por Massimo Modonesi.
La victoria de Andrés Manuel López Obrador abre una esperanza para México. Aunque el horizonte programático de AMLO está dos pasos atrás en términos de ambiciones antineoliberales respecto al de los gobiernos progresistas latinoamericanos de las últimas décadas, se destaca por la insistencia en la cuestión moral.
Es decir, justo en la que muchos de esos gobiernos naufragaron.
Hay que festejar un acontecimiento histórico: la primera derrota electoral de las derechas mexicanas reconocida como tal. A la historia remitió también el discurso y las promesas de campaña de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y sus aliados, y quedó inscrita en el nombre mismo de la coalición: «Juntos haremos historia».
El alcance real del gobierno que nació del voto del 1º de julio irá decantándose en el tiempo y solo se podrá sopesar retroactivamente. Sin embargo, algunas cuestiones afloran inmediatamente como parte del debate que se abre a partir de este acontecimiento.
Con la elección de López Obrador culmina un largo y tortuoso proceso de transición formal a la democracia. El resultado en las urnas de este domingo vehiculiza la plena alternancia en el poder al quedar plasmada la derrota electoral de las derechas y la victoria de la oposición de centroizquierda, aquella que había aparecido en 1988 para disputar al Partido Acción Nacional (PAN) el lugar de oposición consecuente al Partido Revolucionario Institucional (PRI).
A treinta años de distancia, cabe recordar que desde entonces se asumía que el PAN era una oposición «leal», que comulgaba con el neoliberalismo emergente y con el autoritarismo imperante.
La alternativa planteada por el neocardenismo y el Partido de la Revolución Democrática (PRD) propugnaba simplemente el retorno al desarrollismo, pero con un acento más pronunciado en la justicia social.
Pero a diferencia de esa izquierda, AMLO y su partido, el Movimiento Regeneración Nacional (Morena), coloca a la corrupción como el factor sistémico, como causa y no como consecuencia de las relaciones y los (des)equilibrios de poder y de las desigualdades sociales.
El horizonte de la revolución democrática implicaba un proyecto de transición no solo formal sino sustancial: el igualamiento de las disparidades socioeconómicas como condición para el ejercicio de la democracia tanto representativa como directa.
El círculo de la alternancia –y también del beneficio de la duda– que se cierra con esta elección, marca un pasaje histórico significativo pero que no garantiza el alcance histórico del proceso que se iniciará el próximo 1º de diciembre.
Más aún con unas expectativas tan elevadas como las que suscita AMLO cuando sostiene que encabezará la «cuarta transformación» de la historia nacional, auto-proclamándose el heredero de Morelos, Juárez, Madero y Cárdenas.
Lejos de todo izquierdismo, el presidente recién electo privilegia el rasgo moralizador y el perfil de estadistas y demócratas de estas figuras. No hay truco ni engaño.
Según su programa y su discurso de campaña, AMLO apuesta por una transformación que atañe fundamentalmente a la refundación del Estado en términos éticos, por eso propuso una nueva «Constitución moral».
Solo en segunda instancia, su propuesta tendrá las reverberaciones económicas y sociales necesarias para la estabilización de una sociedad en crisis.
Del éxito de la cruzada anticorrupción se deriva no solo la realización de la hazaña histórica de moralizar la vida pública, sino la posibilidad de lograr tres propósitos fundamentales: pacificar el país, relanzar el crecimiento a través del mercado interno y redistribuir el excedente para asegurar condiciones mínimas de vida a todos los ciudadanos.
Se trata de una ecuación que, para convencer a propios y extraños, ha sido repetida hasta el cansancio durante la campaña.
Respecto de los gobiernos progresistas latinoamericanos de las últimas décadas, el horizonte programático de AMLO está dos pasos atrás en términos de ambiciones antineoliberales pero se destaca precisamente por la insistencia en la «cuestión moral», justo en la que muchos de esos gobiernos naufragaron.
Por otra parte, AMLO tiene ante sí el desafío de la pacificación (con todas las dificultades del caso) pero también la oportunidad de producir un impacto profundo y marcar un cambio sustancial respecto del rumbo actual.
