A 40 años de los cruentos sucesos, en un contexto histórico dominado mediáticamente por las elecciones de noviembre y el aniversario del golpe cívico-militar que enfatiza aspectos anecdóticos de los sucesos desarrollados en nuestro país a partir de esa fecha, se corre el peligro de desvirtuar el significado histórico y, en consecuencia, ocultar las profundas contradicciones de entonces y, peor, las que siguen presentes en la sociedad chilenas.
El 11 de septiembre de 1973 es una de esas fechas que concentran una cada vez mayor cantidad de lecturas o interpretaciones, además de una ingente cantidad de información. Los años transcurridos, la abundancia de materiales sobre el hecho, y los innumerables debates, foros y conmemoraciones de todo tipo amenazan con ocultar la cuestión de fondo: en esa fecha se produjo un trágico desenlace en uno de los conflictos más agudos de la lucha de clases en Chile, con un fuerte impacto en el continente y en el mundo.
Las agudas contradicciones que atravesaban a la sociedad chilena de inicios de los 70, se resolvieron a favor de las clases dominantes y sus aliados internacionales entre los que el rol principal lo jugaron las transnacionales y el imperialismo norteamericano. El ejecutor de la tarea fue el conjunto de las Fuerzas Armadas de Chile.
Las clases trabajadoras, las fuerzas políticas que las representaban y el gobierno que encarnó gran parte de sus aspiraciones transformadoras sufrieron un revés profundo y doloroso.
Este fue el sentido profundo del golpe cívico-militar del 11 de septiembre de 1973.
A 40 años de los cruentos sucesos, en un contexto histórico dominado mediáticamente por las elecciones de noviembre y el aniversario del golpe cívico-militar que enfatiza aspectos anecdóticos de los sucesos desarrollados en nuestro país a partir de esa fecha, se corre el peligro de desvirtuar el significado histórico y, en consecuencia, ocultar las profundas contradicciones de entonces y, peor, las que siguen presentes en la sociedad chilenas.
De esta manera, la información disponible no relaciona los desafíos de transformación de la sociedad del pasado con los del presente, de modo que cuando se hace referencia a ellas, se soslayan los desafíos que la sociedad chilena debe enfrentar para asumir un pasado doloroso y superarlo con un sólido proyecto de futuro.
En consecuencia, las clases explotadas y los amplios sectores excluidos de la sociedad chilena no cuentan con un referente político unitario suficientemente legitimado, mientras las clases hegemónicas, con muestras evidentes de crisis por desgaste, intentan articular un discurso moderado mediante la apropiación demagógica de los valores democráticos.
Ni unos ni otros, salvo el movimiento social ponen el acento en las contradicciones fundamentales que atraviesan y caracterizan la sociedad chilena de hoy.
Desde septiembre de 1973, en Chile se reinstaló la dominación de las diferentes facciones de la burguesía criolla, apoyada en y por la burguesía financiera internacional.
El bloque dominante en Chile se reacomodó de acuerdo con los intereses de ese segmento de la burguesía internacional.
El resultado es meridianamente conocido: hacia mediados de los 80, los grupos criollos de la burguesía financiera habían copado el aparato de poder del Estado y controlaban las principales actividades económicas productivas.
La instalación del nuevo modelo de acumulación de capital era todo un éxito. Así, las empresas estatales más emblemáticas pasaron a ser propiedad de unos pocos, los principales recursos naturales comenzaron a ser explotados bajo el modelo extractivo de las denominadas ventajas comparativas.
Los minerales, los recursos forestales, el suelo agrícola y los recursos pelágicos se entregaron a la explotación de capitalistas nacionales e internacionales.
Se liberalizaron el mercado de capitales, los usos del suelo y se estimuló la masificación del crédito creando las condiciones óptimas para la penetración del capital especulativo.
Se inició un acelerado proceso de privatización de las empresas estatales más rentables y, lo más novedoso, el nuevo modelo de acumulación capitalista incorporaba la privatización del sistema de pensiones.
Esta innovación produjo un flujo de capitales desde las masas a los grandes grupos económicos de proporciones y alcances desconocidos hasta esa década. Es sobre todo a partir de la instalación de las AFP, cuando el modelo comienza a asentarse y es capaz de presentar resultados exitosos para sus propietarios.
Estos son, también, la gran novedad de la época: son los llamados fondos de inversión. Estos son grupos de inversionistas privados internacionales que centran su actividad en las actividades más riesgosas de especulación financiera.
Para lograr todo esto es que se llevó a cabo la conspiración que desembocó en el golpe cívico-militar de septiembre de 1973.
Los instrumentos del que se valieron las clases dominantes fueron el terrorismo de Estado encabezado por Pinochet y el marco jurídico institucional en el que operó la transformación y transnacionalización del capitalismo chileno fue la Constitución Política de 1980, cuyo ideólogo fue Jaime Guzmán.
