Nikolai Gogol, uno de los mejores escritores rusos de todos los tiempos. transitó del romanticismo al realismo, pero también de la crítica al fanatismo religioso y a la apología del zarismo. Hiponcondríaco, perturbado, decidió que vivir no valía la pena, y se dejó morir.
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En el número 7A del bulevar Nikitski de Moscú se alza la casa donde murió Nikolái Gógol. Allí pasó los últimos cuatro años de su vida, progresivamente envuelto en las brumas de la incoherencia y la perturbación. Está en el barrio del Arbat, y es un sólido edificio de dos plantas, con arcadas que forman un porche y grandes ventanales; cuenta con una magnífica biblioteca con doscientos cincuenta mil libros y se ha convertido en un centro de investigación sobre el desdichado escritor ruso y sobre ciencias sociales.
Cuando llegó allí Gógol, en diciembre de 1848, vivían en la mansión el conde Alexander Petrovich Tolstói y su esposa Anna, que lo acogieron. El escritor era todavía un hombre joven, no había cumplido aún cuarenta años, pero se encontraba ya prisionero de sus demonios, del fuego y el dolor que le sumergieron en una noche agonizante.
Una reja, con dos pequeños arcos de entrada, cierra el jardín que da al bulevar Nikitski. En el centro del parterre, mirando al paseo, se alza la estatua de Gógol, cubierto con un capote, cabizbajo (“deseo que no se alce ningún monumento en mi honor”, escribió en su testamento), rodeado por bancos donde conversan estudiantes, y, a la derecha del patio, se levanta la mansión, con el pequeño porche que sostiene una terraza.
En las habitaciones de la planta baja, expositores que ilustran la vida de Gógol, manuscritos, vitrinas, relojes, mesitas con libros abiertos, y, en la gran sala central de paredes carmesí y cortinas de rojo persa, un daguerrotipo del escritor, posando con bastón, de 1845. Su gabinete se encuentra en la esquina de la mansión, con dos ventanas mirando al bulevar y otras dos abiertas al jardín. En él, junto a la pared, su cama, oculta tras un biombo rojo, y una mesilla con el lavatorio, junto a la estufa de cerámica de la pared.
Encima de la cama, una imagen del Cristo con corona de espinas, y otra con tres severos popes ortodoxos, vigilantes de sus últimos días. Junto a las ventanas que dan al jardín, una vitrina con documentos y un tintero con pluma, y, tras ella, un armario con libros, un canapé tapizado con tela verde, un pequeño escritorio, y un retrato de Pushkin.
Aquí, en ese lecho, murió Gógol, perturbado, insatisfecho con su vida y con sus propias obras.
En otras salas de la casa, más canapés, sillas con apoyabrazos, imágenes, y, en una de ellas, un capote y un sombrero de copa, junto a un baúl, evocando los viajes de Gógol. En la segunda planta de la casa, salas de estudio y biblioteca, y una sala de conciertos para un centenar de personas.
El museo, que fue abierto en 1974, recoge fotografías y documentos, y copias de alguno de los retratos de Gógol que le hizo Fedor Antonovich Moller (o, si prefieren, Otto Friedrich Theodor von Möller, un pintor ruso del Báltico), como el que se encuentra en la Galería Tretiakov.
En sus últimos años, Gógol pretendía que quienes tuviesen algún retrato suyo lo destruyesen, y comprasen sólo el grabado por F. I. Iordánov, amigo del escritor. Su tumba, bajo la cruz ortodoxa, se encuentra en el monasterio de Novodévichi, como la de Chéjov.
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Aquí, en esta casa, quemó Gógol la segunda parte de Almas muertas, el libro cuyo primer volumen había sido recibido como una muestra de las urgencias que Rusia debía afrontar, de las reformas imprescindibles que la ignorancia del campo ruso exigía y que los viajes de Chíchikov pusieron al descubierto.
“El segundo tomo de Almas muertas ha sido quemado porque así tenía que ser”, escribió después. Ya en 1845, en su peculiar testamento, había anunciado: “he quemado todos mis manuscritos por considerarlos débiles e inútiles”. En sus últimos días, Gógol se niega a comer, rechaza las medicinas, apenas accede a recibir a sus amigos durante unos minutos.
