguno de ellos padeciese esta enfermedad. Por ello, supone que se contagió de ella por culpa de alguien. «No hay evidencia alguna de que Amalarico, Agnes o María Comnena, la segunda esposa de Amalarico, padeciesen lepra. Posiblemente Balduino contrajo la enfermedad en sus primeros años de vida de algún sirviente de la corte; en cualquier caso, ya en el siglo XXI la mitad de los pacientes de lepra no cuenta con una historia clara de exposición a la enfermedad», completa.

Independientemente de la causa, lo cierto es que -tanto los doctores de la corte como el propio Tiro- esperaron hasta que examinaron varias veces al pequeño antes de poner sobre aviso al reino, pues sabían el estigma social que conllevaría a todo un príncipe de Jerusalén aquella maldición. Esto es lo que escribió el tutor tras una de estas exploraciones: «Percibí que la mitad de su mano y brazo estaban muertas, de forma que no podía sentir en absoluto el pinchazo, o ni siquiera si era mordido». Tras llevar hasta la corte a varios médicos musulmanes para corroborar el diagnóstico, y después de que pasaran varios años, se confirmaron los peores temores de Amalarico: el futuro rey era un leproso. La dolencia se confirmó, todavía más, cuando Balduino ascendió hasta el trono a la edad de 13 años tras la muerte de su padre.

El año 1177 sería toda una prueba de valía para el rey leproso. Y es que, fue entonces cuando Saladino (el sultán de una cantidad incontable de regiones como Siria, Palestina, Yemen, Libia y otras tantas más) armó un gigantesco ejército de entre 26.000 y 30.000 musulmanes con los que invadir Jerusalén -entonces bajo dominio cruzado-. Por suerte para el «rey cerdo», los cristianos habían organizado ya un contingente que contaba con tropas de Bizancio y caballeros recién llegados de Europa con el que pensaban conquistar El Cairo.

Esto permitió al soberano reaccionar rápidamente a las amenazas de Saladino. «Balduino se enteró de los planes del musulmán y decidió ir personalmente en su búsqueda. Fue así como […] comandó a varios miles de infantes y 375 caballeros [según otras fuentes, 500] en marcha fuera de Jerusalén», explica el medievalista Michael Rank en su libro «Las cruzadas y los soldados de la cruz». Junto a ellos partió el obispo de Belén, quien portaba consigo la Vera Cruz. Una reliquia que, según se decía, estaba elaborada con los restos de la cruz en la que pasó sus últimos momentos de vida Jesucristo.

Batalla de Montgisar

Balduino decidió dirigir a todo este contingente hasta Ascalón -una fortaleza ubicada a 74 kilómetros de Jerusalén- para defenderse allí de Saladino. El rey partió, a pesar de su debilidad, como un caballero más, dirigiendo a sus tropas y lanzándol arengas a pesar de que la lepra le acosaba. Por su parte, los caballeros templarios de la zona decidieron tomar también las armas para unirse al contingente cruzado. No obstante, los «Pobres caballeros de Cristo» se vieron obligados finalmente a retrasar su llegada a Ascalón después de que los soldados de la media luna les sitiaron en Gaza.

Cuando el «rey cerdo» llegó hasta el castillo de Ascalón, por tanto, se encontró con que -para su desgracia- los poderosos caballeros templarios no habían acudido en su ayuda. Así pues, prefirió refigurarse tras las murallas que lanzarse de bruces contra el inmenso ejército musulmán. La situación se puso de cara para el sultán, que -con el contingente cristiano resguardado en el castillo y el paso franco hasta la ciudad santa- ordenó a sus hombres dirigirse hacia Jerusalén para conquistarla. Su última decisión fue dejar un pequeño contingente para evitar que el leproso escapase.

«Saladino creyó que Balduino estaba atrapado en Ascalón y que, incluso si los cruzados lograban huir, sus fuerzas eran demasiado reducidas como para representar una amenaza a su ejército. A consecuencia de ello, Saladino permitió a sus tropas dispersarse a medida que se dirigían lentamente hacia Jerusalén. Avanzó despreocupadamente, deteniéndose en ciertas ocasiones para saquear villas a su paso, como Ramla, Lydda y la costa en dirección sur y formando un trayecto en círculo de regreso para interceptar el paso de Saladino», explica Rank.

La lógica de Saladino era innegable, pero lo que el musulmán no conocía era el arrojo de Balduino. Y es que, a pesar de no poder tenerse en pie por la lepra, el rey escapó con su ejército del bloqueo musulmán de Ascalón y dirigió a sus huestes tras la retaguardia de los hombres de la media luna. Su objetivo no era otro que atacar al gigantesco contingente enemigo cuando estuviese desprevenido y causar el desconcierto entre sus combatientes.