Es por esta razón que, en otros trabajos, no hemos referido al modelo Guzmán-Pinochet. No deja de ser una ironía de la historia que el dictador haya muerto de viejo en tanto que su sostén ideológico haya sido objeto de un asesinato.
Del otro lado, las clases explotadas y excluidas sufrieron los embates de una política de restricción de sus derechos civiles. Las transformaciones económicas del capitalismo chileno significaron una violenta reducción del poder adquisitivo de sus salarios y la aparición de nuevas relaciones laborales en el campo y en el sector servicios.
Una durísima reforma laboral, la violación permanente de los derechos humanos fundamentales, y la persecución sistemática de sus organizaciones políticas y sociales y sus dirigentes, fueron las condiciones que tuvieron que soportar los trabajadores para que el capitalismo en Chile cumpliera con su fase de modernización.
Sin embargo, una parte del pueblo chileno resistió. A pesar de la persecución de sus dirigentes y la interdicción de sus organizaciones de clase, el pueblo se enfrentó a la dictadura cívico-militar.
A partir de 1983, apoyándose en lo que quedaba de sus debilitadas organizaciones políticas y sociales, las protestas y movilizaciones populares empezaron a desafiar la hegemonía del bloque.
Desde las organizaciones cristianas de base a las clandestinas organizaciones de los partidos y movimientos políticos de izquierda se desarrolló un permanente y creciente movimiento que se planteó la recuperación de la democracia e, incluso algunos, se atrevieron todavía a soñar con la superación del capitalismo y la construcción, otra vez, de una sociedad socialista.
El contexto internacional de las luchas de liberación popular en otras regiones del continente y del mundo, y la existencia, aun, del viejo bloque socialista, permitían plantearse esa alternativa.
La potencia de las movilizaciones y la profundización de las formas de lucha contra la dictadura pusieron en serios aprietos la hegemonía burguesa. Sectores de profesionales, estudiantes y algunas organizaciones empresariales conformaron un amplio arco de lucha unitaria que, a mediados de 1986, hizo tambalear al régimen.
En esos tensos momentos es cuando se produce un hecho de grandes repercusiones: el fracasado intento de ajusticiamiento de Pinochet por parte del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Esto tuvo un doble efecto en el escenario de la lucha de clases.
Por una parte, empujó a la Democracia Cristiana hacia posiciones más moderadas en su confrontación con el régimen, llevando consigo importantes sectores del movimiento social. La idea central de este movimiento era aislar a la izquierda que, a esas alturas, contemplaba la posibilidad de una salida popular y democrática.
El temor a una lucha que involucraba el enfrentamiento armado y la radicalización de las posturas respecto de tipo de la sociedad que se debía construir jugaron a favor de la división del movimiento popular y aseguraron la supervivencia del régimen.
Pero, al mismo tiempo, el sector hegemónico del bloque dominante, vale decir, la burguesía financiera internacional, a través de su brazo político, el Departamento de Estado norteamericano, comprendió que el modelo Guzmán-Pinochet, ya no necesitaba de este último. Institucionalmente, el modelo de acumulación estaba consolidado y la presencia de un militar desprestigiado y deslegitimado, restaba brillo a los logros económicos y sociales conseguidos hasta entonces.
Si, además, su presencia suponía el riesgo de una confrontación armada que planteaba la contradicción fundamental de la sociedad chilena entre capitalismo o socialismo, resultaba más práctico limpiar y maquillar el modelo, eliminando al molesto inquilino de la Moneda.
El imperio movió sus fichas y forzó una salida política que cristalizaría en el plebiscito de octubre de 1988. Así, entre el año 86 y el 88, la derrota del movimiento democrático y popular que combatió a la dictadura, cerró el periodo de las contradicciones más agudas de la lucha de clases.
Durante todos los 90 y buena parte de la primera década del 2000, el clima imperante fue el impuesto por el nuevo ídolo ideológico de la democracia de los acuerdos: la gobernabilidad. Cualquier demanda de la sociedad civil que pusiera en peligro los necesarios acuerdos entre los miembros del duopolio ponía en peligro la gobernabilidad del país.
1988-2013: la alegría que no llega
Con el desarrollo de las divisiones en el movimiento popular y consolidado como nuevo escenario mediático el triunfo de lo que se dio en llamar la gente, la lucha de clases en Chile entró en una nueva dinámica.
Desde la convocatoria al plebiscito hasta la victoria de los partidos de la Concertación con Patricio Aylwin como candidato, el importante segmento de masas que delineaba una ruptura total con el capitalismo fue progresivamente aislado. El sistema binominal hizo su aparición y mediatizó la conflictividad social relegándola a irrupciones esporádicas de escaso nivel orgánico.
