viernes, marzo 29, 2024
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¿Por Qué una Nueva Constitución? (II): Críticas a la Constitución de 1980

En la pasada columna se expuso una serie de antecedentes que dan sustento al escenario social e histórico del cambio constitucional. A continuación haremos un breve repaso expositivo sobre los principales argumentos críticos, desde el prisma de la ciencia jurídica, que se han venido planteado en el debate constitucional chileno para cambiar el texto constitucional vigente.

 

1. Origen espurio y déficit de legitimidad fundacional

Esta es la más recurrente crítica a la Constitución vigente. En términos teóricos se traduce en lo siguiente: dado que el poder constituyente reside en el pueblo, no puede sino ser el pueblo quien puede tomar la decisión política fundamental sobre la forma y el modo de su existencia política. Sólo el ejercicio de la voluntad popular del pueblo puede darse una Constitución para sí mismo; solamente de esa manera será nuestra y la sentiremos como propia. Así, pues, sólo será democráticamente legítima una nueva Constitución, si y solo si, se basa en el poder constituyente del pueblo. Esta modalidad de darse el texto constitucional asume el principio democrático y de participación. Debe ser el pueblo quien de manera libre decide tal o cual forma de organización o de estructuración del proceso político.

Si no se cumplen los presupuestos antes indicados, las constituciones se entienden otorgadas o impuestas[2]. Este fue lo que aconteció con el caso de la Constitución de 1980, que fue adoptada unilateralmente por la Junta Militar, ratificada en un plebiscito fraudulento[3], en un contexto de una sangrienta tiranía, donde no participó libre e igualitariamente el pueblo chileno, sin exigencias de deliberación, transparencia e información y en la cual se impusieron principios de un constitucionalismo autoritario.

Una variante de esta crítica reside en el hecho de que la Constitución de 1980 no fue producto de un gran acuerdo social de convivencia cívica[4]. No hubo un consenso nacional amplio (ni tampoco posibilidad de disenso) en el que hubiesen estado representados los intereses de todos los ciudadanos en torno a la forma de decidir y determinar su génesis; menos todavía, acerca de la fijación de sus contenidos sustantivos, todo lo cual permitió jurídicamente que Augusto Pinochet gobernara el país por ocho años, sin funcionamiento del Congreso Nacional, en un contexto antidemocrático y de excepción constitucional.

Aquí, la legitimidad opera como un criterio de reconocimiento de estatus normativo. La Constitución de 1980 no es reconocida ni respetada por todos los ciudadanos, puesto que como pueblo no decidió libremente su soberana voluntad constituyente sobre la forma y el modo de su existencia política. El poder constituyente que otorgó la actual Constitución residió formalmente en la Junta de Gobierno. Siendo así, este defecto en la creación de la Constitución de 1980 conlleva una desafección ciudadana hacia sus disposiciones que se ha ido acentuando con el transcurso del tiempo lo cual ha ido generando división antes que comunión. En definitiva, como pueblo no hemos podido hacer nuestra la actual Constitución.

2. Deficiencia democrática de sus contenidos

Esta crítica no desatiende el problema del origen. No obstante, también apela a que los contenidos y principios que inspiran la Constitución de 1980 serían antidemocráticos, no representativos y autoritarios. Hasta antes de las grandes reformas constitucionales de los años 1989 y 2005, esta crítica fue mucho más certera, puesto que éstas morigeraron algunos de los dispositivos constitucionales de control de la voluntad democrática y del auto-gobierno que recibieron la desaprobación más cáustica. Destacan aquí las críticas iniciadas por el “Grupo de los 24”[5] tanto al origen como a los contenidos de la Constitución de 1980; observaciones aplicables no solo a la Carta Fundamental en sí, sino también a algunas de sus leyes constitucionales. Estas críticas han sido complementadas y profundizadas por autores, entre otros, como Pablo Ruiz-Tagle[6], Javier Couso[7] y Francisco Zúñiga[8], en diversos y sucesivos trabajos.

En lo medular acusan que la Constitución actualmente vigente, pese a sus múltiples reformas, no ha logrado contrarrestar las consecuencias normativas de aquellos elementos de contenido impuestos por el diseño liberal-autoritario original, que impiden que la ciudadanía vea satisfechas pretensiones de justicia mediante la realización efectiva de sus derechos y que las decisiones de las mayorías políticas consoliden sus victorias en virtud de la aplicación del principio democrático.

Manifestaciones de la pervivencia del programa constitucional sociopolítico y económico impuesto por la dictadura cívico-militar que quedaron pendientes, post reformas de los años 1989 y 2005, serían los siguientes: el “techo ideológico” y la orientación “neoliberal-conservadora” del capítulo III de la Constitución sobre los derechos y deberes constitucionales, la mantención de las leyes supermayoritarias, la integración, designación y atribuciones del Tribunal Constitucional, el cesarismo presidencial y las exorbitantes potestades del Presidente de la República, la “jibarización” del Congreso Nacional y la ley en el sistema de fuentes, así como la existencia injustificada de órganos constitucionales como el Consejo de Seguridad Nacional y el capítulo sobre las Fuerzas Armadas, de Orden y Seguridad Pública.

3. El problema de los cerrojos o trampas

Esta crítica ha sido formulada por Fernando Atria en distintos trabajos[9]. De acuerdo al autor, la suma de una serie de dispositivos formales insertos estratégicamente en la Constitución de 1980 genera el efecto jurídico de neutralizar la agencia política del pueblo, es decir, impiden —parafraseando a Carl Schmitt— que el pueblo chileno elija por virtud de decisión propia el modo y la forma de su propia existencia. Aquello es así porque hay en la Constitución vigente “[…] un cúmulo de cerrojos que inmunizaban lo que para el proyecto político de la dictadura era importante: hacer imposible que dicho proyecto fuera afectado por decisiones políticas democráticas, salvo cuando se trataba de reformas o modificaciones que fueran aprobadas por los herederos de la dictadura […]”[10].

