Las banderas mapuche en las protestas chilenas dan cuenta de nuevas maneras de pensar lo subalterno que ponen en cuestión formas racionalizadas del poder heredadas de la época colonial y republicana.
Al mismo tiempo, en los últimos años los mapuche volvieron a ser ubicados en el lugar de «enemigo interno» tanto en Chile como en Argentina, en medio de procesos de lucha por la tierra y una división entre «buenos» y «malos» mapuche.
Primer acto, Chile
Escena 1
18 de octubre de 2019: se inicia la revuelta popular más importante de las últimas décadas. El «estallido social», como será conocido por los medios, llevará como consigna generalizada «Chile despertó». Las pancartas, grafitis y cánticos de la protesta señalan que el letargo en que se encontraba el país era producto del miedo, de los abusos y desigualdades con que una elite «blanca», de prosapia históricamente dominante, mantuvo sus privilegios por sobre un pueblo mestizo empobrecido.
Se abrieron paso entonces, entre una multitud abigarrada, cientos de banderas mapuche (wenufoye) que flameaban sobre las cabezas del pueblo chileno en señal de alzamiento y expresión del poder constituyente. Las estatuas coloniales eran decapitadas y sus cabezas, colgadas en los brazos de los héroes históricos del pueblo mapuche.
Esta identificación del levantamiento popular con el mestizaje quedó simbolizada, tanto lúdica como épicamente, en la figura de un perro quiltro callejero conocido desde las protestas estudiantiles como el Negro Matapacos.
«Quiltro» es una palabra de procedencia indígena que designa el bajo linaje de los perros mestizos; y «matapacos» viene a ser la versión insurrecta del matamoros, o el «mataindios», pero contra la fuerza represora del Estado.
Esta lectura y apropiación espontánea que hizo el pueblo movilizado en torno de símbolos de ascendencia embarullada parece haber cohesionado las percepciones colectivas en un ambiente de esperanza y transformación para derrocar a la casta político-empresarial.
Una alianza popular, mestizo-indígena, se solidarizaba desde un dolor arraigado en la memoria histórica y la impotencia por las recientes víctimas a manos del Estado; una alianza que sigue siendo brutalmente reprimida por el régimen autoritario de Sebastián Piñera para neutralizar su potencia constituyente1.
Escena 2
7 de enero de 2021: «¡Te moví y te mato conchetumare!», grita un policía mientras reduce en el suelo y apunta con su arma de servicio a niñas mapuche de entre 11 y 17 años. El contexto: un allanamiento de proporciones desmesuradas en la comunidad mapuche autónoma de Temucuicui, ejecutado por la policía civil de investigaciones a la hora exacta en que se dictaba sentencia por el asesinato del joven mapuche Camilo Catrillanca, que movilizó a buena parte del país en 2018 por la crudeza con que fue abatido y el espectacular montaje que sirvió de escenario para su muerte.
Una niña de 11 años fue arrestada con violencia. Era la hija de Camilo, que venía –junto con su madre– de escuchar la sentencia contra el asesino de su padre, en la cual primó una vez más la impunidad de todos los responsables, a excepción del obediente esbirro que jaló el gatillo.
La crueldad con que fueron tratadas las menores de edad, las mujeres y demás integrantes de la comunidad es parte de una práctica sistemática que el Estado de Chile ha implementado contra el pueblo mapuche, especialmente a partir de la década de 1990, cuando cientos de niños, mujeres y ancianos han sido agredidos a golpes y balines de goma, torturados, perseguidos o vulnerados en sus derechos, so pretexto de combatir el terrorismo y el narcotráfico.
Segundo acto, Argentina
Escena 1
26 de noviembre de 2017: «Multitudinaria movilización por la muerte de Rafael Nahuel» titula un diario digital local. Así se refiere a las personas que marcharon hasta el centro cívico de San Carlos de Bariloche, para reclamar justicia por el asesinato de este joven mapuche de 22 años perpetrado el día anterior por el grupo Albatros de la Prefectura Naval Argentina, durante el primer intento de desalojo del Lof Relmu Lafken Winkul Mapu, a poco más de 30 kilómetros de la localidad por la ruta 40 al sur2.
