por Consuelo Silva F.
El hambre en el mundo es uno de los fenómenos más aberrantes con que la humanidad inició la nueva década. Según las últimas estimaciones entregadas por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) hay casi 690 millones de personas en situación de hambre en 2019-2020.
Se confirma así una tendencia que venía manifestándose desde 2014.
La cantidad de afectados por inseguridad alimentaria grave , muestra una tendencia ascendente similar. En 2019, cerca de 750 millones de personas, o casi 1 de cada 10 personas en el mundo, se vieron expuestas a niveles graves de inseguridad alimentaria.
El hambre en el mundo
Este no es un problema nuevo. Desde su origen nuestra especie ha sufrido sucesivamente el hambre. Tal como lo señala el investigador inglés Ancel Keys en Biology of Human Starvation, publicado en 1950, donde hace un recuento de las 400 mayores hambrunas documentadas de la humanidad.
Pero este flagelo que se ha sucedido a lo largo de la historia no tiene las mismas causas ni las mismas formas de manifestarse. La diferencia entre las contemporáneas y las históricas está, en primer lugar, en el mayor o menor papel que ha jugado el hombre en el desencadenamiento de ellas.
Actualmente los modelos y políticas económicas, así como las guerras, pesan más que los desastres naturales o el decaimiento de la producción agrícola por el desgaste del suelo. Incluso, estos últimos fenómenos se explican hoy cada vez más por el comportamiento irresponsable de personas y empresas.
Otra notable diferencia, es que en la actualidad el acceso a la alimentación cotidiana está mediada por el dinero (mercado) y esta relación adquiere cada vez más importancia.
Una distinción adicional, es la universalización del hambre en el mundo actual, la que aparece asociada de manera directa con la pobreza de grandes sectores de la población mundial, ya sea rural o urbana. De esta manera el hambre ha terminado traspasando el horizonte de la sociedad global para poner en peligro a la especie misma .
La responsabilidad del hombre en esta dramática situación universal ha hecho no sólo cambiar su percepción sobre el hambre, sino que además ha colocado en primer plano diversas cuestiones éticas de importancia para la seguridad o inseguridad alimentaria.
Sin embargo, la mayor preocupación ética por el hambre no puede consistir en discursos éticos a-valorativos como si “nadie” fuera “autor” de este flagelo que abate a millones de seres humanos. El hambre no puede ser concebida por generación espontánea, como si no tuviese padres, ni causas mediatas, ni sujetos históricos.
ensar los problemas de la seguridad alimentaria desde la ética requiere necesariamente identificar a “nadie” y evaluar la eficiencia y la forma (liberalización de mercado) de cómo se ha enfrentado hasta ahora el hambre; todo ello desde la perspectiva de las víctimas, las personas en situación de hambre, que son el signo, en el dolor mismo de su corporalidad, de un acto negativo e injusto.
La persistencia del hambre significa que una parte importante de la humanidad se está quedando fuera de las posibilidades de una reproducción normal de la vida al sufrir alguna forma de subnutrición. Erróneamente como algunos han planteado, el hambre no es un problema económico (de simple propensión al consumo) como cree la gran mayoría de los economistas, sino un problema vital: no hay posibilidad de reproducir la vida.
Padecer hambre para hombres, mujeres y niños significa que muy difícilmente podrán desarrollar su potencial físico e intelectual; por el contrario, muchos de ellos pueden perecer por falta de acceso a alimentos. Según diversos estudios, el hambre tiene un efecto tóxico: «se observan mayores probabilidades de padecer enfermedades crónicas y asma entre niños y jóvenes que experimentaron múltiples episodios de hambre, en comparación con quienes nunca sufrieron de carencia de alimentos» .
El problema del hambre está directamente relacionada con la pobreza, pero no es un fenómeno exclusivo de los países menos desarrollados. Tampoco se puede decir que este flagelo se encuentra focalizado en ciertas zonas (rurales) al interior de los países. En realidad, la pobreza en nuestro continente ha crecido mucho más en las zonas urbanas que en las rurales durante los últimos años.
