Desde hace más de 25 años vivo con mi familia en la zona sur de Santiago. En este cuarto de siglo hemos sido testigos de numerosas acciones solidarias, de compromisos y acciones comunitarias, del esfuerzo diario de decenas de miles por dejar la pobreza aprovechando las oportunidades, pero también de manifestaciones con mayor o menor grado de violencia y también agresiones que afectan a personas, familias y comunidades.
Algunos han señalado que frente a hechos de esta envergadura no puede haber ambivalencias, o se está a favor de los encapuchados o en contra de ellos, o se apoya el accionar de carabineros o el de los delincuentes; inclusive más de alguien afirmó que basta de explicaciones, análisis y justificaciones, y hay que actuar con mayor dureza.
Sin lugar a dudas la violencia, las agresiones y el vandalismo son condenables y dañan profundamente la dignidad de los afectados. Sn embargo para construir políticas públicas que efectivamente aminoren en el largo plazo estos hechos es necesario indagar también en las causas y motivaciones de quienes las ejecutan y además las circunstancias que las pueden estimular, en particular desde el accionar del Estado.
Por eso es urgente comprender el origen de lo que nos sucede en esos barrios, las fuentes donde los violentos jóvenes y adultos que hemos visto asaltar se nutren. Si no lo hacemos y tomamos acciones contundentes, las consecuencias serán aún más graves en el futuro y los recursos usados para controlar y reprimir tendrán una progresión geométrica.
Violencias subterráneas
La génesis de la violencia está bastante estudiada y muy bien documentada, lo mismo la explicación de la movilización de masas de personas alienadas que destruyen y amenazan la paz social, pero considero que hay muy poca conciencia ciudadana y de los actores políticos relevantes acerca de esto y de las ‘otras violencias’ que horadan día a día la dignidad de cientos de miles de personas en nuestro país y en el continente americano.
Presentaré tres de ellas que nos ha costado enfrentar y eliminar.
En la raíz encontramos, entre otras variables, la crianza familiar, las predisposiciones de algunos, las condiciones de vida, las oportunidades sociales, las características del barrio y ciudad, el tipo de políticas del Estado y la manera en que la ciudadanía construye su vida en común.
Me limitaré a señalar sólo tres de las ‘violencias’ ejercidas desde el Estado y la sociedad que repercuten en las personas y comunidades más excluidas, y que por lo tanto perfectamente pueden ser eliminadas en el mediano plazo.
La primera es la violencia generada en los guetos urbanos construidos por el Estado acerca de lo cual hay evidencia empírica nacional e internacional suficiente y contundente que demuestran el fracaso y miopía de estas políticas, el gigantesco costo social , la concentración de la violencia, y el alto costo económico.
Una alta autoridad del Estado me citó a mediados de los noventa para increparme por mis críticas a la política habitacional que llevaba adelante Chile. Me mostró un estudio que destacaba que éramos altamente eficientes en la construcción de viviendas sociales y en ese momento nos encontrábamos en el primer lugar en el mundo. Pero uego vinieron las torrenciales lluvias del ’97 y el desastre en las poblaciones, pero eso no detuvo la políticas segregadoras.
¿Se iría usted a vivir a uno de esos barrios?, seguramente no y entonces ¿por qué se construyeron, causando tanto dolor y marginación si los mismos que los planifican no son capaces de habitarlos?
Estamos en el pódium de los países con mayor cantidad de ciudades segregadas del mundo.
Otra violencia es la de los ingresos, las desigualdades groseras en su distribución generan sociedades infelices, algo que también ha sido investigado por sociólogos, psicólogos, economistas, políticos…etc…
Hay menos cohesión social, aumenta la desconfianza y las personas (familias) tienden a aislarse, alimentando así la inseguridad, el temor y la incredulidad hacia los demás.
En sociedades donde un grupo minoritario de personas concentra gran parte de los ingresos, y disfruta solitariamente de ellos, y donde inclusive ya hay hábitos instalados en ellas de despilfarro y lujos excesivos, las rabias acumuladas por aquellas que no han recibido los beneficios de estos recursos son cada día mayores por lo que iremos observando un descontento popular creciente.
