Cuando el planeta Tierra se convierte en el enemigo a vencer por la Humanidad, quedamos atrapados en una guerra ecológica que destruye los recursos naturales de nuestros territorios. Así, cada gota de sangre que carcome la semilla fértil del verdoso pasto, va dejando crecer la mala hierba que envenena los sueños orgánicos cultivados por los campesinos, y los transforma en una máquina de pesadillas para el beneficio económico de las multinacionales.
Dicen que nada es gratis en la vida. Todo tiene un precio que nunca pondera el costoso daño ambiental que estamos perpetrando a escala global. El sol lo aclara y la luna lo oscurece. No obstante, la Naturaleza siempre paga las consecuencias del caótico proceso de industrialización del siglo XXI, que nos mantiene inmersos en un gigantesco ecocidio por descubrir. Las amargas experiencias se originan con la histórica deforestación de los bosques para colonizar el trono del rey, pasando por los salvajes derrames petroleros que yacen en las costas de los océanos, y llegando hasta el siniestro cultivo de transgénicos que florece en un matorral de ignorancia.
Precisamente, lo transgénico se refiere a un organismo vivo al que se le agregan genes exógenos para modificarlo, y así alcanzar nuevas propiedades que no fueron desarrolladas naturalmente. De allí, que los alimentos transgénicos emplean la ingeniería genética, vista como la tecnología que se encarga de controlar, manipular y transferir el ADN de un organismo a otro, con el fin de crear nuevas especies y fabricar distintos compuestos. De tales alteraciones químicas, se produce el maíz y la soja transgénica que muchísimas personas están dispuestas a consumir, sin medir el nefasto riesgo para la salud humana.
Vemos que el alimento transgénico es la galleta de la fortuna para quienes desean aniquilar el destino de la Pachamama, predicando el verbo de la codicia que castiga la mente y el corazón de sus irracionales hijos bastardos. No hay duda que el Mundo se transformó en una cosa plástica, superficial y muy inconformista. Parece que lo natural ya no es valor suficiente para que la gente disfrute de las infinitas bondades que atesoran las legumbres, las frutas y los cereales cosechados con el amor y la dedicación de labrar la tierra que los alimenta.
Por el contrario, ahora la pureza que brota en una bella semilla de maíz orgánico, debe ser inyectada con un vendaval de sustancias químicas tóxicas, que se ocultan en la raíz de una jeringa llena de violencia transgénica. Cada día sentimos los efectos secundarios que provoca la punzante aguja de los laboratorios, en el perturbado organismo que corrompe el discernir de la Sociedad Moderna, lo que se traduce en cáncer, alergias, tumoraciones, afecciones en el hígado, en los riñones y en los tejidos intestinales, disminución de la capacidad de fertilidad y malformaciones congénitas.
Nos preguntamos ¿Quién es el principal responsable de toda la destrucción socio-ambiental vislumbrada? Obviamente, cuando se trata de jugar con la vida de las personas a cambio de recibir maldito dinero, siempre aparece el infernal sombrero del Tío Sam, personificado en esta oportunidad por la errante transnacional llamada Monsanto, que desde el año 1901 viene cumpliendo al pie de la letra con la gran misión encomendada por su maestro yanqui, basada en destruir el equilibrio ecológico del planeta Tierra, y crear una irreparable crisis ambiental en la que pagarán almas justas por ciervos pecadores.
La despiadada empresa estadounidense Monsanto, viene desertificando los suelos y vendiendo basura transgénica a la población global, utilizando las clásicas tácticas de persuasión americana que nacen del chantaje, del soborno y de la corrupción compartida entre los gobiernos, la banca pública y el sector privado. Todo conspira a favor de lo malsano, porque es un vil reflejo de la realidad social que cotejamos en las calles. El resultado de esa momentánea aberración, se visualiza con la venta libre de los alimentos transgénicos en los supermercados, gracias a las campañas de marketing en la TV que obligan a consumir esos bodrios comerciales.
Aunque existen miles de denuncias y demandas a nivel mundial, para erradicar la venta de los peligrosos alimentos transgénicos, no contamos con el apoyo altruista de la colectividad, que es la única fuerza capaz de terminar con el sucio juego capitalista orquestado por los entes judiciales, que desacreditan la mayoría de los recursos penales en contra de las transnacionales, y posibilitan el expendio de sus semillas transgénicas, híbridas y suicidas a los apáticos consumidores. Lo más triste, es que muchas naciones latinoamericanas sin importar la tendencia política de izquierda o derecha, están permitiendo que Monsanto y sus filiales regionales invadan cada rincón de la geografía continental, siendo una grave amenaza para la soberanía alimentaria de los pueblos, que repercute negativamente en el modo de vida de la ciudadanía.