El reclamo por Rafael Nahuel se suma y replica en distintas marchas masivas que, en las principales ciudades del país, se venían realizando desde agosto de ese mismo año, para reclamar la «aparición con vida» de Santiago Maldonado, un joven que estuvo desaparecido hasta aparecer muerto recién dos meses después de la represión, a cargo de la Gendarmería, del corte de ruta en que participaba, realizado por integrantes de Pu Lof en Resistencia del departamento de Cushamen, en el noroeste de Chubut.Ambos sucesos hacen que organismos de derechos humanos, sindicatos, universidades, partidos de izquierda y figuras destacadas del arco opositor converjan para denunciar la creciente represión a la protesta social y a los reclamos de los pueblos originarios.
La masividad de algunas de esas demostraciones instala las reivindicaciones indígenas en el corazón de reclamos de «Memoria, Verdad y Justicia» que resuenan en buena parte de la sociedad argentina como forma de repudiar el terrorismo de Estado de los años 70 y los actos de violencia institucional que, aun en democracia, involucran a las fuerzas de seguridad.
Escena 2
29 de agosto de 2020: «Nos juntamos unas 300 personas con palos piedras & algun arma de ‘juguete’ y los sacamos como se debe. «ya basta de esto hdp» (sic); «Prendan fuego o vallan armados hasta cuando estos delincuentes van a mandar» (sic); «Plomo señores basta de apañar a los delincuentes!!! Y si la mama y parientes piden justicia despues, plomo tambien!!!!!» (sic); «Metanle balas y listo y despues presos y los que no son argentinos a su pais» (sic).
Con intercambios de este tipo, se organizaba a fines de agosto de 2020 el llamado «banderazo patriótico en defensa de nuestros vecinos de Mascardi», que intentó llegar hasta la recuperación del Lof Relmu Lafken Winkul Mapu.
El propósito hecho público por la caravana de autos era entregar un petitorio para exigir, entre otras cosas, «la intervención de las fuerzas federales de seguridad para el desalojo de los intrusos y la posterior custodia efectiva del territorio de dominio público y privado».
No formaba parte del pedido, sin embargo, el esclarecimiento del asesinato del joven Nahuel, a pesar de que, al día de hoy, con tres pericias balísticas contradictorias entre sí, no se ha podido establecer aún quién fue el responsable material de su muerte.
En todo caso, fuerzas de la policía provincial y del Cuerpo de Operaciones Especiales y Rescate (coer) detienen la columna de vehículos que era parte del «banderazo patriótico» muy cerca del ingreso a la recuperación, porque el día anterior el Ministerio de Seguridad de la Nación solicitó a la fiscal federal local que investigara si los convocantes habían incurrido en «instigación a cometer delitos», «apología del crimen» y «asociación ilícita».
En días posteriores, las autoridades de la provincia y la nación declaran públicamente la importancia de resolver el conflicto implementando una nueva «mesa de diálogo» a la que nunca han sido aún invitados los integrantes del Lof.
Apertura
Entre algunos sectores, el llamado «problema mapuche» –identificado como tal durante los procesos de conformación del Estado-nación moderno–, en referencia al Wallmapu (territorio mapuche), parece haberse reinstalado con inusitada fuerza, aunque con superficies de emergencia mucho más ambiguas, contradictorias y disputadas.
Hoy, expresiones populares y masivas de identificación con lo subalterno que cuestionan procesos de racialización que nos constituyen aparecen de manera esporádica y fluctuante. A la par, opera una sostenida impunidad entre los altos mandos policiales, judiciales y gubernamentales para encarar delitos cometidos por la fuerza pública en contextos de reivindicación territorial mapuche. Es que los tiempos han cambiado.
Si bien históricamente las racializaciones abiertas han servido para justificar la construcción de lugares y sujetos potencialmente peligrosos, el sentido común hegemónico sobre lo políticamente correcto censura las actitudes y expresiones públicas explícitamente racistas.
De todos modos, las racializaciones irrumpen de modos más o menos subrepticios e innovadores para volver a justificar nuevos peligros3.
Pareciera entonces que lo que está cambiando son tanto las maneras de identificar peligros como las de racializar. En un contexto donde la pertenencia mapuche se afirma trascendiendo las fronteras estatales, ¿cómo dar cuenta de los escenarios tan disímiles que la involucran en ambos países y dentro de cada uno de ellos?
Ante expresiones tan antagónicas, ¿cuáles son los límites y posibilidades de la resistencia y la descolonización cultural, en directa confrontación con las técnicas políticas de racialización del poder instituido?
Los procesos de construcción de la nación-como-Estado-moderno han mayoritariamente apuntado a definir y homogeneizar un todo que, a la par de establecer formas apropiadas de pertenencia a ese conjunto, establece subordinados tolerables y busca excluir a quienes considera intolerables4.