Si esa casa es importante en la vida de Gógol, también lo es la que habitó en otro extremo de Europa. En Roma, entre marzo y junio de 1837, vivió primero en el 17 de la via sant’Isidoro. Después, se alojó a poco más de cien metros, justo al lado de la Piazza Barberini, en via Sistina, 126 (entonces, via Felice): allí vivió Gógol durante más de tres años, entre 1838 y 1842, aunque su biógrafo Alexéi Kara-Murza insiste en que habitó en ella entre 1837 y 1843.
En esa misma calle, vivieron Liszt y Thorvaldsen, aunque en otros años; y Gógol volvió en otras ocasiones a la ciudad. Cambió varias veces de apartamento en la Via Sistina, en distintas plantas. También vivió en el 81 de la via della Croce, entre octubre de 1845 y mayo de 1846.
En la capital italiana frecuentó el salón de la princesa Zinaida Aleksandrovna Volkonskaya, cuyo palacio acogió también a Mickiewicz, Vasili Zukovski (amigo personal de Gógol), Belli, Donizetti, Stendhal; y escribió Gógol su novelita Roma, y El capote, así como la primera parte de Almas muertas.
Hace tres años, sus lectores italianos abrieron en ese apartamento de la via Sistina el Museo Gógol. Tras Villa Borghese, en el Viale Conte Folke Bernadotte, se halla también la estatua con que la ciudad lo honra, y que el escritor tanto apreció, hasta el punto de creer que los pintores rusos manifestarían su talento “si pudieran respirar el aire vivificante de Italia”. “Me enamoro de Roma lentamente”, escribió.
Gógol había nacido en 1809, en Soróchintsi, Poltava, a medio camino entre Járkov y el curso del río Dniéper. Educado en la ortodoxia religiosa más severa, será un muchacho fantasioso, enfermizo, inclinado al Derecho, envuelto en la búsqueda de una misión. Vivió poco más de cuarenta años, y, cuando tenía diecinueve, se trasladó a San Petersburgo, soñando con el triunfo inmediato en la literatura, como todo joven, aunque, en realidad, para trabajar en oficinas imperiales, siempre envuelto en aprietos económicos.
En 1829 publica su primera obra, y su fracaso le supone una gran decepción que le lleva a viajar, gracias al dinero de su madre, por los estados alemanes: Hamburgo, Lübeck, Travemünde. Vuelve a Petersburgo, consigue trabajo en un departamento gubernamental, donde pasará un año como escribiente; vive en la capital rusa, hace amistad con Pushkin, escribe, se afana, representa sus obras. Consigue trabajar como profesor de historia en un instituto gracias a las gestiones del crítico Pletniov, amigo de Pushkin, y, después, en la universidad, aunque su escaso rigor y su deficiente preparación le fuerzan a abandonar.
Publica Veladas en el caserío de Dikanka, gracias a los relatos que le transmite su madre desde Ucrania, obra que, por fin, obtiene gran éxito. Hablaría de su lugar natal en La feria de Soróchintsi, un relato fantástico donde no falta el demonio, que inspiraría a Músorgski su ópera cómica. Esa feria se celebra todavía hoy, en un guiño del tiempo detenido donde, además de las obligaciones del comercio, acuden campesinos festivos con vestimentas tradicionales, y se recuerda a los personajes de Gógol.
Hombre del sur, al cabo, observa la vida de Petersburgo, “el país de las nieves, el país de los finlandeses”, se enreda en la telaraña del trajín constante de la Perspectiva Nevski o en la fetidez de la calle Meshchánskaya; allí, en la avenida que mira a la aguja dorada del Almirantazgo, situará al pintor Piskariov, víctima de su pasión, y al teniente Pigorov, que persigue a la atractiva y estúpida esposa del hojalatero alemán Schiller. La Nevski Prospekt, tan querida por Dostoievski, Gorki y Blok, es para Gógol el centro de la vida (“Nada hay tan hermoso como la Perspectiva Nevski”).
En el barrio Kolomna, entre los canales de Moika, Fontanka, Griboedov, en una zona más popular, vivirían Pushkin y Dostoievski. Gógol es ya un personaje muy conocido, y el estreno de El inspector, en abril de 1836, es una consagración para él, aunque, después, le llueven las críticas de nobles y altos funcionarios que interpretan la obra como un ataque al sistema imperial, algo que Gógol estaba lejos de pretender.