La pobreza y el hambre no se definen en términos de exclusión, sino más bien son resultado de una inserción precaria de las personas en la actividad económica, social y política. Los pobres en situación de hambre, privados de los beneficios del crecimiento de la producción de alimentos, sobreviven en situación de precariedad. El hambre es un fenómeno social y comprehensivo, no puede reducirse a la escasez de alimentos o a la insuficiencia de ingresos. Al no reconocer fronteras nacionales o regionales, el hambre se ha ido universalizando.
No obstante lo anterior, muchas teorías (Escuela de Chicago, gran parte de las teorías del desarrollo y algunos marxistas ortodoxos) buscan explicar el fenómeno del hambre y la pobreza a partir de una concepción dualista, como si ese fenómeno ocurriera sólo en el sector “atrasado”, “tradicional” o “pre-capitalista” que está “fuera” de la economía formal de una sociedad determinada. Por ejemplo, este es el planteamiento de la Escuela de Chicago que derivó en las conocidas teorías de la “marginalidad” y de la “informalidad”.
En consecuencia, la estrategia de los gobiernos actuales será llevar la modernización (libre mercado) a esos sectores atrasados (agricultura) a través de reformas estructurales. De esta manera el mercado formal y las relaciones de poder vigentes no están en cuestión, más bien se reafirman y legitiman con su expansión hacia el sector informal.
Esto resulta políticamente muy atrayente para los gobiernos y las instituciones internacionales/regionales. Pueden firmar todos los compromisos que sean necesarios para erradicar el hambre y la pobreza del mundo sin cuestionar nada.
Tales compromisos tampoco representan mayores dificultades para los gobiernos, ya que siguiendo la lógica neoliberal, la gran mayoría de ellos ha derivado al (libre) mercado la “responsabilidad” de reducir el hambre en el mundo. Por ser un agente externo que no debe entrometerse en la vida económica, privada, de los agentes económicos, el Estado debe restringirse a cumplir con una serie de funciones “públicas” específicas que no contemplan la implementación de políticas económicas deliberadas. De este modo, la seguridad alimentaria, vista como problema económico, se privatiza y se mercantiliza.
El flagelo en América Latina
Desde el inicio de la pandemia, se ha acentuado la preocupación respecto a los efectos que ésta podría provocar en la crisis alimentaria a nivel mundial y, especialmente, en América Latina y el Caribe.
Tras la publicación del informe “El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo 2020”, elaborado por la FAO, tales inquietudes se han transformado en un llamado enérgico a atender con urgencia el problema del hambre, debido a que todos los pronósticos realizados para el año están altamente superados y pasamos a una fase de profunda gravedad. No sólo las agencias de Naciones Unidas han estado debatiendo al respecto, sino que también algunos organismos multilaterales de la región.
Todo apunta a que habrá un aumento en la prevalencia de la subalimentación. América Latina y el Caribe no está ajena a esta problemática, ya que en 2019 se observó una prevalencia del 7,4%, que está por debajo del promedio mundial, pero que se traduce en casi 48 millones de personas subalimentadas. En los últimos años, la región ha experimentado un aumento del hambre y el número de personas subalimentadas se ha incrementado en 9 millones entre 2015-2019.
La propagación de la pandemia de COVID 19 supone una grave amenaza para la seguridad alimentaria, se ha estimado un aumento de 83 millones de personas en riesgo de hambre para 2020. Sin embargo, hace unos días atrás en el marco de un seminario , el representante para América Latina y el Caribe de FAO, volvió a alertarnos respecto a la gravedad de la situación en la región, señalando que estas estimaciones podrían estar obsoletas y que podrían verse ampliamente superadas con el desarrollo de la pandemia en lo que queda del año.