Lo hace mediante la puesta en acto de un conjunto de «prácticas divisorias» que entraman condiciones de existencia diferenciales para sujetos y colectivos según se intersecten clivajes de clase, región, género, edad, así como fronteras etnicizadas o racializadas5.
Así, la racialización implica procesos ficcionales de producción de cuerpos y conductas propicias para su inscripción coercitiva en un determinado ordenamiento social. Estos procesos van jerarquizando a determinados grupos de personas o ciertos modos de vida y denostando otros, mediante la resignificación de tipos fisonómicos supuestamente articulados a patrones de recurrencia en comportamientos y expresiones culturales normalizadas, que se toman como estándar implícito de juzgamiento hacia las pertenencias inferiorizadas y, a menudo, tipificadas como vehículo de algún peligro potencial.
La particularidad de este tipo de prácticas divisorias no pasa simplemente por remitir a marcaciones imborrables de nacimiento, sino porque tienden a crear condiciones de negación absoluta o de tolerabilidad.
En este ensayo, nos interesa argumentar tres cosas. Primero, que los procesos históricos de construcción de nación-como-Estado en las posdictaduras en Chile y Argentina han legitimado socialmente diferentes maneras de encuadrar y conjurar los peligros a que está expuesto el modelo de «desarrollo». Segundo, que ambos países vienen identificando un peligro en común vinculado con las prácticas de resistencia al modelo extractivista, lo que explica y justifica emprendimientos comunes de contención y criminalización como la fallida «Operación Andes»6, organizada entre ambos gobiernos contra delitos genéricos como el tráfico de armas y el narcotráfico, o acciones de índole «terrorista», dentro de lo cual queda hoy incluido el «problema mapuche».
Por último, que el racismo estructural se actualiza mediante políticas estatales de reconocimiento que sancionan el derecho a la autoidentificación indígena como vía de reivindicar pertenencias, y por prácticas de racialización que resignifican la tipificación del «enemigo interno».Desplegamos estos argumentos en dos acápites de acotaciones.
En el primero, resumimos comparativamente cómo el «problema mapuche» ha sido históricamente racializado de modos diferenciales desde los procesos específicos de construcción de nación-como-Estado en Argentina y Chile. Sintetizamos a continuación los modos en que las políticas estatales de reconocimiento implementadas por ambos países en las últimas décadas han desplazado formas históricas de racializar sin dejar a la vez de reinscribirlas.
En el segundo acápite, intentamos visibilizar las formas contemporáneas de racialización que adscriben a una racionalidad etnogubernamental. Nos interesa mostrar cómo el racismo estructural se expresa hoy en las maneras de definir y buscar «resolver el problema mapuche» desde una grilla de inteligibilidad desarrollista, así como identificar tensiones entre el poder constituido y un poder constituyente que hace que sectores vulnerables y oposicionales asuman parcialmente como propio un régimen de verdad racializador, que ordena jerárquicamente lo social, para cuestionarlo y resignificarlo.
Acotación 1: procesos de racialización y construcción de la nación-como-Estado
En países como Chile y Argentina, los procesos de formación de los Estados-nación muestran fuertes improntas de las estrategias que la elite hispanoamericana utilizó para dar continuidad al ordenamiento y jerarquización de las relaciones sociales y privilegios heredados de la Colonia.
La matriz blanca-europea sobre la que se inscribieron los procesos independentistas sirvió de base también para la creación de instituciones y mecanismos jurídicos que regularon la interacción entre las castas gobernantes y subalternas, así como el emplazamiento de cada una de ellas mediante políticas de inclusión/exclusión7.
En líneas generales, la construcción de una nación criolla quedó enmarcada en extensos debates intelectuales y «científicos» en torno de la inferioridad del continente americano y la naturaleza de sus habitantes.
Así, cargos públicos y lugares de privilegio o liderazgo debían ser ocupados por la «gente decente», descendientes de familias patricias que se diferenciaban de la «chusma» mediante un examen de comprobación de la calidad de su linaje. Por décadas, la alcurnia y los estatutos de limpieza de sangre funcionaron como una efectiva tecnología política de contención frente a la eventualidad de que la muchedumbre aspirase al poder8.
Los «huasos» y los «rotos» en Chile, así como los «gauchos» y las «montoneras» en Argentina, encarnaron el componente mestizo y nómade, alejado de los radios urbanos, que finalmente pasaría a formar la clase mayoritaria y trabajadora en ambos países, pero con diferencias importantes resultantes de la ingeniería genética emprendida por cada Estado9.