Por la urgencia y la sensibilidad que lo rodea, será en este terreno –más que en cualquier otro– en el que se medirá el alcance del nuevo gobierno, su popularidad y estabilidad en los próximos meses.
Por otro lado, la promesa de «hacer historia» convoca en principio a todos los ciudadanos. De allí la proclama de ir «juntos». Sin embargo, más allá de la transversalidad y la voluntaria ambigüedad de esta convocatoria de campaña, todo proceso político implica atender la espinosa definición del sujeto que impulsa y el que se beneficia del cambio.
La fórmula obradorista tiene, desde 2006, un tinte plebeyo y antioligárquico: se construye sobre la relación líder-pueblo y la fórmula «solo el pueblo puede salvar al pueblo».
Al mismo tiempo, tanto Morena como la campaña fueron construidos alrededor de la centralidad y la dirección incuestionable de AMLO, una personalización que llegó al extremo de llamar el acto de cierre de campaña AMLOfest y de usar el acrónimo AMLO como una marca o un hashtag (#AMLOmanía).
Pero, junto al pueblo obradorista y a su guía, están otros grupos con creencias y prácticas muy diversas entre sí: los dirigentes de Morena y de los partidos aliados (Partido del Trabajo y el mayoritariamente evangélico Partido Encuentro Social) y toda la pléyade de grupos de priistas, perredistas y panistas que de forma oportunista cambiaron de bando a último momento.
También hay vastas franjas de clases medias conservadoras, así como sectores empresariales a los cuales AMLO dedicó especial atención en la campaña en el afán de desactivar su animadversión y para poder contar con su colaboración a la hora de tomar posesión del cargo.
Cada uno de ellos exigirá lo propio, pero sobre todo serán valorados en relación con su especifico peso social, político y económico, en aras de mantener el equilibrio interclasista y la gobernabilidad.
Siguiendo el esquema populista, el «juntos» y revueltos demuestra ser una abigarrada articulación de un vacío que solo pudo llenar la ambigüedad discursiva y, ahora, la capacidad de arbitraje y el margen de decisión del líder que la elaboró y la difundió.
Entre equilibrios precarios y alianzas variables, se vuelve imprescindible el recurso a la tradición y la cultura del estatalismo y del presidencialismo mexicano –con sus aristas carismáticas y autoritarias– que, no casualmente, no fue cuestionado a lo largo de la campaña obradorista.
Al margen de los contenidos que, como anuncia el programa, oscilarán entre una sustancial continuidad del modelo neoliberal condimentada con dosis limitadas de regulación estatal y de redistribución hacia los sectores más vulnerables, la cuestión democrática es la que podría paradójicamente frustrar las expectativas de cambio histórico para reducirse a un esquema plebiscitario bonapartista ligado a la figura del líder máximo que convoca a opinar sobre la continuidad de su mandato u otros temas emergentes.
El culto a las encuestas en el interior de Morena, tanto las que sirvieron para seleccionar a los candidatos como las que sostuvieron el triunfalismo de la campaña, podrían ser el preludio de un nuevo estilo de gobierno, en el cual el pueblo sea asimilado a la «opinión pública».
Esperemos que la transición formal a la democracia que hemos presenciado el 1º de julio y la experiencia de un gobierno progresista tardío en México no cierren las puertas a la participación desde abajo y, por el contrario, propicien el florecimiento de instancias de autodeterminación. Esto sí que podría abrir la puerta a una transformación histórica.
Fuente: Nueva Sociedad
El triunfo de López Obrador
La elección presidencial de ayer es extraordinaria por donde se le vea y en muchas dimensiones marca un punto de inflexión en la historia de México y de América Latina.
