La decisión del presidente estadunidense, Donald Trump, de firmar una orden ejecutiva que pone fin a la separación de menores migrantes de sus padres y acompañantes adultos debe verse como un primer éxito de la presión mundial sobre el tempestuoso mandatario republicano.
Este, con el pretexto de una tolerancia cero al ingreso de extranjeros indocumentados a su país había ordenado tales separaciones como una forma de disuadir a quienes tratan de adentrarse en el territorio de la superpotencia en busca de trabajo, de sobrevivencia o de mejores horizontes de vida.
Como se recordará, desde abril pasado las autoridades de Washington empezaron a aplicar esa práctica –denunciada por inhumana, cruel y contraria a los derechos humanos por gobiernos, organismos internacionales y organizaciones sociales de múltiples países, así como por sectores y voces acreditadas de la propia sociedad estadunidense– desde abril pasado, como se ha venido reportando en las páginas de este diario.
Con su implantación Trump buscaba presionar a la oposición demócrata en el Capitolio para forzarla a liberar recursos para la construcción del muro que quiere edificar en la frontera común con México y a aceptar una legislación migratoria aún más despiadada que la que está vigente.
Como medida adicional de chantaje, el magnate republicano dejó en la total desprotección legal a los llamados dreamers, indocumentados que llegaron de bebés o niños a territorio de Estados Unidos, que han hecho ya su vida en ese país y que, sin embargo, carecen de autorización para permanecer en él.
La orden ejecutiva firmada ayer no suaviza la brutal criminalización de los indocumentados ni implica posibilidad alguna de que los menores y adultos detenidos en los campos de internamiento puedan permanecer en el país. Simplemente, pone fin a las separaciones familiares, cuyas escenas gestaron un amplio consenso en contra de Trump en la propia clase política estadunidense, incluidos muchos de sus correligionarios republicanos que se mostraron escandalizados por la inaudita saña antimigrante.
Pero en términos políticos representa una circunstancia inédita en la carrera política del actual ocupante de la Casa Blanca, pues se vio forzado a recular sin ambigüedad en una determinación asumida. Y ello, sumado al fin del sufrimiento familiar de miles de personas, constituye un éxito para todas las personas de buena voluntad, estadunidenses o no, que ven en el presidente republicano a un enemigo acérrimo de la legalidad, la ética, la convivencia pacífica, los valores democráticos y las libertades.
Por lo demás, el escándalo de los menores separados de sus familias hizo pasar a segundo plano un hecho igualmente grave y ominoso: la salida del gobierno estadunidense del Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas, instancia a la que la representante de Washington ante la ONU, Nikki Haley, llamó hipócrita, egoísta y una cloaca de prejuicios políticos. La prepotencia y la insolencia de tales términos dejó en claro la percepción que impera en la administración Trump de los derechos humanos; un dato que, cotejado con el inmenso poderío y la proyección mundial de Washington, es para quitar el sueño.
Fuente: La Jornada
Niños como Perros
por David Torres (*)
Lo que le pierde a Trump son las formas. Deportar inmigrantes ilegales por millares está muy feo, por eso lo mejor que se puede pedir en estos casos es discreción y formalidad, como hacía Obama, que deportó más gente que cualquier otro presidente norteamericano en las últimas tres décadas, e incluso que todos los demás juntos, pero parecía que nunca hubiera roto un plato. Obama deportaba medio millón de inmigrantes y ni rompía a sudar el tío. Es más, a veces, con su pinta de cantor de jazz, parecía que el deportado era él, no se sabía si desde Hawai o desde Estocolmo, donde tendría que ir a revender el premio Nobel de la Paz que le dieron y devolver el importe íntegro del premio, ya que está sin usar. Trump, en cambio, se pone a vocear y a hacer el gilipollas, y claro, llama la atención.
Esta semana han salido a la luz ciertos detalles de la política migratoria de Estados Unidos, en concreto, las jaulas de aislamiento donde encierran a los niños separados de sus padres en la instalación “Úrsula” de Texas, un lugar infame al que por algo llaman “la Perrera” y que recuerda a los presos hacinados en el Granero de la comisaría de Farmington, en la teleserie The Shield. Las fotos han cabreado mucho al tipo que le escribía los discursos a Obama, Jon Favreau; al redactor jefe de The New York Times Magazine, Jake Silverstein; a la reportera de la CNN, Hadas Gold; y a un montón de gente importante e informada, de manera que las imágenes están dando la vuelta al mundo para que hasta el último ser humano con una pizca de sensibilidad se dé cuenta de la clase de canalla que es Trump.
Lo malo es que, entre las fotos actuales, se han colado algunas de 2014, cuando gobernaba Obama, y resulta que las jaulas, las penosas condiciones de reclusión e incluso los niños detenidos son bastante parecidos a los que hay ahora esperando en la zona del control de aduanas de la frontera mexicana. Unos cuantos curiosos, bastante impertinentes, han preguntado a Gold, a Silverstein y a Favreau por qué no se echaron las manos a la cabeza entonces, cuando los niños arrancados de sus padres los arrancaba Obama y no Trump, y no han obtenido más contestación que un carraspeo, un silbido y un vaya, qué calor hace.