Comparativamente, la nación chilena –durante las últimas décadas– ha invertido la imagen negativa que se tuvo siempre del «roto»10, y a pesar de ser una sociedad solapadamente racista, se evidencia una aceptación más abierta de sí misma como nacida de un mestizaje, e incluso se favorece la reivindicación de «lo indígena» como una expresión épica en la producción popular de nuevas «ficciones orientadoras» en la identidad nacional.
Por el contrario, Argentina persevera tempranamente en una política migratoria expansiva para concretar su ideario de convertirse en una nación blanca y europea, «venida de los barcos», «sin negros y con pocos indios»11.Más allá de estas diferencias, las elites de ambos países siempre vieron las tierras del sur como baldías e infértiles, habitadas por unos indios salvajes a los que les cabría un rol absolutamente marginal en el mito fundacional y contractual de la «república moderna».
El proyecto civilizatorio de estas comunidades imaginadas por las elites dominantes vio la necesidad de sedimentar en la conformación de un Estado soberano con delimitación territorial, poblacional, cuerpos legales y un robusto aparato burocrático y militar; elementos necesarios para articular la economía local con el circuito capitalista mundial y, desde luego, ejercer un control interno sobre la población, mediante un gobierno centralista y fuertemente unitario en Chile, y superficialmente federal en Argentina.
La «Pacificación de la Araucanía» en el primer país y la «Conquista del Desierto» en el segundo serían operadores claves de esos proyectos. Esto es, aun desde sus propios intereses –algunos comunes y otros contrapuestos por conflictos limítrofes–, ambos emprendimientos se confabularon en un ambicioso y coordinado plan de ocupación militar y «exterminio de los bárbaros»12, que resultó en los más crueles y sanguinarios actos de colonización experimentados por el pueblo mapuche desde los primeros años de la Conquista13.
En ambos casos, todos los tratados y parlamentos celebrados en la Colonia, o incluso durante la primera mitad del siglo xix, entre el Estado (chileno o argentino) y el pueblo mapuche, fueron completamente cercenados de la memoria y el relato nacional. No obstante, aun con semejanzas importantes, ambas apropiaciones estatales de las «tierras de indios» sureñas conducirán a la conformación de estructuras agrarias diferentes, si bien ambas orientadas a fomentar un modelo de crecimiento basado en la extracción y exportación de materias primas (mayoritariamente plata y cobre en un caso, y productos agropecuarios en el otro).
Brevemente, el Estado chileno comenzó un proceso de «radicación» indígena que redujo las tierras ancestrales de cinco millones de hectáreas a 500.000 hectáreas, otorgando casi 3.000 «títulos de merced» a los lonkos y comunidades relocalizadas, desgajadas y empobrecidas14.
Las tierras usurpadas fueron destinadas a la promoción de una inmigración europea comparativamente acotada, y a la consecuente «civilización» y progreso que esto traería para una población expuesta a la barbarie, mediante una estructura de haciendas y fundos anclada en una matriz de clasificación racial sobre la que se fueron inscribiendo los sentimientos patrióticos de pertenencia y de clase, que no parecieran haber sido sustancialmente transformados por los distintos procesos de reforma agraria.
El Estado argentino legitimó en cambio sus políticas erráticas y disímiles de radicación de algunos contingentes e invisibilización de otros en la idea de que solo quedaban «restos de tribus» dispersas que, con el tiempo y evangelización mediante, desaparecerían como tales15.
Esto le permitió abrir amplias extensiones de pampa y Patagonia a la conformación de latifundios que dispondrían de mano de obra indígena a ser empleada estacionalmente como «peones rurales». El mecanismo de la prenda agraria contribuyó a disminuir sensiblemente las tierras de ciertas «comunidades» reconocidas o no como tales, lo que contribuyó a crear para ellas un escenario de constantes relocalizaciones, desalojos y apropiaciones hasta bien entrado el siglo xx, sin que nunca una reforma agraria fuese un proyecto gubernamental seriamente discutido para adecuar esas vastas extensiones privatizadas a las transformaciones requeridas para encontrar otras formas de inserción en el mercado capitalista mundial.
En todo caso, es posible que la dispar densidad demográfica mapuche respecto del conjunto nacional –mucho más alta en Chile que en Argentina–, así como las diferencias en las respectivas ideologías de construcción nacional, haya abonado la adopción de estrategias dispares para su chilenización y argentinización, y haya otorgado muy dispar visibilidad y entidad al llamado «problema mapuche» en uno y otro país.