Representa el triunfo de un proyecto transformador en lo político, lo social, lo económico y lo ético que se propuso conquistar el poder presidencial por la vía pacífica y democrática; asimismo, el triunfo de Andrés Manuel López Obrador, de su partido, el Movimiento Regeneración Nacional (Morena), y de su coalición Juntos Haremos Historia, integrada además por los partidos del Trabajo y Encuentro Social, marca el fin de un ciclo de gobiernos que empezó en 1988 y llevó al país por un camino de desarrollo supeditado a la economía de Estados Unidos, a una dramática concentración de la riqueza, al crecimiento desmedido de la pobreza, al quiebre del estado de derecho en diversas regiones, a una alarmante corrupción y a asimetrías sociales que terminaron por generar una crisis de inseguridad y violencia, exasperación ciudadana y pronunciado deterioro institucional.
Los comicios de ayer no tienen precedente, además, por el resultado que da una mayoría absoluta al triunfador, por el elevado porcentaje de participación popular (cercano a 63 por ciento de la lista nominal), por el número de funcionarios electorales involucrados –cerca de un millón 400 mil– por la normalidad en que transcurrieron y se resolvieron –a pesar de incidentes muy lamentables, pero aislados, y de desaseos marcadamente regionales, como en Puebla y Veracruz–; también porque la elección desembocó en un reconocimiento adelantado al triunfador por parte de sus rivales, José Antonio Meade y Ricardo Anaya.
A esos discursos se unieron, tres horas más tarde, el anuncio de las tendencias –irreversibles– del Programa de Resultados Electorales Preliminares (PREP) por parte del consejero presidente del Instituto Nacional Electoral y del mensaje en cadena nacional del presidente Enrique Peña Nieto, quien se desempeñó a la altura de un estadista.
Esas alocuciones democráticas despejaron cualquier escenario de conflicto y apaciguaron los ánimos sociales y las incertidumbres económicas y financieras que hubieran podido subsistir. Por lo demás, no dejó de resultar sorprendente para muchos que el grupo en el poder haya terminado por reconocer el triunfo electoral de una propuesta de viraje nacional que fue bloqueada en 2006 y 2012.
Después de tres décadas de gobiernos neoliberales, el proyecto de nación que servirá de base al programa de gobierno del dirigente tabasqueño y ex jefe de Gobierno capitalino propone una senda claramente diferente a los lineamientos seguidos por las últimas administraciones –y retomados, en lo fundamental, por los aspirantes presidenciales de los partidos Revolucionario Institucional y Acción Nacional con sus respectivas coaliciones, José Antonio Meade y Ricardo Anaya– y a las prioridades del sector público, empezando por la construcción de un estado de bienestar, la redistribución de la riqueza, el rescate del campo y el énfasis en la generación de empleos, la incorporación masiva de los jóvenes a la educación superior, la inclusión de grupos hasta ahora marginados, la austeridad republicana en el servicio público, diversas modalidades de recuperación del dominio de la nación sobre los recursos naturales y la soberanía nacional.
Independientemente de cuánto de ese programa pueda concretarse, el hecho de que haya recibido un apoyo abrumador en las urnas habla del dramático cambio de enfoque en el ánimo nacional. El país consumó ayer, en suma, un cambio de paradigma de gran trascendencia para los años venideros.
Ese proyecto no nació en las recientes campañas ni en los comicios presidenciales pasados o antepasados. El ideario de la coalición Juntos Haremos Historia tiene raíces de muchas décadas en movimientos obreros, campesinos y sociales, así como en luchas partidistas por la democratización del país, y reúne medio siglo (o más) de experiencias de movilización, participación y resistencia de buena parte de las izquierdas nacionales.
Es la más reciente expresión de una visión alternativa que hasta hace unos años parecía aplastada por el pensamiento único característico del neoliberalismo, y es justo reconocer que tras el éxito electoral de López Obrador están la tenacidad y la abnegación de miles de activistas, dirigentes, militantes, intelectuales, informadores y simples ciudadanos que consagraron parte o la totalidad de sus vidas a una transformación con sentido social y popular.
Debe admitirse, ciertamente, el tesón empeñado por el propio candidato triunfante en la construcción de una dirigencia y de una organización capaz de llevarlo a la Presidencia por la vía electoral.
En suma, el país debe felicitarse por la consecución de una madurez democrática que se traducirá en una renovada legitimidad institucional y en un nuevo estadio en la vida republicana, por el clima propicio a la reconciliación nacional que deja la contienda y por el fin de un tramo político y económico de consecuencias devastadoras que había llegado al pleno agotamiento.