No obstante, la respuesta está muy clara. El problema no son los niños hacinados como pollos, ni los emigrantes ilegales, ni las leyes inhumanas, ni las jaulas para perros: el problema es Trump. Si Donald Trump no tuviese ese bronceado de aperol ni ese pelo de cástor y además supiese bailar, se le perdonaría cualquier cosa, como se le perdonan a Obama sus muchos y sanguinarios pecados. Un golpe de estado en Honduras, una Libia desmembrada, un Guantánamo en funciones o un Yemen hecho mierda. Pero es que Trump va y le dice al presidente japonés, en plena cumbre del G7 en Canadá, que le va a enviar 25 millones de mexicanos por mensajería, para desequilibrar el mercado de mariachis, y claro, así no se hacen las cosas. Tú puedes meter a dos mil o tres mil niños en jaulas y devolverlos a su país a patadas, pero sin vacilar y haciendo como que te quita el sueño por las noches. Yes, we can.
Las formas lo son todo. Recuerdo una noche en que intentaba entrar a una discoteca y el portero, que bien podía ser islandés, me dijo que con esos calcetines blancos no podía dejarme pasar. Yo le señalé al tipo que caminaba ya hacia la barra, con su flequillo airoso, su jersey cruzado sobre el pecho, sus mocasines de cuero y sus calcetines blancos destellando bajo unos pantalones pesqueros. “Pero usted no es él” replicó el portero con una lógica irrefutable y no poco kafkiana. Me sentí un poco negro, como Trump al lado de Obama. En una de las fotos publicadas esta semana se especifica que los niños llorando tras los barrotes son hondureños. Estaría bien preguntarles a Obama y a Hillary Clinton por qué.
(*) Escritor español, columnista habitual del diario Público.es.
Fuente: Público
Subcontratar campos de concentración
por Juan Carlos Escudier
Europa le ha cogido gusto a eso de montar campos de concentración y, tras el precedente de Turquía, a la que se entregaron miles de millones para hacer de su territorio un remedo de gulag y rechazar cualquier petición de asilo, ha esbozado un plan para crear “plataformas regionales de desembarco” en África, y que experiencias como la del Aquarius, que demostraron la catadura neofascista de algunos gobiernos, singularmente del italiano, no vuelvan a repetirse.
En los últimos tiempos todas las grandes ideas que nacen en este democrático y solidario club para afrontar los flujos migratorios que llegan a sus puertas tienen un tufo bastante nazi, en la medida en que contribuyen a exterminar los grandes principios y valores que teóricamente inspiraron la construcción europea. La que ahora está sobre la mesa es singularmente vergonzante: montar campamentos en el Mediterráneo, pero en la orilla de enfrente, para que resulten más sencillas las deportaciones en masa.
De esta manera, si un barco como el Aquarius salva a centenares de personas en alta mar de una muerte segura habría de poner rumbo hacia las costas africanas para desembarcar allí a los náufragos, donde previamente la UE habrá establecido campos de confinamiento en los que se estudiarían caso por caso las peticiones de asilo y se pondría de patitas en el desierto a los que se supusiera inmigrantes económicos a los que nadie persigue salvo el hambre y la miseria.
Persuadir a los socios de la UE para fomentar el crecimiento económico de los países de origen, donde algunos de ellos siguen actuando como potencias coloniales, casi ni se plantea, pero convencerles de poner dinero para levantar vallas, poner puertas al mar o subcontratar carceleros resulta de lo más sencillo. Para esta última función se ha pensado en Túnez, con la que probablemente se utilizará la chequera siguiendo el modelo turco, y en Libia, ese estado fallido desde el derrocamiento de Gadafi donde campan guerrillas de signo diverso y la vida, literalmente, no tiene precio.
Según los esbozos iniciales, los humanitarios campos de concentración europeos en África serían, en principio, gestionados por la UE ya que en el caso libio alguien podría comparar el acarreamiento con el que experimentan las reses camino del matadero. Es de suponer que a la menor oportunidad se pase a la fase dos de la subcontrata y se confíe íntegramente la tarea a los países receptores, para lo que sólo sería necesario entornar los ojos o mirar para otro lado.
Paralelamente, el napoleoncito francés y la institutriz alemana se ponían este martes de acuerdo en una propuesta que compartirán con sus colegas, según la cual se impedirá a los inmigrantes pedir asilo en países distintos a los que accedieron a la UE, algo que evitará ‘contaminaciones raciales’ a los amantes del color blanco de Austria, Dinamarca y Hungría, y que salva el trasero a Merkel, a quien sus aliados bávaros o bárbaros, que tanto monta, consideran una hermanita de la caridad con los inmigrantes.
No es que Europa se niegue a sí misma, como alguna vez se ha apuntado aquí; es que lo del respeto a la dignidad de las personas y a los derechos humanos que proclama en su frontispicio suena a broma de mal gusto. Lavar las conciencias sale barato: basta con entregar 50.000 euros al año del Premio Sajarov a algún activista o líder de minorías que haya salido en la prensa y sigamos eliminando trabas a los movimientos de capitales que tienen prisa.
Pedro Sánchez y su Gobierno tienen la oportunidad de demostrar en la cumbre de finales de este mes que la acogida al Aquarius no fue sólo una gigantesca operación de imagen y que delimitar las fronteras con cuchillas o con pelotas de goma para advertir a los inmigrantes que llegan a nado a Ceuta de que preparen el pasaporte ya no se estila desde que Fernández Díaz dejó de rezar en el Ministerio.
Veremos.
Fuente: Público