En ambos casos, el despojo y el confinamiento territorial de las tierras comunales reconocidas, junto con los procesos nacionales de industrialización y urbanización, condujeron a procesos migratorios sostenidos en el tiempo que han hecho que, al día de hoy, tanto en Chile como en Argentina, los mapuche autoidentificados como tales en espacios urbanos sean más que los que viven en ámbitos rurales.
No obstante, en Argentina, esos migrantes tendieron a quedar invisibilizados en la categoría de «cabecitas negras», rótulo utilizado para enclasar la «raza» y racializar la clase, de modo de transformar a esa parte de los sectores populares cuyas posibilidades de movilidad social se desechan en subordinados más o menos tolerables16.
Como resultado, hasta fines del siglo xx no se reconoce ninguna necesidad de implementar políticas diferenciadas de inclusión que diesen cuenta de los efectos de una «diferencia colonial», y esta ha seguido operando como matriz de saber/poder para regular las prácticas adecuadas para gobernar, distinguir y tipificar a la población indígena conforme a patrones de comportamiento indiciarios de su alteridad y, eventualmente, de su potencial transformabilidad o peligrosidad.
Por el contrario, en Chile, la visibilización de pertenencias mapuche urbanas quedó tempranamente instalada, no solo por la conformación de variadas organizaciones mapuche, o por la incorporación de personas autoidentificadas como tales a partidos políticos, sindicatos y órganos estatales de representación, sino también por una inserción en ámbitos educativos y laborales que derivó en el surgimiento de un amplio sector profesionalizado, una influyente intelectualidad, nutridos agrupamientos de estudiantes universitarios y, con el tiempo, un empresariado mapuche17, colectivos inexistentes como tales en Argentina.
Acotación 2: reinscripción desarrollista y formas contemporáneas de racialización
En consonancia con lo ocurrido en otros países de América Latina, la historia de los últimos 40 años, tanto en Chile como en Argentina, está marcada por una serie de estructuraciones y ajustes en los marcos jurídicos y las políticas públicas dirigidas a la población indígena, que van de la mano con los procesos de germinación y adaptación a las coordenadas neoliberales en América Latina y el mundo.
Algunos autores se han referido a este proceso como «multiculturalismo neoliberal»18, para significar con ello la apertura, inclusión y participación controlada de la diferencia cultural en los espacios democráticos.
Si bien es cierto que este proceso ha significado un gran avance respecto a las demandas históricas de reconocimiento y acceso a determinados derechos culturales, se advierte en paralelo el surgimiento de una mediación burocrática que interviene de manera restrictiva en el ejercicio autónomo de las colectividades19.A la par, si bien en América Latina la autoidentificación indígena ha sido el criterio preponderante para definir pertenencias20, van surgiendo y actualizándose distintas versiones del «indio permitido»21 que establecen la vara para diferenciar los considerados «reclamos justos» de aquellos considerados sospechosos y peligrosos por estar basados en una «politización intolerable»22.
Por los efectos de la consolidación de una gubernamentalidad neoliberal23, la década de 1990 fue determinante en ambos países para la emergencia de un conjunto de nuevas identidades diferenciadas entre la clase obrera y otras fuerzas sociales que tuvieron su protagonismo entre las décadas de 1930 y 1970. Con ello y aun con diferencias, se va perfilando en ambos países un neoindigenismo estatal orientado desde un tipo de desarrollismo paternalista24.
En Chile, junto con la implementación de las políticas monetaristas heredadas de la dictadura, se instaló un discurso progresista de recuperación de la democracia y se asumió un compromiso público de compensación de la deuda que el Estado mantenía con los pueblos originarios. Se creó la Ley Indígena, y con ello, la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (Conadi), que tenía por objetivo «promover, coordinar y ejecutar» las acciones del Estado en materia de desarrollo para las personas y comunidades indígenas y coordinar la devolución de tierras.
Ciertamente, las promesas de estas devoluciones y la compensación en derechos sociales fueron escasamente cumplidas, reduciéndose a una cesión folclorizante de derechos culturales y lingüísticos25. De hecho, la promesa que se hizo de ratificar el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (oit) se cumplió casi 20 años después, e incluso hasta la fecha las autoridades actúan como si ese convenio no existiera.
Todo esto desencadenó una serie de movilizaciones y acciones de resistencia, que inauguraron una nueva forma de hacer política; aparecen los movimientos autonomistas que adquieren un protagonismo mediante la articulación de las demandas territoriales con la recuperación identitaria tradicional, en el marco de una lucha social y política declaradamente anticapitalista26.