En cuanto a la distribución del número de personas que padecen inseguridad alimentaria (grave o moderada), 205 millones de afectados se encuentran en Latinoamerica y el Caribe. Es importante enfatizar que la prevalencia de la inseguridad alimentaria (grave) es más elevada en las mujeres que en los hombres. La brecha de género en el acceso a los alimentos aumentó de 2018 a 2019, especialmente en el nivel moderado o grave (FAO, 2020: 16).
Hay algunas zonas de la región donde se concentra con mayor profundidad el problema del hambre, el Caribe y Mesoamérica son las más afectadas. La primera, con una fuerte dependencia de importaciones de alimentos desde Estados Unidos y de la Unión Europea. América del Sur, resulta menos afectada.
Otro aspecto relevante de la mercantilización de los alimentos es el del costo de la dieta, el que se incrementa gradualmente a medida que mejora su calidad.
“Este patrón se mantiene en todas las regiones y grupos de países por nivel de ingresos. El costo de una dieta saludable es un 60% más elevado que el costo de una dieta adecuada en cuanto a nutrientes y casi cinco veces mayor que el costo de una dieta suficiente en cuanto a energía” (FAO: 2020, 30).
Cabe mencionar que América Latina y el Caribe es el continente donde el acceso mercantil a la alimentación se sitúa entre las más costosas del mundo. No sólo la dieta saludable está por encima del promedio mundial, sino que también la dieta suficiente en cuanto a energía y la dieta adecuada en cuanto a nutrientes.
Esta es una gran contradicción, debido a que la región no enfrenta escasez de alimentos, sino que al contrario hay abundancia de ellos. De hecho, la mayoría de los países realizan importantes exportaciones de commodities a los mercados internacionales.
Sin embargo, el impulso de estas políticas exportadoras ha provocado un aumento constante en el precio de los alimentos, en los mercados internos muy por encima del índice de precios al consumidor. Lamentablemente, en la región no existe un desarrollo importante de la industria de procesamiento de alimentos, por lo que muchos de ellos son importados a precios muy elevados.
Algunos analistas señalan que los efectos de la crisis de COVID 19 ya son visibles en los sistemas alimentarios regionales, explicados fundamentalmente por el fuerte incremento en el desempleo y la caída en los ingresos de los trabajadores, como por el aumento de los precios internos de los alimentos.
No obstante, que una parte de este argumento es cierto, cabe preguntarse ¿qué explica la ausencia de mecanismos regionales que garanticen la provisión de alimentos a la población? ¿La persistencia del flagelo del hambre es una muestra fehaciente de que el mercado es incapaz de resolver este problema? ¿Existe una renuncia al desarrollo de políticas de seguridad alimentaria de carácter nacional?
La liberalización del mercado es el problema, no la solución
La persistencia del hambre en el mundo supone graves responsabilidades éticas en cuanto a la capacidad de los actuales gobiernos e instituciones multilaterales para ordenar y orientar el desarrollo de los países en forma consecuente con los planteamientos básicos de la seguridad alimentaria.
Por cierto, no hay un solo camino para ello, tal como lo demuestra la historia latinoamericana en las últimas décadas. En efecto, en la región se han experimentado enfoques que van desde aquellos que planteaban como objetivo la “autosuficiencia alimentaria” (producción interna) en las décadas de los años sesenta y setenta hasta los que proponen la “seguridad en la oferta alimentaria” (producción interna + importaciones) como objetivo fundamental.
Este último esquema, predominante en la actualidad, promueve por lo general tanto la retirada del Estado de la economía (tamaño mínimo del Estado) como el funcionamiento libre del mercado como asignador eficiente de las cuotas de acceso a los alimentos, no sólo en el sector formal sino que también, y sobre todo, en el llamado sector atrasado (agricultura).
Ello, a su vez, supone una propagación de las relaciones de mercado (oferta y demanda) a este sector, con la particularidad de que la mayor oferta iría creando su propia demanda. Esto es, la “Ley de Say” aplicada a la agricultura y la alimentación. Al anteponer la eficiencia del mercado se supone que la equidad vendrá automáticamente en un segundo momento. La expresión ideológica de este enfoque es el neoliberalismo.
