Chiloé se ha alzado. La enorme ola de descontento popular viene reventando desde el Sur y no parará hasta alcanzar las grandes ciudades del centro. Nadie sabe cuánto va a demorar pero ello parece inevitable y va a llegar bien crecidita.
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Las mareas y corrientes que la impulsan son los grandes problemas nacionales que se han acumulado por décadas y ya tienen al sistema político por las cuerdas.
Se agigantan hoy por los coletazos globales de la crisis de las economías desarrolladas, cuya estela de destrucción empieza con retraso a llegar a nuestras costas justo cuando aquellas empiezan a mostrar signos de recuperación y por eso mismo.
Sin embargo, la espuma que levanta en cada uno de los arrecifes que encuentra a su paso presenta peculiaridades. Al menos en tres de ellos la roca más profunda que provoca su estallido es la de siempre: el viejo problema de la tierra y el agua y la expulsión más o menos violenta de campesinos y pescadores que han vivido de ellas por generaciones o desde siempre.
Como ha sucedido ya en la mitad del planeta y está cursando con impulso arrasador en la otra mitad, los viene correteando el avance de la moderna civilización urbana que nace de este parto. Hoy se suma a esta fuerza expropiatoria un mal entendido de algunos particulares y el Estado que los consideran incompatibles con la protección de la naturaleza ¡a ellos que la conocen mejor que nadie!
En Chiloé el asunto está demasiado revuelto y en la Araucanía todavía no revienta, pero se ve más claro allí donde la ola estalló hace poco. En Aysén región de extremos.
Al fin del mundo donde el Baker y el Pascua cortan los Campos de Hielo Norte y Sur, Don Olegario con sus más de setenta años a cuestas y sus hijos siguen haciendo lo de toda la vida. Cortar cipreses en lo alto de la montaña, deslizarlos hasta un lago, arrastrarlos con un bote hasta su desembocadura y esperar que llueva para que el arroyo crezca y se los lleve hasta el río, donde arman con ellos balsas que remolcan con un bote hasta el fiordo y de ahí hasta Caleta Tortel.
Hoy día se ayudan con motosierras y motores fuera de borda, antes lo hacían a pulso, hacha y remo. Don Olegario llegaba con sus palos a ese lugar a mediados del siglo pasado cuando allí no había nada, a esperar durante semanas que arribara la única barcaza que se llevaba los de un año y les dejaba provisiones para el siguiente, costumbre que se mantiene hasta el día de hoy.
Estaba allí cuando otro ciprecesero que había perdido mil troncos jugando al truco los recuperó apostando a su mujer, que con un mejor marido todavía recorre las pasarelas que son las únicas calles de ese pueblo de belleza incomparable que construyeron íntegramente con sus manos en madera de ciprés.
Trescientos kilómetros al norte a la sombra imponente del Cerro Castillo, rajando montañas de granito, superando cajones de torrentes profundos cubiertos de bosque nativo, conduciendo decenas de camiones, perforadoras, vilipendiadas retroexcavadoras y otros monstruos de los más grandes que existen, centenares de obreros e ingenieros, están concentrando en unos pocos kilómetros y meses una capacidad de demolición, remoción, construcción y pavimentación, del mismo orden de magnitud que todos los que se desplegaron en el resto de la Carretera Austral a lo largo de tres décadas.
Entre esos dos extremos se concentran la historia de la humanidad y el carácter de la época: a los pobladores de Aysén los están echando de sus tierras.
Los viejos fundadores están, bueno, viejos como el autor de esta nota y muchos han fallecido. Sus hijos numerosos cuyas manos constituían su principal riqueza, educados y universitarios no pocos de ellos como los de Don Olegario, han buscado nuevos horizontes fuera de la tierra donde nacieron, se criaron y que abrieron con sus propias manos.
Permanecen allí uno o dos a lo sumo junto a los viejos que sobreviven, en la extrema dureza y aislamiento de esa vida que cualquiera que viene de afuera se pregunta con razón si sería gallo de sobrellevarla si le hubiese tocado. La tierra pertenece a todos sus familiares lo que tampoco ayuda a trabajarla de la mejor manera.
Sus hermanos les visitan tarde mal y nunca y resienten que poco les aprovecha la propiedad que comparten. A todos resulta atractivo vender a cualquiera que les haga una oferta al contado, las que por cierto no escasean.
“Vendida la tierra se compran una camioneta, a la semana la dan vuelta y quedan sin pan ni pedazo”, cuenta uno. Los hay quienes reciben el importe en sacos de billetes que se llevan a la casa donde más de uno ha terminado asesinado por este motivo.
Poco ayuda una contemporánea y unilateral visión que considera a los campesinos incompatibles con del medio ambiente. Parques nacionales, privados y públicos, extendidos a costa expulsar campesinos resultan tan inhumanos y precarios como los infames “Game Parks” sudafricanos de tiempos del Apartheid, allá y acá los reemplazaron literalmente ¡por leones!
