Hace unos días el Congreso aprobó la Reforma Educacional estructural, denominada Ley de Inclusión Educativa, que pone fin al copago, la selección y el lucro. Esta última constituía quizás la medida más emblemática, y una de las más resistidas por la derecha, que durante mucho tiempo sostuvo la necesidad de mantener el lucro como un incentivo imprescindible para propiciar el ingreso de actores privados al sistema de educación.
El argumento de la derecha es cierto, por cuanto, sin la posibilidad de lucrar, buena parte de los privados ya no tendrá incentivos para ingresar al sistema. De esta forma, el fin del lucro marca en primer lugar un punto de inflexión fundamental en la privatización de nuestro sistema educativo, que hasta ahora había sido imparable.
En razón de lo anterior, el fin del lucro significa también el fin de la idea de manejar el sistema educacional como si fuera un mercado, en el que los distintos establecimientos debían competir por alumnos-consumidores. Ahora, el motor de la educación no será la ganancia personal (como lo es, por esencia, en los mercados), y los colegios estarán menos impulsados a competir por alumnos, simplemente para aumentar su ganancia.
De esta forma, el fin del lucro implica algo aún más importante: el fin –o al menos la disminución– de lógicas de competitividad, y su reemplazo por lógicas de colaboración. Ahora para las escuelas será más fácil trabajar en conjunto en pro de su mejora y no bajo esquemas de competencia que las incentivaban a observar al establecimiento que estaba enfrente, o a la vuelta de la esquina, como un rival o competidor, ante el cual lo único que cabe es una actitud de recelo, suspicacia, estrés e incluso malas prácticas.
En un sentido fundamental, no se trata ni siquiera de una cuestión ideológica (izquierda o derecha), sino más bien de una nueva fase de madurez que alcanzamos como país. A partir de ahora creemos que privatizar no es la única forma de garantizar libertad y representatividad, que podemos ponernos de acuerdo como país, y avanzar en conjunto, garantizando la participación de todos(as).
Estas consecuencias del fin del lucro en educación me parecen mucho más trascendentes que los tan cacareados eslóganes antiempresariales que se han utilizado a veces para justificar esta medida, en el sentido de que todos quienes lucran son poco menos que unos aprovechadores o estafadores. Me parece que este tipo de argumentación desvirtúa innecesariamente el rol del lucro en una sociedad –que es importante en muchos otros ámbitos–, y sólo debilita la proyección de la reforma, porque la sitúan en un plano de la confrontación, a veces de resentimiento o de lucha de clases, que obstruye la identificación de sectores importantes de la sociedad. Se trata de eslóganes que puede granjear algunos aplausos o encender algunos espíritus entusiastas por un rato, pero que a la larga siembran desconfianza, rechazo, temor (todos obstáculos que esta reforma educacional todavía debe sortear, y no sin esfuerzo).
Dicho lo anterior, lo que sí me parecía más preocupante era el riesgo de que el lucro hubiera terminado por subastar la educación del país simplemente a la minoría que tiene más recursos, es decir, a los grupos de poder económico. En este sentido, el fin del lucro significa también, de manera importante, la supresión –o al menos reducción– de este riesgo, que rara vez se menciona. Si bien hasta ahora la participación de los grandes empresarios en la construcción de una especie de “retail” de la educación había sido una posibilidad más bien remota, era precisamente debido a la escasez de recursos, que convertían a la educación en un “mal negocio”. Pero a medida que estos recursos han ido aumentando en forma significativa, tener un colegio se ha convertido crecientemente en un mejor negocio, y no habría sido raro, por tanto, que hubiera atraído la atención de grandes grupos económicos, como ha sido el caso de las universidades, por ejemplo.
Por muy legítimo que esto fuera, la posibilidad el lucro abría de facto un riesgo importante de que el sistema educacional quedara crecientemente en manos de un grupo muy minoritario del país. En efecto, ¿qué representatividad, transparencia e incluso “libertad de enseñanza” y heterogeneidad de proyectos educativos puede tener una educación a cargo de ciertos empresarios o grupos económicos?