Las transnacionales se aprovechan del desconocimiento de los consumidores, quienes compran a ciegas los alimentos y nunca se preocupan en leer los ingredientes que lo conforman. Lo peor, es que NO existe un marco legal coercitivo a nivel internacional que obligue a colocar “Modificado Genéticamente” o frases similares en la etiqueta que identifica al producto transgénico. El libre albedrío de las empresas que fabrican los alimentos modificados, es auspiciado por los gobiernos de turno que se convirtieron en los grandes cómplices de las transnacionales, por lo que sus dueños tienen la potestad de ocultar cualquier dato nutricional que complique la venta del transgénico, porque saben que la gente se asustaría y jamás compraría un producto lleno de químicos en su composición.
Tan sólo hay que colocar una apetitosa soya, una detallada mazorca o un simpático eucalipto en el centro del colorido envase, para que la gente adquiera con premura el divertido producto, sin cuestionar en absoluto el origen de los ingredientes. Ellos creen alimentarse de la soya, del maíz y del eucalipto, pero realmente están comiendo una serie de organismos genéticamente modificados (OGM), que destruyen la salud de las personas, fecundando la adicción a las sustancias químicas del transgénico, y aumentando el rechazo a consumir alimentos naturales.
Entre salsas, aceites vegetales, harinas, sopas en polvo, mariscos enlatados, yogures, mermeladas, panes, salchichas y cervezas, cada vez son más los alimentos transgénicos que se venden al mayor y detal, pese a que no existe la debida advertencia gráfica para que el consumidor final decida comprar o evitar el producto. Queda claro, que la eterna pasividad de los compradores, es el mejor antídoto para Monsanto y su pandilla de moscas americanas, buscando mantener la oferta y la demanda de los transgénicos, que siguen torturando el bienestar del cuerpo humano y esclavizando los linderos de la sensatez.
Sin embargo, las personas no se imaginan el macabro negocio que hay detrás de su majestad estadounidense. El inconveniente supera la contaminación ambiental provocada por la alteración de las condiciones de los ecosistemas, y va más allá del trágico despojo de las tierras que por derecho les pertenecen a los campesinos. Es consabido que el propósito final de Monsanto, Syngenta, Cargill, Bayer, DuPont, Dow y Basf, será prohibirle a la sociedad civil el desarrollo de la horticultura orgánica en sus hogares, y obligarán a que la ciudadanía compre la semilla transgénica en sus centros autorizados de venta.
¿Te imaginas tener que pagar un impuesto por sembrar un simple tomate en el jardín de tu casa? Piensa que tu abuelo podría ir a la cárcel, si se atreve a plantar un árbol de aguacate, sin pedirle permiso a las mafias burocráticas que poseen la patente de la semilla. Aunque parezca insólito, ese apocalíptico día está mucho más cerca que la luz del próximo amanecer. Es escalofriante apreciar el grado de miseria espiritual que ostentan los seres humanos, en su perverso intento de adueñarse de los recursos naturales y convertir al planeta Tierra en una mercancía de consumo masivo.
Muchas familias humildes que encontraron en la agricultura de bajo impacto un método de subsistencia para salir adelante, están perdiendo sus cosechas por la embestida de Monsanto y sus aliados comerciales, que no respetan el fundamentalismo del comercio justo y priorizan el maquiavélico criterio de ganar, justificando el fin por el medio para conseguirlo. Esa perversa afirmación, se demuestra con el desmesurado uso de herbicidas, insecticidas, pesticidas y equipos de fumigación que utiliza la empresa Monsanto para proteger sus plantaciones transgénicas, mientras va acelerando la tala indiscriminada de árboles, el desmonte progresivo de áreas verdes protegidas, la sedimentación de los cuerpos de agua, la extinción de la flora y la fauna autóctona, la aparición de maleza invasora y la acumulación en los suelos de la Bacillus Thuringiensis.
La clásica unipolaridad que proyecta el capitalismo del siglo XXI, se evidencia fácilmente en el modus operandi de las trasnacionales como Monsanto, Shell, Coca Cola, Nestlé, Oxitec y Bayer, que jamás comprenden el significado de la integridad moral, del respeto ambiental y de la ética corporativa. El resultado de una mala praxis ecológica, es constatable con el futuro uso de abejas robóticas hechas de titanio y plástico, que se encargarán de polinizar los campos transgénicos de Monsanto, imitando la biomecánica y el orden social provisto por las casi extintas abejas naturales, que ya no saben distinguir entre la miel de la vida y el Roundup de la muerte.