¿Cómo explicarle a un trabajador que sufre mucho para terminar el mes que otros pueden gastarse millones en cosas superfluas? ¿Seríamos capaces de vivir dignamente con lo que ellos obtienen como salario?
Estamos en un país con una mala distribución de los ingresos y en el Continente más desigual del mundo, donde inclusive –en el caso de Chile-si una familia de 4 personas recibe el salario mínimo está condenada a vivir en extrema pobreza, y si esa misma familia percibe dos salarios mínimos estará inevitablemente viviendo en pobreza.
Por último me referiré a aquella violencia que se asocia a la ausencia o deficiencia en el acceso a las oportunidades, acerca de este punto hay una amplia claridad y un rico cúmulo de estudios tanto en educación como en empleo y salud, por ello me abocaré a un ámbito que es el que más me preocupa, este es la situación de los jóvenes que no trabajan ni estudian.
Según estos datos hay 600.000 jóvenes que están en esta situación, recientes investigaciones dan cuenta que en un periodo de 18 meses unos 400.000 han hecho alguna actividad sin embargo 200.000 no han hecho nada.
Tenemos una de las penetraciones laborales juvenil más baja de Latinoamérica, los índices de consumo de alcohol y drogas de los más elevados del mundo en esta edad, y lamentablemente también los suicidios van en alza… y seguimos ciegos!
En medio de este escenario si somos honestos nos deberíamos preguntar –y responder con rigurosidad- ¿quiénes son realmente las víctimas?
Grandes ausentes: compromisos no cumplidos y sueños destruidos
Las promesas del Estado de que la pobreza se superará (‘la alegría ya viene’) y que las oportunidades las tendrán todos (‘nadie se quedará sin estudiar’) y aquellas del mercado de que en la posesión de bienes materiales está la principal fuente de realización del ser humano (‘la felicidad cuesta menos’) y que puede regular toda nuestra existencia (‘dejemos que el mercado actúe’), han sido generadoras de una frustración más íntima y duradera, de difícil enfrentamiento y resolución.
Más aun cuando se desconoce la multidimensionalidad de cada persona, es decir que su existencia plena no sólo está dirigida por el tener sino que fuertemente arraigada en el ser, hacer y estar, se termina por jibarizar su humanidad y violentar en la raíz su dignidad.
Ver la integralidad de cada individuo, de las familias y comunidades, es obligatorio al diseñar las acciones públicas y ciudadanas que desean colaborar en la armonía social y la paz, estas efectivamente deben apuntar a un desarrollo basado en la justicia.
Por todo ello es que resulta insuficiente que las políticas sociales se tiendan a hacer sólo en base a ‘papers’ o con criterios económicos eficientistas que suelen contener una mirada mezquina y ‘cortoplacista’ de la realidad y no logran por lo tanto satisfacer las necesidades de autonomía y desarrollo de los más excluidos (ni menos la necesidad de todos de una mayor cohesión social).
No quiero que mis impuestos se usen para pagar bonos que impiden en buenas cuentas que las personas se incluyan en plenitud de derechos a nuestra nación, me rehúso a aceptar que el Estado ‘no debe o no puede’ intervenir en el mercado del suelo urbano cuando esto nos ha generado tal nivel de segregación que hoy la sufrimos por la violencia y la destrucción de las familias, me duelen las barreras socioculturales que ponemos a una calidad educacional similar independiente de la procedencia socio económica de los alumnos y por último sufro cotidianamente cuando veo la ausencia de políticas macizas que permitan a nuestros jóvenes incluirse social, cultural y económicamente a nuestra nación, sin traumas ni violencias.
Si queremos paz social construyamos todos una sociedad más justa y no sigamos –como diría Saramago- siendo ciegos ‘que viendo no ven’.
(*) Presidente ejecutivo de América Solidaria
Fuente: El Quinto Poder