Su situación se torna tan incómoda que abandona San Petersburgo a causa del escándalo que suscita su comedia, y se traslada a Suiza, París y, finalmente, Roma. Rusia es la autocracia zarista, y los reproches no son bien recibidos. Son los años en que, derrotada la revuelta de los decembristas, el conde Uvárov, ministro de Instrucción de Nicolás I, se complace en definir a Rusia como un país “autocrático, ortodoxo y popular”.
Gógol se interesa por la literatura, el teatro, la pintura. Transita del romanticismo al realismo, y empieza entonces a viajar por Europa. Va y vuelve a Rusia, viaja a Moscú, donde conoce a Lérmontov, vuelve a San Petersburgo, ocupado con Almas muertas y con gestiones de la censura, mientras vive gracias a la ayuda económica de sus amigos.
En 1837 llega a París, donde le sorprende la noticia de la muerte de Pushkin, su admirado poeta, de quien dirá que su desaparición ha detenido el desarrollo de la poesía rusa: no encuentra en sus contemporáneos, pese a algunas voces valiosas, la fuerza de una nueva existencia… a excepción de Lérmontov, que, cuando Gógol escribe ese juicio, ya había muerto.
Después, viaja por Génova, Florencia, y se instala en Roma. También, acudirá a Nápoles, Ginebra, Niza, Hamburgo, Bremen, Frankfurt, Múnich, Mannheim, Viena. De toda su vida adulta –apenas un cuarto de siglo desde que fue a vivir a San Petersburgo– vivió durante doce años lejos de Rusia.
Roma es un homenaje a la ciudad, tan querida para él, y donde Gógol, como hizo antes Goethe, describe el carnaval de la ciudad. Es un librito inconcluso y caótico, publicado como “fragmento”, donde utiliza rasgos grotescos que ya habían aparecido anteriormente en sus obras.
El príncipe romano que mira a Annunziata, la belleza que ilumina el inicio de la obra, pertenece a una familia que “se extingue en solitario en un magnífico palacio cubierto de frescos de Guercino y los Carracci”, y conoce bien la via del Corso y Villa Borghese. Le atrapa el brillo de París, pero, finalmente, quiere volver a Roma. La muerte de su padre le permite hacerlo, y descubre Roma de nuevo: la sorpresa de un adorno de Bernini, el brillo de una iglesia, unas líneas de Bramante.
La sucia Roma ocultaba tesoros, y el príncipe prefiere esa pobreza aunque arrastre con ella el siglo XVIII en los carruajes de los cardenales que pasaban con estrépito. Admira la grandeza del pasado, pero se deshace en llanto cuando ve a Italia vestida con harapos. Roma es, para Gógol, el remedio al vacío y a las “ocupaciones que endurecen el alma” en que se hallan enfrascados los habitantes del norte de Europa, y, a veces, parece que habla de Rusia y no de Italia. Ni la miseria, ni la vergonzosa conducta del clero han podido acabar con la alegría romana.
El príncipe ve, en el carnaval romano, a una belleza sin igual: pierde de vista a la joven, y sólo quiere alcanzarla para verla de nuevo, sólo para verla, como les ocurre al pintor Piskariov y al teniente Pigorov con las jóvenes que ven en la Perspectiva Nevski. Pero Gógol también se olvida de ella, y la inconclusa novelita se cierra con la visión de la belleza de Roma desde el Gianicolo, olvidada Annunziata y el mundo.
Cuando Gógol vuelve de Roma, en septiembre de 1839, lee Almas muertas en casa de Aksákov, en Moscú. Visita con frecuencia el Bolshoi, participa en la vida social, y, aunque le disgustan las críticas, su religiosidad le hace recibirlas con humildad, por duras que sean:
“Las críticas de Bulgarin, Senkovski y Polevoi son muy justas, empezando por los consejos que me dan de aprender primero a leer y escribir en lengua rusa, y sólo entonces enfrentarme al arte de la escritura”, escribe.
Es un decidido partidario del zarismo (“¡Qué clara resulta también la voluntad de Dios al escoger para ello a la familia Romanov y no a otra!”), e intenta mantener un equilibrio entre eslavófilos y europeístas, aunque destaca que “la arrogancia está más en el lado de los eslavófilos”, y, dos años antes de las revoluciones de 1848, afirma que en Europa se están gestando gigantescas revueltas, y que, pese a los horrores que se padecen en Rusia, allí “aún brilla la luz, todavía hay caminos hacia la salvación”.
