por Manuel Riesco.
Por estos días está sucediendo algo crucial con el precio del cobre. Se está sumergiendo por debajo de su promedio de largo plazo de 2,6 dólares por libra.
Sin perjuicio que pueda echar todavía unas últimas boqueadas por encima, lo más probable es que se hunda bien profundo, durante un par de décadas a lo menos. Así ha permanecido durante cinco de las últimas ocho transcurridas (gráfico 1).
Puede que “esta vez sea diferente”, pero no sólo los buenos economistas saben que suponerlo es receta casi segura de meter la pata, o mucho peor.
La largas mareas del “superciclo” del cobre no oscilan por su cuenta, nunca. Suben y bajan de la mano con el resto de las materias primas, pero asimismo bien amarraditas a la oscilación de monedas, bolsas, deudas y economías mismas, de los países emergentes.
Esos que por lo general y hasta ahora se ubican al Sur del mundo. Todas esas cosas oscilan lentamente y en sincronía, es decir al mismo tiempo. Y en fase, es decir, cuando una sube las otras también y viceversa.
Ciertamente, estas gigantescas corrientes seculares no se mueven al azar. Tampoco al capricho de alguien. No obedecen a la naturaleza ni a Dios. Pero tampoco se mandan solas. Siguen los dictados de otra fuerza. Quizás no tan omnipotente como aquellas, pero sí una de las mayores que existen entre las que originan millones de seres humanos actuando de consuno.
Aunque cada uno piense que se mueve por su propia cuenta. El pesado movimiento conjunto de todos estos precios, a lo largo de décadas, en el Sur, se origina en la larga oscilación secular de las economías desarrolladas, hasta ahora ubicadas por lo general en el Norte (gráficos 2 y 2.1).