No deja de ser paradójico que en Argentina, país que sistemáticamente negara entidad a su población indígena, los derechos indígenas diferenciados quedasen consagrados por la reforma constitucional de 1994 y se adoptaran de modo comparativamente temprano los marcos jurídicos interestatales que los precisan27. Sin embargo, a diferencia de Chile, esa actualización jurídica no tendría un correlato tangible y sistemático en el plano de las políticas públicas específicas.
Esto sin duda estimula los procesos organizativos de pueblos originarios para reivindicar la implementación efectiva de sus derechos, así como su articulación política con otros movimientos sociales que confrontan tanto los efectos de la neoliberalización del cada vez más desmantelado «Estado de Bienestar», como la inconclusa promesa de terminar de juzgar y castigar a todos los responsables del terrorismo de Estado de la década de 1970.
Durante la primera década de 2000, suceden otros hitos importantes en nuestros países que se vinculan directamente con el fortalecimiento de un modelo económico extractivista. En Chile, se constata que el negocio forestal se consolida cada vez más como la tercera fuente de riqueza en el país (después del cobre y junto con las pesqueras), al tiempo que sus instalaciones y cosechas mantienen a las comunidades empobrecidas y en sequía extrema.
Por otro lado, se comienza una sistematización de programas gubernamentales sobre «interculturalidad» que servirán de insumo tanto a los procesos de etnización desarrollista con «pertinencia cultural» y las políticas de reconocimiento que el Estado utiliza para la distribución de fondos al emprendimiento, como para la tipificación etnocriminal en las sucesivas modificaciones de la Ley Antiterrorista, que tendrá por función fustigar toda forma de resistencia indígena autonomista.El discurso público en torno del «problema mapuche» es acentuado por los medios hegemónicos pertenecientes o estrechamente vinculados a corporaciones que financian y pautan la política nacional, señalando como centro del conflicto las «zonas rojas» donde existen prácticas de control territorial.
Es decir que durante la primera década de 2000 se delimitan muy claramente las nuevas formas de racialización que escinden a los individuos entre «indios permitidos», que asumen el desarrollismo y emprendedurismo como una alternativa compatible con sus formas de vida tradicionales, de los otros «terroristas» que rechazan la contradicción planteada entre la aceptación del modelo extractivista y las formas de vida y sabiduría tradicional mapuche28.No obstante, toda la persecución que los últimos gobiernos han llevado adelante en torno de la idea instalada del terrorismo en contexto mapuche se ha visto desacreditada, porque las imputaciones delictuales frecuentemente recurren a tipificaciones culturalistas, racistas y no atenidas a la definición del delito.
La Ley Antiterrorista (No 18314) es reconocida por los mismos fiscales y policías como una ley restrictiva, que limita los operativos y procedimientos por exigir un estándar subjetivo de la norma, y por restringir considerablemente las facultades y herramientas investigativas29.
Esta es la razón por la cual los gobiernos de turno se han visto involucrados en operaciones de montaje inculpando a inocentes que terminan encarcelados por motivos estrictamente políticos y no delictivos; y, por otro lado, la razón por la cual desde el año 2008 hasta la fecha30 se ha intentado asociar al pueblo mapuche con el narcotráfico, con el objeto no solamente de desmoralizar y desarticular la organización colectiva interna, sino, y principalmente, de ejercer «soberanía» estatal y monocultural en los territorios recuperados declarados autónomos, e inhabilitar políticamente a sus liderazgos.
La primera década y media del siglo xxi presenta en Argentina la particularidad de gobiernos que critican de modo explícito el neoliberalismo desde un horizonte «nacional y popular» que desde mediados de la década de 1940 ha puesto en crisis la supremacía de ciertas elites y construido como «verdadero pueblo» argentino a los más desposeídos.
La extendida adscripción peronista de vastos sectores, incluidos los indígenas, así como la implementación de ciertas políticas públicas específicas, produjo tanto una adhesión indígena inicialmente extendida a esas fuerzas como la progresiva escisión del movimiento indígena, a medida que se hizo claro que el agronegocio y el megaextractivismo seguían siendo vistos como claves para recuperar una economía nacional cada vez más declinante31.