No olvidemos, que Monsanto es una proveedora de productos químicos para la agricultura, que logró extrapolar sus engendros comerciales hasta los cimientos de la carrera armamentista y belicista de la nación estadounidense. Recuerda que la mencionada transnacional estuvo involucrada en horribles delitos de lesa humanidad, como el demoledor Agente Naranja que devastó a Vietnam, la brutal Bomba Atómica que detonó en suelo nipón, y en la fabricación de aberraciones neurotóxicas (bifenilos policlorados, el aspartamo y el insecticida DDT). Toda la espeluznante seguidilla de catástrofes humanas ocasionadas por la no misericordia de Monsanto, todavía está produciendo la muerte de inocentes víctimas que se toparon con el rostro de la maldad.
Por desgracia, sabemos que los faroles latinoamericanos revientan dentro de un proceso de Transculturación, que rechaza su propia idiosincrasia y endiosa cualquier cosa que venga del extranjero. Es complejo que la gente entienda el problema holístico que estamos analizando, y se preocupe en tener la voluntad de enfrentarlo. Dicha situación, fomenta un estado de impunidad ambiental en las comunidades, debido a la falta de compromiso social y mancomunidad entre los actores públicos, lo cual perjudica la labor conservacionista que intenta preservar los entornos que albergamos.
En paralelo, los pueblos originarios se llevan la peor parte de la destrucción ambiental causada por la deforestación, el narcotráfico y los cultivos transgénicos. El calvario de las etnias que viven en zonas rurales de Paraguay, Honduras, Colombia,México, Brasil, Perú, Argentina y Guatemala, es el cruel espejo de la grandísima injusticia social que padece el planeta. A las infernales trasnacionales, no les importa cercenar los derechos humanos de nuestros hermanos indígenas y acabar con el legado cultural de sus ancestrales territorios. Ellos sólo piensan en expandir la criminal frontera agrícola, practicando la longeva técnica del genocidio que asegura mayores ingresos financieros para los latifundistas, los empresarios y los sicarios.
Además, el percance de los monocultivos se agrava debido a que en Latinoamérica está aumentando la siembra de soja y maíz transgénico a un ritmo frenético, vulnerando los milenarios paisajes que aguardan toda la sabiduría de Gaia. Ahora es más rentable declarar por capricho “territorio libre de transgénicos” a muchas localidades latinoamericanas, para que la falsedad de los gobiernos cristalicen acuerdos comerciales, logren paquetes de incentivo turístico y compren los votos en las elecciones del domingo. Entre la biotecnología y el agro-negocio, la funesta historia de invasión transgénica abarca a la región de Araucanía, a la Colonia del Sacramento, al Gran Chaco, a la Amazonía carioca, al Valle del Cauca, a Ituzaingó y a la Mata Atlántica, donde se hipotecan los recursos naturales, y se resiente el gran ecocidio maquinado por los tentáculos del glifosato.
Ya pasaron más de 110 años desde la siniestra aparición de Monsanto, y demostramos que sus enfermizos planes conspirativos globales, continúan destruyendo la paz del Medio Ambiente en un abrir y cerrar de ojos.
Las transnacionales son una gran amenaza latente para salvaguardar la soberanía territorial, alimentaria y cultural de nuestros pueblos latinoamericanos, donde se han sembrado cultivos transgénicos en más de 50 millones de hectáreas, que enfatizan la paradoja del ecocidio anunciado.
Quizás debemos crear nuevos Seres Humanos Transgénicos, para inyectarles una gran dosis de pacifismo, tolerancia y hermandad. Son tres valores imposibles de rescatar en un Mundo lleno de la guerra mediática, del odio desmedido y de la sed de venganza. Queremos una Sociedad Moderna Transgénica, que tenga un poquito de conciencia social en su ADN, y no se quede callada ante los sangrientos conflictos armados que manchan al orbe. Tan sólo deseamos un Planeta Tierra Transgénico, que se vuelva inmune a la endemoniada presencia del Dios Dinero, y perdone esas legendarias heridas que tardarán siglos en cicatrizar.
No es suficiente con que usted y yo reflexionemos al respecto, porque lo importante es difundir el material informativo presentado a toda la ciudadanía. Es prioritario seguir con el activismo de calle, y lograr que nuestros amigos, vecinos, colegas y familiares, se atrevan a escuchar la verdad detrás de los cultivos transgénicos. Ellos son quienes pueden generar el cambio positivo a favor de la Humanidad, y enclavar el desarrollo ecológicamente sostenible y sustentable de nuestros pueblos. No hay duda que lo transgénico nunca será la respuesta, y lo natural siempre será lo mejor.
Fuente: Ekología