viernes, noviembre 22, 2024
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Miento, Luego Existo

Conocí a Raymond Redd hace unos diez años en la ciudad de Glasgow, Escocia. Estaba yo desayunando en un bar cuando el hombre se acercó a mi mesa preguntándome si estaba dispuesto a compartirla. Dado que el lugar se encontraba muy concurrido y no ofrecía un solo lugar disponible, no tuve más remedio que aceptarlo como compañero casual.

Alto, delgado, de unos cincuenta años, canoso y vistiendo un traje beige bastante gastado, el caballero se mostró sociable y muy educado. Pidió un café y trató de no interferir en la lectura del periódico que me mantenía ocupado. Por cuestiones de cortesía pensé que sería un gesto obligado dirigirle al menos una palabra.

– Hace frío ¿verdad?

– Sí. ¿Usted no es escocés, verdad? –preguntó. Supongo que para demostrarme que él también era cortés.

– No. Estoy de paso. Mañana vuelvo a mi país.

Así, intercambiando pequeñas frases que luego se fueron extendiendo, Redd se presentó como profesor de filosofía a cargo de una cátedra en la universidad. Su aspecto no desentonaba con su profesión, pensé.

Después de terminado el desayuno, el hombre se puso de pie y antes de despedirse me preguntó si quería presenciar su clase, si quería acompañarlo.

– Hoy es el primer día. Me gustaría que me acompañe y cuando termine con la clase puedo llevarlo a conocer algunos sitios interesantes de mi viejo Glasgow.

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Dudé, pero luego decidí aceptar. Debía esperar a la noche para viajar y pensaba hacer tiempo en quehaceres turísticos, pensar en eso guiado por un nativo me pareció más estimulante que deambular en soledad por calles que no conocía.

Salimos juntos del bar. Yo gentilmente pagué la cuenta y él me agradeció con la promesa de invitarme luego con un auténtico whisky del país. Tomamos un ómnibus hasta las puertas de la universidad; un majestuoso edificio con aire de castillo medieval y grandes caminos de roca que unían los edificios con el bloque principal. Me contó de un tal Thomas Redd y deduje, por el apellido, que sería algún pariente del cual se sentía orgulloso. Caminamos, él hablaba de su pasión por la enseñanza, de su pasión por la filosofía y en un tono más informal, de su pasión por el Glasgow Celtic. Fuimos por los pasillos; yo lo seguía. Él, con andar pausado, iba revisando las aulas hasta que dijo “es aquí”.

El aula estaba repleta de estudiantes que murmuraban hasta que él hizo su entrada. Yo lo seguí y me ubiqué en la parte más alta del estrado en uno de los pocos lugares que quedaban libres. Los mil ojos que se encontraban allí se concentraron en su figura que, cruzando las manos a sus espaldas, comenzó a hablar al frente de la clase.

– Muy bien –dijo–. Bienvenidos.

El silencio fue total, sólo algunas sonrisas complacientes ante la presencia de quien dirigiría la reunión. Redd comenzó a hablar, a modo de introducción, sobre la historia de su vida. Las hojas comenzaron a llenarse de apuntes, algunos con mayor capacidad de síntesis que otros.

Pasaron no más de diez minutos y un hombre se presentó en el salón con dos encargados de seguridad.

– Redd, por favor –dijo el hombre mientras los agentes lo invitaban a retirarse.

Los alumnos quedaron boquiabiertos. Redd se opuso, pero fue rápidamente persuadido por los uniformados. El hombre que los comandaba quedó al frente del aula y se presentó como el rector de la universidad.

– Lamento lo sucedido. Este hombre se escapó de un manicomio y suele hacernos cosas como esta cada vez que logra escaparse. El profesor a cargo está por llegar; les ruego sepan esperar en orden.

El bullicio creció y el alumnado se sintió molesto, sobre todo los que más habían llenado sus cuadernos con las cosas que Redd estaba diciendo. Hubo carcajadas, indignación y todo tipo de comentarios. Nadie se atrevió a reconocer que lo que Redd estaba diciendo era interesante.

Yo abandoné el aula y, por más que lo intenté, no pude dar con Redd. Uno de los profesores me explicó que el hombre había sido alumno de la institución y que por vaya uno a saber qué causa un día fue necesario internarlo.

Me hubiera gustado quedarme, pero tuve que partir ese mismo día. Me hubiera gustado que un loco hubiese sido mi guía por las calles de Glasgow, supongo que hubiese conocido cosas que jamás conoceré. Me hubiera gustado que alguien hubiese conservado los apuntes de aquellos minutos de clase, pues realmente habían sido interesantes a pesar de que no formaban parte del programa.

Me hubiera gustado saber si alguno de aquellos alumnos dudó, a partir de entonces, de que la escena se repitiese, no sólo cuando llegó el “verdadero” profesor de la clase, sino cada vez que debieran enfrentarse a alguien por primera vez.

Por mi parte, agradezco a Redd la enseñanza.

Desde entonces, sólo presto atención a quienes me aseguran que la merecen.

Fuente: El Adversario

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