La discusión todavía subsistente sobre la manera de enfrentar el déficit de republicanismo y de democracia que caracteriza a nuestra constitución, aviva el interés en comprender con precisión el desarrollo del régimen constitucional bajo el cual todavía vivimos; sus continuidades y quiebres, los factores que explican su conformación. Una importante pregunta asociada a este asunto es aquella que nos interroga sobre la autoría de la constitución; en otras palabras, por la identidad del poder constituyente.
Quisiera comenzar observando algo que a menudo es pasado por alto: el hecho de que la constitución de 1980 ha tenido varias versiones. Desde 1980 a la fecha, han existido la constitución de 1980 programada, una constitución hiperpresidencialista diseñada para ser aplicada por Pinochet tras su esperado triunfo en el plebiscito de 1988 y que jamás llegó a regir; la constitución de 1980 transitoria, la cual rigió efectivamente el país de 1981 a 1989; y la constitución de 1980 transicional, vigente desde 1990 hasta la fecha.
Caracterizar políticamente la autoría de la constitución transitoria es sencillo. Ella no puede sino ser calificada como una imposición; es decir, como un acto de negación de libertad, en virtud de la cual aquellos a quienes les fue impuesto no pueden ser considerados moralmente responsables por su existencia, y en consecuencia no pueden ser considerados como sus autores. Por ello, es indisputable que la constitución transitoria, es decir, el conjunto de ‘reglas del juego’ existentes entre 1981 a 1989, es de Pinochet y no del pueblo.
Pero, ¿y qué ocurre con la constitución transicional? ¿Cuál es el poder constituyente responsable de dicha constitución? Renato Cristi ha sugerido que en 1989 el pueblo ha “reconquistado” su poder constituyente; y Fernando Atria le ha respondido que al caracterizar como parcial dicha recuperación, el propio Cristi reconoce que ella no ha ocurrido. Aquí quiero ensayar una nueva respuesta.
Mi respuesta surge de la tesis de que quienes estén sometidos por un poder que niegue la libertad a través de la violencia, retienen siempre la libertad específicamente política de decidir cómo reaccionar ante sus opresores. El suicidio de Allende la misma mañana del 11 de septiembre de 1973 representa el primer momento en el esfuerzo por dar una respuesta apropiada a la sedición. Durante el resto de la dictadura, la decisión que cada quien tomó frente a la imposición de un nuevo orden sí se constituyó en un espacio de acción, en un momento de libertad.
Esta tesis me lleva a sostener que la constitución transicional, esto es, aquella que adquiere sus contenidos a través de la reforma constitucional de 1989 y que entra en vigencia en plenitud en 1990, debe su existencia y su identidad a la decisión de Patricio Aylwin de transigir con Augusto Pinochet y su orden constitucional.
Patricio Aylwin es, en cierto sentido, el poder constituyente que todavía subsiste; estamos regidos por su constitución. Esta afirmación, desde luego, tiene algo de metafórica, en la medida en que podemos entender a Aylwin como rostro de la clase política que, liderada por él, decide transigir con la Junta Militar y sus aliados civiles, personificados en Pinochet. Pero también hay elementos que podrían llevarnos a concluir que atribuirle individualmente a Aylwin la decisión de transigir con Pinochet no es solamente una metáfora, sino también una ajustada descripción de los hechos.
El primer paso hacia dicha decisión constituyente fue la conformación del Grupo de Estudios Constitucionales, también conocido como Grupo de los 24. En sus memorias, Aylwin, quien se atribuye la idea y la convocatoria de dicho grupo, afirma que su propósito era el de “constituir un grupo de reflexión, lo más pluralista que fuera posible, con el objeto de estudiar y proponer al país una alternativa constitucional democrática”, objetivo para el cual convocaría a personas “de definidas convicciones democráticas, que cubrieran el más amplio espectro político y cuyo prestigio asegurare la respetabilidad del grupo ante la opinión pública” (Aylwin, 147-148). Dicho grupo escribió un documento publicado por El Mercurio el 21 de julio de 1978. Según registra Aylwin en sus memorias, dicho documento establecía, entre otros puntos, lo siguiente:
«Sería también necesario “buscar el consenso acerca de los rasgos fundamentales de la etapa de transición hacia la futura institucionalidad democrática”, proceso en el cual las Fuerzas Armadas tendrían “importante participación” y que requeriría “de un gran Acuerdo Nacional al que todos los sectores someten [sic] su conducta”, a fin de que “la transición sea pacífica y conduzca a un régimen democrático” (Aylwin, 150).
