Un reloj parado indica sin duda la hora exacta, incluso dos veces al día, pero no sabemos en qué momento. Del mismo modo, la duda sistemática permite precaverse de los errores o engaños, pero ignora igualmente la verdad que pasa. Al margen de las satisfacciones intelectuales y a menudo mundanas que puede procurar, la duda sistemática es por tanto igual de útil que un reloj parado.
Sin embargo, desde el punto de vista histórico, la duda ha desempeñado una función saludable: hablamos de la “duda científica”, que ha servido para poner en tela de juicio las verdades reveladas. En su forma más moderna, equivale a la noción popularizada por Popper de que toda verdad, para ser científica, ha de ser refutable. Una verdad científica “indiscutible” es por consiguiente un oxímoron.
Creer una afirmación únicamente cuando se tienen buenas razones para considerarla verdadera puede parecer una banalidad, un comportamiento que sigue todo el mundo. No obstante, a menudo ese “únicamente” hace que dicho comportamiento resulte difícil de mantener. Los ejemplos abundan.
Creer en un paraíso en el cielo, como lo anuncia la Biblia, o en la URSS, como proclamaba la propaganda de Stalin, son creencias fundamentadas en el bien que se espera de ellas/1. Tal vez la religión calme el miedo a la muerte y la astrología responda a las angustias, pero esto no las hace verdaderas.
Las “buenas razones” basadas en la ventaja (o el inconveniente) son de hecho razones muy malas.
Lo mismo ocurre cuando se juzga una información únicamente en función de su fuente. Que una información provenga de la CIA hace que sea cuestionable, pero no la descalifica con seguridad; después de todo, esos señores, cuando les conviene, también pueden estar interesados en decir cosas que resultan verdaderas: el gulag, queramos o no, existió efectivamente.
El sacerdote Georges Lemaitre, presidente de la Academia Pontificia, elaboró una teoría del “huevo primitivo” que fue aplaudida inicialmente por el Papa como demostración del “hágase la luz” de la Biblia. Aún así, esta teoría, actualmente llamada del big bang, acabó siendo reconocida universalmente.
Pero ¿qué hay de las “buenas razones” si nos negamos a basarlas en su utilidad a corto plazo? La refutabilidad, la reproducibilidad, la universalidad, el principio de parsimonia, la capacidad de prever, la coherencia, etc., son los atributos habituales de una proposición considerada “científica”.
Hay que añadir otro que por lo menos es igual de importante, pero que curiosamente se menciona menos a menudo: su encaje en el conjunto de conocimientos. Este encaje le confiere en cierto modo un peso efectivo superior a la fuerza de sus meros éxitos locales. En otras palabras, el peso de un conocimiento integrado, incrementado por el peso de todos los demás/2.
Los periodistas pueden escribir sin reparos sobre la memoria del agua o la velocidad de los neutrinos superior a la de la luz, pero la comunidad científica, asustada por la cadena de consecuencias, se muestra más reservada. ¿Conservadurismo de la ciencia?
Es posible, pero también está la exigencia de que toda afirmación excepcional requiere pruebas excepcionales. No olvidemos que esa misma comunidad aceptó la mecánica cuántica con su cortejo de resultados alucinantes (el gato de Schrödinger, vivo y muerto al mismo tiempo; un electrón que pasa simultáneamente por dos orificios, etc.).
Esta versión de la validez de los conocimientos científicos se ve cuestionada radicalmente por los defensores (o los herederos) del “programa fuerte”/3, para quienes “el contenido de cualquier ciencia es social de cabo a rabo”. Salvo ciertas variaciones, Bruno Latour, en su libro titulado Ciencia en acción (Labor, 1992) se convirtió en vocero de estas concepciones.
No estamos seguros de que Latour siga coqueteando hoy en día con esta corriente relativista, pero su obra tuvo un fuerte eco nacional e internacional. Un comentario de Jacques Bouveresse sobre el filósofo alemán Oswald Spengler (1880-1936) parece escrito a propósito de él:
“Spengler –de quien algunos de nuestros filósofos de la ciencia ‘posmodernos’, que conocen actualmente un éxito parecido al suyo, no parecen haberse dado cuenta todavía de hasta qué punto él se les había adelantado– se contentó con saltar inmediatamente a la conclusión de que la realidad no existe, de que la naturaleza es una simple función de la forma cultural variable en la que se manifiesta, es decir, que la naturaleza es fruto de la representación que nos construimos de ella y no, como se podía creer y esperar hasta ahora, a la inversa. Y llegó a la conclusión de que las cuestiones epistemológicas no son, a fin de cuentas, más que cuestiones de estilo, ya que los sistemas físicos se distinguen unos de otros y se oponen unos a otros como las tragedias, las sinfonías y las pinturas, en términos de escuelas, de tradiciones, de maneras y de convenciones (esto es más o menos textualmente lo que se afirma en La decadencia de Occidente).”
De forma resumida, esta corriente de pensamiento considera que es ingenuo acudir a la naturaleza –es decir, a la experiencia– como árbitro en las controversias científicas; o en términos más sutiles, la ven como un mero argumento retórico suplementario. Según ella, la noción de “verdad” científica es una impostura.
En última instancia, son los científicos los que fabrican los objetos que creen “descubrir”. ¿Qué determina entonces el resultado de una controversia? Pues la relación de fuerzas entre las distintas redes de personas (y máquinas) que protagonizan el debate. Los científicos, dice Latour, “no utilizan la naturaleza como un juez ajeno y, puesto que no hay ninguna razón para pensar que somos más inteligentes que ellos, nosotros tampoco debemos utilizarla”.