Los partidos políticos de la Concertación que hasta fines de los 80 habían sido una importante herramienta en la organización de las masas volcaron sus aparatos hacia tareas vinculadas a la administración y reproducción del poder político institucional, dando paso al surgimiento de un nuevo tipo de clientelismo.
El resultado fue la partidocracia, articulada en torno al duopolio formado por los partidos de la Concertación y los partidos de la derecha, UDI y Renovación Nacional.
Los enclaves que Guzmán diseñó para proteger a Pinochet empezaron a funcionar con precisión matemática, y el gobierno de Aylwin no tuvo estatura ni voluntad para otra estrategia que no fuera la democracia en la medida de lo posible.
Desmovilizadas, las masas que a mediados de los 80 se movilizaron contra la dictadura, quedaron a merced de los operadores políticos de los dos bloques que se constituyeron en torno a las opciones que la arquitectura institucional permitió desarrollar y permanecieron atrapadas en la horquilla que significó el continuo chantaje de la amenaza militar en el que se escudó la figura del estadista que cerró las casas del NO.
También hubo organizaciones que decidieron marginarse voluntariamente de la nueva escena optando por la vía de provocar la guerra final contra el sistema en su conjunto. El Frente Patriótico Manuel Rodríguez entró en una crisis terminal, cuyo broche final sería el ajusticiamiento de Jaime Guzmán en 1991.
Otros grupos menores intentaron seguir actuando, pero la transición a la democracia tenía a sus aparatos de inteligencia preparados para su acoso y desmantelamiento.
A este nuevo escenario también contribuyó el cambio político más importante de fines del siglo XX. La caída del muro de Berlín y la consiguiente debacle de lo que se dio en llamar los socialismos reales, dejaron sin referentes ideológicos a los partidos de la izquierda marxistas y comenzó para ellos una suerte de travesía del desierto.
En particular, el partido Comunista de Chile vio abandonar sus filas a un grueso contingente de militantes formados en la lucha contra la dictadura.
Aparentemente, ello restó todavía más posibilidades a la capacidad organizativa de las masas y estas, carentes de cualquier referente, entraron en una etapa de profundo reflujo.
Durante todos los 90 y buena parte de la primera década del 2000, el clima imperante fue el impuesto por el nuevo ídolo ideológico de la democracia de los acuerdos: la gobernabilidad.
Cualquier demanda de la sociedad civil que pusiera en peligro los necesarios acuerdos entre los miembros del duopolio ponía en peligro la gobernabilidad del país.
El mayor logro reclamado por los gobiernos de la Concertación fue precisamente el haber logrado un acuerdo para eliminar algunos enclaves autoritarios en el entramado constitucional.
Lagos elevó al rango de éxito los acuerdos con la derecha heredera del modelo Guzmán-Pinochet, y sus corifeos reclamaron el trato de estadista para él.
La derecha, satisfecha por mantener sus prebendas y privilegios, lo alabó sin tapujos: el verdadero logro era el de incrementar sus beneficios sin mayor sacrificio que el de eliminar algunos elementos del edificio Guzmán-Pinochet que, por lo demás, a esas alturas ya resultaban del todo innecesarios y arcaicos.
La derecha obtuvo, además, carta de ciudadanía moderna y democrática.
Estos años vinieron a revelar cruelmente que las contradicciones internas de la sociedad chilena que venían desarrollándose desde los años 60 y 70 entre capitalismo y socialismo así como entre dictadura y democracia habían sido resueltas de modo desfavorable para los explotados y excluidos.
Se consolidó y modernizó hasta el paroxismo el capitalismo neoliberal y no se consiguió apenas más que un remedo de democracia que secuestra hasta hoy el ejercicio de la soberanía nacional y popular, transformando derechos fundamentales de las personas en mercancías.
El costo político de una transición pactada e impuesta por los vencedores, se tradujo en un alto costo en términos de vidas truncadas y sueños rotos.
La fase de reflujo en que entró la lucha de clases, no mostró síntomas de recuperación hasta las movilizaciones estudiantiles de 2006.
La operación política que desmontó al movimiento de los pingüinos, reveló hasta donde la partidocracia es capaz de absorber conflictos y mantener intacto el acceso al beneficio de los grupos empresariales aunque sea a costas de mercantilizar un derecho tan elemental como la educación.
Esta experiencia de movilización popular dejó, no obstante, sembrada la semilla de nuevos brotes de rebeldía.
A partir de 2011, las movilizaciones sociales y populares han ido en aumento y continúan desarrollando una dinámica que amenaza con romper definitivamente el reflujo iniciado a fines de los 80.
(*) Licenciado en Historia. UCV
Fuente: El Quinto Poder