Si algo murió en las primarias presidenciales del domingo fue el viejo sueño de Andrés Allamand de encabezar una derecha liberal y moderna. Fue una ilusión persistente que acarició por más de 20 años, desde que decidió cruzar el Rubicón y firmar el Acuerdo Nacional con las fuerzas democráticas en agosto de 1985.
Desde entonces, Allamand se ha dado una y otra vez contra la pared —o para ser más precisa contra la derecha dura que aún añora a Pinochet— sin convencerse de que sus esfuerzos resultan vanos.
Una vez más se equivocó. No sólo parece haber derrumbado a Lawrence Golborne demasiado rápido sino que, además, fracasó rotundamente en su estrategia. ¿Cómo pensaba construir una derecha moderna si ni siquiera se atrevió a pronunciar la palabra dictadura a 40 años del golpe militar? Entre dos iguales, la gente se inclinó por el auténtico.
Quizás su estrategia debió ser exactamente la contraria: haber apostado en las primarias a ese centro liberal que está en uno de los márgenes de la Nueva Mayoría y haber obligado a la UDI a apoyarlo en noviembre. Pero no ocurrió así y, como nunca desde el retorno a la democracia, la UDI logró que el candidato de la derecha sea uno de sus dirigentes más emblemáticos.
Pablo Longueira siente en lo más profundo de sus convicciones la misión de defender la obra no de Pinochet sino de Jaime Guzmán, el verdadero ideólogo de la dictadura y creador de la llamada democracia protegida (por el sistema binominal y los quorum extremos para producir un cambio). Su principal objetivo será impedir las reformas profundas a la Constitución y al modelo político, económico y social que nos rige.
En la primaria de la oposición, Michelle Bachelet no sólo confirmó la popularidad que anunciaban las encuestas sino que volvió a reafirmar ese liderazgo que la elite política —incluyendo la más cercana a ella— sigue sin entender.
Bachelet salió airosa de los ataques implacables y sostenidos a su persona, a su gobierno, a sus anuncios programáticos. Ni siquiera las acusaciones y los intentos por llevarla a los tribunales a raíz del 27/F lograron debilitarla. Basta ver los resultados de las regiones del Maule y el Bío Bío —las más afectadas por el maremoto— en las cuales obtuvo más del 60 por ciento de los votos totales, es decir, considerando tanto los sufragios del oficialismo como de la Nueva Mayoría.
Aunque cueste creerlo, fueron varios los analistas y dirigentes políticos que atribuyeron la paliza de Bachelet a su simpatía, su carisma, su cercanía con la gente. Junto a estos atributos —sin duda indiscutibles— ¿habrá alguna posibilidad de que en su liderazgo también influyan sus ideas, sus propuestas, su visión del país, su experiencia como gobernante y como Directora de ONU-Mujer?
Sospecho que entre el millón y medio de personas que el domingo votó por Michelle Bachelet no son pocos los que deben haber escuchado su propuesta de reformar la Constitución, fortalecer una Educación Pública gratuita y de calidad, realizar una reforma tributaria, entre otras medidas. Seguramente la mayoría de estos ciudadanos y ciudadanas la sienten cercana y confían en ella, pero si sus propuestas para el país no estuvieran en sintonía con sus propias aspiraciones, esos votantes hubieran optado por otro candidato o simplemente no se hubieran molestado en ir a votar.
La ex Presidenta no parece marearse con el éxito y suele ser extremadamente realista. Junto con reconocer el triunfo, dejó en claro que la elección de noviembre no está ganada y que el trabajo para llegar a La Moneda será duro. Ese no era sólo un mensaje para sus adherentes sino, sobre todo, un recado para los partidos de la Nueva Mayoría.
El liderazgo de Bachelet está muy lejos de aquel liderazgo patriarcal que golpea la mesa y habla duro para que se le obedezca. Por eso desconcierta, porque pretende guiar sin autoritarismo, simplemente expresando lo que piensa y necesita, convencida que esto debe bastar para que sus pares comprendan y actúen en consecuencia.
Es un liderazgo horizontal, propio de los tiempos que vivimos, en que todos somos iguales en las redes sociales, que ningún mensaje tiene más de 140 caracteres en twiter, sin importar que lo escriba un sabio, un rico o un poderoso. Así lo hizo cuando planteó que debían hacerse primarias legales para definir candidatos al Parlamento y cuando sostuvo que jóvenes como Camila Vallejos y Giorgio Jackson debían estar dentro de la Nueva Mayoría.
Ya sabemos que los dirigentes partidistas no afinaron bien el oído. O como nadie golpeó la mesa, quizás pensaron que no era tan relevante lo que decía la candidata. Pero esto fue antes de las primarias. El millón de votos que ahora respalda sus dichos es probable que los haga más claros y audibles.
Lo primero que habría que escuchar es que —como lo ha repetido hasta el cansancio— para llevar adelante las reformas que está prometiendo al país, Bachelet necesita un Parlamento que la respalde. Las listas parlamentarias aún no están cerradas, por lo tanto, todo se puede revisar, ajustar, modificar. Los senadores y diputados de la Nueva Mayoría deben superar en número a los que hoy tiene la Concertación y el Partido Comunista.
Pero, además, tendrán que estar fuertemente comprometidos con la futura Presidenta para darle gobernabilidad al país, concretando las reformas urgentes que Chile requiere para crecer con más igualdad e integración social. De no ser así, de qué sirve la sorpresa de las primarias, con más de tres millones de votantes voluntarios y una líder tanto o más fuerte que cualquiera de los grandes de nuestra historia.
De las elecciones parlamentarias dependerá el rumbo que tome el país en los próximos años. Allí se dará la gran batalla. Bien lo sabe Pablo Longueira y la UDI que, más allá de los deseos de mantenerse en La Moneda, se jugarán por entero en el Congreso porque es allí donde rendirán homenaje a Jaime Guzmán. Bien lo sabe también Michelle Bachelet. Ojalá los dirigentes de la Nueva Mayoría, especialmente los actuales parlamentarios, miren más allá de los asientos que ya tienen y buscan mantener.
Fuente: El Mostrador