La derecha tiende a vincular la “libertad de enseñanza” únicamente con la posibilidad de que los privados puedan ingresar al sistema educacional movidos por el fin de lucro. Sin embargo, dada la escandalosa distribución del ingreso en el país, en que un 1% de la población maneja el 30% de la riqueza, ¿por qué habría de ser más “libertad de enseñanza” darle a ese 1% el poder de manejar la educación del país simplemente porque son los que ostentan el poder económico? En este caso muy concreto, la supuesta libertad podría haberse convertido más bien en una homogenización de los proyectos educativos en torno a las ideas e intereses de una elite muy reducida.
Por último, lo más importante, el término del lucro marca también el inicio de una nueva responsabilidad pública en torno a la educación del país. Significa creer que la educación puede organizarse y mejorar, a través de un acuerdo social, expresado en instituciones públicas que interpreten y se ganen la confianza del conjunto de una sociedad. En un sentido fundamental, ni siquiera se trata de una cuestión ideológica (izquierda o derecha), sino más bien de una nueva fase de madurez que alcanzamos como país. A partir de ahora creemos que privatizar no es la única forma de garantizar libertad y representatividad, que podemos ponernos de acuerdo como país, y avanzar en conjunto, garantizando la participación de todos(as).
Esto significa un giro sustantivo, histórico, cuyo primera consecuencia será la de permitir que el sistema educativo avance e conjunto hacia la mejora, de manera integrada, no sometido a lógicas de competencia donde unos ganan y otros pierden, en juegos que a veces “suman cero”, donde para que algunos se “salven”, otros deben “condenarse”, como lamentablemente ocurre en nuestro hipersegregado sistema educativo.
En segundo lugar, la mayor responsabilidad pública en torno a la educación, significa también que las instituciones vinculadas al tema deberán hacer un esfuerzo especial por ser más eficientes, y por garantizar transparencia y representatividad al conjunto de la población. El imperativo de la confianza ciudadana sobre la gestión pública de la educación se vuelve más crucial para su éxito.
Por último, el fin del lucro abre sin duda nuevos desafíos, ya que la institucionalidad pública adquiere una responsabilidad mayor de transparencia y eficiencia para garantizar la cobertura, equidad y calidad de la educación. En efecto, hasta ahora el supuesto del sistema (utópico por cierto) había sido que la competencia entre colegios iba a servir de estímulo para que estos mejoraran su calidad. Con suficiente información, los padres-consumidores iban a tender a elegir los mejores establecimientos, lo que iba a impulsar el sistema al alza, según la lógica del mercado. Este paradigma se demostró inviable, si no por otra razón, simplemente porque no contaba con respaldo de los actores y la ciudadanía. La gente sencillamente no quería que los colegios compitieran entre sí.
Sin embargo, si la ganancia personal y la competencia ya no son el incentivo básico para impulsar la mejora, cabe preguntarse ¿cuáles serán ahora los motores del cambio? Yendo a casos muy concretos, ¿qué va a ser ahora lo que va a impulsar a la mejora a un director de un liceo de una comuna vulnerable de Santiago, que probablemente está satisfecho con los resultados que obtiene porque uno de sus alumnos logró entrar a la universidad, o a un profesor de una escuela básica rural que, quizás, se siente orgulloso porque uno de sus alumnos ingresó al liceo emblemático de la región? ¿Cuál es la motivación y, más aún, el nuevo horizonte de sentido que va a orientar el trabajo de esos directivos, profesores y, por extensión, alumnos y apoderados?
El discurso de la izquierda no tiene respuestas claras a estas preguntas, que son dilemas siempre abiertos, que se reformulan y modelan permanentemente, y que adquieren sin duda nueva complejidad en la crisis de los paradigmas ideológicos que se desenvuelve no sólo en Chile, sino a nivel mundial.
El fin del lucro es una muy buena noticia para el sistema educativo, pero también una que abre grandes desafíos y demandas, no sólo al sistema educacional sino a toda la sociedad. Junto con celebrar, será necesario ponerse a trabajar para enfrentarlos, pero ya no por separado, sino ahora de manera conjunta.
(*) Escritor y consultor en políticas educacionales
Fuente: El Mostrador