Dicho documento delinea ya la forma política de la transición: el “consenso” con, no sin ni contra, las Fuerzas Armadas, a fin de lograr una transición “pacífica”. En todo caso, es importantísimo tener presente, a fin de comprender la ruptura que significará el siguiente hito, que el Grupo de los 24 afirmaba como una de sus tesis centrales que “el único titular del poder constituyente es el pueblo mismo y sólo puede ejercerlo previo restablecimiento de su libertad” (Aylwin, 153), razón por la cual entre sus propuestas centrales se encontraba la convocatoria a una asamblea constituyente.
(No está de más, como nota al margen, observar la amplia libertad de acción política con que Aylwin contaba a fines de los 70’ para coordinar un grupo de opositores, sostener reuniones, y publicitar sus puntos de vista a través de la prensa oficialista. Paralelamente, los sectores de la izquierda sufrían la represión en la forma de la tortura, el desaparecimiento y el exilio. En este sentido, es importante recordar que, para negar definitivamente la libertad, el poder sin límites de los opresores puede siempre recurrir a destruir los cuerpos de los libres.)
El siguiente momento clave ocurrió en un seminario organizado por un centro de estudios vinculado a la Democracia Cristiana en 1984 cuya temática consistió en discutir sobre “una salida político constitucional para Chile”. La respuesta de Aylwin ante dicho problema fue simple, pero significativa: “lo primero es dejar de mano (sic) la famosa disputa sobre la ‘legitimidad’ del régimen y de su Constitución” (Aylwin, 147), controversia que Aylwin calificó como “insuperable, porque se plantea como cuestión de principios, que compromete la conciencia y el honor de unos y otros, motivo por el cual nadie está dispuesto a ceder” (Aylwin, 148). Aylwin lograba así transformar un conflicto político en un asunto de preferencias:
«Personalmente, yo soy de los que consideran ilegítima la Constitución de 1980. Pero así como exijo que se respete mi opinión, respeto a los que opinan de otro modo (Aylwin, 148).
En tales circunstancias, “¿[c]ómo superar este impasse sin que nadie sufra humillación?” Planteado así el dilema, la solución planteada por Aylwin contenía el germen de un programa político: “eludir deliberadamente el tema de la legitimidad”, a fin de llegar “a un texto constitucional que sea aceptable para oficialistas y disidentes” (Aylwin, 149).
Ese es precisamente, en mi interpretación, el contenido de la decisión fundamental que determina la forma política de la transición: ella consiste en la decisión de transigir, esto es, de renunciar a tesis políticas fundamentales –específicamente, a la tesis que reivindica para el pueblo el derecho a dictarse su propia constitución– en aras de negociar con los militares la realización de una transición.
La renuncia a dicha tesis política fundamental involucra la aceptación de la legalidad constitucional de la Junta Militar, con lo cual las reglas procedimentales decididas por aquella pasan a determinar sin cuestionamientos, a través de su regulación del ejercicio de la potestad de reforma constitucional, toda futura modificación de los contenidos constitucionales, hasta el presente (lo que Atria ha expresado a través de la idea de una constitución tramposa). Pero es eso precisamente lo que Aylwin ha querido al decidir ‘conceder’ el tema de la legitimidad constitucional: aceptar sin condiciones la legalidad constitucional existente. Allí está la limitación inmanente de la constitución transicional, lo que la hace tramposa.
Veamos una manera concreta en que se expresó la limitación inmanente de la constitución transicional. La reforma constitucional de 1989, materializada a través de la Ley Nº 18.825, de 17 de agosto de 1989, se originó en una propuesta conjunta elaborada por dirigentes políticos y asesores técnicos de la Concertación y de Renovación Nacional.