Desde mediados de los años ochenta la mayoría de los gobiernos de la región comenzaron a poner en práctica dicho enfoque, lo que implicó un fuerte proceso de reformas estructurales y de apertura unilateral, incondicional y muy rápida de la agricultura y de la economía en general.
El Acuerdo sobre Agricultura de la Organización Mundial del Comercio (OMC), no hizo más que profundizar dicho proceso. Asimismo, este proceso de liberalización ha estado acompañado por cambios drásticos en los hábitos y patrones de consumo alimentario en la región en las últimas tres décadas.
En la versión más extrema del neoliberalismo criollo, la seguridad alimentaria no existe como política pública, sólo en ciertos casos se admite la posibilidad de una intervención estatal mínima. De todas maneras siempre se ha creído que como resultado del crecimiento de las economías, los recursos excedentes llegarán a los pobres y a las personas en situación de hambre, disminuyendo así su número. Esta lógica del “derrame”, o “goteo”, crea una dicotomía entre la política económica (monetaria) y la política social (seguridad alimentaria), donde ésta se subordina a la primera.
En este enfoque no se cuestiona el “adentro”, el modelo económico, ni se explica por qué las personas pobres y desnutridas no están integradas. Tan sólo se espera que en el largo plazo la expansión económica realice de manera “natural” la integración de los marginados y haga innecesaria la política de apoyo a esas personas.
En esa misma dirección, muchos gobiernos subscriben numerosos acuerdos –avalados por instituciones regionales y multilaterales– con la finalidad de incrementar las transacciones (exportaciones e importaciones) de alimentos. Sin embargo, estos acuerdos han reforzado la estructura primario exportadora de alimentos de nuestras economías, privilegiando los commodities, fracasando así en su pretendido aporte a la seguridad alimentaria.
Es la propia FAO, la que advierte que “se podrían generar consecuencias negativas para los países que son exportadores netos, cuando se presenta un incremento de los precios internacionales ya que, parte de la oferta nacional se destinará para las exportaciones” (FAO, 2016: 1).
Un paso importante para avanzar en el combate del hambre en la región, sería lograr la implementación de políticas de seguridad alimentaria, que hagan un uso adecuado de las materias primas, conduciendo a que aumenten los niveles de producción de alimentos, con el fin de suplir la demanda interna de cada país y garantizar la seguridad alimentaria desde el enfoque de disponibilidad.
Nuestra región se ha convertido en el epicentro de la crisis sanitaria, la cual tiene efectos profundos sobre el empleo, los ingresos de las personas, la pobreza y, en definitiva, en el acceso a los alimentos. Se hace necesario recurrir a esfuerzos conjuntos que impidan la instalación de una crisis alimentaria de proporciones insospechadas en latinoamerica. Por lo anterior, cabe plantearse la pertinencia de la acción coordinada permanente de los Estados para garantizar la provisión de alimentos a la población y evitar el avance del hambre.
Sin dudas, el continente tiene una gran capacidad de abastecimiento de alimentos a diferentes niveles de producción y se caracteriza por diferencias y complementariedades entre sus países. Esto abre posibilidades para incrementar el comercio agroalimentario intrarregional en función de la seguridad alimentaria, a través de medidas que faciliten a sus países la disponibilidad y el acceso a los alimentos.
También se haría necesario contar con mecanismos de comercio y cooperación novedosos para que la pequeña producción agrícola (familiar) y los sectores más vulnerables se beneficien efectivamente del aumento del comercio y la integración regional. Por tanto, hoy más que nunca se requiere el fortalecimiento de proyectos de integración regional sólidos, democráticos e integrales que permitan avanzar en la seguridad alimentaria de nuestros países.
Todas estas políticas deberían tener como finalidad garantizar a toda la población el derecho a la alimentación a través de la suficiencia, accesibilidad y calidad de los alimentos. En suma, los acuerdos regionales de integración deberían colocar en el centro esta seguridad alimentaria, hoy más necesaria y urgente que nunca.
Referencias bibliograficas
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