También es típica la afirmación de Isabelle Stengers (Les concepts scientifiques, Gallimard, 1991): “Un concepto no está dotado de poder en virtud de su carácter racional, sino que se reconoce que articula un planteamiento racional porque quienes lo proponen han logrado vencer el escepticismo de un número suficiente de otros científicos, a su vez reconocidos como ‘competentes’ […].” Como sucede a menudo, con estos relativistas se pasa de una banalidad verdadera (“si el concepto está reconocido”, significa que hay “un número suficiente de otros científicos” que lo hacen) a una banalidad falsa (este reconocimiento no debe nada a “su carácter racional”).
Latour, al igual que Stengers, no corren ningún riesgo y cubren todo el espectro de lo posible afirmando que es la mejor red la que gana, pero no han dicho nada. En cambio, cuando explican que la naturaleza, es decir, la experiencia y el encaje de que hemos hablado antes, no desempeñan más que un papel de apoyo retórico, dicen algo y ese algo es falso.
Galileo se atrevió a afirmar, en contra de Aristóteles y la Santa Sede, que las montañas de la Luna y los satélites de Júpiter no eran artefactos de sus anteojos. Acabó ganando porque las montañas y los satélites están ahí, simplemente.
¿Simplemente? Ocurre que los satélites de Júpiter y las montañas de la Luna están ahí desde hace miles de millones de años y nadie las había visto. Para apreciarlas se necesitaba audacia, cierta curiosidad y sobre todo el anteojo de los holandeses.
Audacia, curiosidad y anteojo no caen del cielo, son sin duda productos de una sociedad en un momento dado, pero esto no convierte las montañas de la Luna en una construcción social. La historia de la “hipótesis atómica” es análoga, pese a que el “anteojo” que permitió “ver” los átomos no es lo mismo que un tubo provisto de una lente convergente en un extremo y otra divergente en el otro, por no hablar ya del “anteojo” que ha permitido “ver” el bosón de Higgs.
Asistimos a la construcción de esta “largavista”, no a la de los átomos. ¡América existía antes que Cristóbal Colón, como los microbios antes que Pasteur!
Las teorías relativistas no son muy conocidas y en todo caso carecen de influencia entre los profesionales de la ciencia, que en general –y equivocadamente– no se interesan por la sociología de la ciencia/4.
Les hemos dado importancia en la medida en que la tienen para ciertos periodistas “sabios” y responsables políticos, e incluso para ciertos profesores. El Instituto de Estudios Políticos de París (popularmente conocido por el nombre de “Sciences Po”), que se supone que está formando a nuestras “élites” futuras, eligió a un sociólogo como director científico: Bruno Latour.
Estas teorías no son directamente responsables de las políticas científicas actuales, pero sí constituyen excelentes compañeras de viaje de las mismas. En efecto, si el éxito de una teoría científica sobre sus competidoras se debe a la constitución de un buen “grupo de presión” que le asegure la mejor publicidad, léase la mejor propaganda, más vale desarrollar en las universidades el presupuesto de “comunicación”, asegurar la mejor de las redes y desarrollar la visibilidad, la competencia y la “excelencia”.
Esta concepción cínica de la investigación científica motivada por el afán de poder se nutre de paso del deseo de enriquecimiento personal: de ahí la función de la prima al mérito y la tendencia a hacer del factor h/5 el criterio del valor de un científico y de la clasificación de Shanghái el de una universidad.
En el actual periodo de austeridad, se trata de una opción más económica que la de una formación masiva y de experimentos costosos cuyos resultados no están jamás garantizados. No se trata de detener la investigación, sino de atribuirle su justo valor: el de un argumento más en la retórica de la competencia.
Lo trágico sería que esta filosofía descaminada se convirtiera en un fenómeno autorrealizado. Entonces ya no se formará a investigadores científicos, sino a ganadores o “comunicadores” deseosos de hacerse un sitio en el mercado de los conocimientos. Confundir el interés de la ciencia con el provecho conducirá pronto o tarde a la esterilización de aquella.
(*) Físico, investigador en el Laboratorio de Física Teórica y Modelos Estadísticos de la Universidad de París Sur. Es autor del libro La Tierra, de los mitos al saber (Biblioteca Buridán, 2012).
Fuente: Progressistes PCF
Traducción: Viento Sur
Notas:
1/ No se trata de nada nuevo, pues ya lo conocían los antiguos. En latín se denomina argumentum ad consequentiam, el argumento por la consecuencia.
2/ La socióloga estadounidense Susan Haack da una imagen muy elocuente de esta imbricación de los conocimientos: a veces podemos cambiar, en un crucigrama, una palabra a cambio de pequeñas modificaciones puntuales, pero en general hay que rehacer todo.
3/ Asociado a los nombres de David Bloor y Barry Barnes en la década de 1970.
4/ Weinberg, quien sí muestra interés, ha formulado, sin embargo, a propósito de la filosofía en general, esta amarga observación: “Las intuiciones de los filósofos han resultado provechosas para los físicos, pero en general de un modo negativo: protegiéndoles de las ideas preconcebidas de otros filósofos.”
5/ Llamado h-index en inglés. Un científico con un índice h ha publicado h artículos que han sido citado por lo menos h veces. ¡Un único número, por tanto, caracteriza a un científico, y la clasificación puede encomendarse a una máquina!