Ahora bien, es importante señalar que la propuesta elaborada en conjunto entre ambos sectores no fue aceptada en su totalidad por la Junta Militar misma, la que determinó por sí misma los contenidos de la reforma plebiscitada. Desde entonces, la modificación de la constitución transicional ha dependido siempre de la voluntad de los custodios del orden pinochetista.
En cuanto a los contenidos constitucionales, la emergencia de una constitución transicional representó una moderación del autoritarismo y el sectarismo excluyente que caracterizaban tanto a la constitución transitoria como a la constitución programada que había de entrar a regir en 1990. Pero aquella moderación de tales contenidos perpetuó el proyecto constitucional pinochetista, presagiando lo que ocurriría nuevamente con las reformas del 2005. Criticando la reforma de 1989, Felipe Portales ha sostenido que
«Los cambios constitucionales de 1989 reforzaron, en lugar de debilitar, el sistema político, económico, y social, dejado por la dictadura. Frente a la inminente elección de un Presidente de la República de la Concertación, éste quedó con menos influencia y poder que la que le otorgaba la Constitución original del 80. De este modo, la ‘democracia’ quedó aún más ‘tutelada’ y ‘protegida’ (Portales, 39).
Desde luego, la incidencia que Aylwin y la Concertación tienen en cuanto a determinar efectivamente los contenidos reforma constitucional de 1989 es mínima. Pero, recurriendo al lenguaje de la dogmática penal, podríamos decir que estamos frente a una actio libera in causa; una acción libre en su causa, tal como ocurre con la decisión de quien decide embriagarse, y que, en tal estado de inimputabilidad –de ausencia de libertad y de responsabilidad– comete un delito del cual, objetivamente, debiera ser exonerado.
Cuando en 1984 Aylwin propone dejar de lado la cuestión de la legitimidad de la constitución de 1980, inmediatamente aceptó la posibilidad de que las reformas que se le realizaran para moderar sus contenidos –reformas cuyo contenido dependía, de acuerdo a las reglas de la constitución, de la voluntad de la misma Junta– resultase perjudicial desde el punto de vista de la democratización institucional. Dado que Aylwin y en general la Concertación aceptaron jugar con las reglas del juego inventadas por Pinochet, no es de sorprender que, dicho de manera simbólica, siga ganando Pinochet.
Pero, entonces, ¿por qué no concluir simplemente que estamos ante la constitución de Pinochet? ¿Por qué imputarle la decisión allí contenida a Aylwin? Precisamente porque, como nos lo recuerdan la doctrina de la actio libera in causa y mis observaciones sobre la libertad que siempre mantenemos frente un poder opresivo, la decisión de transigir con la dictadura fue una decisión libre. Aylwin declaró libremente en 1984 estar dispuesto a dejar de lado la tesis política que sostiene que el pueblo está legitimado a dictarse su propia constitución.
Y libremente mantuvo esa decisión hasta el último día de su gobierno, período en el cual podría, libremente, haber repudiado la constitución y convocado a una asamblea constituyente. Cada Presidente de la República desde entonces ha sumado su firma a la constitución transicional, preservando aquello que libremente podrían haber anulado. Ninguno de ellos redactó los contenidos constitucionales; pero todos ellos han seguido custodiándolos e insuflándoles legitimidad.
Quizás la mejor constatación de que Aylwin tiene más autoría de la constitución vigente de la que se le reconoce habitualmente consiste en observar el rechazo de Jaime Guzmán a participar de las conversaciones sobre reformas constitucionales iniciadas tras el plebiscito de 1988.
Aylwin lo interpreta aseverando que Guzmán “no admitía ni dejaba lugar para ninguna transición consensuada. Para los disidentes y opositores no cabía sino el sometimiento o la rebelión” (Aylwin, 271). La reforma constitucional de 1989 no contó con la participación ni respaldo de Guzmán; con lo cual se podría decir que en ese momento Guzmán, en materias constitucionales, estuvo a la derecha de Pinochet, quien prefirió darle la mano a Aylwin y rechazar la postura de Guzmán.
Quizás ha llegado el momento de dejar de apuntar los dedos contra este último al momento de buscar la paternidad de la constitución vigente.
Fuente: Red Seca