Lo absurdo de tales concepciones resulta evidente al considerar que nadie y menos uno que viene de afuera y de la vida citadina, tiene más apego a la tierra que quienes han vivido en ella y de ella por generaciones. Resulta emocionante escuchar a los campesinos y sus hijos hablar con pasión de proteger y desarrollar su tierra y tradiciones.
Bulle también allí como en las jóvenes generaciones de las grandes ciudades una capacidad de emprendimiento impresionante con un inmenso sentido de pertenencia y respeto por la naturaleza en todas sus formas. No hay mejor defensa que ellos como muestra el caso de Japón, donde la propiedad campesina debidamente protegida, regulada y estimulada por el Estado terminó convirtiendo el país entero en un jardín.
La modernidad ha llegado el mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros de los pies a la cabeza, dice Marx cuando describe como las ovejas cuya lana demandaban las nacientes manufacturas holandesas en los siglos XVII y XVIII empujaron en Escocia este proceso de expropiación y expulsión de campesinos que denominó “acumulación originaria del capital”, es decir, la acumulación de obreros urbanos.
En la Araucanía son los pinos y las industrias forestales que los plantan, los que a simple vista se aprecia descolgándose de los cerros encerrando las propiedades campesinas hasta que los expulsan. Las pesqueras y salmoneras industriales hacen algo parecido con los pescadores artesanales.
Pero no tiene porqué ser siempre de esa manera, no tanto. El sudeste de Asia representa la primera experiencia histórica de urbanización masiva sin expropiación del campesinado.
En Japón, Taiwán y Corea del Sur las viejas noblezas se hundieron en las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, quedando en pie una masa campesina propietaria de tierra tras una profunda reforma agraria (realizada por el ejército yanqui) y un Estado desarrollista (en el bando anticomunista de la Guerra Fría) muy fuerte, que los protegió dado que constituían su base principal de apoyo político.
Urbanizó a sus hijos a todos los cuales, a todos, proporcionó educación terciaria y sobre esa base sólida impulsó la industrialización. Hoy día muchos de ellos regresan a la tierra que heredaron intacta de sus padres, transformados en profesionales con amplios recursos de todo tipo, que hacen de piedras pan como el capitalismo en los hoy fértiles valles del centro y norte de Chile.
Un caso similar e inspirado en los anteriores pero que no ha completado sino la mitad de su trayecto es el de China, ojalá ellos y otros logren algo parecido. Resulta sugerente constatar que la mitad de la humanidad que se urbanizó dolorosamente a lo largo de los tres últimos siglos eran principalmente campesinos dependientes de señores de uno u otro tipo, en cambio la otra mitad que hoy día cursa aceleradamente el mismo proceso son en su mayoría campesinos propietarios, individuales o colectivos, como en el sur y en los valles del norte de Chile.
Ello puede resultar decisivo para que este proceso se complete allí sin que ellos pierdan su tierra.
¿Cómo lograrlo? El único camino es asegurarles un ingreso monetario adecuado. La política más efectiva en los casos mencionados de Asia fue bastante sencilla, el Estado subsidió generosamente el precio del arroz, su principal fuente de ingresos en dinero, asegurándoles así un sustento mínimo que les permitió conservar la propiedad de su tierra.
En el caso de Aysén y otros lados parece imperioso subsidiar adecuadamente el manejo sustentable del bosque nativo. Todavía es muy extendido pero está siendo sobreexplotado a ojos vista, fuera de temporada se pueden recorrer toda la Carretera Austral sin ver un sólo ciclista, pero vehículo accidentado y camión cargado de grandes troncos no faltan jamás.
Lo mismo con la ganadería, pesca artesanal y otras formas de sustento de campesinos y pescadores artesanales. El subsidio de estas actividades es una forma de política social que no debe estar inspirado en la supuesta eficiencia económica de corto plazo sino en la decisión política de proteger la propiedad campesina. A la larga, por cierto, brinda impresionantes resultados económicos y ecológicos.
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Una forma complementaria puede consistir en la protección legal de la propiedad campesina tal como de formas diferentes se protege en todo el mundo jurídicamente la propiedad comunitaria ancestral de los pueblos originarios. En este caso parece posible considerar regular las compraventas de tierras campesinas ciertamente sin prohibirlas.
Por ejemplo, se podría exigir legalmente a los prospectivos compradores de tierras en la región que ofrezcan siempre a los campesinos la opción alternativa de arrendar a largo plazo bajo una fórmula establecida, digamos, un arriendo a veinte años con una renta de seis por ciento anual sobre el valor actual de compraventa, con opción de renovación aplicando la misma fórmula al precio entonces vigente, como es crecientemente usual en terrenos que utilizan centros comerciales, edificios para renta y otros en las grandes ciudades.
Ello permitiría a los campesinos, tanto a los que han permanecido como a sus hermanos que han migrado, asegurarse una renta sin perder la propiedad de su tierra. Adicionalmente se podría exigir que los precios de transacción fuesen públicos para evitar daños enormes.
En tiempos de revueltas crece la medida en que los sueños se hacen posibles.