Hace pocas semanas desembarcó en las carteleras la película “La gran apuesta”, el reverso de la moneda de “La ley del mercado”. Con grandilocuencia y un lujoso elenco hollywoodiense, “La gran apuesta” mostraba mediante humor negro los orígenes de la crisis económica, empleando un acercamiento macroscópico para explorar la esperpéntica maquinaria de los mercados financieros estadounidenses y la burbuja de las hipotecas subprime.
“La ley del mercado” muestra el final en la reacción en cadena causada por la implosión financiera, un retrato alejado de la cúspide bancaria y enfocado en la base de la pirámide.
Es la sobria antítesis de “La gran apuesta”, un drama social centrado en un solo personaje, un trabajador francés que como muchos otros ha perdido su empleo, una película contenida, humana y demasiado real.
El protagonista de la “Ley del mercado”, Thierry, es un padre de familia de cincuenta años, quien tiene a su cargo un hijo que requiere cuidados especiales. Thierry es un personaje concreto pero en realidad es representativo de muchos, un prototipo del trabajador despedido con el cierre de la fabrica en la que trabajó durante años.
Es un buen hombre cuya única contribución a la ley del mercado ha sido trabajar, comprar al igual que muchas familias un piso con una hipoteca asumible en su momento y, además, permitirse el pequeño lujo de tener una caravana en un camping de la costa donde poder disfrutar de sus vacaciones.
Thierry es el hombre de a pie, el eslabón más débil de la cadena productiva y quien, incluso una vez ya lo han roto, sigue recibiendo golpes, pequeñas humillaciones y presiones mientras intenta levantarse y mantenerse en pie.
La forma en la que el director Stéphane Brizé (“Mademoiselle Chambon”) ha decidido plasmarlo en pantalla recuerda al cine de los hermanos Dardenne por su naturalismo cercano al drama documental, donde la aparente posición casual de la cámara en cada escena no hace más que incrementar el verismo de los momentos que muestra.
“La ley del mercado” contiene una puesta en escena basada en la contención y la sobriedad, sin grandes dramatismos ni diálogos reveladores, y sin tampoco tener la necesidad de construir una tensión narrativa que busque un clímax. Al contrario, las escenas se encadenan completando el mosaico de la vida de su protagonista, donde cada una de estas secuencias se presenta como una vivencia real de sus días, siendo momentos en los que reverbera el peso de muchos años pasados.
Desde un punto de vista narrativo, cada escena, se alarga más de lo que es estrictamente necesario. Esta decisión aletarga el ritmo de la película y le da un tono apagado pero, desde un punto de vista emocional, crea un efecto de gran calado.
Gracias a que en cada situación se dejan correr los minutos, el espectador tiene el tiempo suficiente para franquear la frontera de la ficción y cruzar un umbral emocional, percibiendo como vividas no sólo las experiencias del protagonista sino también las de otros personajes que, al igual que él, intentan salir adelante.
Se crea así un nivel de identificación y empatía que permite al espectador sentir las historias con enorme fuerza más allá de la simple verosimilitud, incluso experimentarlas con mayor intensidad que la propia mesura con la que se viven en pantalla.
Esta apuesta de su director tenía el riesgo de caer en el tedio. Para evitarlo se requería un actor con unas cualidades especiales, capaz de extraer el humanismo de cada emoción sin apenas mover un músculo.
Vincent Lindon (“Welcome”), intérprete con quien el director del filme ha trabajado en sus últimos tres largometrajes, lo consigue con una lograda naturalidad. La cámara apenas se separa de él y su rostro, espejo sobre el que se refleja todo el peso de las emociones, sobre el que se palpa la condescendencia inexcusable de algunas miradas.
Su trabajo es impecable, su actuación perfectamente medida, y su presencia hace que el filme sea completamente absorbente. La capacidad para transmitir y emocionar que posee su controlada actuación le ha valido el premio como mejor actor en el festival de Cannes y una nueva nominación, sumando la sexta de su carrera, en la misma categoría de los premios César franceses.
Durante la primera parte del metraje, la película parece preguntarle a Thierry qué está dispuesto a aceptar por lograr un empleo. Sin embargo, la respuesta a esta pregunta sigue sin llegar a mitad de película, cuando Thierry consigue un puesto en un supermercado.
El drama que muestra el filme no se limita al desempleo ni a la búsqueda de un trabajo por malas que sean las condiciones laborales que ofrece. La película sigue preguntándole lo mismo cuando su situación se estabiliza, volviéndole a interpelar acerca de qué está dispuesto a aguantar por un empleo.
La respuesta no es catártica en el sentido de las tragedias griegas. Los clásicos veían en la catarsis una purificación emocional, corporal y espiritual, la culminación dentro de una forma de aprendizaje como era el teatro donde a través del miedo y la compasión por los personajes en escena el espectador aprendía la enseñanza contenida en la tragedia.
Para el espectador de “La ley del mercado” no hay revelación última, ni posibilidad de purificación cuando uno asiste al despliegue anímico.
El espectador no puede aprender de la experiencia del protagonista porque éste no ha cometido ningún error, nada de lo que le sucede es culpa suya, y sabe que la posibilidad de vivir lo mismo no está en sus manos.
“La ley del mercado” enseña, pero en su connotación de mostrar.
El filme sí está lleno de dos elementos de las tragedias griegas, necesarios para generar una catarsis en el espectador: el miedo y la compasión por Thierry. Y es que “La ley del mercado” no es un mito, ni una fábula, no es un cuento moralizador ni una alegoría con un mensaje de denuncia. Es demasiado real para abstraerse.
Ficha técnica:
Dirección: Stéphane Brizé.
Intérpretes: Vincent Lindon, Karine de Mirbeck y Matthieu Schaller.
Año: 2015.
Duración: 93 min.
Idioma: Francés.
Título original: La loi du marché.
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Fuente: El Viejo Topo