“Todos nosotros conocemos muy mal a Rusia”, escribe en otro lugar, a propósito de las críticas que recibe por su descripción del país en sus libros. Pese a ser profundamente reaccionario, sus obras serán enarboladas por Visarión Grigórievich Belinski (como haría Marx con las de Balzac, otro partidario del trono y del altar, para mostrar la corrupción del capitalismo) para poner en evidencia las lacras del zarismo.
Vuelve a Roma, y viaja a Alemania durante el verano de 1842, y, después, retorna a Roma. Ese año publica su mejor obra, Almas muertas, que le dará relevancia universal. De la mano de Chíchikov, Gógol recorre las interminables tierras rusas dibujando un ácido retrato del comportamiento y las costumbres de la nobleza rural, parasitaria e inútil, envuelta en interminables obligaciones sociales y mezquindades.
Chíchikov, que sueña con ser propietario, observa las miserias de Rusia mientras la voz satírica de Gógol desnuda a los infelices funcionarios y a la pequeña nobleza que vive en el servilismo ante el poder, en la corrupción moral y en la obsesión por el dinero, la posición social y las propiedades.
En esos años cuarenta, Gógol participa de la corriente rusa que está creando la nueva literatura realista, dejando en el camino, a veces sin saberlo, el viejo romanticismo que había dominado la escena rusa hasta Pushkin.
En la práctica, Rusia se adelanta al resto de Europa, cuando en esa década del cuarenta se desarrolla una literatura, la escuela natural, comprometida políticamente, y que deja atrás el debate del “arte por el arte”. Belinski desempeña un papel muy relevante en ello, junto a Chernishevski, Herzen y Dobroliúbov, y Almas muertas será un hito en esa nueva mirada que agrupa a críticos y escritores que, con sus obras, están proponiendo al país un programa político de reformas que saque a la vieja Rusia de su postración.
En Moscú, Gógol conocerá en cenáculos literarios a Aksákov, Yevgueni Abrámovich Baratynski (tan elogiado por Pushkin), Timofei Granovski, Dmitir Grigoróvich, Herzen, Ivan Kireievski, Turguénev, Polonski, mientras se empeña en mostrar el verdadero rostro de Rusia. Se interroga por el atraso ruso, pese a que Pedro I, siglo y medio atrás, introdujo la Ilustración en el país, y concluye que, pese a los medios puestos para el progreso, las tierras rusas siguen siendo “desiertos tristes e inhabitados” a causa de los propios rusos, de los que muy pocos tienen la necesaria inclinación hacia el bien, y él mismo no se excluye.
Las dificultades de su Bashmachkin, un pobre funcionario que debe soportar duras privaciones para comprarse un nuevo capote (y que, cuando unos ladrones le roban el abrigo, muere por el frío que coge), son para Gógol fiel reflejo de la época, aunque Dostoievski lo interpretará después como un ataque contra las cualidades del hombre común.
Gógol no está satisfecho, teme por su salud, recorre balnearios: Marienbad, Baden-Baden, Schwalbach, Vevey, y visita médicos, abatido: está cavando el hoyo de su desesperación.
Hacia 1845, Gógol había empezado a cambiar, y la religión, que siempre había sido muy importante para él, se convertirá en el centro de su existencia. Se había transformado en un estricto, casi fanático, observante de la religión (“Sin el amor a Dios nadie puede salvarse, y en nuestro país no se ama a Dios”, escribe), un amante del zarismo.
En esas fechas (¡con sólo 36 años!) ya había redactado su testamento, no en vano al año siguiente, en una carta al actor Mijaíl Shchepkin, escribe que “cuando llegan a la cuarentena, las personas más capaces y mejor dotadas se vuelven torpes, aburridas y débiles.” Sin embargo, se ve a sí mismo, pese a sus dudas y su insatisfacción, con las obligaciones de un guía espiritual, que encuentra en la tierra rusa el sustento moral para la salvación, seguro de que llegará un día en que Europa ya no acudirá a Rusia a comprar “cáñamo y manteca de cerdo, sino sabiduría”.
En 1848, viajará también a Jerusalén, en busca de las raíces del cristianismo. Llega a Beirut y, después, a esa tierra santa que espera tranquilice su alma. No lo consigue. Viaja a Estambul, Odessa, visita a su familia ucraniana, y llega de nuevo a Moscú. Ha transitado desde la crítica al conservadurismo y la burocracia del zarismo siendo fiel a la descripción de Rusia, hasta el delirio de la religiosidad oscura y mendicante, enemiga de todo progreso, hasta el punto de que Belinski (que había ayudado a Gógol a publicar Almas muertas) le acusará después de ser “un predicador del látigo, un apóstol de la ignorancia, un defensor del oscurantismo y la barbarie, un panegirista de costumbres tártaras”.