Fuente: La Jornada
El Día Después
por John M. Ackerman
No es momento para triunfalismos. La victoria ciudadana en las urnas con Andrés Manuel López Obrador es apenas el primer paso hacia la transformación de la República. La llegada de un hombre honesto y digno a la Presidencia de la República implicará un cambio radical en las altas esferas del poder y un nuevo contexto para el florecimiento de la sociedad civil. Sin embargo, el futuro de México no dependerá de lo que haga o deje de hacer un solo hombre, sino de las acciones de cada uno de nosotros.
¿La oligarquía aceptará su contundente derrota en las urnas? ¿Qué harán los periodistas cómplices con el régimen corrupto ahora que se les acaban los moches desde el poder? ¿Y el gobierno de Enrique Peña Nieto entregará tranquilamente el poder al nuevo presidente electo?
La lucha por la justicia social y un buen gobierno apenas se inicia. La jornada electoral de ayer fue marcada por una serie de graves irregularidades: desorganización en la instalación de las casillas electorales, insuficientes casillas especiales, robo de urnas, violencia callejera, un operativo masivo de compra y coacción del voto, presión sobre beneficiarios de programas sociales y la continuación de las llamadas de intimidación. Frente a estos graves problemas, las instituciones públicas hicieron poco o nada para defender la legalidad del proceso electoral.
Pero a pesar de la indolencia y la complicidad de las autoridades electorales, los ciudadanos acudieron masivamente a las urnas para expresar su voluntad respecto de la conformación del nuevo gobierno de México. El pueblo rebasó a las instituciones y se escuchó su grito de hartazgo, de coraje y de esperanza por todos los rincones de la República.
La tarea ahora no debe ser la construcción de una unidad falsa, cómplice y superficial, sino de generar una coalición entre las diferentes corrientes democráticas, una verdadera alianza desde abajo y a la izquierda que cuente con suficiente fuerza para transformar de fondo al sistema autoritario imperante.
No podemos repetir los errores de Vicente Fox. El pacto de transición debe ser con la ciudadanía, no con la oligarquía o los mismos corruptos de siempre. La única forma para llegar al fondo, de extirpar de raíz los graves problemas de corrupción, pobreza e ilegalidad es a partir de una transformación profunda de las formas de gobernar.
No mentir, no robar y no traicionar, así resume López Obrador su proyecto de Nación. Estas tres expresiones no pueden quedarse como un simple discurso electorero, sino que deben convertirse también en los estandartes de su próximo gobierno. No mentir significa informar, de manera plena y con total transparencia, a la sociedad sobre todos los gastos, las acciones y los planes del gobierno. No robar implica acabar de una vez por todas con la corrupción en absolutamente todos los niveles de la administración pública federal. No traicionar significa cumplir con las altas expectativas del pueblo mexicano con respecto al crecimiento económico, el fin de la pobreza y la construcción de la paz y la justicia.
No podemos dejar solo a López Obrador. Si bien la crítica al poder gubernamental es siempre esencial, también tenemos que tener claro que los gobiernos de izquierda se enfrentan a enormes retos con respecto a su relación con los poderes llamados fácticos que operan fuera de la institucionalidad democrática, como los oligarcas, los narcotraficantes y los grandes medios de comunicación.
La sociedad mexicana ha dado una enorme muestra de valentía, de fuerza y de dignidad el domingo, primero de julio. Celebremos la victoria. Nos la merecemos después de tantas décadas de luchas constantes por la justicia y la democracia, en las cuales han ofrendado sus vidas miles de héroes anónimos.
Pero también hay que ponernos a trabajar. Hoy se abre una enorme oportunidad histórica para un cambio verdadero. No dejemos pasar este precioso momento para poner, cada quien, su granito de arena.
Fuente: La Jornada
Alocución del Presidente Electo de México, Andrés Manuel López Obrador, tras reunirse con el Presidente en Ejercicio, Enrique Peña Nieto.