por Roberto Pizarro (*).
El destacado economista Aníbal Pinto, en su famoso libro, «Chile, un caso de desarrollo frustrado[1]», destaca que en el periodo 1830-1930 el país logró un crecimiento económico sin precedentes, que lo colocaron a la cabeza de América latina y que «… nada tenía que envidiar al de los emergentes Estados Unidos o al de muchas naciones europeas del norte y del viejo continente».
Ese exitoso crecimiento, con economía abierta, gracias a las exportaciones agrícolas y sobre todo al salitre, tuvo «una pata coja»: le faltó una política industrial. El progreso técnico en los enclaves exportadores no se difundió al conjunto de la economía. Y, sin diversificación de la estructura productiva y de las exportaciones se frustró el desarrollo.
El vigoroso crecimiento y la apertura al mundo no ha abierto camino al desarrollo de Chile. Lo señalaba Aníbal Pinto hace décadas atrás. En la matriz productiva y exportadora de recursos naturales radica la limitación al desarrollo y es además la base material de las desigualdades. Ya es inocultable. Chile nuevamente ha visto frustrado su desarrollo.
Posteriormente, con la gran depresión mundial del siglo pasado, Chile se vio obligado a impulsar la industrialización; sin embargo, este nuevo camino fue más bien consecuencia de «la presión de los hechos» antes que el resultado de una política deliberada.
Así las cosas, la industrialización no se vio complementada con una diversificación de las exportaciones. Subsistió así la heterogeneidad de la economía, con un sector exportador avanzado tecnológicamente y una actividad manufacturera de baja productividad.
Esa historia nos acerca al presente. Desde la dictadura militar, y luego con el retorno a la democracia, la apertura radical al mundo ha sido el componente más importante de la estrategia de crecimiento de Chile.
La apertura económica ha sido posible gracias a la decisión unilateral de las autoridades de reducir las restricciones al comercio, otorgar el mismo trato al capital extranjero que al nacional y facilitar los flujos del capital financiero. Pero, sobre todo a partir del retorno a la democracia, desde 1990 en adelante, la globalización de la economía ha tenido en las negociaciones bilaterales su soporte más importante: 28 acuerdos comerciales, con 64 países, que abarcan el 64% de la población mundial, y que representan el 86 % del PIB global.
La historia se repite
Pero al igual que en el pasado descrito por Aníbal Pinto, la exitosa apertura de la economía no ha estado acompañada de una diversificación de su estructura productiva ni de las exportaciones. En efecto, de cada US$100 que el país vende al mercado global, US$90 son materias primas en bruto o con escasa transformación, provenientes de los sectores mineros, forestal, pesca y agricultura.
La frágil matriz productiva está afectando negativamente la economía. El PIB potencial se ha reducido, la productividad cae desde hace más de una década y la competitividad internacional también ha disminuido. A esta realidad estructural se agrega recientemente el impacto de la guerra comercial entre Estados Unidos y China.
Al igual que en la época del auge salitrero, el crecimiento económico y los recursos generados por el sector externo no se han aprovechado en diversificar la estructura productiva. Y, hoy día, cuando el mundo está girando hacia el proteccionismo, se pone en evidencia la fragilidad que significa vivir de la naturaleza, de los recursos naturales.
Ya en el año 2008, el destacado economista Michael Porter, decía a economistas y políticos chilenos: «Estoy preocupado por Chile. Cada vez que vengo hay más tratados de libre comercio, pero no hay nada nuevo que vender» (CIPER).
En ese cuadro, la guerra comercial que impone Estados Unidos a China acentúa nuestro drama, ya que el 35% de nuestras exportaciones se dirigen a este país. Y la caída del precio del cobre y de otras materias primas de exportación han elevado el precio del dólar, reduciendo nuestra la capacidad adquisitiva.
Aunque el nuevo escenario económico internacional está complicando a Chile, es preciso insistir que la diminución del crecimiento no es coyuntural, sino tiene un carácter secular. En efecto, mientras el crecimiento fue 7,4% entre 1990-1997, en el periodo 1999-2007 fue 4,4% y ahora, en 2014-2018 solo de 2,2%.
Los recursos naturales, que produce y exporta Chile, se están convirtiendo en un cuello de botella. Aunque son un negocio de altas ganancias para una minoría de grandes empresarios, estrechan la frontera productiva de la economía y su beneficio no se difunde al resto de la sociedad.
La exportación de recursos naturales es frágil frente a los cambios en la demanda internacional. Y, lo que es peor, priva a la economía de la posibilidad de generar encadenamientos que potencien el desarrollo de nuevas capacidades productivas en el plano interno. Tampoco ayuda a la creación de empleo y, cuando lo hace, ese empleo se caracteriza por su precariedad.
Mientras se sobreexplotan las riquezas no renovables, y sus beneficios se concentran en una minoría empresarial que los produce y exporta, el medio ambiente se ha visto crecientemente afectado.