La idea no era mala, y aún fue considerada mejor cuando un centenar de caballeros templarios se unieron al ejército de Balduino después de haber logrado burlar a los enemigos ubicados en las fuerzas de Gaza. «Este pequeño grupo de caballeros tenía un poder formidable. Iban bien acorazados y eran expertos en el uso de sus armas», explica el divulgador histórico Martin J Dougherty en su dossier «Montgisard» (ubicado en la obra coral «Batallas de las cruzadas»). Con más tropas y una energía renovada, los cristianos partieron decididos a arrasar a los musulmanes y evitar la conquista de Jerusalén.

A finales de noviembre, el ejército cruzado dio alcance a las tropas de Saladino a la altura del castillo de Montgisard (cerca de Ramala). La situación no podía ser mejor para los cruzados pues, motivados por el sultán, las tropas musulmanas se habían diseminado a lo largo de kilómetros para saquear todo aquello que pudieran a los principales pueblos católicos.

Cuando se percató de que Balduino estaba a su espalda, el árabe trató de reunir a sus combatientes y formar con ellos una línea de batalla aceptable. Pero ya era demasiado tarde y solo pudo lograr que sus combatientes crearan un desigual frente en el que reinaba la descoordinación.

Además, el ejército de la media luna estaba totalmente agotado por haber aprovechado hasta la última brizna de energía en robar. «La mayoría de los soldados de Saladino estaban cansados a consecuencia de la marcha desde Egipto y los posteriores saqueos, lo que los dejaba muy mal parados para luchar contra los cruzados», determina Rank.

El día 25, los cristianos formaron filas para atacar a sus enemigos de la mejor forma que sabían: lanzándose de bruces con sus caballeros totalmente acorazados (al modo europeo) contra la formación contraria hasta que esta huyera. En sus filas se sumaban entre 375 y 500 jinetes, 80 templarios y varios miles de infantes. Por su parte, Saladino tenía desperdigado a su gran ejército de entre 26.000 y 30.000 combatientes.

La gran victoria de Balduino

En las cercanías de Montgisar, y bajo el sol abrasador de Tierra Santa, Balduino hizo los preparativos para lanzarse sobre los musulmanes mientras estos todavía trataban desesperadamente de organizarse. Apenas podía tenerse en pie por lo avanzada que estaba su enfermedad, pero sabía que su mera presencia inspiraba a los cristianos. Por ello, hizo un esfuerzo para postrarse sobre la Vera Cruz y rezó para que Dios le ayudase a expulsar de aquellas tierras sagradas a los enemigos más odiados de los cruzados. Acabado el rezo y -según Dougherty- con cierto temor ante la visión de un contingente tan grande como el comandado por el sultán, el rey maldito dio la orden de atacar. Así fue como el medio millar de jinetes que portaban sobre su armadura la cruz de Cristo se lanzaron a voz en grito contra los invasores.

La primera carga fue devastadora, pues las lanzas de caballería aplastaron las primeras líneas de la formación enemiga. Además, fue más efectiva todavía gracias a que Saladino no pudo recurrir a una táctica habitual entre los generales musulmanes. «Una razón por la cual los cruzados muchas veces fracasaban cuando arremetían contra las fuerzas enemigas era la inteligente forma en que maniobraban estas últimas, de modo que los cruzados se encontraban con un espacio vacío en su embestida.

A continuación, cuando los caballeros salían en persecución de sus objetivos, que se batían en retirada, se acercaban otras unidades y les disparaban una lluvia de flechas para luego acabar con los agotados supervivientes en un asalto final cuerpo a cuerpo», añade el anglosajón. En este caso, sin embargo, no pudieron más que tratar de resistir la embestida de los jinetes de la cruz. Fue una masacre.

Mientras la carga se sucedía, Balduino rompió los esquemas de todos sus combatientes al no apartarse de la lucha. Por el contrario, prefirió ponerse unos gruesos guantes sobre sus manos llenas de llagas y, al poco, lanzarse también a la carga. Renovados por el ímpetu del monarca de Jerusalén, los caballeros siguieron combatiendo con gran valor hasta que, como si sus lanzas hubiesen sido bendecidas por el mismísimo Dios, atravesaron la formación enemiga. Según cuentan las crónicas, Saladino vio tan mal la situación que huyó a lomos de su camello. Al parecer estuvo a punto de ser asesinado por los cristianos, pero logró huir gracias a la intervención de su guardia personal.

«La victoria de Balduino fue total. Su ejército capturó a la mayor parte de sus fuerzas, incluido a su guardaespaldas mameluco , y mató a su sobrino, Taqi al-Din. Solo el 10 por ciento de las fuerzas de Saladino regresó a Egipto después de la aplastante derrota. Por el lado de Balduino, los registros señalan que murieron alrededor de 1.100 hombres y 750 resultaron heridos», explica Rank. Aquella fue la gran victoria del rey. Una de las últimas, pues la lepra terminó con su vida allá por 1185.

Fuente: ABC

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