Estos “cerrojos” son los siguientes: i) la existencia de leyes orgánicas constitucionales; ii) el sistema electoral binominal[11] y; iii) la competencia preventiva del Tribunal Constitucional. Los efectos del funcionamiento conjunto de estos dispositivos de neutralización conllevan a la obstaculización del juego democrático. Esto es así porque impiden que la mayoría electoral se traduzca en mayoría parlamentaria (efecto del modelo electoral binominal). Al mismo tiempo, la leyes supermayoritarias exigen para aprobar nuevas leyes (o reformar las vigentes) quórums tan rígidos como los cuatro séptimos de los diputados o senadores en ejercicio, lo cual convierte en sumamente dificultoso la modificación de las leyes que regulan, por ejemplo, el sistema educativo.
Además de ello, el diseño competencial del Tribunal Constitucional permite la posibilidad de que una ley aprobada democráticamente por el Congreso Nacional no se convierta nunca en ley de la República al ejercer dicho tribunal su control preventivo. De ese modo, opera como una verdadera “tercera cámara”. Por último, habría un cuarto dispositivo o “metacerrojo” que protege los otros cerrojos. Estos serían los altos y exigentes quórums (dos tercios o tres quintos, según corresponda, de los senadores y diputados en ejercicio) para aprobar o rechazar un proyecto de ley que reforma la Constitución.

De acuerdo al autor, estos “cerrojos” o “trampas” le otorgan un poder de veto a la derecha pues se requiere de su concurrencia para aprobar reformas legales sustantivas y significativas. La situación es problemática porque en el desenvolvimiento del juego democrático opera el principio de la mayoría, no requiriéndose la anuencia del perdedor para implementar políticas públicas reformistas de quien gobierna democráticamente. El efecto neutralizador de las “trampas” se manifiesta en la manera en que la Constitución de 1980 anula y controla la efectividad de las decisiones democráticas. En concreto, lo decidido por la dictadura cívico-militar y su proyecto político es férreamente resguardado por sus herederos gracias a estos “cerrojos”.[12]

En definitiva, estos dispositivos dejan el proceso político en una situación de suma cero, ya que la ciudadanía no ve satisfechas sus pretensiones y termina frustrándose debido a la propia incapacidad de las mayorías de poder decidir sobre las reformas significativas (porque los cerrojos se fundamentan en el miedo a las mayorías). A su vez, el sistema político se asfixia y, peor que todo, la voluntad de las mayorías no se manifiesta porque lo decidido e impuesto por la dictadura —actualmente resguardado por la derecha— sigue regulando nuestras vida y perpetuando el statu quo.

Recapitulando, cabe preguntarse nuevamente, por qué cambiar la Constitución vigente.

Primero: porque su origen es ilegítimo y, mientras no sea corregido, seguirá siendo una cláusula políticamente falaz la declaración constitucional que afirma que Chile es una República democrática, dado que permanentemente se actualiza una decisión que niega el carácter soberano de la voluntad popular.

Segundo: porque su contenido petrifica el ideario de un determinado sector político y, en gran medida, las ideas medulares del régimen dictatorial de Augusto Pinochet, las cuales fueron fundamentadas en principios de un constitucionalismo neoliberal-autoritario. De esta forma se ha perpetuado, conforme a su diseño estructural, la hostilidad hacia las mayorías democráticas, en la medida que esta Constitución ha impedido que la ciudadanía pueda decidir por sí misma su propio destino.

En definitiva, como se sigue de lo previamente dicho, diversos sectores políticos, a lo largo de su historia, consecuentemente han planteado la necesidad política de dotarnos de una Constitución nacida en democracia y con raigambre popular; aquélla no es una exigencia exclusiva de  nuestros ideales, sino que abarca a todas las fuerzas genuinamente democráticas. Por ello, el desafío consiste en aunar los sectores políticos y sociales afines para llevar a cabo el cambio constitucional.

En la próxima columna daremos razones acerca de por qué es necesaria una nueva Constitución que posibilite la transformación social.

Fuente: Red Seca

¿Por Qué es Necesaria una Nueva Constitución? I: Antecedentes

Notas

[1]Flavio Quezada es abogado de la Universidad de Chile y profesor de derecho administrativo de la Universidad de Valparaíso.

[2] Palma (2008).

[3] Fuentes (2013)

[4] Jordán (2015).

[5] Véase Quinzio (2002).

[6] Cristi & Ruiz-Tagle (2006) y Ruiz-Tagle (2010) y (2011).

[7] Couso (2009), (2014) y (2015).

[8] Una compilación de sus trabajos sobre la temática puede consultarse en Zúñiga (2014).

[9] Véase Atria (2008), (2010) y especialmente Atria (2013).

[10] Atria (2013).

[11] Hay que prevenir que a la fecha de publicación de los textos del autor en análisis aún no se había publicado la Ley N° 20.840, de fecha 05 de mayo de 2015, que sustituyó el sistema electoral binominal por uno de carácter proporcional inclusivo y fortaleció la representatividad del Congreso Nacional. Esta ley se enmarca en el cumplimiento del programa propuesto a la ciudadanía por la Nueva Mayoría y su candidata Michelle Bachelet.

[12] Idém.

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