Vivir sin GógolCuando llega a Moscú en 1848 se instala, primero, en la casa de Mijaíl Pogodin, en Devichye pole, y, después, en la mansión de Alexander Tolstói, que le cede la parte delantera, mirando al bulevar Nikitski. Gógol, que nunca había mostrado gran interés por las mujeres, intenta ahora casarse con la condesa Vielgorska, que le rechaza. En esos meses inquietos para Gógol, Dostoievski fue encerrado en la fortaleza Pedro y Pablo, el 23 de abril de 1849, “por leer la carta en que Belinski reprochaba a Gógol sus apologías del zarismo.”
Visita en varias ocasiones el monasterio ortodoxo de Óptina Pústyñ, en Kaluga, un centro religioso que también frecuentaron León Tolstói y Dostoievski, para pedir consejo a los stárets (guías espirituales) del monasterio. No era casual: Óptina Pústyñ era uno de los centros más importantes de la espiritualidad rusa del XIX. Sigue interesado en la literatura; en 1851, Gógol lee su comedia satírica
El inspector general ante una audiencia donde destacan Mijaíl Shchepkin, Serguéi Shumski, Grigori Danilevski, Ivan Turguénev, Serguéi e Ivan Aksákov, Nikolai Berg, Mijaíl Pogodin, y Serguéi Shevirev. En 1852, recibe como un mazazo la muerte de Yekaterina Khomyakova, hermana de Nikolái Yazikov, y conoce entonces al pope Matvei Konstantinovski, que tan importante será en sus últimos días: el clérigo es un fanático con fama de santidad, que le recomienda plegarias, ayunos y penitencias.
Siempre inclinado a la fantasía, temeroso por su salud y su vida, fue depositando miedos y delirios en sus páginas, y, en sus últimos años, frecuentaba la iglesia de San Simeón, en la esquina de Povarskaya y Novyy Arbat, cerca de su casa del bulevar Nikitski.
Siempre fue un hombre atormentado, obsesionado con el amor a Rusia y la religión. Como si anunciara sus últimos delirios y fantasías, en El Diario de un loco el personaje espera ser nombrado rey de España y, en Taras Bulba, esa aventura cosaca dotada de tanta verosimilitud, nada ocurrió como narra Gógol.
En 1846, en el prefacio de los Pasajes escogidos de la correspondencia con los amigos, ya había escrito: “He estado gravemente enfermo; he visto cómo la muerte se acercaba.” Tenía aún seis años de vida por delante, pero ya estaba perturbado, aquejado por una enfermiza hipocondría, seguro de “la inutilidad de todo lo que he publicado hasta hoy”, que le llevaría a dejarse morir de hambre, en febrero de 1852.
El funcionario demente que sostiene ser rey de España y escribe El diario de un loco copia unos versos que cree de Pushkin: “Si odio tanto mi vida, ¿para qué seguir viviendo?”
Con el severo pope Matvei Konstantinovski vigilando sus últimos días, Gógol deja de alimentarse, envuelto en un sufrimiento atroz, que los disparatados remedios médicos agudizan, y se deja morir. Pushkin había muerto en 1837, y, tras su desaparición, muchos creían que Gógol era el padre de la literatura rusa. Nikolái Vasílievich había escrito:
“No quiere que nadie llore por mí”, pero, ante la noticia de su muerte, Turguénev dirá: “En toda mi vida, nada me ha impresionado tanto como la muerte de Gógol”, y Serguéi Aksákov exclamará: “Ayer fue enterrado Nikolái Vasílievich. Todo está perdido. Tendremos que empezar a vivir sin Gógol.”
(*) Licenciado en Geografía e Historia y Doctor en Historia contemporánea por la Universidad de Barcelona. Especializado en Europa del Este, ha publicado numerosos trabajos y ensayos sobre cuestiones políticas, sociales y culturales, y colabora habitualmente en medios de comunicación como la revista El Viejo Topo, el periódico Mundo Obrero y otros, tanto convencionales como digitales.
Fuente: El Viejo Topo; N° 342/343