El agua es hoy un recurso dramáticamente escaso, especialmente en las zonas mineras, dónde es utilizada abundantemente para las faenas productivas.
La sobrepesca industrial ha provocado el colapso de los principales recursos marinos.
El arrasamiento del bosque nativo ha estado acompañado de un aumento en las plantaciones forestales exóticas, especialmente pino y eucalipto.
El camino del desarrollo
Así las cosas, entre 1970 y hoy día el sector manufacturero pasó de representar un 25% del PIB, al 10%. Y, en años recientes, la economía ha perdido competitividad con una productividad estancada. El presidente Piñera cree que esto puede mejorar con sus proyectos de bajar impuestos y llevar a cabo una reforma de trabajo flexible, que permita al patrón negociar individualmente con el trabajador la jornada de laboral. Se equivoca.
La matriz productiva existente es la que impide mejorar la productividad y la competitividad internacional. Agregar valor a los recursos naturales, procesar bienes o generar servicios avanzados es más complejo, exige una creciente innovación e incorporación de nuevas tecnologías.
Además, requiere una fuerza de trabajo más calificada y por tanto la elevación de su calidad para el conjunto de la sociedad.
Con la estructura productiva actual al sector privado no le interesa invertir en ciencia y tecnología. Y, el Estado, tampoco lo hace. Evidencia de ello es un presupuesto público que destina apenas de un 0,40% del PIB para la ciencia y tecnología, mientras en la OCDE es de 2,5%.
Por otra parte, el Estado no se siente obligado a enfrentar las desigualdades en la calidad en la educación, porque no resulta indispensable para el modelo productivo existente. De allí que los salarios sean muy bajos en Chile.
Y, por cierto, para transformar la matriz productiva se requiere enfrentar la heterogeneidad económica entre empresas grandes y pequeñas para lo cual no existen políticas públicas como tampoco para reducir las desigualdades entre los distintos territorios del país.
En suma, para potenciar la economía a mediano y largo plazo e ingresar al desarrollo es insoslayable caminar más allá de la producción de recursos naturales. Lo dice, el destacado economista coreano de Cambridge, Ha Joon Chang:
“La esencia del desarrollo económico es impulsar industrias no vinculadas con recursos naturales. ¿Por qué Japón produce autos, Finlandia teléfonos celulares o Corea acero? Porque las ventajas se crean”[2].
El actual Ministro de Hacienda, Felipe Larraín, en un estudio del año 2000, junto a los economistas Sachs y Warner, confirma esta tesis:
“Chile no se ha integrado a la economía mundial como un innovador independiente o como generador de tecnologías de vanguardia, sino como un proveedor de unos pocos recursos naturales. Y……estos sectores son insuficientes para impulsar a Chile hacia una etapa de elevado crecimiento del ingreso. Chile tendrá que diversificar su base exportadora o es altamente probable que experimente una caída en su crecimiento.”[3]
A pesar de estos señalamientos no ha sido posible introducir cambios sustantivos en la economía chilena. Los anuncios de mediados de los noventa para avanzar una segunda fase exportadora o, a finales del gobierno Bachelet, de agregar valor a los productos, mediante una estrategia de clusters, no se han materializado.
Han sido retórica, se han quedado en las palabras.
¿Por qué no hay transformación productiva? Porque consciente o inconscientemente, la clase política y sus economistas están convencidos que el mercado no puede ser intervenido: es el supremo hacedor. Y, quizás más importante, sobre todo en años reciente, ha sido la subordinación de los políticos al gran empresariado; a cambio de dinero para campañas políticas impone leyes y decretos a su favor, que aseguran la permanencia de sus negocios; es decir ha obligado a que se garanticen sus negocios rentistas.
Así las cosas, el vigoroso crecimiento y la apertura al mundo no ha abierto camino al desarrollo de Chile. Lo señalaba Aníbal Pinto hace décadas atrás.
En la matriz productiva y exportadora de recursos naturales radica la limitación al desarrollo y es además la base material de las desigualdades. Ya es inocultable. Chile nuevamente ha visto frustrado su desarrollo.
(*) Economista de la Universidad de Chile, con estudios de posgrado en la Universidad de Sussex (Reino Unido). Investigador Grupo Nueva Economia, fue decano de la Facultad de Economía de la Universidad de Chile, ministro de Planificación y rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (Chile). 06 de Septiembre de 2019
Fuente: Politika
Notas:
[1] Aníbal Pinto, Chile, Un caso de Desarrollo Frustrado, Editorial Universidad de Santiago, 1996.
[2] Ha-Joon Chang, entrevista en Página 12, 20 noviembre 2010.
[3] Larraín, Sachs y Warner, A Structural Analysis of Chile’s Long Term Growth: History, Prospects and Policy Implications, paper, 2000. Universidad de Harvard.