En ese marco, un sector mapuche comienza a reivindicar las acciones directas y el derecho a la autodefensa para sostener las recuperaciones territoriales que se emprenden. Aunque la sanción en 2007 de la Ley Antiterrorista en Argentina no está originariamente dirigida a contener las demandas indígenas, en ese marco se irán modificando progresivamente «las matrices de tolerancia con respecto a los reclamos territoriales de los mapuche»32.
Esto se hace particularmente evidente a partir de 2017, durante el interregno conservador de Mauricio Macri (2015-2019). A partir de ese momento, no solo comienza a instalarse la identificación de ciertos mapuche como «terroristas», vinculados a las organizaciones chilenas «más extremas», sino que se producen detenciones que inauguran en el periodo la hasta entonces desconocida eventualidad de hablar de «presos políticos» mapuche en Argentina.
Se implementa a su vez una política represiva que resulta en las dos muertes que habilitan las escenas del segundo acto que abren este artículo. En todo caso, ese interregno se da en el contexto de la llegada del giro a la derecha a América Latina, cuando a escala global se levantan los mecanismos de censura pública a la circulación de discursos explícitamente racistas.
Desenlaces problemáticos
La forma en que afloran las racializaciones reinscriben viejos dispositivos e inauguran otros nuevos.
Por un lado, se reiteran las afirmaciones que chilenizan lo mapuche independientemente del lugar de nacimiento de las personas y sus familias. Por otro lado, el «mapuchómetro» –como se denominan localmente las diferentes varas para definir quién es o no es legítimamente mapuche, independientemente de toda autoidentificación– involucra y enfatiza ahora no tanto la conservación de determinadas prácticas culturales sino, por el contrario, parámetros morales para distinguir «buenos» y «malos» mapuche, según muestren complacencia o rebeldía con los lenguajes de contienda hegemónicamente habilitados33.
Se suma a esto la aplicación de una idea racializada del blanqueamiento como camino unidireccional en la pérdida de pertenencia, que pone bajo sospecha no solo a los mapuche urbanos en general, sino particularmente a aquellos que, habiendo pertenecido a tribus urbanas o a determinada forma de religiosidad, pasen a autoafirmarse en una ancestralidad combativa, sospechada siempre de oportunismo o de estar movilizada por terceros.
Pero como muestran las escenas iniciales, también irrumpen ocasionalmente oposiciones sociales que disputan estos modos de arrinconar la «causa mapuche». Para los más optimistas, todo esto indica una especie de descolonización cultural e incluso la aparición definitiva de un poder constituyente.
Para nosotros, en cambio, por las formas que esas oposiciones toman, indican más bien los límites y posibilidades de antagonizar en directa confrontación con las técnicas políticas de racialización del poder instituido.
En otras palabras, los juegos y disputas entre un poder constituyente y un poder constituido parecen verse afectados o mediados por un umbral de contención que, lejos de provenir exclusivamente del poder constituido –como suelen leer ciertos análisis–, operaría como un umbral mucho más difuso y menos rígido. Por cierto, este umbral es «efecto» de esa disputa, pero también del compromiso que los individuos adquieren respecto a la «verdad» que habla sobre lo que ellos son y desde la cual se resignifican.
Por eso el perro mestizo matapacos, las banderas mapuche y todas esas expresiones simbólicas que aparecieron en las protestas en Chile desde 2019 parecen reflejar los modos de implicarse en y con las «clases vulnerables» justamente por ser las explícitamente racializadas. Esa implicación de sectores amplios parece cargar sobre sí una idea contraria a la pureza y el ordenamiento del poder constituido que enclava lo mapuche, pero lo hace asumiendo como propio el régimen de verdad que habla sobre ellos desde el mestizaje.
A su vez, las multitudinarias marchas que en Argentina pidieron justicia por Rafael Nahuel pusieron muchas veces más de relieve que la policía volvió a matar a un «pibe pobre» que los complejos caminos por los cuales se puede devenir weichafe, aun cuando la propia familia cercana niegue esa pertenencia.
Incluso, el hecho de que esas movilizaciones fuesen mucho menos masivas que las que inicialmente pedían la «aparición con vida» de Santiago Maldonado, un joven bonaerense de clase media, es para muchos mapuche otra nueva muestra de que vidas y cuerpos con distintas marcas de clase y racializadas siguen sin valer lo mismo.
En otras épocas, las racializaciones sancionaban como ideal estético y ético-político una blanquitud que rara vez se enunciaba como norma deseada, pero que se potenciaba y legitimaba a sí misma marcando las diferencias de algunos como innata e inamoviblemente contraproducentes respecto a la incuestionable validez de esa norma.
Hoy, a pesar del giro a la derecha que se viene dando a escala global, el racismo explícito aún prevalece como indicador de incorrección política. Por eso las prácticas racializadoras parecen ir desplazándose. La racialización contemporánea opera entonces como la realización afirmativa de una identidad social más esquiva, pero igualmente excluida de toda posibilidad de ser parte legítima del conjunto social.
Amparada en ciertos discursos de seguridad más que en los fenotipos, esa racialización criminaliza bajo procedimientos de excepcionalidad jurídica y represiva aquellas representaciones políticas que movilizan acciones favorables a la soberanía territorial de otras colectividades identitarias por constituir un peligro para la estabilidad del modelo extractivista, o para los lenguajes de contienda habilitados para disputar lo que se procura cristalizar como «orden público» o «convivencia democrática» consentidos.
Hablamos entonces de racializaciones peligrosas porque, tal como se muestran y manifiestan, esas expresiones se anticipan como indigeribles e inabsorbibles.
Hablamos también de peligros racializados por la forma en que se enclavan y criminalizan selectivamente los desacuerdos. Su peligrosidad opera como resultado de un cálculo que garantiza a quienes lo enuncian un estatuto de sujetos con identidad aceptada, al tiempo que objetiva a los «otros» –en una esfera metajurídica– como objetos de un conocimiento estratégico y como sujetos pasibles de ser extirpados del cotidiano social, esto es, como nuevas «razas» dispensables.
Relacionados
El fortín sitiado: progreso y racismo en Argentina
Las relaciones transfronterizas indígenas y la (in)utilidad de las fronteras
Bolivia: la clase media imaginada
Notas
- 1.
Sobre la revuelta social de octubre, v. P. Lepe-Carrión: «Crisis de gubernamentalidad en Chile: contra la expropiación financiera y el Orden Público Económico» en Kalagatos vol. 16 No 3, 2019.
- 2.
Esta recuperación cercana a Villa Mascardi, en un espacio bajo control de la Administración del Parque Nacional Nahuel Huapi, se inicia en sentido estricto meses antes de noviembre de 2017, pero tiene una historia de conformación más extensa. Al menos un par de décadas antes, una machi o consejera político-espiritual y sanadora proveniente de Chile aprendió a través de sus visiones que en la zona «se levantaría» una machi local, algo que no había acontecido en la región por años. En el marco de emergencia de esta nueva machi, ella recibe de los kuifikecheyem o ancestros el mandato de levantar en ese lugar recuperado su rewe o espacio sagrado y conformar una comunidad.
- 3.
Sobre las nociones de «peligro» y «seguridad» como constructos sociales y objetos de instrumentalización política, v. David Campbell: Writing Security: United States Foreign Policy and the Politics of Identity, University of Minnesota Press, Mineápolis, 1992; Michael Dillon: Politics of Security, Routledge, Londres, 1996.
- 4.
Brackette F. Williams: «A Class Act: Anthropology and the Race to Nation Across Ethnic Terrain» en Annual Review of Anthropology vol. 18, 1989.
- 5.
Michel Foucault: «El sujeto y el poder» en Hubert Dreyfus y Paul Rabinow: Michel Foucault. Más allá del estructuralismo y la hermenéutica, UNAM, Ciudad de México, 1988.
- 6.
Nicolás Sepúlveda: «‘Operación Andes’: el otro plan de Inteligencia que se vino abajo con el ‘Huracán’» en CIPER, 19/2/2018.
- 7.
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- 30.
Específicamente, esta asociación entre terrorismo, narcotráfico y pueblo mapuche aparece por primera vez en los medios corporativos en 2008, en el contexto previo a la consolidación de los gobiernos de derecha en América Latina, a raíz de unas declaraciones que hizo Alberto Espina (en ese entonces, senador y jefe político de la carrera presidencial de Sebastián Piñera), luego de haber recibido un cuestionado informe de inteligencia de manos de Juan Manuel Santos (en ese entonces, ministro de Defensa de Álvaro Uribe) en una visita a Colombia.
- 31.
- Briones: «Políticas indigenistas en Argentina: entre la hegemonía neoliberal de los años noventa y la ‘nacional y popular’ de la última década» en Antípoda No 21, 2015.
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Eva Muzzopappa y Ana Margarita Ramos: «Una etnografía itinerante sobre el terrorismo en Argentina: paradas, trayectorias y disputas» en Antípoda. Revista de Antropología y Arqueología No 29, 2017, p. 141.
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